—Lo sé. Yo también le echo de menos.
Tenía a Dawson tan cerca que podía oler su aroma a jabón y a almizcle, una mezcla sugerente… Demasiado cerca…
Se apartó de él. Necesitaba mantener una distancia prudente. Agarró uno de los cojines deshilachados del sofá y lo acarició con nerviosismo. Fuera, el sol se ocultaba detrás de los árboles, y, con la escasa luz, la pequeña estancia aún parecía más diminuta. Amanda oyó que Dawson carraspeaba, incómodo.
—Voy a ver si encuentro algo para beber. Estoy seguro de que Tuck tiene una jarra de té en la nevera.
—Tuck no bebía té, pero probablemente encontrarás alguna lata de Pepsi.
—Ya veremos —dijo, al tiempo que se encaminaba hacia la cocina.
Amanda se fijó en que se movía con gran agilidad, como si estuviera en forma. Sacudió la cabeza levemente, intentando descartar aquel pensamiento.
—¿No crees que deberíamos irnos?
—No, estoy seguro de que esto es exactamente lo que Tuck quería.
Al igual que el comedor, la cocina parecía estar sacada de una máquina del tiempo, con los electrodomésticos propios de un catálogo de Sears de los años cuarenta: una tostadora del tamaño de un horno microondas y una vetusta nevera que se cerraba a presión mediante un cierre metálico. La encimera de madera era de color negro y tenía manchas de agua cerca de la pila, y la pintura blanca de los armarios se estaba pelando alrededor de los tiradores. Las cortinas con motivos florales —obviamente, las debía haber elegido Clara—, con su deslustrado color amarillento, estaban manchadas por el humo de los cigarrillos de Tuck. Había una pequeña mesa redonda para dos personas, y debajo de una de sus patas, una pila de servilletas de papel para mantenerla estable. Dawson abrió la puerta de la nevera, examinó su interior y sacó una jarra de té. Amanda entró justo en el momento en que él depositaba la jarra sobre la encimera.
—¿Cómo sabías que Tuck tenía té frío? —preguntó, sorprendida.
—Por la misma razón por la que sabía que tú tenías las llaves —respondió al tiempo que abría uno de los armarios y sacaba un par de tarros de mermelada vacíos.
—No te entiendo.
Dawson llenó los tarros con el té.
—Tuck sabía que los dos acabaríamos aquí tarde o temprano, y recordaba que yo bebía té frío, así que dejó una jarra para mí en la nevera.
Por lo visto, lo había planeado todo. Como lo del abogado. Pero antes de que Amanda tuviera tiempo de perderse en reflexiones, Dawson le ofreció el vaso, obligándola a volver a la realidad. Sus dedos se rozaron cuando ella aceptó el té.
Él alzó su vaso y dijo:
—Por Tuck.
Amanda brindó. Todo aquello —el hecho de estar de nuevo con Dawson, la fuerza del pasado, cómo se había sentido cuando él la había abrazado, estar los dos solos en aquella casa— le produjo tal vértigo que creyó que no podría soportarlo. Una vocecita en su interior le susurró que tuviera cuidado, que no sacaría nada bueno de aquel encuentro. Se recordó a sí misma que tenía esposo e hijos, lo que únicamente consiguió confundirla aún más.
—Así que veinte años, ¿eh? —comentó Dawson, finalmente.
Se refería a los años que ella llevaba casada, pero, dado su estado de profundo encantamiento, Amanda necesitó unos momentos para entender lo que le decía.
—Casi. ¿Y tú, te has casado?
—El destino no me reservó tal suerte.
Ella lo observó por encima del borde del vaso.
—Así que todavía soltero y sin compromiso, ¿eh?
—Digamos que prefiero estar solo.
Ella se apoyó en la encimera, sin saber cómo interpretar su respuesta.
—¿Dónde vives?
—En Luisiana, en las afueras de Nueva Orleans.
—¿Te gusta?
—No está mal. Había olvidado lo mucho que se parece a este lugar; con más pinos y más musgo, pero, aparte de eso, no es que haya grandes diferencias.
—Excepto los cocodrilos.
—Sí, los cocodrilos. —Dawson esbozó una escueta sonrisa—. Y ahora te toca a ti. ¿Dónde vives?
—En Durham. Me instalé allí después de casarme.
—¿Y vienes varias veces al año a ver a tu madre?
Amanda asintió.
—Cuando mi padre todavía vivía, solían ir a visitarnos para ver a los niños. Pero cuando murió, todo se complicó. A mi madre no le gusta viajar, así que ahora soy yo la que me desplazo hasta aquí. —Tomó un sorbo de té antes de señalar con la cabeza hacia la mesa—. ¿Te importa si me siento? Los pies me están matando.
—Adelante. Si no te importa, yo me quedaré de pie; me he pasado todo el día sentado en un avión.
Amanda cogió el vaso y se dirigió hacia la mesa, notando la intensa mirada de él clavada en la espalda.
—¿A qué te dedicas en Luisiana? —le preguntó mientras se acomodaba en la silla.
—Soy operario de grúa en una plataforma petrolífera, lo que básicamente significa que ayudo al perforador. Ayudo a guiar el tubo de purga dentro y fuera del ascensor, me aseguro de que todas las conexiones estén bien hechas y realizo el mantenimiento de las bombas para garantizar su buen funcionamiento. Ya sé que probablemente no habrás entendido nada de lo que he dicho, si nunca has estado en una plataforma petrolífera, pero no es fácil de explicar sin verlo.
—Un trabajo muy distinto a reparar coches, ¿eh?
—No creas, no es tan distinto. Básicamente, trabajo con maquinaria. Y en mi tiempo libre, sigo dedicándome a los coches. El
fastback
está como nuevo.
—¿Todavía lo tienes?
Él sonrió levemente.
—Me gusta ese coche.
—No —lo corrigió ella—, más bien diría que estás enamorado de ese coche. Recuerdo cuando tenía que apartarte de él a la fuerza, cada vez que quería verte. Y en la mitad de los casos, no lo conseguía. Me sorprende que no lleves una foto en el billetero.
—Es que la llevo.
—¿De veras?
—No, estaba bromeando.
Amanda rio, con la misma risa abierta y franca de antaño.
—¿Cuánto tiempo hace que trabajas en la plataforma petrolífera?
—Catorce años. Empecé de peón, luego ascendí a ayudante de perforación, y ahora soy operario de grúa.
—¿De peón a ayudante de perforación y luego operario de grúa?
—¡Qué puedo decir! Allí, en el océano, tenemos nuestro propio mundo y nuestra propia jerga. —Con aire ausente, resiguió con el dedo una de las grietas que se había abierto en la desportillada encimera—. ¿Y tú? ¿Trabajas? Recuerdo que querías ser maestra.
Amanda tomó un sorbo de té al tiempo que asentía con la cabeza.
—Lo fui durante un año, pero entonces nació Jared, mi hijo mayor, y decidí quedarme en casa con él. Después nació Lynn y luego…, bueno, luego se complicó la vida con mil cuestiones, como la muerte de mi padre; fue una época verdaderamente dura.
Hizo una pausa, consciente de la información que estaba obviando; sabía que no era ni el momento ni el lugar oportuno para hablar de Bea. Irguió la espalda y continuó hablando, con voz firme y serena.
—Un par de años después, llegó Annette, y por entonces ya no tenía ninguna razón para volver a trabajar. Pero en los últimos diez años he pasado muchas horas realizando labores de voluntariado en la Clínica Universitaria de Duke. También organizo almuerzos para recaudar fondos para ellos. A veces resulta duro, pero, por lo menos, me siento útil.
—¿Cuántos años tienen tus hijos?
Amanda los enumeró con los dedos.
—Jared cumplirá diecinueve años en agosto, y acaba de terminar su primer año en la universidad; Lynn tiene diecisiete años y solo le queda un curso en el instituto; y Annette, la pequeña, de nueve años, aún está en primaria. Es una niña muy dulce, alegre y despreocupada. Jared y Lynn, en cambio, están en esa edad en la que creen que lo saben todo y que yo, en cambio, no sé nada.
—En otras palabras, ¿me estás diciendo que son más o menos como éramos nosotros a su edad?
Ella se quedó pensativa unos momentos, con una expresión casi melancólica.
—Quizá.
Dawson se quedó callado y desvió la vista hacia la ventana. Ella siguió su mirada. El río había adoptado un color metálico, y el agua, con su lento movimiento, reflejaba las sombras del cielo. El viejo roble junto a la orilla no había cambiado demasiado desde la última vez que Dawson había estado allí, pero el embarcadero se había desintegrado, y solo quedaban los pilares.
—Cuántos recuerdos… —suspiró Dawson, en un tono muy suave.
Quizá fue por el modo en que lo dijo, pero Amanda sintió que su cuerpo reaccionaba a sus palabras, como una llave que acabara de abrir un candado olvidado.
—Lo sé —asintió. Hizo una pausa, se abrazó la cintura y, durante un rato, el leve rugido de la nevera fue el único sonido en la cocina.
La luz sobre sus cabezas iluminaba las paredes con un brillo amarillento y proyectaba sus siluetas entre sombras abstractas.
—¿Cuánto tiempo te quedarás? —preguntó ella al final.
—Tengo un vuelo reservado para el lunes a primera hora de la mañana. ¿Y tú?
—Le dije a Frank que estaría de vuelta el domingo. Mi madre habría preferido que me quedara en Durham todo el fin de semana; no cree que sea una buena idea que vaya al funeral.
—¿Por qué?
—Porque no le gustaba Tuck.
—Querrás decir que no le gustaba yo.
—Ella nunca llegó a conocerte en persona —dijo Amanda—. Nunca te dio una oportunidad. Mi madre tenía muy claro cómo debía vivir mi vida, sin importarle mis sentimientos. Incluso ahora, que ya soy adulta, a veces intenta decirme lo que tengo que hacer. No ha cambiado en absoluto. —Frotó la condensación del vaso con suavidad—. Hace unos años cometí el error de decirle que había pasado a ver a Tuck, y ella reaccionó como si hubiera perpetrado un delito. No dejó de atosigarme: me preguntó por qué había ido a verlo, me interrogó para saber de qué habíamos hablado y me regañó, como si todavía fuera una niña. Después de aquel mal trago, decidí no volver a comentarle nada más acerca de mis visitas a Tuck; le decía que me iba de compras o que me apetecía almorzar con mi amiga Martha en la playa. Martha era mi compañera de habitación en la universidad; vive en Salter Path. Sin embargo, aunque todavía estamos en contacto telefónico, hace años que no la veo. Me niego a tener que enfrentarme a los interrogatorios de mi madre, así que prefiero mentirle.
Dawson removió su té y, mientras observaba cómo la infusión volvía poco a poco a su estado de reposo, pensó en lo que Amanda le acababa de contar.
—De camino hacia aquí, no he podido evitar pensar en mi padre, y en lo que para él suponía tener el control de la situación. No digo que tu madre se le parezca, pero quizás es su forma de intentar que no cometas errores.
—¿Insinúas que visitar a Tuck era un error?
—Para Tuck, no —contestó Dawson—. Pero ¿para ti? Depende de lo que esperases encontrar aquí, y solo tú sabes la respuesta a esa pregunta.
Ella se puso instintivamente a la defensiva, pero antes de que pudiera replicar, el sentimiento se aplacó al reconocer la pauta de conducta que habían compartido en el pasado: uno decía algo que molestaba al otro, lo que, normalmente, desembocaba en una disputa. Amanda se dio cuenta de lo mucho que echaba de menos aquellos rifirrafes, y no porque le gustara pelearse, sino por la respectiva confianza que entrañaba y el perdón que inevitablemente seguía después. Porque, al final, siempre acababan por perdonarse el uno al otro.
En parte, sospechaba que Dawson la estaba poniendo a prueba, pero al final optó por no replicar. En vez de eso, sorprendiéndose incluso a sí misma, se inclinó hacia delante, por encima de la mesa, y las palabras emergieron de su boca automáticamente.
—¿Tienes planes para esta noche?
—No, ¿por qué?
—Hay unos bistecs en la nevera, por si te apetece que cenemos aquí.
—¿Qué pasa con tu madre?
—La llamaré y le diré que he salido tarde de Durham.
—¿Estás segura de que es una buena idea?
—No —contestó ella—. En estos momentos, no estoy segura de nada.
Dawson frotó el cristal del vaso con el dedo pulgar, sin decir nada, al tiempo que escrutaba su cara.
—De acuerdo —convino—. Cenaremos bistecs. Bueno, eso si no se han echado a perder.
—Los lunes los envían de la carnicería —informó ella, recordando de repente lo que Tuck le había contado—. La parrilla está fuera, en el porche de atrás, por si quieres empezar a preparar el fuego.
Un momento más tarde, Dawson franqueó la puerta, aunque su presencia continuó llenando el espacio, incluso cuando Amanda sacó el teléfono móvil de su bolso.
C
uando el carbón estuvo listo, Dawson volvió a entrar en la cocina en busca de los bistecs que Amanda ya había untado con mantequilla y había sazonado. Al abrir la puerta, la vio plantada delante de un armario abierto, con porte meditabundo, con la vista fija en uno de los estantes y con una lata de judías en la mano.
—¿Qué haces?
—Estaba pensando qué podría combinar con el bistec, pero, aparte de esto —dijo, alzando la lata—, no veo gran cosa.
—¿Qué más hay? —preguntó Dawson mientras se lavaba las manos en la pila de la cocina.
—Aparte de judías, copos de maíz, una botella de salsa para espaguetis, harina para tortitas, una caja medio vacía de macarrones y una caja de cereales Cheerios. En la nevera hay mantequilla y condimentos. ¡Ah! Y una jarra de té, por supuesto.
Dawson sacudió vigorosamente las manos para desprenderse del exceso de agua y sugirió:
—Los cereales podrían ser una opción.
—¿Cereales con bistec? —Amanda bufó y arrugó la nariz—. Creo que prefiero pasta. Además, ¿tú no tendrías que estar fuera, encargándote de los bistecs?
—Supongo que sí —contestó.
Ella reprimió una sonrisa. Por el rabillo del ojo, observó que él cogía la bandeja, salía y cerraba la puerta con suavidad.
El cielo se había teñido de un profundo color púrpura aterciopelado; las estrellas ya refulgían con intensidad. Más allá de la figura de Dawson, el río era una cinta negra y las copas de los árboles empezaban a brillar con un tono argénteo, bajo la luz de la luna, que iniciaba lentamente su ascenso.
Amanda llenó una olla con agua, echó una pizca de sal y encendió el quemador, luego sacó la mantequilla de la nevera. Cuando el agua estuvo hirviendo, añadió la pasta y se pasó los siguientes minutos buscando el colador hasta que lo encontró en el fondo de un armario, cerca del horno.