Sin embargo, la muerte de Bea los cambió. Amanda se sintió más que comprometida con su labor de voluntaria en la clínica; Frank, por otro lado, pasó de beber de forma esporádica a convertirse en un alcohólico.
Ella sabía distinguir la diferencia, pese a que nunca había sido una puritana con el alcohol. En sus años universitarios, había bebido más de la cuenta en más de una fiesta, y todavía le gustaba tomar una copa de vino durante la cena. A veces, incluso se animaba y tomaba una segunda, y con eso casi siempre le bastaba. Pero para Frank, lo que había empezado como una forma de insensibilizar el dolor había acabado por trocarse en un hábito que no podía controlar.
Si miraba hacia atrás, a veces pensaba que debería haberlo previsto. En la universidad, a Frank le gustaba beber con sus amigos mientras veía partidos de baloncesto; en la Facultad de Odontología, a menudo se tomaba dos o tres cervezas después de las clases. Pero en aquellos lúgubres meses en que Bea estuvo enferma, las dos o tres cervezas de todas las noches se convirtieron en seis. Y tras la muerte de la pequeña, pasaron a ser doce. En el segundo aniversario de la muerte de Bea, con Annette de camino, Frank bebía demasiado incluso cuando tenía que trabajar a la mañana siguiente. Últimamente bebía cuatro o cinco noches por semana. De hecho, la noche anterior no había sido una excepción. Había entrado en el cuarto, pasada la medianoche, arrastrando los pies. Amanda nunca lo había visto tan borracho. Había empezado a roncar tan estrepitosamente que al final ella tuvo que irse a dormir al cuarto de los invitados. La afición a la bebida de su marido —y no el entierro de Tuck— había sido el verdadero motivo de su discusión aquella mañana.
Con el paso de los años, Amanda había sido testigo de todo el proceso: desde ver cómo se le trababa la lengua durante la cena o en una comida con amigos, hasta verlo borracho y tirado por el suelo de la habitación que compartían. Sin embargo, todo el mundo lo consideraba un excelente dentista, casi nunca faltaba al trabajo y siempre pagaba las facturas, por lo que él no aceptaba que tuviera un problema. Dado que nunca había adoptado una actitud agresiva ni violenta, no aceptaba que tuviera un problema. Dado que casi siempre bebía solo cerveza, era imposible que tuviera un problema.
Pero sí que había un problema, porque gradualmente Frank se convirtió en la clase de hombre con el que Amanda jamás se habría imaginado casada. Ella había perdido la cuenta de las veces que había llorado, de las veces que había discutido con él, conminándolo a pensar en sus hijos. Le había suplicado que consultaran el caso con un terapeuta matrimonial para que los ayudara a encontrar una salida, o había arremetido contra su egoísmo. Lo había tratado con frialdad durante varios días seguidos, lo había obligado a dormir en el cuarto de los invitados durante semanas y había rezado con todas sus fuerzas para que Dios la escuchara.
Una vez al año, más o menos, Frank se avenía a sus súplicas y dejaba de beber. Pero a las pocas semanas ya volvía a tomar una cerveza durante la cena. Solo una. Aquella primera noche no había ningún problema, y quizás a la siguiente tampoco, cuando también se controlaba y tomaba una sola. Pero eso era como abrir la puerta y los demonios lo poseían hasta que de nuevo perdía el control de la situación. Y entonces Amanda volvía a plantearse las mismas preguntas que se había formulado con anterioridad. ¿Por qué, cuando Frank sentía aquella imperiosa necesidad de beber, no era capaz de atajar el problema de raíz? ¿Y por qué se negaba a aceptar que aquello estaba destrozando su matrimonio?
No lo sabía. Lo único que sabía era que la situación resultaba extenuante. Amanda se sentía como si fuera la única de los dos capaz de asumir cualquier responsabilidad respecto a sus hijos. Jared y Lynn ya tenían edad para conducir, pero ¿y si uno de ellos sufría un accidente mientras Frank estaba borracho? ¿Sería capaz de montarse en el coche, colocar a Annette en la sillita y conducir ebrio hasta el hospital? ¿Y si uno de sus hijos se sentía indispuesto? Ya había pasado una vez, aunque, en aquella ocasión, el afectado no fue ninguno de sus hijos, sino ella.
Unos años antes, Amanda se intoxicó al ingerir marisco en mal estado y se pasó horas vomitando en el cuarto de baño. En aquella época, Jared acababa de sacarse el permiso de conducir y todavía no se sentía cómodo con la idea de conducir de noche, pero Frank se hallaba bajo los efectos de una de sus borracheras. Cuando Amanda estuvo al borde de la deshidratación, Jared no tuvo más remedio que llevarla al hospital a media noche, con Frank en el asiento trasero, repantigado y fingiendo estar más sobrio de lo que en realidad estaba. A pesar de su estado casi delirante, Amanda se fijó en que los ojos de Jared se desviaban constantemente hacia el espejo retrovisor; no podía ocultar la rabia y la decepción que lo embargaba. A veces, pensaba que su hijo perdió una buena parte de su inocencia aquella noche, al ser testigo de la terrible flaqueza de su padre.
El día a día era una constante fuente de ansiedad agotadora. Amanda estaba cansada de preocuparse por lo que sus hijos pudieran pensar al ver a su padre andar a trompicones por la casa, cansada de preocuparse por que Jared y Lynn hubieran perdido el respeto a su padre, cansada de preocuparse por si, en el futuro, a uno de sus hijos le daba por imitar a su padre e intentaba evadirse de la realidad con alcohol, con pastillas o con algo peor, hasta destrozar sus vidas.
Tampoco había encontrado un gran apoyo. Incluso con Al-Anon, la asociación para ayudar a los familiares de alcohólicos, Amanda comprendió que no podría hacer nada por Frank, que, hasta que él no admitiera que tenía un problema y se esforzara por salir de aquel pozo sin fondo, continuaría siendo un alcohólico.
Estaba en una terrible encrucijada: debía decidir si estaba dispuesta a continuar soportando o no aquella enorme tensión; tenía que plantearse un listado de consecuencias, sopesarlas y aceptarlas. En teoría, parecía fácil, pero, en la práctica, la situación la desbordaba.
Si Frank era quien tenía el problema, ¿por qué era ella la que debía asumir toda la responsabilidad? Pero si el alcoholismo era una enfermedad, eso significaba que él necesitaba ayuda, o, como mínimo, contar con la lealtad de su esposa. ¿Cómo, pues, iba ella —su mujer, que había prometido ante Dios serle fiel y estar a su lado en la salud y en la enfermedad— a justificar el final de su matrimonio y la desintegración de su familia, después de las adversidades que habían pasado juntos? La considerarían o bien una madre y una esposa desalmada, o bien una mujer muy pobre de espíritu, cuando en realidad lo único que anhelaba era recuperar al hombre con el que se había casado.
Por eso sus días resultaban tan duros. No quería divorciarse y destruir la familia. Por más que peligrara su matrimonio, todavía creía en los votos conyugales. Amaba al hombre que Frank había sido y al hombre que sabía que volvería a ser, pero, entre tanto, allí de pie, frente a la casa de Tuck Holstetler, se sentía triste y sola, y se preguntó cómo era posible que su vida hubiera llegado a tal punto.
Amanda sabía que su madre la estaría esperando, pero todavía no se sentía preparada para ir a verla. Necesitaba unos minutos más. A medida que las sombras del atardecer empezaban a expandirse a su alrededor, atravesó la explanada cubierta de hierba en dirección al taller repleto de trastos donde Tuck había pasado tantas horas restaurando automóviles clásicos.
En su interior había un Corvette Stingray, probablemente un modelo de los años sesenta, pensó Amanda mientras deslizaba la mano por el capó. No le costaba nada imaginar a Tuck entrando en ese mismo momento en el taller, con la osamenta encorvada, enmarcada por la tamizada luz del sol, ataviado con su mono de trabajo, con su pelo ralo y gris que apenas le cubría el cuero cabelludo, y la cara surcada por unas arrugas tan profundas que parecían cicatrices.
A pesar del intenso interrogatorio al que la había sometido Frank aquella misma mañana acerca de Tuck, Amanda no le había dicho gran cosa; solo lo había descrito como un viejo amigo de la familia. No era verdad, pero ¿qué se suponía que iba a decirle? Incluso ella admitía que su amistad con Tuck no era muy normal. Lo había conocido cuando todavía estudiaba en el instituto, pero no había vuelto a verlo hasta seis años atrás, en una de las ocasionales visitas a su madre. Estaba matando el rato con una taza de café en el bar Irvin cuando oyó a un grupo de ancianos en una mesa cercana hablar de Tuck.
—Ese Tuck Hostetler sigue siendo un genio con los coches, pero os aseguro que está como una chota —había comentado uno de ellos, al tiempo que reía y sacudía la cabeza—. Hablar con su difunta esposa es una cosa, pero jurar que oye cómo ella le responde…
Otro anciano resopló y dijo:
—Siempre ha sido un poco raro, ya lo sabes.
Amanda pensó que lo que oía no encajaba con el Tuck al que ella había conocido. Después de pagar el café, se subió al coche y recorrió la casi ya olvidada carretera sin asfaltar que conducía hasta la casa del anciano.
Pasaron la tarde juntos, sentados en las mecedoras que había en el porche medio derruido. A partir de entonces, cada vez que Amanda iba al pueblo, pasaba a verlo. Al principio, se trataba de una o dos visitas al año —no soportaba ver a su madre con más frecuencia—, pero últimamente había ido a ver a Tuck más a menudo, incluso cuando su madre no estaba en el pueblo. En tales ocasiones, solía cocinar para él. Tuck se estaba haciendo viejo y, a pesar de que a ella le gustaba creer que simplemente lo hacía por compasión y respeto a un anciano, los dos sabían el verdadero motivo que llevaba a Amanda a seguir visitándolo.
Los hombres del bar Irvin no se habían equivocado, en cierto sentido. Tuck había cambiado. Ya no era el personaje silencioso y envuelto de misterio —incluso a veces gruñón— que ella recordaba, pero tampoco estaba loco. Discernía perfectamente entre fantasía y realidad, y sabía que su esposa había fallecido hacía muchos años. Pero Amanda acabó por creer que Tuck tenía la habilidad de convertir algo en realidad solo deseándolo. Por lo menos, para él era real. Cuando un día ella le preguntó por sus «conversaciones» con su difunta esposa, él contestó sin vacilar que Clara todavía estaba allí, que siempre lo estaría. Le confesó que no solo hablaban, sino que a veces incluso la veía.
—¿Me estás diciendo que ves un fantasma? —se interesó Amanda.
—No —respondió él—. Lo único que digo es que ella no quiere que esté solo.
—¿Está aquí, ahora?
Tuck echó la vista hacia atrás, por encima del hombro, y contestó:
—No la veo, aunque puedo oírla trasteando por la casa.
Amanda prestó atención, pero no oyó nada, salvo el crujido de las mecedoras sobre las tablas de madera.
—¿Estaba aquí… cuando te conocí?
Tuck soltó un largo suspiro. Al hablar de nuevo, su voz parecía cansada.
—No, pero la verdad es que en esa época yo tampoco hacía ningún esfuerzo por verla.
Había algo innegablemente conmovedor, casi romántico, en su convicción de que los dos se amaban tanto como para haber encontrado una forma de permanecer juntos, incluso después de que ella hubiera muerto. ¿Quién no lo habría considerado romántico? Todo el mundo quería creer que el amor eterno era posible. Amanda lo había creído una vez, también, a los dieciocho años. Pero sabía que el amor era un asunto complicado, como la vida misma. El amor daba unos virajes repentinos que las personas no podían prever o entender, dejando una larga estela de lamentos a su paso. Y casi siempre, esos lamentos desembocaban en el tipo de preguntas «¿Y si…?» que nunca podían ser contestadas. ¿Y si Bea no hubiera muerto? ¿Y si Frank no se hubiera convertido en un alcohólico? ¿Y si se hubiera casado con su único y verdadero amor? ¿Reconocería a la mujer que en esos momentos le devolvía la mirada en el espejo?
Amanda se apoyó en el coche y se preguntó qué habría opinado Tuck acerca de todo eso. Tuck, que desayunaba huevos y gachas en el bar Irvin todas las mañanas y que echaba cacahuetes tostados en los vasos de Pepsi que tomaba; Tuck, que había vivido en la misma casa durante casi setenta años y que solo había salido de Carolina del Norte una vez, cuando lo llamaron a filas para servir al país en la Segunda Guerra Mundial; Tuck, que escuchaba la radio o el gramófono en lugar de ver la tele, porque eso era lo que siempre había hecho. A diferencia de ella, él parecía aceptar el papel que el mundo le había asignado. Amanda reconocía cierta sabiduría en esa actitud, por más que ella nunca pudiera soñar con alcanzar aquel estado de inquebrantable aceptación.
Por supuesto, Tuck contaba con Clara, y quizás eso tenía mucho que ver con su actitud. Se casaron a los diecisiete años y convivieron cuarenta y dos años. A medida que él le iba hablando de ella, Amanda fue conociendo gradualmente la historia de sus vidas.
Con voz serena, le contó los tres abortos que sufrió Clara, y cómo el último le provocó serias complicaciones. Según Tuck, cuando el médico informó a Clara de que ya no podría tener hijos, ella se pasó llorando todas las noches de un año entero. Amanda se enteró de que tenía un huerto y que una vez ganó un premio a la calabaza más grande en un concurso estatal; la descolorida cinta azul conmemorativa todavía colgaba en el espejo de la habitación de matrimonio.
Tuck le contó que, después de abrir el taller de coches, construyó una pequeña casa en un terreno a orillas del río Bay, cerca de Vandemere, un pueblo tan pequeño que, comparado con Oriental, este último parecía una gran ciudad, y todos los años pasaban varias semanas allí, porque Clara pensaba que era el lugar más bonito del mundo. Él le describió el modo en que Clara tarareaba la música que sonaba en la radio mientras se dedicaba a limpiar la casa, y le reveló que de vez en cuando la llevaba a bailar al Red Lee’s Grill, un sitio que ella misma había frecuentado en sus años de adolescencia.
Amanda llegó a la conclusión de que la pareja había gozado de una vida armoniosa, en la que la satisfacción y el amor se detectaban en los más mínimos detalles; una vida digna y honrosa, que, a pesar de no haber estado carente de penas, había sido tan plena como muy pocas experiencias llegaban a serlo. Sabía que Tuck lo comprendía mejor que nadie.
—Con Clara, no había días malos —le resumió en una ocasión.
Tal vez era la naturaleza íntima de sus relatos, o quizá la creciente sensación de soledad que experimentaba Amanda, pero, con el tiempo, Tuck acabó por convertirse en una especie de confidente para ella, algo que jamás habría esperado.