Después de aterrizar en Charlotte, Dawson se echó la bolsa de lona y el traje sobre el hombro y cruzó la terminal, sin apenas fijarse en el trajín a su alrededor, absorto en los recuerdos de aquel último verano con Amanda.
En primavera, ella recibió una carta de la Universidad de Duke en la que le confirmaban que había sido aceptada. Por fin podría ver cumplido uno de sus sueños desde que era niña. El espectro de su partida, junto con el aislamiento de su familia y de sus amigos, solo intensificó el deseo de la joven pareja de pasar tanto tiempo juntos como fuera posible.
Se pasaban horas en la playa y daban largos paseos en coche, con la radio a todo volumen, o simplemente mataban el rato en el taller de Tuck. Tenían la certeza de que casi nada cambiaría cuando ella se marchara; o bien Dawson iría a Durham en coche, o bien ella iría a verlo a Oriental. A Amanda no le quedaba ninguna duda de que encontrarían el modo de que aquella relación siguiera adelante.
Sus padres, en cambio, tenían otros planes. Un sábado por la mañana, en pleno mes de agosto, cuando faltaba menos de una semana para que Amanda se marchara a Durham, la acorralaron antes de que pudiera escabullirse de casa. Su madre se encargó de dar el sermón, aunque Amanda sabía que su padre estaba totalmente de acuerdo.
—Esto ha ido demasiado lejos, jovencita —empezó su madre y, con una voz sorprendentemente calmada, le dijo que, si seguía saliendo con Dawson, a partir de septiembre tendría que buscarse otro lugar para vivir y hacerse cargo de sus gastos, y que, además, tampoco le costearían los estudios—. ¿Por qué malgastar dinero en la universidad si estás echando a perder tu vida?
Cuando Amanda empezó a protestar, su madre la atajó con vehemencia:
—Te arrastrará a la miseria, pero entendemos que, por el momento, eres demasiado joven para comprenderlo. Así que, si quieres gozar de plena libertad para comportarte como una adulta, tendrás que asumir tus responsabilidades. Quédate con Dawson y destroza tu vida, si quieres; no te detendremos, pero tampoco te ayudaremos.
Amanda se marchó corriendo de casa, en busca de Dawson. Cuando llegó al taller, lloraba desconsoladamente, incapaz de articular sus pensamientos. Él la abrazó. Poco a poco fue contándole fragmentos de la discusión hasta que logró controlar el llanto.
—Nos iremos a vivir juntos —dijo Amanda, con las mejillas todavía húmedas.
—¿Dónde? —le preguntó él—. ¿Aquí? ¿En el taller?
—No lo sé. Ya encontraremos una solución.
Dawson se quedó callado y fijó la vista en el suelo.
—Tienes que ir a la universidad —le dijo.
—¡No me importa la universidad! —protestó Amanda—. ¡Lo único que me importa eres tú!
Él dejó caer los brazos pesadamente a ambos lados del cuerpo.
—Tú también eres lo que más me importa en este mundo, por eso no puedo privarte de lo que te corresponde —alegó Dawson.
Amanda sacudió la cabeza, perpleja.
—Tú no me estás privando de nada; son mis padres, que me tratan como si todavía fuera una niña.
—Es por mí. Los dos lo sabemos. —Dawson dio una patada al suelo—. Si amas a alguien, has de ser capaz de sacrificarte por ese alguien y dejar que se marche, ¿no?
Por primera vez, los ojos de Amanda centellearon peligrosamente.
—¿Y qué pasa si uno no quiere marcharse? ¿Acaso significa que están predestinados a estar juntos? ¿Es eso lo que crees, que simplemente se trata de un cliché? —Lo agarró por el brazo, clavándole los dedos con excesiva fuerza—. ¡Tú y yo no somos una pareja cliché! ¡Hallaremos la forma de que lo nuestro funcione! Conseguiré un trabajo como camarera… o de lo que sea, y alquilaremos una casa.
Dawson mantuvo el tono sosegado, en un intento de no desmoronarse.
—¿Cómo? ¿Crees que mi padre dejará de extorsionarme?
—¡Podríamos ir a vivir a otro lugar!
—¿Adónde? ¿Con qué? Yo no tengo nada. ¿No lo entiendes? —Dejó las palabras suspendidas en el aire. Ella no contestó, así que continuó—: Solo intento ser realista. Estamos hablando de tu vida… y… ya no puedo seguir formando parte de ella.
—¿Qué…, qué estás diciendo?
—Estoy diciendo que tus padres tienen razón.
—No hablas en serio, ¿verdad?
En su voz, Dawson detectó algo parecido al miedo. A pesar de que se moría de ganas de abrazarla, dio deliberadamente un paso hacia atrás.
—Vete a casa —le ordenó.
Ella avanzó hacia él.
—Dawson…
—¡No! —exclamó, al tiempo que retrocedía otro paso—. ¿Acaso no me estás escuchando? ¡Se acabó! ¿Lo entiendes? ¡Lo hemos intentado, pero no ha funcionado! ¡La vida sigue!
La cara de Amanda adoptó un tono céreo, con una expresión casi fúnebre.
—Así que… ¿se acabó?
En vez de contestar, Dawson tuvo que hacer un enorme esfuerzo para darse la vuelta y enfilar hacia el taller. Sabía que, si no se resistía y la miraba de nuevo, cambiaría de parecer, y no podía hacerle esa trastada a Amanda. No, no podía hacerlo. Metió la cabeza dentro del capó abierto del
fastback
para que ella no viera sus lágrimas.
Cuando Amanda se marchó, Dawson se sentó sin apenas fuerzas sobre el polvoriento suelo de hormigón al lado de su coche. Se quedó allí durante horas, hasta que apareció Tuck y se sentó a su lado. Los dos permanecieron en silencio un buen rato.
—Has terminado con ella —comentó Tuck, al cabo de un rato.
—Lo nuestro no tenía futuro. —Dawson apenas podía hablar.
—Sí, eso había oído.
El sol se alzaba muy alto por encima de sus cabezas, envolviéndolo todo fuera del taller con una sorda quietud que parecía casi sepulcral.
—¿He actuado correctamente?
Tuck hundió la mano en el bolsillo en busca del paquete de cigarrillos, como si quisiera ganar tiempo antes de contestar. Propinó unos golpecitos en el paquete y sacó un Camel.
—No lo sé. Entre vosotros dos hay algo especial, no puedo negarlo. Y esa magia hará que no te resulte fácil olvidarla.
Acto seguido, Tuck le propinó unas palmaditas en la espalda y se puso de pie. Era más de lo que nunca le había dicho acerca de Amanda. Mientras se alejaba, Dawson entrecerró los ojos contra la intensa luz del sol y las lágrimas empezaron a rodar de nuevo. Sabía que aquella chica siempre constituiría lo mejor de él, una parte que siempre aspiraría a entender y a conocer mejor.
Lo que no sabía era que ya no volvería a hablar con ella ni a verla nunca más. A la semana siguiente, Amanda se mudó a la residencia de estudiantes de la Universidad de Duke. Luego, un mes más tarde, él fue arrestado.
Dawson pasó los siguientes cuatro años entre rejas.
E
n los confines de Oriental, Amanda se apeó del coche y examinó la cabaña que Tuck denominaba su hogar. Llevaba tres horas conduciendo y se sintió aliviada al poder estirar un poco las piernas. Todavía notaba la tensión en el cuello y en los hombros, un constante recordatorio de su pelea con Frank aquella mañana. Él no entendía su obstinación por querer asistir al funeral y, analizándolo con frialdad, seguramente no le faltaba la razón. En los casi veinte años que llevaban casados, Amanda nunca había mencionado a Tuck Hostetler; si hubiera sido al revés, si Frank hubiera estado en su lugar, probablemente ella también se habría sentido molesta.
Sin embargo, sabía que la discusión no era por Tuck ni por ningún otro de sus secretos, ni siquiera porque ella fuera a pasar otro fin de semana lejos de su familia. En el fondo, los dos sabían que se debía al problema que llevaban diez años arrastrando. La pelea había surgido como siempre, sin estallar de una forma escandalosa ni violenta —gracias a Dios, Frank era un tipo diplomático—. Al final, él había murmurado una seca disculpa antes de marcharse a trabajar. Como de costumbre, ella se había pasado el resto de la mañana y de la tarde intentando olvidar lo sucedido. Después de todo, no había nada que pudiera hacer para remediarlo. Además, con el paso del tiempo, había aprendido a insensibilizarse respecto a la rabia y la ansiedad que habían acabado por definir su relación.
Durante el trayecto hasta Oriental, tanto Jared como Lynn, sus dos hijos mayores, la habían llamado por teléfono. Amanda agradeció la distracción. Estaban en medio de las vacaciones de verano. Durante las últimas semanas, la casa se había llenado del típico bullicio de los adolescentes. Jared y Lynn ya habían hecho planes para pasar el fin de semana con unos amigos, él con una chica que se llamaba Melody, y ella navegando con una compañera del instituto por el lago Norman, donde la familia de su amiga tenía una casa. Annete —su «maravilloso accidente», como Frank la llamaba— estaba de campamento durante dos semanas. Probablemente también la habría llamado si en el campamento no fueran tan estrictos con la prohibición de los móviles, lo cual era de agradecer, porque, si no, seguro que su pequeña parlanchina la habría estado llamando mañana, tarde y noche. Así que el funeral de Tuck no trastocaba sus planes.
Al pensar en sus hijos, Amanda sonrió con afecto. Aparte del trabajo de voluntaria en el Centro de Oncología Pediátrica de la Clínica Universitaria de Duke, las dos últimas décadas de su vida habían transcurrido rodeada de niños. Se había dedicado a ejercer de madre desde el nacimiento de Jared y, aunque se sentía cómoda y le gustaba desempeñar aquel papel, desde el principio se había sentido un poco frustrada por las limitaciones. Le gustaba pensar que era más que una madre y una esposa. Había estudiado en la universidad para ser maestra, e incluso había considerado la posibilidad de realizar un doctorado, con la intención de acabar dando clases en una de las universidades cercanas a su domicilio. Después de graduarse, aceptó un trabajo como maestra de primaria. Entonces… la vida intervino. A sus cuarenta y dos años, a veces bromeaba acerca de sus ganas de emanciparse para tener claro lo que quería hacer de mayor.
Algunos lo denominaban la crisis de los cuarenta, pero Amanda no estaba segura de si se trataba de eso. No sentía la necesidad de comprarse un coche deportivo, de hacerse la cirugía estética o de escapar a una isla paradisíaca. Tampoco se trataba de aburrimiento, ya que sus hijos y la clínica la mantenían ocupada. Más bien era la sensación de haber perdido la pista a la persona que había deseado ser. Por otro lado, además, no estaba segura de si tendría la oportunidad de encontrar a esa persona de nuevo.
Durante mucho tiempo, se había considerado afortunada, y Frank había jugado un papel fundamental en aquel logro. Se conocieron en una fiesta universitaria, durante el segundo año de Amanda en la universidad. A pesar del caos reinante en aquella fiesta, consiguieron encontrar un rincón tranquilo donde se pasaron todo el rato charlando hasta que despuntaron las primeras luces del alba. Él era dos años mayor que ella, serio e inteligente, y ya en aquella primera noche, Amanda supo que tendría éxito en todo lo que hiciera. Cumplía, pues, los requisitos mínimos para iniciar una relación sentimental. En agosto, él se marchó a estudiar a la Facultad de Odontología, en Chapel Hill, pero continuaron saliendo juntos dos años más. El compromiso formal era el siguiente paso esperado. En julio de 1989, apenas unas semanas después de que Amanda se graduara, se casaron.
Tras la luna de miel en las Bahamas, ella empezó a trabajar de maestra en una escuela de primaria, pero cuando al siguiente verano nació Jared, tomó la baja maternal. Lynn nació dieciocho meses más tarde, y la baja maternal se prolongó de forma permanente. Por entonces, Frank había conseguido un préstamo para abrir su propia clínica dental y comprar una pequeña casa en Durham.
Aquellos primeros años, tuvieron que apretarse el cinturón. Frank quería labrarse un futuro por sí solo y no aceptó ninguna ayuda económica de sus padres ni de su familia política. Después de pagar todas las deudas mensuales, apenas les quedaba dinero para alquilar una película de vídeo para el fin de semana; dormían con un montón de mantas, para ahorrar en calefacción; casi nunca salían a cenar y, cuando se les averió el coche, Amanda permaneció enclaustrada en casa durante un mes, hasta que tuvieron dinero para arreglarlo. Por más estresantes y agotadores que parecieran, habían sido los años más felices de su matrimonio.
La clínica dental de Frank prosperaba despacio y, en muchos aspectos, sus vidas se asentaron en una pauta predecible. Frank trabajaba y ella se ocupaba de la casa y de los niños. Justo cuando vendieron su primera casa y se mudaron a otra más amplia en una zona más acomodada de la ciudad, nació Bea, su tercer retoño. Después, la vida se complicó más: la clínica de Frank florecía mientras ella se encargaba de llevar a Jared de casa a la escuela (y de traerlo de vuelta a casa), y de llevar a Lynn a parques y a fiestas infantiles, con Bea instalada en la sillita de auto entre sus dos hermanitos mayores.
Durante aquellos años, Amanda empezó a reconsiderar sus planes de estudiar un posgrado; incluso se interesó por dos programas de máster, con la idea de inscribirse cuando Bea comenzara a ir a la guardería. Pero cuando su hija pequeña murió, sus ambiciones se vinieron abajo. Guardó los libros para el examen de acceso a los estudios de posgrado en un cajón del escritorio y ya no volvió a sacarlos.
El inesperado embarazo que acabó por traer al mundo a Annette cimentó su resolución de no volver a la universidad. Las nuevas circunstancias despertaron un compromiso renovado de centrarse en la reconstrucción de su vida familiar; se volcó en las actividades y rutinas de sus hijos con una obcecada pasión, para mantener la pena y el dolor a raya. Con el paso de los años, los recuerdos de la pequeña Bea fueron diluyéndose. Jared y Lynn recuperaron lentamente el sentido de la normalidad. Amanda daba gracias por ello. La casa se llenó de una fresca alegría gracias al carácter vivaz de la pequeña Annette. De hecho, de vez en cuando, casi se convencía a sí misma de que eran una familia completa y feliz, inmune a cualquier tragedia.
Con todo, le costaba mucho convencerse de que su matrimonio también gozaba de buena salud.
No creía —jamás lo había creído— que el matrimonio se caracterizara por un estado de amor y felicidad permanentes. Si se hacía la prueba de unir a dos personas, se agregaban los inevitables altibajos y se agitaba la mezcla de forma vigorosa, ineludiblemente surgían algunas disputas acaloradas, por más que los dos se amaran. El tiempo, además, contribuía con nuevos retos. El confort y la familiaridad eran maravillosos, pero también empañaban la pasión y el entusiasmo. La previsibilidad y la costumbre provocaban que el factor sorpresa fuera casi inexistente. Ya no quedaban nuevas historias que contar; a menudo, uno era capaz de terminar una frase iniciada por el otro, y tanto ella como Frank habían llegado a un punto en el que una simple mirada estaba cargada de tanto significado como para que no hicieran falta palabras.