¿Y aquella noche? Bueno, aquella noche… empezaba el fin de semana, lo que significaba que haría todo lo posible por olvidarse del pesado de Buster. Tenía ganas de ir al Tidewater, un bareto que había en las afueras del pueblo y que era casi el único local con marcha de la zona. Se tomaría unas cervezas, jugaría al billar y, con un poco de suerte, vería a esa camarera tan tremenda, si es que le tocaba trabajar aquella noche. Llevaba unos pantalones vaqueros ajustados que resaltaban su espléndida figura y, cada vez que le servía una cerveza, se inclinaba por encima de la barra con su top provocativo, por lo que la cerveza sabía mucho mejor. Alan pensaba repetir el sábado y el domingo por la noche, seguro; bueno, eso suponiendo que su madre tuviera planes con Leo, su novio de hacía un montón de años, y no pasara a verlo por su casa, tal y como había hecho la noche anterior.
Alan no comprendía por qué ella y Leo no se casaban de una vez; así ella estaría más ocupada y no se dedicaría a controlarlo tanto. ¡Ni que fuera un crío! Lo que no quería aquel fin de semana era tener que hacerle compañía a su madre; no, de ningún modo. ¿Qué más daba si el lunes estaba hecho polvo? El lunes, Buster ya dispondría de su propia furgoneta de reparto, así que, si eso no era motivo de celebración…
Marilyn Bonner estaba preocupada por Alan.
No todo el tiempo, por supuesto, y hacía lo posible por controlar sus temores. Después de todo, su hijo ya era una persona adulta, lo bastante mayorcito como para tomar sus propias decisiones. Pero ella era su madre, y el principal problema de Alan, tal y como ella lo veía, era que siempre optaba por la vía más fácil, que no conducía a ninguna parte, en vez de tomar un camino que supusiera un mayor reto y que le pudiera reportar más ventajas. Le preocupaba que él viviera como si fuera todavía un adolescente, y no como un hombre hecho y derecho de veintisiete años. La noche anterior, cuando Marilyn había pasado a verlo por su casa, lo había encontrado jugando con la consola, y la primera reacción de Alan fue invitarla a jugar una partida. Mientras ella permanecía de pie en el umbral de la puerta, se preguntó cómo podía haber criado a un hijo que no parecía conocerla ni en lo más básico.
Sin embargo, sabía que podría ser peor, mucho peor. En lo primordial, Alan le había salido bien. Era amable y tenía un empleo, y nunca se metía en líos, así que no se podía quejar, con lo que corría por ahí en esos tiempos. No era tan ilusa; leía la prensa y se enteraba de los chismes que circulaban por el pueblo. Sabía que muchos de los amigos de Alan, jóvenes a quienes conocía desde que eran niños, incluso algunos provenientes de las mejores familias, habían caído en el mundo de las drogas o bebían en exceso; incluso alguno había acabado en prisión. Era lógico, teniendo en cuenta dónde vivían. Demasiada gente idealizaba el Estados Unidos rural, el de los pueblos pequeños, como en uno de esos cuadros bucólicos de Norman Rockwell, pero la realidad era muy distinta. Salvo por los médicos y abogados o las personas que tenían su propio negocio, no había puestos de trabajo muy bien remunerados en Oriental, ni en ningún otro pueblo pequeño (para ser más precisos), así que, aunque en muchos aspectos fuera un lugar ideal para criar a los niños, allí los jóvenes no podían aspirar a gran cosa. En aquellos pueblos no existían, ni nunca existirían, puestos directivos de nivel intermedio, ni tampoco es que hubiera mucha cosa que hacer los fines de semana, o gente nueva a la que conocer. Marilyn no comprendía por qué Alan quería seguir viviendo allí, pero, mientras su hijo fuera feliz y se labrara su propio futuro, estaba dispuesta a facilitarle las cosas, incluso si eso significaba comprarle un bungaló prefabricado a un tiro de piedra del rancho para ayudarlo a abrirse paso.
No, no idealizaba en absoluto los pueblos como Oriental. En ese sentido, no era como las otras mujeres de familias distinguidas de la localidad, pero, claro, el hecho de haberse quedado viuda tan joven y de haber tenido que sacar adelante a sus dos hijos sola bastaba para cambiarle el punto de vista a cualquiera. Ser una Bennett y haber estudiado en la Universidad de Carolina del Norte no había evitado que los banqueros hubieran intentado arrebatarle los campos de cultivo. Tampoco su apellido ni las conexiones con otras familias poderosas la habían ayudado a salir adelante de sus penurias. Ni siquiera su loada licenciatura en Finanzas por la Universidad de Carolina del Norte le había concedido carta blanca.
Al final, todo se fundamentaba en el dinero contante y sonante; todo se basaba en lo que una persona hacía, y no en lo que uno creía ser. Precisamente por eso Marilyn ya no podía soportar más el
statu quo
en Oriental. En esos momentos, prefería contratar a una inmigrante con ganas de trabajar que a la típica chica mona con la clásica mentalidad cerrada de los estados del Sur, recién salida de la Universidad de Duke o de la de Carolina del Norte, que creía que el mundo le debía una vida cómoda. Probablemente, aquella noción resultaba chocante para personas como Evelyn Collier o Eugenia Wilcox; seguro que les parecería una verdadera blasfemia, pero ya hacía mucho tiempo que Marilyn veía a Evelyn, a Eugenia y a la gente de su clase como dinosaurios, aferrados a un mundo que ya no existía. En una de las últimas reuniones a la que había asistido en el consistorio, incluso se había atrevido a expresarlo en voz alta. En el pasado, sus críticas habrían causado una verdadera conmoción, pero Marilyn era una de las pocas empresarias del pueblo cuya compañía estaba en fase de expansión, así que nadie podía aducir nada contra ella, ni siquiera Evelyn Collier o Eugenia Wilcox.
Desde la muerte de David, había aprendido a apreciar su independencia, que se había ganado con tanto esfuerzo. Había aprendido a fiarse de sus instintos, y debía admitir que le gustaba tener el control de su propia vida, sin que las expectativas de nadie se entrometieran en su camino. Seguramente, por eso rechazaba las repetidas propuestas de matrimonio de Leo.
Leo era un contable de Morehead City. Era inteligente, rico, y Marilyn se sentía muy cómoda con él. Pero lo más importante, quizás, era el respeto que le profesaba, y los chicos lo adoraban, siempre lo habían adorado. Emily y Alan no comprendían por qué ella seguía diciéndole que no.
Sin embargo, Leo sabía que ella siempre diría que no, y no le importaba, porque la verdad era que ambos se sentían cómodos con la situación. Probablemente irían al cine el sábado por la noche, y el domingo ella acudiría a misa y luego se pasaría por el cementerio para rendir sus respetos a David, como había hecho todas las semanas durante casi un cuarto de siglo. Después se reuniría con Leo para comer. Marilyn lo quería a su manera; quizá los otros no comprendieran esa clase de amor, pero no le importaba. Lo que Leo y ella compartían era bueno para los dos.
A medio camino, hacia la otra punta del pueblo, Amanda estaba bebiendo café en la cocina, sentada junto a la mesa, procurando no prestar atención al incómodo silencio de su madre.
La noche anterior, al llegar a casa, la estaba esperando en la sala. Incluso antes de que Amanda tuviera la oportunidad de sentarse, había empezado el interrogatorio: «¿Dónde has estado? ¿Por qué llegas tan tarde? ¿Por qué no has llamado?».
Amanda le recordó que sí que había llamado, pero, en lugar de dejarse arrastrar por la conversación acusadora que su madre obviamente estaba deseando, farfulló que le dolía la cabeza y que lo que de verdad necesitaba era tumbarse en su cuarto. Si aquella mañana el comportamiento de su madre servía de indicativo, era obvio que no le había sentado nada bien la excusa de Amanda. Aparte de un rápido «buenos días» cuando había entrado en la cocina, su madre no había dicho nada más; y enfiló directamente hacia la tostadora. Después de remarcar su silencio con un exagerado suspiro, había metido un par de rebanadas. Mientras se tostaban, su madre había vuelto a suspirar, esta vez más fuerte.
«Ya lo he pillado. Estás enfadada. ¿Satisfecha, ahora?», le habría gustado decir a Amanda.
En lugar de eso, sin embargo, tomó otro sorbo de café, decidida a no dejarse arrastrar a la confrontación, por más que su madre la provocara.
Amanda oyó el clic de la tostadora. Las rebanadas de pan estaban listas. Su madre abrió el cajón y sacó un cuchillo antes de cerrarlo con un golpe seco; luego empezó a untar la tostada con mantequilla.
—¿Ya estás mejor? —preguntó finalmente su madre, sin darse la vuelta.
—Sí, gracias.
—¿Vas a contarme lo que pasa, dónde estuviste anoche?
—Ya te lo dije, salí tarde de Durham. —Amanda hizo un gran esfuerzo para mantener un tono sosegado.
—Te llamé varias veces, pero todo el rato salía el mensaje grabado de tu buzón de voz.
—Se me acabó la batería. —Se le había ocurrido aquella mentira la noche previa, de camino a casa. Era tan fácil predecir lo que su madre diría…
La mujer cogió un plato.
—¿Por eso tampoco llamaste a Frank?
—Hablé con él ayer, más o menos una hora después de que llegara a casa, después del trabajo.
Amanda agarró el periódico que descansaba sobre la mesa y echó un vistazo a los titulares con actitud indiferente.
—Pues Frank también llamó aquí.
—¿Y?
—Se sorprendió cuando le dije que todavía no habías llegado. —La madre de Amanda adoptó un porte altivo—. Me dijo que habías salido de casa hacia las dos.
—Tenía unos recados pendientes por hacer —replicó ella. Pensó que las mentiras fluían con una pasmosa facilidad, pero la verdad era que tenía mucha práctica.
—Frank parecía preocupado.
«No, lo que pasa es que seguramente estaba borracho. Seguro que ya ni se acuerda», pensó Amanda, que se levantó de la mesa y volvió a llenar su taza con más café.
—Ya lo llamaré más tarde.
Su madre tomó asiento en otra silla.
—Para que lo sepas, anoche me habían invitado a jugar al
bridge
.
«¡Ah! Así que se trata de eso…», pensó. O por lo menos, en parte se trataba de eso. Su madre era adicta a las partidas de
bridge
, y llevaba casi treinta años jugando con el mismo grupo de mujeres.
—Deberías haber ido.
—No podía, porque sabía que ibas a venir y pensaba que cenaríamos juntas. —Su madre irguió más la espalda, con porte indignado—. Eugenia Wilcox tuvo que reemplazarme.
Eugenia Wilcox vivía un poco más abajo en la misma calle, en otra de las mansiones históricas, tan impresionante como la de Evelyn. A pesar de que en teoría eran amigas —su madre y Eugenia se conocían desde niñas— siempre había existido una rivalidad latente entre ellas, acerca de cuál de las dos tenía la casa más primorosa, el jardín más exquisito y cosas por el estilo, incluida cuál de las dos preparaba la tarta de terciopelo rojo más deliciosa.
—Lo siento, mamá —dijo Amanda, al tiempo que volvía a sentarse—. Debería haberte llamado antes.
—Eugenia no sabe nada sobre cómo hay que apostar, y echó a perder todas las partidas. Martha Ann me llamó para quejarse, pero le dije que tú estabas de camino, y una cosa llevó a la otra, y al final nos invitó a cenar esta noche.
Amanda frunció el ceño y depositó la taza de café sobre la mesa.
—Pero tú no aceptaste la invitación, ¿verdad?
—¡Claro que la acepté!
La imagen de Dawson cruzó su mente.
—No sé si tendré tiempo —improvisó—. Quizás haya velatorio esta noche.
—¿Cómo que quizás haya velatorio? ¿Qué significa eso? O bien hay velatorio, o bien no lo hay.
—Quiero decir que no estoy segura de si habrá velatorio. Cuando me llamó el abogado, no me especificó nada acerca del funeral.
—Qué extraño que no te especificara nada, ¿no?
«Quizá —pensó Amanda—. Aunque no tan extraño como que Tuck organizara una cena para Dawson y para mí en su casa.»
—Estoy segura de que el abogado se limita a cumplir los deseos de Tuck.
Cuando su madre oyó aquel nombre, empezó a juguetear con palpable tensión con el collar de perlas que lucía. Amanda nunca la había visto salir de su cuarto sin maquillaje ni joyas, y aquella mañana no era una excepción. Evelyn Collier siempre había encarnado el espíritu del viejo sur y, sin lugar a dudas, seguiría encarnándolo hasta el día de su muerte.
—Todavía no comprendo por qué has tenido que venir para el funeral. Ni que conocieras tanto a ese hombre.
—Lo conocía, mamá.
—De eso hace muchos años. Quiero decir, una cosa es que todavía vivieras en el pueblo; quizás entonces lo entendería. Pero no había razón para que te desplazaras hasta aquí para asistir al funeral.
—He venido a rendir mis respetos al difunto.
—Ya sabes que no gozaba de buena reputación. Mucha gente creía que estaba loco. ¿Y qué se supone que he de decir a mis amigas, sobre los motivos de tu viaje?
—No sé por qué les has de decir nada.
—Porque preguntarán por qué has venido —replicó su madre.
—¿Y por qué motivo iban a preguntar tal cosa?
—Porque sienten curiosidad por ti.
Amanda detectó algo en el tono de voz de su madre que no acabó de comprender. Mientras intentaba descifrar de qué se trataba, añadió un poco más de leche al café.
—No sabía que fuera un espécimen tan curioso como para convertirme en tema de conversación —soltó.
—No es tan raro como crees. Ya casi nunca vienes con Frank ni con los niños. Es inevitable que les parezca extraño.
—Ya hemos hablado de esto antes, mamá —objetó Amanda, sin poder ocultar su exasperación—. Frank trabaja, y los niños están en la escuela, pero eso no significa que yo no pueda venir. A veces las hijas actúan de ese modo: van a visitar a sus madres.
—Y a veces no pasan a ver a sus madres. Eso es lo que les parece realmente curioso, si quieres que te diga la verdad.
—¿De qué estás hablando? —Amanda achicó los ojos.
—Estoy hablando del hecho de que vengas a Oriental cuando sabes que yo no estoy en el pueblo. Y que te quedes en mi casa sin avisar. —Su madre no se preocupó en ocultar su hostilidad antes de continuar—. Ni eras consciente de que yo lo sabía, ¿verdad? Como cuando me fui de crucero el año pasado, o cuando fui a visitar a mi hermana en Charleston hace dos años. Mira, Amanda, Oriental es un pueblo pequeño. La gente te vio. Mis amigas te vieron. Lo que no entiendo es por qué creías que yo no me enteraría.
—Mamá…
—Silencio —le ordenó su madre, con un gesto liviano de su mano, que, como siempre, lucía una manicura perfecta—. Sé exactamente por qué viniste. Puedo ser vieja, pero todavía no he perdido la lucidez. ¿Por qué si no has venido este fin de semana para el funeral? Es obvio que has venido para verlo, como todas las veces que me decías que ibas a visitar a tu amiga, la que vive en la playa. Llevas años mintiendo.