Lo mejor de mi (14 page)

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Authors: Nicholas Sparks

Tags: #Romántico

BOOK: Lo mejor de mi
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Amanda bajó la vista y no dijo nada. En realidad, no había nada que decir. En el incómodo silencio, oyó un suspiro. Cuando su madre volvió a hablar, su tono ya no era tan airado.

—¿Y sabes qué? Yo también te he estado mintiendo, Amanda, y ya estoy harta de esta farsa. Pero quiero que sepas que, por encima de todo, soy tu madre, y que puedes contarme lo que te pasa.

—Lo sé, mamá. —Amanda oyó en su propia voz el eco petulante de cuando era adolescente, y se odió a sí misma por ello.

—¿Pasa algo con los niños, algo que no sepa?

—No, los chicos son un cielo.

—¿Es por Frank?

Amanda hizo rotar el asa de su taza de café hacia el lado opuesto.

—¿Quieres que hablemos de ello? —insistió su madre.

—No —contestó Amanda sin rodeos.

—¿Hay algo que pueda hacer?

—No —repitió.

—¿Qué te pasa, Amanda?

Por alguna razón, la pregunta hizo que se acordara de Dawson. Por un instante, se vio a sí misma en la cocina de Tuck, alegre por la atención que le había dedicado Dawson. Y entonces supo que lo único que quería era volver a verlo, sin temor a las consecuencias.

—No lo sé —murmuró finalmente—. Me gustaría saberlo, pero no lo sé.

Cuando Amanda subió para darse una ducha, Evelyn Collier salió al porche trasero y contempló la fina bruma que planeaba sobre el río. Solía ser uno de sus momentos favoritos del día; siempre lo había sido, desde niña. Por entonces, no vivía junto al río, sino cerca del molino de su padre. Sin embargo, los fines de semana solía pasearse por el puente, donde a veces se pasaba horas sentada, contemplando cómo el sol disipaba gradualmente la bruma.

Harvey sabía que ella siempre había querido vivir junto al río, y por eso compró la casa solo unos meses después de casarse. Por supuesto, Harvey se la había comprado a su propio padre por un precio irrisorio —en aquella época, los Collier tenían muchas tierras—, así que no había supuesto un tremendo sacrificio para él, pero eso no era lo importante. Lo importante era que lo había hecho por ella. Evelyn deseó que todavía estuviera vivo, aunque solo fuera para poder hablar con él acerca de Amanda. ¿Quién sabía lo que le pasaba a esa muchacha? Aunque, en realidad, siempre había sido un misterio, incluso de niña. Siempre había tenido su propia visión del mundo. Desde el día que empezó a andar, se mostró tan obstinada como una puerta combada en un húmedo día de verano. Si su madre le decía que no se alejara, Amanda desaparecía de la vista a las primeras de cambio; si le decía que se pusiera algo bonito, ella bajaba brincando las escaleras con su vestido más viejo. Cuando todavía era pequeña, había sido posible mantenerla a raya y en la senda correcta. Después de todo, era una Collier, y la gente esperaba cierto decoro por su parte. Pero cuando Amanda entró en la pubertad… Bueno, aquella etapa fue como si estuviera poseída por el mismísimo demonio. Primero con Dawson Cole —¡un Cole!— y luego las mentiras, las salidas furtivas, los constantes cambios de humor y las impertinencias cada vez que intentaba que entrara en razón. A Evelyn le empezaron a salir canas por el estrés. Amanda no lo sabía, pero si no hubiera sido por una considerable dosis de bourbon, no creía que hubiera sido capaz de superar aquellos años tan horrorosos.

Cuando por fin consiguieron separarla del dichoso Cole y Amanda se marchó a estudiar a la universidad, la situación mejoró. Incluso hubo algunos años buenos, estables, y los nietos fueron un regalo divino, por supuesto. ¡Qué pena lo de la pequeña! Solo era un bebé cuando murió. Una criaturita tan deliciosa… Pero el Señor nunca prometía a nadie una vida sin tribulaciones. Ella misma había sufrido un aborto un año antes de que naciera Amanda. No obstante, estaba encantada de que su hija hubiera sido capaz de superar el duro golpe después de un respetable periodo de tiempo —¡solo Dios sabía lo mucho que su familia la necesitaba!—. Incluso había aceptado ese destacado trabajo caritativo. Evelyn habría preferido algo menos… cansado, como un puesto en la acreditada Fundación Junior League, quizá, pero la Clínica Universitaria de Duke también era una institución reputada, y Evelyn no sentía ningún reparo a la hora de contarles a sus amigas los almuerzos que Amanda organizaba para recaudar fondos para el Centro de Oncología Pediátrica, o incluso hablarles sobre el trabajo de voluntariado que desempeñaba en ese mismo centro.

Últimamente, Amanda parecía estar de nuevo sufriendo una regresión hacia sus viejos hábitos. ¡A quién se le ocurría mentir como una adolescente! La verdad era que nunca habían estado muy unidas, y ya hacía tiempo que Evelyn se había resignado a la idea de que nunca lo estarían. Eso de que las madres eran las mejores amigas de sus hijas era simplemente un mito. De todos modos, la amistad era mucho menos importante que la familia. Los amigos aparecían y desaparecían en la vida; en cambio, la familia siempre estaba allí. No, realmente no confiaban la una en la otra, pero la confianza era solo otra palabra para referirse al acto de quejarse, de lamentarse, lo que solía ser una pérdida de tiempo. La vida era complicada, siempre lo había sido y siempre lo sería. Las cosas eran como eran: así pues, ¿de qué servía lamentarse? Uno actuaba para solucionar el problema o no, y luego tenía que vivir el resto de su vida con la elección que había tomado.

No se necesitaba ser ningún lumbreras para deducir que Amanda y Frank tenían problemas. En los últimos años, Evelyn apenas había visto a su yerno, ya que Amanda solía ir al pueblo sola. De todos modos, recordaba que a Frank le gustaba demasiado la cerveza. Aunque eso tampoco era algo tan terrible. Al fin y al cabo, al padre de Amanda le gustaba mucho el bourbon, y ningún matrimonio era totalmente idílico. Había habido años en los que ella no había soportado la compañía de Harvey, e incluso se había planteado la idea de abandonarlo. Si Amanda se lo hubiera preguntado, Evelyn lo habría admitido, aunque también le habría recordado que la hierba siempre parece más verde al otro lado de la valla. Lo que la generación más joven no comprendía era que la hierba siempre era más verde si se la regaba, lo que significaba que tanto Frank como Amanda tenían que esforzarse si querían que su relación se regenerara. Pero su hija no se lo había preguntado. Y era una pena, porque Evelyn podía ver que Amanda estaba únicamente añadiendo más problemas a un matrimonio en crisis, y mentir formaba parte de ello. Dado que le había estado mintiendo a su madre, no costaba deducir que también había estado engañando a Frank. Y cuando empezaban las mentiras, ¿dónde acababan? Evelyn no estaba segura, pero era obvio que Amanda se sentía confusa, y las personas, en tal estado, cometían errores. Aquello implicaba, por supuesto, que tendría que mantenerse especialmente alerta con su hija aquel fin de semana, tanto si a Amanda le gustaba como si no.

Dawson estaba en el pueblo.

Ted Cole se encontraba de pie en los escalones del porche de su chabola, fumando un cigarrillo y contemplando a los «pimpollos de carne», que es como llamaba a sus hijos cuando regresaban de cazar. Un par de ciervos, eviscerados y desollados, colgaban de unas ramas combadas; las moscas zumbaban y revoloteaban alrededor de la carne, y las tripas se apilaban en el suelo, justo debajo de las carcasas. La brisa matinal hacía rotar levemente los torsos putrefactos. Ted dio otra larga calada al cigarrillo. Había visto a Dawson, y sabía que Abee también. Pero Abee le había mentido y le había dicho que no, que no lo había visto, lo que lo cabreaba casi tanto como la provocadora apariencia de Dawson.

Empezaba a cansarse de su hermano. Estaba harto de que siempre le diera órdenes, de preguntarse adónde iba a parar todo el dinero del negocio de la familia. Uno de esos días, Abee acabaría con una bala de la Glock entre las cejas. Últimamente, no paraba de meter la pata. El tipo ese con el cúter casi se lo había cargado, algo que habría sido imposible unos años antes. Y eso tampoco habría pasado si Ted hubiera estado allí, pero Abee no le había comentado sus planes, otra señal de que se estaba volviendo descuidado. Esa tía, su nueva novia, lo tenía atontado; Candy, o Cammie, o como se llamara. Sí, tenía una cara muy bonita y un cuerpo que a Ted no le importaría explorar, pero era una mujer, y con las mujeres las normas eran la mar de sencillas: si querías algo de ellas, lo tomabas, y si se cabreaban o ponían morros, les enseñabas que estaban equivocadas y punto. Aunque a veces les hiciera falta más de una lección, al final todas acababan por entenderlo. Abee parecía haber olvidado esa norma.

Y además le había mentido, a la cara. Lanzó la colilla del cigarrillo fuera del porche, seguro de que no tardaría en tener una pequeña bronca con Abee. Pero lo primero era lo primero: había que cargarse a Dawson. Llevaba mucho tiempo esperando ese momento. Por su culpa tenía la nariz torcida y había tenido que llevar la mandíbula cerrada con alambres durante varias semanas; por su culpa, ese tío se había cachondeado de su jodido estado, y Ted había tenido que pararle los pies, y nueve años de su vida se habían esfumado como el humo. Nadie lo jodía y se salía con la suya. Nadie. Ni Dawson ni Abee. Nadie. Además, llevaba mucho, muchísimo tiempo esperando ese momento.

Ted dio media vuelta y entró en la casa. La chabola había sido construida a finales de siglo, y la única bombilla que colgaba del techo apenas conseguía romper las sombras. Tina, su hija de tres años, estaba repantigada en el destartalado sofá frente a la tele, atenta a un programa de Disney. Nikki pasó por delante de la pequeña sin decir nada. En la cocina, la sartén estaba recubierta de una gruesa capa de grasa de tocino. Nikki se centró en acabar de dar de comer al bebé, que permanecía sentado en la trona, chillando como un energúmeno y con la cara embadurnada de una sustancia amarillenta y pringosa. Ella tenía veinte años, las caderas estrechas, el cabello fino y escaso, de color castaño, y un abanico de pecas en las mejillas. El vestido que llevaba no conseguía ocultar su abultado vientre. Aún le faltaban siete meses para parir y ya se quejaba de que se sentía cansada. Siempre estaba cansada.

Ted agarró las llaves de la encimera. Nikki se dio la vuelta.

—¿Vas a salir?

—¿A ti qué te importa? —ladró Ted.

Cuando Nikki le dio la espalda, él le dio unas palmaditas al bebé en la cabeza antes de enfilar hacia su habitación. Sacó la Glock que guardaba debajo de la almohada y se la guardó en la cintura del pantalón. Le invadió una poderosa sensación de euforia, como si fuera el amo del mundo.

Había llegado la hora de zanjar un asunto pendiente.

7

C
uando Dawson regresó a la pensión después de correr, vio a varios huéspedes tomando café en la sala, leyendo ejemplares gratuitos del
USA Today
. Olisqueó el aroma a panceta frita y huevos que se filtraba por la puerta de la cocina y subió las escaleras hacia su habitación. Después de ducharse, se puso unos pantalones vaqueros y una camisa de manga larga antes de bajar a desayunar.

Cuando se sentó a la mesa, la mayoría de los huéspedes ya habían desayunado, así que comió solo. A pesar del ejercicio físico, no tenía mucho apetito, pero la propietaria —una mujer de unos sesenta años que se llamaba Alice Russell y que hacía ocho años que se había instalado en Oriental con la idea de retirarse allí— le llenó el plato, y Dawson tuvo la impresión de que la mujer se sentiría decepcionada si no se lo acababa todo. Tenía la apariencia amable propia de una abuelita, rematada con el delantal y con su bata a pequeños cuadros.

Mientras comía, Alice le explicó que, al igual que otras muchas parejas, ella y su marido se habían retirado a Oriental porque les gustaba navegar. Pero su marido empezó a aburrirse y por eso decidieron abrir la pensión hacía unos años. Dawson se quedó sorprendido al ver que la mujer se dirigía a él como «señor Cole», pero sin mostrar ninguna señal de reconocer el apellido de su familia, ni siquiera después de que él le dijera que se había criado en aquel lugar. Saltaba a la vista que Alice seguía siendo una forastera en Oriental.

Sin embargo, los Cole rondaban por ahí. Había visto a Abee en el pueblo y, tan pronto como había podido, había doblado la esquina y se había perdido entre unas casas y había regresado a la pensión procurando no pisar la calle principal. Lo último que quería era volver a enfrentarse a su familia, especialmente a Ted y a Abee. Por desgracia, tenía un desagradable presentimiento de que el asunto con ellos todavía no estaba resuelto.

A pesar de ello, había algo que debía hacer. Apuró el desayuno, recogió las flores que había encargado cuando todavía estaba en Luisiana y que le habían enviado a la pensión, y se montó en el coche alquilado. Condujo sin apartar la vista del espejo retrovisor, para asegurarse de que nadie lo seguía. En el cementerio, se abrió paso entre las lápidas familiares hasta la tumba del doctor David Bonner.

Tal y como había esperado, no había nadie en el cementerio. Depositó las flores a los pies de la lápida y rezó una corta plegaria para la familia. Solo se quedó unos minutos; luego regresó a la pensión. Al salir del coche, alzó la vista. Un cielo inmensamente azul se extendía hasta el horizonte. El calor ya empezaba a apretar. Dawson pensó que era una mañana demasiado hermosa para malgastarla dentro del coche, así que decidió ir andando.

El sol se reflejaba en las aguas del río Neuse. Dawson ocultó los ojos detrás de unas gafas de sol. Al cruzar la calle, examinó el vecindario. A pesar de que las tiendas ya habían abierto sus puertas, las aceras estaban totalmente vacías. Dawson se preguntó cómo iban a sobrevivir todos aquellos comercios.

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