Sin embargo, estaba preocupada por lo que había visto unas horas antes. Se debatió entre si debía hacer algo o no. Siempre podía fingir que no sabía lo que significaba y dejar que el tiempo aplicara su magia.
Pero, a base de golpes, había aprendido que no siempre era positivo ignorar una situación. Agarró el bolso. Sabía lo que tenía que hacer.
Después de apilar las últimas cajas en el asiento del pasajero del coche, Candy volvió a entrar en su casa para recoger el buda dorado que descansaba en el alféizar de la ventana. Por más fea que fuera, le gustaba aquella estatuilla; tenía la impresión de que le daba buena suerte. Además, era su póliza de seguro y, con suerte o no, planeaba largarse de allí tan pronto como pudiera, por lo que necesitaría dinero para volver a empezar de cero en otro lugar.
Envolvió el buda con unas hojas de periódico y lo guardó en la guantera. Retrocedió un paso y contempló el equipaje. Estaba sorprendida de haber sido capaz de embutirlo todo en el Mustang. Apenas podía cerrar el maletero, y la pila de bártulos en el asiento del pasajero era tan alta que le bloqueaba la vista de la ventana lateral. Todos los rincones del interior del vehículo estaban ocupados por un montón de trastos. Tenía que abandonar ese hábito de comprar por Internet, y también era obvio que necesitaba un vehículo más espacioso, porque, si no, cada vez le resultaría más difícil huir precipitadamente. Podría desprenderse de algunos objetos, por supuesto. La máquina de capuchinos de la tienda de menaje Williams-Sonoma, por ejemplo, aunque en Oriental la había necesitado, aunque solo fuera para sentirse como si no estuviera viviendo en un pueblucho remoto. Un pequeño toque sofisticado de la ciudad, por decirlo de algún modo.
De todas formas, la suerte ya estaba echada. Cuando acabara su turno esa noche en el Tidewater, conduciría directamente hacia la autopista y, tan pronto como llegara a la I-95, la tomaría en dirección sur. Al final había decidido ir a Florida. Había oído muchas historias prometedoras sobre South Beach. Parecía la clase de sitio en el que podría quedarse una buena temporada, incluso definitivamente. Sabía que ya había dicho eso antes y que de momento sus planes no habían salido como esperaba, pero una chica tenía derecho a soñar, ¿o no?
En el Tidewater, las propinas habían sido muy generosas el sábado por la noche, pero el viernes había sido un verdadero desastre; por eso había decidido trabajar una noche más. El viernes había empezado bastante bien; se había vestido con un provocativo top y unos
shorts
muy cortos, y los chicos se habían mostrado más que encantados de vaciar sus billeteros intentando captar su atención, pero entonces había aparecido Abee y lo había echado todo a perder. Se había sentado a una de las mesas, con un aspecto raro, como si estuviera a punto de echar las tripas por la boca, y sudando como si acabara de salir de la sauna. Se había pasado la siguiente media hora mirándola fijamente con aquella típica expresión de desquiciado.
Ya la había visto antes —una especie de celos paranoicos lo dominaban—, pero el viernes por la noche, había llevado esa expresión hasta una nueva dimensión. Candy no veía el momento de largarse de Oriental. Tenía la impresión de que Abee estaba a punto de cometer una tontería, quizás incluso algo peligroso.
El viernes temió que se propusiera hacerlo allí mismo, en el bar, pero, por suerte, recibió una llamada en el móvil y se largó precipitadamente. Candy había esperado encontrarlo plantado en la puerta de su casa el sábado por la mañana, o esperándola en el bar el sábado por la noche, pero, curiosamente, no había aparecido. Para su alivio, tampoco lo había visto durante todo el día. Mejor, teniendo en cuenta que el coche cargado hasta los topes no dejaba lugar a dudas sobre sus planes. Estaba claro que a Abee no le harían ni la menor gracia. Aunque no quisiera admitirlo, le tenía miedo. La verdad era que Abee también había conseguido asustar a la mitad de la clientela del bar el viernes por la noche. El local se empezó a vaciar al poco de entrar él, y las propinas se acabaron de un plumazo. Incluso después de que se largara, la gente había tardado bastante en volver.
Sin embargo, fuera como fuera, estaba a punto de cerrar ese capítulo. Una noche más en el Tidewater, y se largaría pitando de allí. Y Oriental, como todos los otros lugares donde había vivido, pronto no sería nada más que un recuerdo.
Para Alan Bonner, los domingos siempre resultaban un poco deprimentes, porque sabía que el fin de semana estaba a punto de acabar. Decididamente, el trabajo no valía tanto la pena como algunos pensaban.
Aunque tampoco era que pudiera elegir. Su madre estaba orgullosa de que él «se labrara su propio futuro», o como lo dijera, y eso era un rollo. Habría sido mejor que lo contratara para encargarse de la planta de producción, donde se habría podido pasar el día sentado en un despacho con aire acondicionado dando órdenes a diestro y siniestro y supervisando el trabajo en vez de tener que repartir galletitas saladas y frutos secos por los supermercados. Pero ¿qué podía hacer? Su madre era la jefa y estaba reservando ese puesto a su hermana Emily. A diferencia de él, Emily se había graduado en la universidad.
Sin embargo, tampoco se podía quejar. Tenía su propia casa —cortesía de su madre—, y el negocio familiar daba lo bastante como para pagar sus facturas, lo que significaba que Alan podía quedarse con prácticamente todo el dinero que ganaba. Incluso mejor, podía entrar y salir cuando le venía en gana, una gran ventaja, si se comparaba con la época en que todavía vivía en casa de su madre. Además, trabajar en el negocio familiar, incluso con un despacho con aire acondicionado, no habría sido fácil. Primero, porque trabajar para su madre significaría pasar todas las horas juntos, y eso era algo que ni a él ni a ella les habría hecho mucha gracia. Y, además, su madre era una perfeccionista, mientras que él era todo lo contrario. Así pues, mejor seguir como estaban. En general, podía hacer lo que quería, cuando quería, y no tenía que rendir cuentas a nadie de lo que hacía por las noches y los fines de semana.
El viernes por la noche había sido especialmente divertido, porque en el Tidewater no había tanto barullo como de costumbre; al menos no después de la aparición de Abee. La gente se había largado pitando del local, y durante un rato, fue una verdadera… gozada. Alan pudo hablar tranquilamente con Candy, y ella parecía interesada en lo que le contaba. Por supuesto, sabía que ella flirteaba con todos los tíos, pero había tenido la impresión de que mostraba más interés por él. El sábado por la noche esperaba el mismo trato, pero el local parecía un zoológico. El bar estaba lleno hasta los topes; todas las mesas, ocupadas. Era imposible moverse, y mucho menos hablar con Candy.
Pero cada vez que le pedía una cerveza, ella le sonreía por encima de las cabezas de los otros clientes, y por eso tenía esperanzas para esa noche. Los domingos, el Tidewater nunca estaba abarrotado de gente. Alan se había pasado la mañana ensayando cómo pedirle si quería salir con él. No estaba seguro de si la chica aceptaría, pero ¿qué podía perder? Ni que estuviera casada, ¿no?
Al oeste, a tres horas de distancia de Oriental, Frank se hallaba de pie en el
green
, junto al hoyo número trece, bebiendo una cerveza mientras Roger se preparaba para lanzar la pelota. Roger había estado jugando bien, mucho mejor que Frank. Por lo visto, este no tenía el día. Sus golpes no eran lo bastante largos y tenían efecto hacia la derecha. No conseguía concentrarse en el juego.
Intentó recordarse a sí mismo que no estaba allí para preocuparse por su puntuación, sino que era una oportunidad para escapar de la consulta, pasar el día con su mejor amigo, relajarse y estar al aire libre. Por desgracia, esos recordatorios no le servían de nada. Todo el mundo sabía que la verdadera satisfacción del golf estaba en dar ese increíble golpe certero, ese tiro largo y en forma de arco directo hasta el
fairway
, o el
chip
que acababa a medio metro del agujero para poder embocar la bola.
De momento, no había hecho ni una sola jugada que valiera la pena recordar, y en el hoyo número ocho había necesitado cinco golpes. ¡Cinco! Quizá le habría ido mejor dedicarse a intentar colar la bola a través del molinillo de viento y en la boca del payaso en el minigolf del club, teniendo en cuenta lo mal que estaba jugando ese día. Ni siquiera el hecho de que Amanda regresara a casa parecía levantarle el ánimo. Tal como le iban las cosas, no estaba seguro de si quería quedarse a ver el partido después, en el bar. No creía que fuera a pasarlo bien.
Tomó otro sorbo de la lata de cerveza y la acabó. Qué suerte que se le hubiera ocurrido llenar la nevera portátil con más latas, porque iba a ser un día muy largo, seguro.
Jared estaba encantado de que su madre estuviera fuera el fin de semana; así podría quedarse por ahí hasta las tantas. Eso del toque de queda era un rollo. Ya estaba en la universidad, y sus compañeros de clase no tenían que volver a casa a una hora específica, pero, por lo visto, nadie había informado a su madre de que eso era lo normal. Cuando regresara de Oriental, tendría que hablar con ella seriamente para hacerle ver la luz.
Aunque aquel fin de semana no había podido quejarse, desde luego. Cuando su padre se quedaba dormido, no lo despertaba ni un terremoto, y eso quería decir que Jared gozaba de plena libertad para volver tan tarde como quisiera. El viernes por la noche había salido hasta las dos de la madrugada, y la noche anterior no había vuelto hasta después de las tres. Su padre no se había dado cuenta de nada. O quizá sí: Jared no había podido averiguarlo. Cuando se había despertado por la mañana, ya se había marchado a jugar al golf con su amigo Roger.
Las juergas nocturnas, sin embargo, le estaban pasando factura. Después de rebuscar en la nevera algo que comer, pensó que lo mejor era tumbarse de nuevo en la cama y dormir un rato más. A veces no había nada más revitalizador que una buena siesta en plena tarde. Su hermana pequeña estaba toda la semana fuera, Lynn estaba en el lago Norman, y sus padres también habían salido. En otras palabras, la casa era un reducto de paz, o, por lo menos, había más silencio del que solía haber durante el verano.
Jared se tumbó en la cama y se debatió entre si apagar o no el teléfono móvil. Por un lado, no quería que nadie lo molestara, pero, por otra parte, quizá lo llamaría Melody. Habían salido juntos el viernes por la noche, habían ido a una fiesta la noche anterior; no llevaban mucho tiempo saliendo juntos, pero le gustaba. De hecho, le gustaba mucho.
Dejó el teléfono encendido y se acurrucó en la cama. Apenas unos minutos más tarde, ya estaba profundamente dormido.
Tan pronto como Ted se despertó, sintió unas fuertes punzadas de dolor en la cabeza. A pesar de que las imágenes eran fragmentadas, lentamente empezaron a cobrar forma. Dawson, su nariz rota, el hospital. Tenía el brazo escayolado. Se había pasado toda la noche esperando bajo la lluvia mientras Dawson mantenía la distancia, burlándose de él…
Dawson… burlándose… de él.
Se sentó con cautela. Sentía un dolor palpitante en la cabeza y notaba el estómago revuelto. Contrajo la boca, e incluso aquel leve movimiento le dolió. Cuando se tocó la cara, el dolor fue insoportable. Su nariz estaba abotargada como una patata, y de vez en cuando le venían arcadas. Se preguntó si sería capaz de ir hasta el cuarto de baño, pues necesitaba mear.
Pensó de nuevo en el brutal impacto de la llave de cruz en plena cara y en la noche de perros que había pasado bajo la lluvia. Sintió cómo se acrecentaba su rabia. Oyó que el bebé berreaba en la cocina; los agudos gemidos por encima del fuerte volumen de la tele le taladraban los oídos. Entrecerró los ojos, intentando sin éxito aislarse de los ruidos. Finalmente se levantó de la cama, tambaleándose.
Por los extremos de su campo visual, lo veía todo negro. Se pegó a la pared para no caer al suelo. Respiró hondo y atenazó los dientes mientras el bebé seguía berreando. Se preguntó por qué Nikki no hacía callar a ese maldito niño. Y por qué diantre el volumen de la tele estaba tan alto.
Se dirigió al cuarto de baño a trompicones, pero, cuando alzó la escayola con excesiva rapidez para agarrarse y no caer, sintió como si le hubieran conectado el brazo a un cable eléctrico. Dejó escapar un grito desgarrador. La puerta de la habitación se abrió de golpe a su espalda. Los berridos del bebé tenían el efecto de un cuchillo en su cerebro. Cuando se dio la vuelta, vio dos Nikkis y dos bebés.
—¡Haz algo con ese crío, o te juro que lo haré yo! —bramó—. ¡Y apaga la tele de una puñetera vez!
Nikki se alejó. Ted se dio la vuelta y cerró un ojo, intentando encontrar su Glock. Su doble visión desapareció al cabo de unos segundos, y entonces vio el arma en la estantería, junto a la cama, al lado de las llaves de la furgoneta. Tuvo que intentarlo dos veces antes de atinar a agarrarla. Dawson llevaba todo el fin de semana riéndose de él, pero ya era hora de acabar con sus burlas.
Cuando salió de la habitación, Nikki lo miraba fijamente, con los ojos abiertos como un par de naranjas. Había conseguido que el bebé dejara de llorar, pero se había olvidado de la tele. El ruido le taladraba el cerebro. Ted entró en el comedor, arrastrando los pies, y derribó el aparato de una patada. El televisor se estrelló contra el suelo con un gran estruendo. La pequeña de tres años rompió a llorar. Nikki y el bebé empezaron a gimotear. Cuando finalmente consiguió salir al exterior, se le había empezado a remover de nuevo el estómago y apenas podía controlar las náuseas.
Se inclinó hacia delante y vomitó en un rincón del porche. A continuación, se limpió la boca antes de guardarse la pistola en el bolsillo, se aferró a la barandilla y descendió los peldaños con cuidado. Veía la furgoneta borrosa, pero se abrió paso hacia la silueta, resoplando y dando tumbos.
Dawson no iba a escapar vivo. Esta vez no.
Abee estaba de pie junto a la ventana de su casa cuando vio que Ted avanzaba a trompicones hacia la furgoneta. Sabía exactamente adónde se proponía ir, aunque estaba dando un gran rodeo para llegar hasta el vehículo. Ted se tambaleaba de izquierda a derecha, como si fuera incapaz de caminar en línea recta.
A pesar de que la noche anterior pensaba que se iba a morir, aquella mañana se había despertado sintiéndose mejor que en los últimos días. Los antibióticos del veterinario debían de estar surtiendo efecto, porque ya no tenía fiebre. Por otro lado, aunque el corte en el vientre era todavía tierno al tacto, no tenía tan mal aspecto como el día anterior.