Dawson se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos en los muslos, intentando imaginar a Tuck mientras escribía la carta. No encajaba con el hombre lacónico y tosco por quien lo había tomado. Era un Tuck que nunca había conocido, una persona con la que nunca había tratado.
La expresión de Amanda era tierna cuando volvió a doblar la carta, con gran esmero para no estropearla.
—Sé a qué canción se refiere —musitó ella después de guardar la carta con cuidado en el bolso—. Una vez oí que la cantaba, sentado en la mecedora. Cuando le pregunté por la melodía, él no contestó, sino que me la puso en el tocadiscos.
—¿En su casa?
Ella asintió.
—Recuerdo que pensé que era pegadiza, pero Tuck había cerrado los ojos y parecía… perdido en la canción. Cuando terminó, se puso de pie y guardó el disco, y en ese momento no supe qué pensar. Pero ahora lo entiendo. —Se volvió hacia Dawson—. Estaba llamando a Clara.
Dawson hizo girar lentamente la copa de vino entre sus manos.
—¿Crees lo que dice? ¿Sobre eso de ver a Clara?
—Antes no lo creía. Bueno, no del todo, pero ahora no estoy tan segura.
Un trueno que rugió a lo lejos les recordó para qué se habían desplazado hasta allí.
—Me parece que ya es la hora —dijo Dawson.
Amanda se puso de pie y se alisó los pantalones. Bajaron juntos al jardín. La brisa era suave, pero la niebla se había vuelto más densa. La mañana despejada había dado paso a una tarde que reflejaba el peso turbio del pasado.
Después de que Dawson sacara el estuche, siguieron el sendero que conducía hasta el centro del jardín. La brisa se enredaba en el pelo de Amanda. Él la observó mientras ella se pasaba los dedos por los mechones rebeldes, en un intento de mantenerlos bajo control. Llegaron al centro del jardín y se detuvieron.
Dawson era consciente del peso del estuche entre sus manos.
—Deberíamos decir algo —murmuró.
Al ver que ella asentía, se preparó para hablar primero, para ofrecer un tributo al hombre que le había dado cobijo y amistad. Después, Amanda le dio las gracias a Tuck por haber sido su confidente y le dijo que para ella había sido como un padre. Cuando acabaron, el viento arreció casi de repente. Dawson levantó la tapa.
Las cenizas se dispersaron por el aire y formaron un remolino sobre las flores. Mientras observaba la escena, Amanda pensó que era como si Tuck estuviera buscando a Clara, como si la llamara por última vez.
Finalizada la ceremonia, entraron en la casa, donde alternativamente se dedicaron a rememorar a Tuck y a permanecer sentados en un sosegado silencio. Fuera, había empezado a caer una lluvia fina pero constante, una delicada lluvia de verano que parecía una bendición.
Cuando les entró hambre, decidieron enfrentarse a la lluvia para meterse en el Stingray. Recorrieron el camino tortuoso hasta que alcanzaron la carretera principal. Aunque podrían haber regresado a Oriental, decidieron ir a New Bern. Cerca del centro histórico, encontraron un restaurante llamado Chelsea. Cuando entraron estaba prácticamente vacío, pero cuando se marcharon, todas las mesas estaban ocupadas.
La lluvia dio una breve tregua, que ellos aprovecharon para pasear por las calles tranquilas y entrar en las tiendas que todavía estaban abiertas. Mientras Dawson echaba un vistazo en una librería de segunda mano, Amanda aprovechó la oportunidad para salir fuera y llamar a casa. Habló con Jared y con Lynn antes de hacerlo con Frank. También llamó a su madre y le dejó un mensaje en el contestador en el que le decía que quizá llegaría tarde y que no cerrara la puerta con llave. Colgó justo en el momento en que Dawson se le acercaba. La entristeció pensar que la noche casi había tocado a su fin. Como si Dawson le leyera el pensamiento, le ofreció el brazo. Amanda se colgó de él y enfilaron lentamente hacia el coche.
Ya en la autopista, la lluvia empezó a caer de nuevo. La neblina se volvió más densa casi tan pronto como cruzaron el río Neuse, como si se tratara de unos dedos fantasmagóricos que se extendían desde el bosque. Los faros no conseguían iluminar la carretera y los árboles parecían absorber la poca luz que quedaba. Dawson aminoró la marcha en medio de la tenebrosa y lluviosa oscuridad.
La cortina de agua repiqueteaba en la capota del coche, como el ruido de un tren lejano. Amanda se puso a pensar en el día que estaba a punto de tocar a su fin. Durante la cena, había pillado a Dawson mirándola en más de una ocasión, pero en lugar de incomodarla, se había sentido adulada.
Sabía que no era correcto; su vida no le permitía esa clase de sentimientos, y la sociedad tampoco los toleraba. Podía intentar escudarse en la idea de que se trataba de emociones temporales, el resultado de otros factores en su vida, pero sabía que no era verdad. Dawson no era un desconocido al que acabara de conocer; era su primer y único amor, el que más la había marcado en la vida.
Frank se derrumbaría si supiera lo que ella estaba pensando. A pesar de sus problemas matrimoniales, amaba a Frank. Pero aunque no pasara nada —incluso si regresaba a casa esa misma noche—, sabía que Dawson estaría siempre presente en sus pensamientos. Aunque su matrimonio llevaba años atravesando baches, no se trataba simplemente de que ella buscara consuelo en otros brazos. Era Dawson y el «nosotros» que creaban cada vez que estaban juntos lo que hacía que todo fuera tan natural e inevitable. Amanda no podía evitar pensar que la historia entre ellos todavía no había acabado, que los dos estaban esperando a escribir el final.
Después de atravesar Bayboro, Dawson aminoró la marcha. Delante de ellos vieron la curva que enlazaba con otra autopista, la que conducía hacia el sur, hacia Oriental. Si seguían recto, en cambio, acabarían en Vandemere. Dawson iba a tomar la curva, pero cuando se acercaron al cruce, Amanda deseó pedirle que siguiera recto. No quería despertarse a la mañana siguiente preguntándose si volvería a verlo alguna vez en la vida. El pensamiento era aterrador; sin embargo, no le salían las palabras.
No circulaba ningún otro vehículo por la carretera. El agua flotaba sobre el asfalto formando unos charcos poco profundos a ambos lados de la autopista. Cuando llegaron al cruce, Dawson pisó el freno con suavidad. Amanda se sorprendió cuando él detuvo el coche por completo.
Los limpiaparabrisas se movían de un lado a otro, apartando la lluvia. Las gotas de agua brillaban bajo el reflejo de los faros. Mientras el motor se apagaba, Dawson se volvió hacia ella, con la cara entre las sombras.
—Tu madre te estará esperando.
Amanda podía notar que el corazón le latía desbocado.
—Sí —asintió, sin añadir nada más.
Durante un largo momento, él se limitó a mirarla fijamente, leyendo sus pensamientos, detectando la esperanza, el miedo y el deseo en los ojos que reflejaban sus propios sentimientos. Entonces, le dedicó una efímera sonrisa, desvió la vista hacia el parabrisas y, poco a poco, el coche empezó a rodar hacia delante, hacia Vandemere. Ninguno de los dos deseaba o era capaz de detenerlo.
Ninguno de los dos se mostró incómodo en la puerta, cuando llegaron a la pequeña casa. Amanda se dirigió hacia la cocina mientras Dawson encendía una lámpara. Ella volvió a llenar las copas de vino, nerviosa y emocionada al mismo tiempo.
En el comedor, Dawson giró el dial de la radio hasta que encontró un poco de
jazz
, luego bajó el volumen. De la estantería situada sobre su cabeza, tomó un libro viejo; estaba pasando las ajadas páginas amarillentas cuando Amanda se le acercó con el vino. Dawson volvió a colocar el libro en su sitio en la estantería, aceptó la copa y la siguió hasta el sofá. Una vez allí, observó con atención que ella se quitaba los zapatos.
—Hay tanta paz… —comentó Amanda, mientras dejaba la copa sobre la mesilla. Dobló las piernas y las estrechó entre los brazos, a la altura de las rodillas—. Entiendo por qué Tuck y Clara querían descansar aquí.
La tamizada luz del comedor le confería un aspecto misterioso. Dawson carraspeó antes de preguntar:
—¿Crees que algún día volverás? Quiero decir, después de este fin de semana.
—No lo sé. Si tuviera la certeza de que todo se mantendría igual, entonces sí. Pero sé que no será así, porque nada es eterno. Y una parte de mí desea recordarlo tal y como lo he visto hoy, con las flores en todo su esplendor.
—Y con la casa limpia.
—Eso también —admitió ella. Tomó su copa y agitó el contenido—. ¿Sabes en qué estaba pensando antes, mientras el viento dispersaba las cenizas? Estaba pensando en la noche que pasamos en el embarcadero, contemplando la lluvia de meteoritos. No sé por qué, pero, de repente, fue como si estuviéramos otra vez allí. Podía vernos tumbados sobre la manta, hablando entre susurros y escuchando el canto de los grillos, con su perfecta reverberación musical. Y encima de nuestras cabezas, el cielo estaba… lleno de vida.
—¿Por qué me cuentas esto? —La voz de Dawson era increíblemente suave.
La expresión de Amanda había adoptado un matiz melancólico.
—Porque fue la noche que supe que te quería, que de verdad me había enamorado de ti, sin ninguna duda. Creo que mi madre supo exactamente cuándo sucedió.
—¿Por qué?
—Porque a la mañana siguiente me preguntó por ti. Cuando le confesé mis sentimientos, acabamos gritando como un par de histéricas: una pelea terrible, de las peores que tuvimos. Incluso me abofeteó. Me afectó tanto que no supe cómo reaccionar. Ella no paraba de decirme que mi conducta era inaceptable y ridícula, y que no sabía lo que hacía. Por sus gritos incontrolables, parecía como si estuviera enfadada porque eras tú. Sin embargo, cuando ahora pienso en ello, sé que se habría enfadado de todos modos si hubiera sido cualquier otro chico. Porque no se trataba de ti, ni de nosotros, ni tan solo de tu apellido. Se trataba de ella. Mi madre sabía que yo me estaba haciendo adulta y temía perder el control sobre mí. No sabía cómo manejar la situación, ni antes ni ahora. —Amanda tomó un sorbo de vino y luego hizo girar el líquido en la copa—. Esta mañana me ha acusado de egocéntrica.
—Se equivoca.
—Yo también he pensado lo mismo. Al menos al principio, pero ya no estoy tan segura.
—¿Por qué lo dices?
—No me estoy comportando como una mujer casada, ¿no te parece?
Dawson la miró sin parpadear, sin decir nada, concediéndole tiempo para que considerara lo que estaba diciendo.
—¿Quieres que te lleve de vuelta a tu casa? —le preguntó al final.
Ella vaciló antes de sacudir la cabeza.
—No. Ese es el problema, que quiero estar aquí, contigo, aunque sé que no está bien —confesó con ojos abatidos; sus oscuras pestañas parecían pegadas a los pómulos—. ¿Le encuentras el sentido?
Dawson deslizó un dedo a lo largo de la palma de su mano.
—¿De verdad quieres que conteste?
—No —respondió ella—. No, pero es… complicado. El matrimonio, me refiero.
Amanda podía notar cómo él trazaba delicados círculos en su piel.
—¿Te gusta estar casada? —le preguntó, en un tono tentador.
En lugar de contestar directamente, Amanda tomó otro sorbo de vino, procurando no perder la compostura.
—Frank es un buen hombre; bueno, al menos, casi siempre. Pero el matrimonio no es lo que la gente cree. Se quiere creer que en todo matrimonio existe un equilibrio perfecto, y no es cierto. Una persona siempre ama más profundamente que la otra. Sé que Frank me quiere, y yo también le quiero…, pero no tanto. Y nunca lo he hecho.
—¿Por qué no?
—¿No lo sabes? —Lo miró a los ojos—. Es por ti. Aún recuerdo que, cuando me hallaba de pie en el altar, lista para pronunciar mis votos, deseé que tú estuvieras allí, en su lugar. Porque no solo seguía queriéndote, sino que te amaba más allá de toda medida. Incluso en aquel momento ya sospechaba que nunca sentiría lo mismo por Frank.
Dawson notó que se le resecaba la boca.
—Entonces, ¿por qué te casaste con él?
—Porque creí que era una decisión acertada, y esperaba que, con el paso del tiempo, mis sentimientos hacia él cambiaran, que acabara sintiendo por él lo mismo que sentía por ti. Pero no fue así y, con los años, creo que él también se dio cuenta de mis sentimientos y se sintió herido. Yo sabía que le estaba haciendo daño, pero, cuanto más se esforzaba él por demostrarme su amor, más asfixiada me sentía, y más crecía mi resentimiento, mi resentimiento contra él. —El rostro de Amanda se alteró desagradablemente ante sus propias palabras—. Después de esta confesión, pensarás que soy una persona abominable.
—No eres una persona abominable. Te estás sincerando, nada más —puntualizó Dawson.
—Deja que acabe, por favor. Necesito que lo comprendas. Has de saber que le quiero y que valoro mucho la familia que hemos formado. Frank adora a nuestros hijos; son el centro de su vida, y creo que por eso nos resultó tan dura la pérdida de Bea. No tienes ni idea de lo que supone ver a tu hija cada vez más enferma y saber que no hay nada que puedas hacer para ayudarla. Acabas por sentirte como si estuvieras montada en una montaña rusa de emociones, y pasas de la rabia absoluta hacia Dios hasta una sensación de pura frustración y desolación. Al final, sin embargo, fui capaz de superar el dolor. En cambio, Frank nunca se ha acabado de recuperar, porque en la base de esa experiencia tan traumática yace una profunda desesperación que… te consume sin remedio. Hay un absoluto vacío donde antes había alegría. Porque eso es lo que era Bea, alegría en estado puro. Solíamos bromear diciendo que ya había nacido con la sonrisa en la boca. Incluso de bebé, apenas lloraba. Y nunca cambió. Siempre estaba riendo; para ella, cualquier novedad era un emocionante descubrimiento. Jared y Lynn se peleaban por captar su atención. ¿Te lo imaginas?