Él quería mentir, pero no podía.
—¿Desde cuándo lo sabe? —preguntó Dawson.
—Desde que recibí el primer cheque —precisó ella—. Habías ido a verme a mi casa justo un par de semanas antes, ¿recuerdas? No me costó mucho atar cabos. —Marilyn vaciló—. Aquel día que fuiste a mi casa, querías disculparte, en persona, ¿no es cierto?
—Sí.
—Y yo no te lo permití. Dije… un montón de cosas ese día, cosas que no debería haber dicho.
—Estaba en todo su derecho de hacerlo.
Los labios de Marilyn se curvaron con una leve sonrisa.
—Tenías veintidós años. En esos momentos, vi a un hombre hecho y derecho en el porche, pero cuanto mayor me hago, más me doy cuenta de que la gente no se hace adulta hasta, por lo menos, los treinta años. Mi hijo es mayor de lo que tú lo eras por entonces, y todavía me parece un crío.
—Usted hizo lo que tenía que hacer.
—Quizás —apuntó, al tiempo que se encogía de hombros levemente. Entonces se acercó más a él—. El dinero que enviaste nos ayudó; me ayudó durante muchos años, pero ya no lo necesito. Así que, por favor, no me envíes más dinero.
—Solo quería…
—Sé lo que querías —lo atajó ella—. Pero todo el dinero del mundo no podrá devolverme a David ni reparar la pérdida de su muerte. Y tampoco puede darles a mis hijos el padre que nunca conocieron.
—Lo sé.
—Además, no se puede comprar el perdón con dinero.
Dawson dejó caer pesadamente los hombros.
—Será mejor que me vaya —murmuró él, dispuesto a darse la vuelta.
—Sí. Pero antes de que te marches, hay algo que deberías saber.
Cuando Dawson se volvió de nuevo hacia ella, Marilyn lo miró fijamente a los ojos.
—Sé que lo que pasó fue un accidente. Siempre lo he sabido. Y sé que harías cualquier cosa por poder cambiar el pasado. Todo lo que has hecho desde entonces lo demuestra. Y sí, admito que estaba enfadada y asustada, y que me sentía sola cuando fuiste a verme a mi casa, pero nunca, jamás, creí que hubieras actuado con maldad aquella noche. Fue solo una de esas… tragedias que a veces pasan en la vida, pero, cuando fuiste a verme, me ensañé contigo.
Marilyn hizo una pausa para que Dawson tuviera tiempo de asimilar sus palabras. Continuó con un tono de voz casi afectuoso:
—Ahora estoy bien, y mis hijos también lo están. Hemos sobrevivido. Estamos bien.
Esperó un momento hasta que él se volvió de nuevo hacia ella. Arrastrando suavemente las palabras, añadió:
—He venido a decirte que ya no necesitas mi perdón. Pero también sé que, en el fondo, tampoco era esto lo que buscabas. No se trata de mí ni de mi familia. Se trata de ti. Siempre se ha tratado de ti. Has vivido aferrado a un terrible error durante demasiado tiempo. Si fueras mi hijo, te aconsejaría que ya es hora de que cierres ese episodio de tu vida. Así que ciérralo, Dawson. Hazlo por mí.
Marilyn lo observó con atención, como si quisiera asegurarse de que la había comprendido. Después se dio media vuelta y se alejó. Dawson permaneció quieto mientras la figura femenina se desvanecía, serpenteando entre las tumbas vigilantes hasta que finalmente se perdió de vista.
A
manda conducía con el piloto automático, sin prestar atención al tráfico intenso y lento, propio del fin de semana. Familias en monovolúmenes y todoterrenos, algunos remolcando barcas, ocupaban la autopista después de haber pasado el fin de semana en la playa.
Mientras conducía, no podía conciliar la idea de volver a casa y fingir que los dos últimos días no habían existido. Comprendía que no podía contárselo a nadie; sin embargo, tampoco se sentía culpable de lo que había hecho. Si acaso, sentía remordimientos. Deseó haber hecho las cosas de una forma diferente.
Si hubiera sabido desde el inicio cómo acabaría aquel fin de semana, se habría quedado más tiempo con Dawson la primera noche que pasaron juntos, y no se habría dado la vuelta cuando temió que él fuera a besarla. Habría quedado con él también el viernes por la noche, por más mentiras y excusas que le hubiera tenido que soltar a su madre, y habría dado cualquier cosa por pasar todo el sábado arropada entre sus brazos.
Después de todo, si hubiera cedido antes a sus sentimientos, el sábado por la noche probablemente habría acabado de un modo distinto. Quizás habría anulado las barreras, las impuestas por los votos del matrimonio. Y eso que había estado a punto de conseguirlo. Mientras bailaban en el comedor, Amanda no podía pensar en nada más que en dejar que él le hiciera el amor; mientras se besaban, ella sabía exactamente lo que iba a suceder. Lo deseaba, de una forma primitiva, como lo había deseado antaño.
Amanda había creído que podría superar aquellas barreras psicológicas; había creído que, cuando llegaran a la habitación, sería capaz de fingir que su vida en Durham no existía, aunque solo fuera por una noche. Incluso mientras él la desnudaba y la llevaba hasta la cama, pensó que podría dejar a un lado la realidad de su matrimonio. Pero por más que quiso ser otra persona aquella noche, libre de responsabilidades y promesas insostenibles, por más que deseaba a Dawson, sabía que estaba a punto de cruzar una línea de la que ya no habría retorno. A pesar de la imperiosa necesidad que le transmitían las caricias de Dawson y del placer de sentir de nuevo su cuerpo contra el suyo, no podía desdeñar sus sentimientos.
Dawson no se había enfadado; en lugar de eso, la había estrechado entre sus brazos mientras le acariciaba tiernamente el cabello con una mano. Luego la había besado en la mejilla y le había susurrado palabras de remanso: que no importaba, que nada podría cambiar lo que sentía por ella…
Permanecieron así hasta que amaneció y el cansancio hizo mella en los dos. Con las primeras luces del alba, Amanda se quedó dormida, arropada por sus brazos. Cuando se despertó a la mañana siguiente, su primer deseo fue el de abrazarlo. Pero Dawson ya no estaba a su lado.
En el bar del club, un buen rato después de haber acabado su partido de golf, Frank pidió al camarero que le sirviera otra cerveza, sin prestar atención a la mirada de reprobación que el camarero le lanzó a Roger. Este se limitó a encogerse de hombros; él ya había descartado tomar más cervezas y había pedido una Coca-Cola
light
. El camarero depositó otra botella de cerveza delante de Frank con renuencia, al tiempo que Roger se inclinaba más hacia la barra, intentando hacerse oír por encima del bullicio del abarrotado local. En la última hora, se había llenado hasta los topes. La partida estaba interesantísima, justo en el noveno
inning
.
—Ya te he dicho que he quedado con Susan para cenar, así que no podré llevarte a casa, y tú no estás en condiciones de conducir.
—Lo sé.
—¿Quieres que llame un taxi?
—Disfrutemos del partido. Ya pensaremos en eso más tarde, ¿vale?
Frank alzó la botella y tomó otro sorbo, sin apartar ni un segundo de la pantalla los ojos vidriosos.
Abee estaba sentado en la silla, junto a la cama de su hermano, preguntándose una vez más cómo podía Ted vivir en esa apestosa madriguera. El tufo era insoportable, una repugnante combinación de pañales sucios y moho. ¡Quién sabía qué bichos debía de haber por allí muertos! Combinado con el bebé, que no paraba de berrear, y con Nikki, que se paseaba por la casa como un fantasma asustado, le extrañaba que Ted no estuviera más chalado de lo que ya estaba.
Ni siquiera sabía por qué todavía seguía allí. Ted se había pasado prácticamente toda la tarde inconsciente, desde que había caído redondo mientras intentaba llegar a la furgoneta. Nikki se había puesto a chillar que tenían que llevarlo de nuevo al hospital cuando Abee lo levantó del suelo y lo llevó hasta su cama.
Si el estado de Ted empeoraba, probablemente sí que lo llevaría al hospital, pero sabía que los médicos no podrían hacer gran cosa por él. Lo que Ted necesitaba era descansar, y el reposo lo podía hacer tanto en el hospital como en casa. Tenía una contusión y debería habérselo tomado con más calma la noche anterior, pero no lo había hecho, y ahora estaba pagando las consecuencias.
El problema era que Abee no quería pasar otra noche sentado junto a su hermano en el hospital, dado que él ya se sentía un poco mejor. ¡Mierda! Tampoco le apetecía estar encerrado en casa de Ted, pero el negocio era el negocio y, en su caso, el negocio dependía de la amenaza de violencia. Ted desempeñaba un papel fundamental en ese sentido. Tenía suerte de que el resto de la familia no hubiera visto cómo se desplomaba en el suelo y que Abee hubiera podido encargarse de él antes de que nadie se diera cuenta de lo que había sucedido.
¡Por Dios! ¡Qué asco! Esa madriguera apestaba como una cloaca. Y el calor de última hora de la tarde no hacía más que intensificar el tufo. Abee sacó el teléfono móvil del bolsillo, buscó en la lista de contactos, encontró a Candy y pulsó la tecla. La había llamado antes, pero ella no había contestado, y tampoco le había devuelto la llamada. No le gustaba que pasaran de él de ese modo. No, no le gustaba en absoluto.
Pero por segunda vez aquel día, el teléfono de Candy siguió sonando sin respuesta.
—¿Qué diantre pasa aquí? —bramó Ted en un arrebato de furia. Su voz era ronca. Sentía la cabeza como si alguien le hubiera atizado fuerte con un mazo.
—Tienes que guardar reposo —contestó Abee.
—¿Cómo es posible? Yo quería…
—No has llegado ni a la furgoneta; has acabado tirado en el suelo como una colilla. Te he traído hasta aquí a rastras.
Ted se incorporó poco a poco hasta quedarse sentado. Esperó el súbito mareo, que llegó, aunque no tan violentamente como por la mañana. Se limpió la nariz y preguntó:
—¿Has encontrado a Dawson?
—No he salido a buscarlo. Me he pasado toda la tarde cuidando de ti, maldito idiota.
Ted escupió en el suelo, cerca de una pila de ropa sucia.
—Quizá todavía esté en el pueblo.
—A lo mejor, pero lo dudo; probablemente sabe que lo buscas. Si es inteligente, seguro que a estas horas ya se habrá largado.
—Bueno, pero quizá no sea tan inteligente. —Ted se apoyó con dificultad en la base de la cama para levantarse al tiempo que se guardaba la Glock en la cintura—. Conduces tú.
Abee ya sabía que su hermano no pensaba tirar la toalla. Pero quizá sería bueno que sus familiares vieran las intenciones de Ted, para que quedara claro que estaba recuperado y listo para encargarse de cualquier asunto feo.
—¿Y si no está allí?
—Entonces se acabó. Pero necesito asegurarme.
Abee lo miró fijamente, preocupado por las llamadas sin respuesta y por el paradero de Candy. Al acordarse del payaso con el que la había visto flirtear el viernes en el Tidewater, se puso tenso.
—De acuerdo. Pero luego necesitaré que hagas algo por mí, ¿vale?
Candy sostenía el teléfono mientras seguía sentada en el aparcamiento del Tidewater. Dos llamadas de Abee a las que no había contestado, y tampoco le había devuelto las llamadas. Solo con pensarlo, se puso tensa. Sabía que debería llamarlo, ronronear como una gatita en celo y pronunciar las palabras que él esperaba oír, pero entonces quizás a él se le ocurriría pasar a verla por el bar, y eso era lo último que quería, porque entonces Abee vería el coche lleno de trastos en el aparcamiento, averiguaría que ella planeaba largarse y… ¿Quién sabía lo que ese desequilibrado era capaz de hacer?
Tendría que haber hecho las maletas después del trabajo y haberse marchado desde su casa, no desde el Tidewater. Pero no se le había ocurrido antes y su turno estaba a punto de empezar. Aunque tenía dinero para pagar un motel y la comida durante una semana, realmente necesitaba las propinas de aquella noche para la gasolina.
No podía aparcar el coche delante del local, donde Abee podría verlo. Dio marcha atrás, abandonó el aparcamiento y condujo en dirección al pueblo. Detrás de una de las tiendas de antigüedades, en las afueras del pueblo, había un pequeño aparcamiento. Decidió aparcar allí, donde el coche no quedaba a la vista. Mucho mejor. Aunque eso suponía que tendría que andar un poco.
Pero ¿y si Abee se pasaba por el Tidewater y no veía el coche? Eso también podía ser una pega. Candy no quería que le hiciera demasiadas preguntas. Pensó en una excusa, y al final decidió que, si volvía a llamar, contestaría y quizá mencionaría, como quien no quería la cosa, que se le había averiado el coche y que se había pasado todo el día intentando solucionar el problema. Era arriesgado, pero intentó consolarse recordándose a sí misma que solo le quedaban cinco horas para largarse. Después, Candy podría olvidarse de aquel mal rollo.
Jared todavía estaba durmiendo cuando su teléfono móvil empezó a sonar. Eran las cinco y cuarto. Se dio la vuelta hacia la mesilla, preguntándose por qué lo llamaba su padre.
Pero no era su padre, sino su amigo Roger, que le pedía si podía ir a recoger a su padre al club de golf, pues había bebido más de la cuenta y no estaba en condiciones de conducir.
«¡No me digas! ¿De verdad? ¿Mi padre? ¿Bebiendo?», pensó.
Aunque tenía ganas de hacerlo, no expresó sus pensamientos en voz alta. En lugar de eso, prometió que estaría allí dentro de unos veinte minutos. Se levantó de la cama, se puso los mismos pantalones cortos y la misma camiseta que llevaba antes de acostarse, y por último se calzó unas chancletas. Agarró las llaves del coche y el billetero del escritorio, y bajó las escaleras bostezando, mientras pensaba en llamar a Melody.
Abee no se molestó en ocultar la furgoneta en la carretera cerca de la casa de Tuck y luego atravesar el bosque andando, como había hecho la noche anterior, sino que aceleró sobre la superficie sin asfaltar llena de baches. Tras dar un fuerte frenazo que levantó una nube de polvo y de gravilla, se detuvo delante de la casa.
Había conducido como el líder de un grupo especial de operaciones de alto riesgo al que hubieran encomendado una misión. Saltó de la furgoneta, pistola en mano, antes que Ted, pero su hermano también salió de la furgoneta con una sorprendente agilidad, sobre todo teniendo en cuenta su lamentable estado. Los moratones de debajo de los ojos ya habían empezado a adoptar un color negro azulado. Parecía un mapache humano.
Tal y como Abee había supuesto, allí no había nadie. La casa estaba vacía; tampoco había ni rastro de Dawson en el taller. Su primo era, sin lugar a dudas, un cabrón escurridizo. Qué pena que no hubiera decidido quedarse con la familia; seguro que Abee podría haber hecho un buen uso de sus habilidades, por más que Ted se hubiera puesto como un perro rabioso.