Echó un vistazo al reloj; todavía quedaba media hora para la cita. Miró furtivamente hacia un local situado un poco más arriba, la cafetería en la que se había fijado unas horas antes, cuando había pasado por delante corriendo y, a pesar de que no tenía ganas de tomar más café, decidió que no le iría mal una botella de agua. La brisa arreció un poco justo en el instante en que Dawson vio que se abría la puerta de la cafetería. Observó con atención a la persona que salía del local; casi de inmediato, su rostro se iluminó con una sonrisa.
Amanda estaba de pie en la barra del bar Bean, añadiendo leche y azúcar a una taza de café etíope. El Bean, que previamente había sido una antigua casita con vistas al puerto, ofrecía unos veinte tipos diferentes de café y deliciosos pastelitos. A Amanda siempre le gustaba dejarse caer por allí, cuando iba a Oriental. Junto con el bar Irvin, era donde se congregaban los habitantes locales para enterarse de todo lo que sucedía en el pueblo. A su espalda, podía oír los murmullos de una conversación. Aunque ya hacía rato que había pasado la hora punta de la mañana, la cafetería estaba más concurrida de lo que había esperado. La jovencita de veintipocos años de detrás del mostrador no había parado de moverse desde que Amanda había entrado.
Necesitaba desesperadamente una taza de café. La conversación con su madre aquella mañana la había dejado extenuada. Un poco antes, en la ducha, consideró por unos momentos la posibilidad de bajar a la cocina e intentar hablar seriamente con ella, pero cuando se secó con la toalla, cambió de idea. A pesar de que siempre había deseado que se comportara como la típica madre comprensiva y solícita, era más fácil imaginar la expresión escandalizada y decepcionada en su rostro cuando oyera el nombre de Dawson. Y después empezaría la diatriba, sin duda, una repetición de los sermones airados y condescendientes que Amanda había tenido que soportar de adolescente. Su madre, después de todo, era una mujer con unos valores obsoletos. Las decisiones eran buenas o malas, las elecciones eran correctas o incorrectas, y había ciertos límites que no se podían sobrepasar. Determinados códigos de conducta no eran negociables, especialmente en lo que concernía a la familia. Amanda conocía esas normas. Sabía en qué creía su madre: en la responsabilidad, en las consecuencias, y no soportaba los lloriqueos ni las quejas. Amanda sabía que eso no siempre era malo; ella misma había adoptado un poco de la misma filosofía con sus propios hijos, y estaba segura de que los había beneficiado.
La diferencia era que su madre siempre parecía tan segura de todo… Siempre se mostraba confiada de quién era y de las elecciones que tomaba, como si la vida fuera una canción y lo único que ella tuviera que hacer fuera seguir el compás de la melodía, segura de que todo saldría tal y como estaba planeado. A menudo, Amanda pensaba que su madre no se arrepentía de nada.
Pero ella no era así. Y tampoco podía olvidar la reacción brutal de su madre ante la enfermedad de Bea y su muerte. Había expresado su dolor, por supuesto, y se había quedado con ellos para ocuparse de Jared y Lynn durante las frecuentes visitas de Amanda y Frank al Centro de Oncología Pediátrica de la Clínica Universitaria de Duke; incluso había cocinado una o dos veces para ellos en las semanas después del funeral. Sin embargo, no podía entender el estoicismo con que su madre había aceptado aquella tragedia. Tampoco podía digerir el sermón que le dio tres meses después de la muerte de Bea, sobre que ya era hora de que Amanda «superara el duro golpe» y «dejara de autocompadecerse». Como si perder a su hija no hubiera sido nada más que un mal trago, como el que se pasa al romper la relación con un novio. Amanda todavía sentía una rabia irreprimible cada vez que pensaba en ello. A veces se preguntaba si su madre era capaz de experimentar un mínimo grado de compasión.
Resopló, intentando recordarse a sí misma que el mundo de su madre era muy diferente al suyo. Nunca había ido a la universidad y había vivido toda la vida en Oriental. Tal vez por eso era así. Aceptaba las cosas tal y como eran porque no tenía ningún otro punto de comparación. Y tampoco era que su propia familia hubiera sido muy afectuosa, a juzgar por las pocas anécdotas que su madre le había contado acerca de su infancia. Pero ¿cómo podía estar segura de que su madre fuera incapaz de cambiar? De lo único de lo que estaba segura era de que confiar en su madre le reportaría más problemas que consuelos y, en esos momentos, no estaba preparada para soportarlo.
Mientras colocaba la tapa sobre la taza de café, sonó la melodía de su teléfono móvil. Al ver que se trataba de Lynn, salió al pequeño porche para contestar y se pasó los siguientes minutos hablando con su hija. Después, llamó a Jared; por lo visto, lo había despertado, y escuchó cómo su hijo farfullaba las respuestas aún medio dormido en el móvil. Antes de colgar, Jared le dijo que tenía muchas ganas de verla el domingo. Amanda deseó poder llamar a Annette, pero se consoló con la idea de que, seguramente, la pequeña se lo estaría pasando fenomenal en el campamento.
Tras dudar unos momentos, también llamó a Frank, a la consulta. No había tenido la oportunidad de hacerlo antes, a pesar de que le había asegurado a su madre que lo haría. Para no perder la costumbre, tuvo que esperar hasta que él tuvo un minuto libre entre paciente y paciente.
—¿Qué tal? —la saludó.
Durante la conversación dedujo que no se acordaba de que había llamado a casa de su madre la noche anterior. Sin embargo, parecía contento de oír su voz. Le preguntó por su madre, y Amanda le dijo que había quedado con ella más tarde, para cenar juntas; él le contó que el domingo por la mañana tenía planes para ir a jugar al golf con su amigo Roger y que probablemente después se quedarían a ver el partido de los Braves en el bar del club. Amanda sabía por experiencia que esas actividades conllevaban beber más de la cuenta, pero intentó suprimir la rabia incipiente; de nada servía reprenderlo. Frank le preguntó por el funeral y sobre qué otras cosas pensaba hacer en el pueblo. Aunque ella contestó a sus preguntas con sinceridad, evitó mencionar el nombre de Dawson. Frank no pareció darse cuenta de nada raro, pero cuando acabaron de hablar, Amanda se estremeció con un distintivo e incómodo escalofrío de culpa. Junto con la rabia que sentía, la conversación la había alterado más de lo normal.
Dawson esperó bajo la sombra de un magnolio a que Amanda guardara el teléfono móvil en el bolso. Le pareció detectar una mueca de preocupación en su rostro, pero en el momento en que se colgó nuevamente el bolso al hombro, volvió a adoptar una expresión indescifrable.
Al igual que él, iba vestida con vaqueros. Cuando empezó a avanzar hacia ella, se fijó en la forma en que su blusa turquesa resaltaba el color de sus ojos. Perdida en sus pensamientos, Amanda se sorprendió al verlo.
—¡Hola! —lo saludó con una sonrisa—. No esperaba verte por aquí.
Dawson subió los peldaños del porche y se fijó en que ella se pasaba la mano por la coleta.
—Quería comprar una botella de agua antes de la cita.
—¿Te apetece tomar un café? —Amanda señaló hacia la puerta—. Aquí preparan el mejor café del pueblo.
—Ya he tomado una taza mientras desayunaba.
—¿Has ido al Irvin? Era el bar preferido de Tuck.
—No. He desayunado en la pensión donde me alojo. El desayuno está incluido en el precio de la habitación. Alice ya lo tenía todo preparado.
—¿Alice?
—Una impresionante supermodelo embutida en un bañador que, por casualidad, es la propietaria de la pensión. No hay motivos para que te pongas celosa.
Amanda se echó a reír.
—Ya lo supongo. ¿Qué tal la mañana?
—Bien. He salido a correr un rato, y he tenido la oportunidad de apreciar los cambios en el pueblo.
—¿Y?
—Bueno, es como meterte en una cápsula del tiempo. Me siento como Michael J. Fox en
Regreso al futuro
.
—Es uno de los encantos de Oriental. Cuando estás aquí, resulta fácil pensar que el resto del mundo no existe y que todos tus problemas se desvanecerán en un pispás.
—Hablas como en el anuncio de la Cámara de Comercio.
—Es uno de mis encantos.
—Entre otros muchos.
Mientras Dawson la adulaba, se quedó impresionada por la intensidad de su mirada. No estaba acostumbrada a que la escrutaran de ese modo; al contrario, a menudo se sentía virtualmente invisible, cuando llevaba a cabo el manido circuito de rutinas diarias. Antes de que pudiera perderse en sus pensamientos, Dawson señaló hacia la puerta con la cabeza.
—Si no te importa, entraré a por la botella de agua.
Amanda se fijó en que la guapa camarera, de veintipocos años, intentaba no mirarlo con descaro cuando entró y se dirigió directamente hacia la nevera situada al fondo del establecimiento. Cuando Dawson se plantó frente al frigorífico, la chica examinó su aspecto en el espejo situado detrás de la barra, luego lo saludó con una sonrisa cordial cuando él se acercó a la caja registradora. Amanda dio media vuelta rápidamente para que no la pillara espiándolo.
Un minuto más tarde, Dawson salió por la puerta; seguía hablando con la camarera, aunque era obvio que intentaba acabar con aquella conversación. Amanda hizo un esfuerzo por mantener el porte serio. Sin intercambiar ninguna palabra, bajaron los peldaños del porche y caminaron hacia un rincón con una vista privilegiada del puerto deportivo.
—Vaya, vaya. La camarera estaba flirteando contigo, ¿eh? —comentó ella.
—Qué va. Solo intentaba ser amable.
—Flirteaba descaradamente.
Dawson se encogió de hombros mientras desenroscaba el tapón de la botella.
—No me he fijado.
—¿Cómo que no te has fijado?
—Estaba pensando en otra cosa.
Por la forma en que lo había dicho, ella supo que había algo más. Esperó. Él examinó la línea de veleros anclados en el puerto.
—Esta mañana he visto a Abee —dijo al final—. Cuando he salido a correr por el pueblo.
Al oír aquel nombre, Amanda irguió la espalda.
—¿Estás seguro de que era él?
—Es mi primo, ¿recuerdas?
—¿Y qué ha pasado?
—Nada.
—Eso es bueno, ¿no?
—No estoy seguro.
Amanda se puso tensa.
—¿Qué quieres decir?
Dawson no contestó directamente. En lugar de eso, tomó un sorbo de agua. Ella casi podía oír el engranaje dando vueltas en su cabeza.
—Supongo que significa que será mejor que no me deje ver mucho por el pueblo. Aparte de eso, supongo que me tocará actuar según las circunstancias.
—Quizá no te hagan nada.
—Quizá —convino él—. De momento, todo va bien, ¿no? —Dawson enroscó el tapón en la botella y decidió cambiar de tema—. ¿Qué crees que nos dirá el señor Tanner? Se mostró muy misterioso durante nuestra breve conversación telefónica. No me dijo nada sobre el funeral.
—A mí tampoco. Precisamente, esta mañana se lo comentaba a mi madre.
—¿Ah, sí? ¿Cómo está?
—Un poco enfadada porque anoche se perdió la partida de
bridge
por mi culpa, pero para compensar su enojo, ha sido lo bastante magnánima como para obligarme a ir a cenar esta noche a casa de una de sus amigas.
Él sonrió.
—Entonces… eso significa que estás libre hasta la cena, ¿no?
—¿Por qué? ¿Tienes algún plan?
—No lo sé, pero creo que será mejor que primero averigüemos qué es lo que quiere decirnos el señor Tanner. Su despacho no está muy lejos de aquí.
Después de que Amanda protegiera su taza de café con la tapa, emprendieron la marcha por la acera, de sombra en sombra.
—¿Recuerdas la primera vez que me invitaste a un helado? —preguntó ella.
—Recuerdo que me quedé sorprendido de que aceptaras.
Amanda no hizo caso del comentario.
—Me llevaste a ese bar, el de la fuente antigua y el mostrador inacabable, y los dos tomamos una bola de helado con chocolate caliente y nata. El helado era casero; todavía recuerdo que es el mejor que he probado en mi vida. No puedo creer que al final derribaran el edificio.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo?
—No estoy segura. Creo que hace unos seis o siete años. Un día, en una de mis visitas al pueblo, vi que ya no existía. Me puse muy triste. Solía llevar a mis hijos allí, cuando eran pequeños, y siempre se lo pasaban muy bien.
Dawson intentó imaginar a los hijos de Amanda sentados junto a ella en el viejo bar, pero no consiguió ponerles un rostro. Se preguntó si se parecían a ella o si habían salido a su padre. ¿Tenían la vitalidad y el corazón bondadoso de Amanda?
—¿Crees que a tus hijos les habría gustado crecer aquí? —preguntó.
—Cuando eran pequeños, seguro que sí. Es un pueblo muy bonito, con muchos sitios para explorar y jugar. Pero probablemente, luego, cuando hubieran sido mayores, les habría parecido demasiado limitado.
—¿Como te pasó a ti?
—Sí —admitió ella—, como me pasó a mí. No veía el momento de irme de aquí. No sé si te acuerdas, pero envié una solicitud a la Universidad de Nueva York y otra a la de Boston. Tenía ganas de experimentar lo que significaba vivir en una gran ciudad.
—¿Cómo podría olvidarlo? Me parecían unos sitios tan lejanos… —comentó Dawson.
—Sí, ya, pero mi padre estudió en la Universidad de Duke, y en casa se hablaba constantemente de esa universidad. ¡Incluso veía los partidos de baloncesto de su equipo por la tele! Supongo que estaba destinada a acabar estudiando allí. Y creo que fue una decisión acertada; las clases eran muy interesantes, hice un montón de amigos y maduré mucho. Además, no sé si me habría gustado vivir en Nueva York o en Boston. En el fondo, soy una chica de provincias, de un pueblecito del sur. Me gusta oír el canto de los grillos cuando me acuesto por las noches.
—Entonces, seguro que te gustaría Luisiana. Es la capital de todos los bichos vivientes.
Ella sonrió antes de tomar un sorbo de café.
—¿Recuerdas cuando fuimos a la playa en coche, el día que anunciaron la llegada del huracán Diana? Te supliqué que me llevaras a la playa, y tú intentaste por todos los medios disuadirme porque no creías que fuera una buena idea.
—Creí que estabas loca.
—Pero al final me llevaste. Porque quería ir. A duras penas conseguimos salir del coche, con aquel viento tan fuerte, y el océano estaba… impresionante, con sus rizos de espuma blanca hasta el horizonte. Y tú allí de pie, agarrándome e intentando convencerme de que me metiera de nuevo en el coche.