Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (17 page)

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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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Todo fue bien. La Fina puso unos ojos como platos al ver los billetes:

—¿Para qué sacas tanto dinero de golpe?

—¿No has aprendido nada de la historia del ferretero de Omaha, Flor de Lis?

—Como me vuelvas a llamar Flor de Lis te arreo con el bolso.

Subimos de nuevo a la Bestia Negra y dimos el enorme rodeo que hay quedar en coche para desplazarse los quinientos metros que nos separaban de donde Luigi. Aparcamos en triple fila en un hueco que dejaban los tropocientos taxis y la furgoneta de la Guardia Urbana parados frente al bar (a veces Leoncio y Tristón se traen la furgoneta). El Roberto nos vio aparcar desde la barra y al reconocernos soltó un «¡la puta!» audible desde el exterior del bar. Inmediatamente salió a la calle con su mandil en dirección a la Bestia, mirándonos con los ojos desorbitados al cruzarse con nosotros a mitad de la calzada. La Fina y yo seguimos hacia el bar, pero la estampida del Roberto había llamado la atención de la clientela que ocupaba la barra. Cinco o seis taxistas, Leoncio y Tristón, los habituales borrachos y algún artista de medio pelo formaban una pantalla humana en el portal, mirando las vueltas que el Roberto le daba al coche. La Fina y yo logramos entrar superando la barrera de curiosos y el Luigi nos miró reojo —esta vez me miró más a mí que a la Fina—, pero pareció dejar para después los comentarios sobre mi aspecto para averiguar antes qué demonios era aquello que merecía tanta expectación. El Roberto no tardó en volver al bar con la mirada extraviada:

—¡Virgensita: Lotus Esprit, el carro de James Bond!

Aquello acabó de hacer caer a todo el mundo en la importancia del artefacto y la peña se volvió hacia nosotros en busca de explicaciones. La primera vez que vi a Bagheera ya me pareció digna de alguien con licencia para matar pero no sabía que de verdad fuera uno de los coches James Bond.

Me sentí en la obligación de minimizar el acontecimiento:

—Pensé que James Bond llevaba un Aston Martin...

El Roberto estaba excitadísimo:

—¡Pero nooo, eso era cuando Sean Connery! Roger Moore manejaba un Lotus Esprit. ¿Que no viste
La espía que me amó
? ¿Te recuerdas cuando salta al mar en un deportivo blanco que se convierte en submarino?: pues ése. Pero éste es último modelo, V8 GT del 97. ¿Y viste
Instinto básico
?

—No. Pero he visto
Los Albóndigas en remojo
.

Todo el bar estaba pendiente de las atropelladas referencias que daba el Roberto, extrañados ante aquella erudición en temas automovilísticos, aunque no fuera más que erudición peliculera. Semejantes intereses no acababan de encajar en la personalidad de Roberto.

—Y sale también en
Pretty woman
... Un clásico, un supercarro, una joya... 550 caballos, motor biturbo de 32 válvulas, aseleración de 0 a 100 en 4,9 segundos, velocidad punta de 272 kilómetros por hora limitados por electrónica...

Los taxistas empezaron a mirarme con cara de resentidos poseedores de un Toledo diesel pintado como la abeja Maya y decidí taparle la boca al Roberto por la vía rápida. Saqué las llaves y se las planté delante de las narices:

—¿Quieres darte una vuelta con él?

Se quedó mirando el llavero como un sonámbulo. Primero pensé que de pura sorpresa, pero poco a poco fue poniendo cara de cachorrito, levantó la parte central de las cejas y murmuró, con infinita tristeza de peladito:

—Es que... no tengo lisensia para manejar auto.

Durante dos segundos nadie reaccionó. Después, en cuanto el Luigi culminó su estertor de asmático en el primer «ja», la parroquia explotó en pleno. Uno de los taxistas, incapaz de contenerse, le tomó la cabeza al Roberto y le plantó un sonoro beso en mitad de la frente, lo que redobló el cachondeo general en torno al pobre bufón cabizbajo que se refrotaba las manos en el mandil de vuelta a la barra. Aprovechamos el choteo para escaquearnos hacia el fondo del local y ocupar una mesa. Antes de sentarme pregunté a la Fina qué quería, «Un whisky con hielo, hoy tengo ganas de emborracharme; pero que sea bueno que si no me da dolor de cabeza». Le pedí al Luigi un Vichoff para mí y un Cardhu para la Fina. No sé si Vázquez Montalbán se habrá dado cuenta, pero sospecho que por su culpa todos los pelagatos piden güisqui de malta para hacerse los exquisitos. En fin... Llegó el Luigi con el Vichoff, su propio cubata y el néctar olímpico para Fina, y se sentó con nosotros dispuesto a someterme al segundo interrogatorio de la noche.

—Bueno, y ahora vas a hacer el favor de explicarme qué coño significa ese coche y esa pinta de macarra posmoderno que me traes.

Le di un golpecito a la Fina por debajo de la mesa para que me dejara hacer. Me miró con severa cara de «a ver por dónde sales ahora» pero se quedó calladita.

—Estamos celebrando nuestro aniversario —dije.

—¿Aniversario?..., aniversario de qué.

—Hoy hace veinte años que nos conocemos —esto era casi verdad: la Fina y yo nos conocimos una noche de San Juan, hacía, si no veinte, diecimuchos años—. Y hemos decidido celebrarlo aprovechando un programa de radio que te paga los gastos de una noche especial a cambio de que al día siguiente salgas en antena y expliques lo que has hecho. Nos han alquilado el coche que hemos pedido, pagan la cena y las copas donde queramos y tenemos suite reservada en el Juan Carlos I.

—No me jodas...

—Así que si mañana por la noche pones la Radio Amor nos oirás hablando de tu bar. El programa empieza a las doce, se llama
Qué noche la de aquel día
. Creo que explicaré la movida que se ha montao con el Lotus: a la audiencia le gustará. ¿Quieres que diga algo concreto el bar, una mención a las excelencias de las tapas o algo así? Aprovecha: es publicidad gratis.

—Vete a la mierda: no me creo nada.

—Ah, ¿no?, pues ahí fuera tienes una prueba capaz de poner a la Sharon Stone a cien en 4,9 segundos, ¿de dónde te crees que lo hemos sacado?, ¿sabes lo que vale alquilar un cacharro así durante una noche?

—Me da igual. No me lo creo.

—Podríamos haber ido al Oliver Hardy a bebernos una botella de Dom Perignon; en lugar de eso hemos venido aquí a compartir la fiesta contigo y ahora me tratas de embustero.

—Ya te veo venir. Ahora me pedirás un ticket de caja y me dirás que las copas las pagarás mañana, cuando los del programa de radio te abonen el gasto.

Busqué en el bolsillo parsimoniosamente, saqué el fajo apretujado de billetes, los reordené ante sus narices y dejé sobre la mesa un par de los azules:

—Quédese con el cambio, mozo.

—Ni hablar. Vete a saber de dónde habrás sacado eso. A ver, Fina: si me cuentas tú lo del programa de radio me lo creeré.

La Fina me miró, se le escapó una sonrisita, se volvió hacia Luigi y afirmó con la cabeza en un gesto incapaz de convencer a nadie. Él se levantó triunfante de la mesa, bajándose el párpado inferior con un tirón del índice. Yo me encogí de hombros mirando a la Fina, que me dedicaba un gesto de italiano de comedia musical:

—A ver: ¿cómo quieres que me crea tus historias de buscadores de oro si vas contando películas de indios por todas partes?

—Qué manía tenéis todos con distinguir entre verdad y mentira; no lo entenderé nunca.

Aquí empezó una sesión filosófica de media hora que no vale la pena transcribir. Bastará decir que nos dio tiempo a pedir otra ronda de güisqui y Vichoff y que la Fina, entre el vino de la cena el chupito de marc de champán y los dos pelotazos de Cardhu, empezaba a estar achispada. En un momento se hicieron las dos en el reloj de la barra y pensé que había llegado el momento de ponerse a trabajar antes de que el pozo se helara.

—Oye, Fina, tengo que marcharme. Ya sabes lo que hay.

—¿Ya-aaaa? Nooo-o, va-aaa, ahora no tengo ganas irme a casa... Te acompaño; todos los detectives tienen ayudante, ¿no?

—Si va a ser muy aburrido... Probablemente me pase la noche sentado en el coche.

—Bueno, así no te dormirás. Nos llevamos algo de beber, ponemos la radio y nos montamos un guateque en el Lotus, ¿vale?

Lo pensé brevemente. Era completamente descabellado, pero conociendo a la Fina era probable que me llevara un par de horas dejarla en casa. Cuando quiere es la reina del sabotaje, hubiera encontrado mil maneras de entretener la despedida. Además, qué demonios, tampoco yo tenía ganas de encerrarme a solas en un coche, por mucho que fuera el de James Bond, así que puse cara de transigir a regañadientes y me fui para la barra en busca de Luigi.

—Oye: necesito que me vendas la botella de Cardhu y de vodka que me guardaste en el congelador y una bolsa hielo. Pago al contado.

—¿Queeé, estás loco?: ¿y qué quieres que te cobre?

—No sé: lo que cobrarías si me vendieras las botellas de copa en copa.

—Ya: treinta mil pelas...

—Bueno. Las tengo. Aprovecha.

Se volvió y salió de la barra hacia la trastienda, renegando entre dientes. Al poco volvía con la botella de Vodka. Tomó también de la estantería la de güisqui y me las planto, en la barra reprimiendo un resoplido que acabó saliéndole por la nariz.

—Mañana tráeme dos iguales, al menos tan llenas como están éstas.

—Vale. Necesito también una bolsa de hielo y dos vasos.

—¿Y de dónde quieres que saque una bolsa con hielo?, ¿te has creído que esto es una gasolinera?

—Joder, tío, pues mete un buen puñao de cubitos en una bolsa cualquiera, que se te ha de explicar todo. Y cóbrate las diez mil pelas de anoche y lo que te debo de ahora.

—De ahora y de ayer por la mañana, ¿te acuerdas?, me dejaste a deber un cortao y un Ducados.

La memoria del Luigi es prodigiosa.

Salimos de allí con una bolsa con las bebidas y nos encaminamos hacia la Bestia. A la Fina se le despertó otra vez la vena tierna y se empeñó en abrazarme. Peligro. Pensé que convenía actuar con cierta rudeza. «Joder, Fina, qué enganchosa estás hoy.» Volvió a darme un manotazo y se separó de mí en un ampuloso simulacro de enfado. Subimos al coche y rodamos en silencio por Jaume Guillamet hasta superar la casa del 15. Giré Travesera a la izquierda y paré en doble fila a unos metros de la esquina.

—Espera aquí un momento, vuelvo en dos minutos.

—¿Adónde vas?

—A mear.

Salí del coche y me dirigí a la bocacalle; volví la esquina y caminé hacia la casa con las manos en los bolsillos, como el que ha quedado con alguien y se mueve sin rumbo tratando de acortar la espera. No había luces en la casa, o en cualquier caso las ventanas selladas impedían que se vieran desde la calle. Me detuve un momento cerca de la puerta del jardín repitiendo el número del zapato desatado y miré hacia el poste donde, como siempre, colgaba el trapito rojo. Después sencillamente me levanté, desaté el trapito sin apresurarme en exceso, me lo metí en el bolsillo, me di media vuelta de regreso al coche.

En cuanto superé la esquina y quedó a mi vista la estampa trasera de la Bestia con los intermitentes encendidos, me llegó también el sonido amortiguado del
Do-do Da-da-da
de Police, que debía de estar sonando a pastilla en el interior. La silueta de algo que se movía como un teleñeco de lado a lado del asiento me confirmo que la Fina debía de estar ya disfrutando de los efectos último güisqui.

—¿Estás loca?, ¿sabes qué hora es?


De du-du-du, de da-da-da, tiro riro riro raaa: ¡tachán!, de du-du-du...

—¡Fina, por Dios, que están las ventanillas abiertas!

Bajé el volumen en cuanto estuve adentro. A la Fina le dio por ponerse graciosa, falseando una voz de pija redomada.

—Huy, chico, desde que tienes dinero te has vuelto considerado...
De du-du-du, de da-da-da...

Ahora cantaba en un susurro paródico, sin parar de moverse como el monstruo de las galletas. Arranque el motor con intención de bajar por la siguiente travesía.

—Fina, si no te comportas me vas a estropear el plan, son cincuenta mil pelas.

—Usted perdone, caballero: no se volverá a repetir.

Cambió bruscamente de actitud, se puso muy seria, manipuló la radio hasta dar con una emisora de música clásica. Sonaba una pieza barroca, solemne hasta decir basta, y se puso a dirigir el cuarteto con una batuta imaginaria y cara de éxtasis religioso. A mí me dio la risa y debía de ser lo que andaba buscando, porque dejó de fingir que comandaba la murga y me pellizcó un moflete «¡Uuuuuuy, mi niño grandote!». «Fina, por favor, compórtate.» No hubo manera, le basta descubrir que una cosa me molesta para repetirla hasta la exasperación. Decidí concentrarme en lo mío esperando que se aburriese de darme pellizcos. Subiendo por Jaume Guillamet no vi huecos para aparcar, pero a unos cincuenta metros de la casa, en la acera de enfrente, un par de vados permanentes marcaban la entrada a un taller de reparación de automóviles; chapa y pintura, decía el cartel. Acomodé la Bestia allí; era poco probable que nadie quisiera pintar su coche a las dos de la mañana. Desde ese punto se controlaba la entrada a la casa, y la distancia y la penumbra entre farolas garantizaba la discreción de nuestra presencia aunque a la Fina le diera por cantar, cosa que suele hacer al llegar a la fase C de las borracheras. De momento había vuelto a una emisora pop que proponía una especie de rigui moderno.

—¿Ya hemos llegado? Pensaba que haríamos unas cuantas carreras con la Bestia Negra a toda leche fiuuuuung... a ver: ¿dónde está lo que tenemos que vigilar?

Señalé.

—¿La casa del jardincillo? ¡Si está hecha una ruina!

—Precisamente. ¿Sabes lo que se podría sacar construyendo un edificio de viviendas en ese solar? Calcula: seis plantas a dos pisos por rellano, por cuarenta millones cada piso. ¿Doce por cuarenta?...: cuatrocientos ochenta kilos.

—Pues a mí me gusta más así, con su jardincito y sus arbolitos.

—¿No dices que está hecha una ruina?

—Si-í, pero se podría arreglar un poco, ¿no?... Bueno, qué: ¿nos tomamos una copita? ¿Qué quieres?

—Pásame la botella de vodka.

—¿Así, a morro? Pues yo me voy a tomar un whiskito en vaso largo, con su hielo y su todo...

Se puso tres cubitos en un vaso y lo lleno de güisqui hasta cubrirlos completamente. Un doble en toda regla. Yo traté de beber directamente de la botella, pero en que el dosificador dificultaba la salida del chorro y que, el techo bajísimo de la Bestia impedía empinar el codo terminé por servirme también en un vaso con un par de cubitos. Empezó a sonar en la radio el
Can you see her
? versión de Mike Hammer. Siempre me pone tierno esa canción, y eso es peligroso teniendo a la Fina al lado, así que por si acaso apuré el vaso de vodka de un trago. El vodka ablanda el corazón, pero también ablanda la polla, que era lo que más convenía conservar fláccido en aquel momento, de modo que volví a servirme un buen chorro de antiafrodisíaco y seguí mamando a chupitos cortos.

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