—¿No oíste voces de fondo, o ruidos de impresoras, algo?
—Creo que no. De todas maneras su despacho está bien insonorizado y no creo que se oigan ruidos de fondo a través del teléfono. ¿Tú recuerdas ruidos de fondo cuando te llama desde allí?
—No. Pero yo suelo hablar con él fuera del horario de oficina.
—Bueno, da igual, el caso es que a media tarde estaba bien. Llamó para darme un recado del despacho y decirme que mi padre se había roto una pierna.
Me acordé perfectamente mientras decía esto de que la actitud de
The First
cuando llamó no había sido en absoluto normal, pero de momento me reservé esa impresión. Preferí enterarme primero de qué es lo que
Lady First
pretendía que yo hiciera; porque evidentemente, tal como ella misma había reconocido, no me estaba contando la movida sólo para desahogarse.
—¿Has dado algún paso para averiguar qué puede haber ocurrido? —pregunté, para ir entrando en materia.
Hizo gesto de cansancio:
—He llamado a los hospitales, al teléfono de información de la Guardia Urbana, al de la Policía... Nada. Era de esperar, porque si hubiera tenido un accidente me hubiera enterado, alguien se hubiera puesto en contacto conmigo.
Además llevo todo el día llamando a casa de Lali y sigue saltando el contestador. Ya no sé qué más puedo hacer. Estoy preocupada. Y no es sólo que haya desaparecido durante veinticuatro horas, es que ayer a mediodía me llamó para pedirme una cosa un poco extraña.
—Qué cosa.
Ahora levantó las cejas, como esforzándose en ser escueta pero precisa:
—Me dijo que entrara en la habitación que usa como despacho aquí en casa, que metiera una determinada carpeta en un sobre y que la enviara por correo certificado a esta misma dirección.
—¿La de este piso?
—Sí.
—¿Y qué papeles eran ésos?
—No lo sé exactamente, apenas abrí un momento la carpeta y hojeé tres o cuatro folios sueltos. Parecían informes mecanografiados sobre no sé qué sociedades, leí uno o dos párrafos, era muy lioso, nombres en siglas, términos jurídicos, cosas así. Me limité a meterlos en un sobre, escribir la dirección y llevarlos a correos antes de que cerraran.
—¿Y no te extrañó que te pidiera una cosa tan rara?
—Claro, por eso te lo cuento. Pero yo no entiendo nada de sus negocios, me dijo que era muy importante recibir un sobre grande con matasellos de no sé qué fecha y yo le creí. Pensé que era algún trapicheo suyo, ya sabes cómo es. De todas formas parecía nervioso. Y después de lo que ha pasado empiezo a sospechar cualquier cosa, llevo todo el día dándole vueltas.
—¿Por qué no denuncias la desaparición a la policía?
—No conviene. Al menos todavía. Sólo hace veinticuatro horas que ha desaparecido, lo primero que se les ocurrirá en cuanto entren en materia es que tiene un lío con su secretaria y que reaparecerán los dos en un par de días. Y si no, tampoco les extrañará.
—Si les explicaras lo que me has explicado a mí...
Enseguida me di cuenta de que no era muy buena idea.
—Bueno, ¿y qué piensas hacer? —pregunté.
—No lo sé, pero no quiero que de momento se enteren de esto tus padres, pondría sobre el tapete cosas que ni a tu hermano ni a mí nos conviene que se sepan. A ellos no les iba a hacer ningún bien la información y de todas maneras tampoco podrían ayudar. Pero necesito de tu complicidad para mantenerlos al margen. De no haberte avisado hubiera corrido el riesgo de que levantaras la liebre ante ellos sin querer. Y ya que de he contar necesariamente contigo resulta que eres la única persona que sabe lo suficiente de todo el asunto como para ayudarme a buscar. Además, estás en una posición inmejorable.
—¿Yo?
He viajado por los cinco continentes, pero si en algún lugar no he estado nunca es precisamente en una «posición inmejorable».
—Al fin y al cabo eres socio al cincuenta por ciento en los negocios de tu hermano... en
vuestros
negocios. Podrías sonsacar discretamente al personal: te conocen bien, haces algún trabajo de información para ellos, ¿no?, y en ausencia de tu hermano eres el dueño, y libre de moverte y revolver por la oficina sin que nadie pueda impedírtelo.
—Yo no estaría tan seguro. Quizá no se atrevan a impedirme nada, pero se les haría raro que me pusiera de repente a revolver cajones. Son muchos años de indiferencia. Generalmente me pasan los balances, yo finjo que me los creo y cobro lo que quieran darme. Y los trabajitos de información los trato siempre personalmente con mi hermano.
—Podrías ir de noche...
La sola idea de entrar en Miralles & Miralles de noche me dio repelús. Era como colarse en una iglesia por la ventana para hurgar en el sagrario, con el mismísimo Padre, y el mismísimo Hijo como testigos de la profanación de su casa.
—De noche va a ser muy difícil sonsacar al personal —dije.
Ella al parecer se cansó de mis evasivas y trató de acortar camino:
—Muy bien: ¿vas a decirme entonces que soy una paranoica que imagina secuestros cada vez que su marido echa una cana al aire, o que te importa un pimiento todo esto que te explico y no vas a hacer nada al respecto?
—Mujer, si me dieras más opciones preferiría decirte otra cosa.
—Como por ejemplo...
—Qué haré lo que pueda. No me preguntes qué, pero, algo haré.
Error. Pase lo de ser un blando y un sentimental porque no puedo evitarlo, pero jamás hay que dejar que los demás se enteren. Debió ser el medio litro largo de ron que me había echado al coleto, no suelo beber nada fuerte antes del anochecer.
Nos interrumpió entrando en el salón la canguro gordeta. Llevaba a la criatura macho en brazos y la seguía por su propio pie el Adorable Sobrino Hembra.
—Perdonad... Dice Merche que si puede ver un rato la tele.
Lady First
se dirigió al sobrino hembra:
—¿Has terminado los deberes?
—Sí.
Por lo visto el sobrino estaba todavía en período de domesticación. Me retrepé un poco en el sillón y liberé la zurda del vaso que sostenía, por si acaso.
It the right don't get you / Then the left one will.
—Son las ocho y media, a esta hora ya no hay programación infantil —dijo
Lady First
consultando el reloj.
—Hemos grabado los dibujos animados en vídeo —replicó el sobrino hembra, con sorprendente desparpajo.
—¿Qué dibujos animados?: ¿japoneses?
—No, de Walt Disney.
Me tranquilizó suponer que al sobrino hembra le estaba vedada cualquier oportunidad de iniciarse en las artes marciales y me relajé un poco.
—Bueno, puedes verlos hasta la hora de cenar. Pero primero saluda como es debido al tío Pablo.
Cielos.
Avanzó hacia mí trotando como una bestia mítica. Ya iba a levantar la guardia para protegerme cuando de pronto se paró, dijo «Hola, tío Pablo», acercó la desproporcionada testa y, con los belfos obscenamente fruncidos, pretendió nada menos que besarme en plena cara. Todo el mundo miraba, incluida la pequeña criatura desdentada, así que no tuve más remedio que aguantar la respiración y someterme al abuso sin chistar. Afortunadamente, Verónica y los monstruos desaparecieron inmediatamente por donde habían venido, pero yo sólo pensaba ya en marcharme cuanto antes, incluso sin terminar de apurar la botella.
Lady First
me cortó la retirada reteniéndome por un brazo:
—Pablo: cuento contigo. Llámame a cualquier hora si se te ocurre algo, por tonto que te parezca.
Yo estaba pensando en otra cosa:
—Oye: ¿cómo sabías lo del accidente de mi padre? Tampoco te ha sorprendido cuando lo he mencionado.
—Me lo dijo Sebastián cuando lo del sobre. Me conto que un coche se había subido a la acera y le había dado un golpe, que no era grave pero que tenían que enyesarle una pierna. Salía hacia el hospital en ese momento. Ahora que lo pienso, no estaría mal preguntarle a tu padre si sabe adónde fue después de dejarlo en casa.
—Muy bien. Eeeeeh, por cierto cuñada: no me acuerdo de cómo te llamas...
Lo tomó a broma.
—Gloria.
—Encantado de conocerte, Gloria. ¿Siempre te bebes tres güisquis antes de cenar?
—Generalmente no bebo nada hasta que se acuestan los niños. ¿Y tú?: ¿siempre bebes ron a morro?
—Sólo cuando los extraterrestres abducen a mi hermano y mi cuñada me pide que investigue.
Todavía no eran las nueve y ya estaba borracho. Mal rollo. Al salir de allí traté de pasear un rato para asimilar la información, pero no pude pensar en nada coherente. Me fui derecho a casa y me eché a dormir con la cabeza como un almacén de pirotecnia.
Kiko Ledgard viste un elegante esmoquin de chaqueta blanca. El plató es un cruce de calles Chicago años treinta: un Buick aparcado, del callejón del Jazz Club, la barbería, la tienda de licores, la misión del Ejército de Salvación. Cuatro actores caracterizados fingen aburrirse y hacen molinillos cada cual con su adminículo característico: la prostituta voltea el bolso, el policía la porra, un borracho greñudo la botella de burbon y el detective privado su sombrero de fieltro. Miro interrogativo a
Lady First
. Ella se inclina por el borracho; yo prefiero al detective. Discutimos. Kiko Ledgard trata de confundirnos aún más: el detective es un juego; nos da oportunidad de cambiarlo por el Buick, que tiene regalo seguro y no es la calabaza.
Lady First
y yo decidimos arriesgar y aceptamos el juego del detective. Aplausos, se abre un portalón en el estudio, entran cuatro secretarias vestidas de Betty Boop acarreando un inmenso tobogán con un cruasán de
atrezzo
en la parte alta. Kiko lee la tarjetita que viene con el artefacto: «Para ser un buen detective, hay que seguir la pista hasta el final». Se para. Vuelve a tentarnos con el Buick. El público grita soluciones contradictorias; le pedimos a Kiko que siga leyendo. Objetivo del juego: llegar al gigantesco cruasán trepando tobogán arriba. El ascenso está dividido en tramos señalados con un hito vertical en el que se ha anudado un trapito rojo. Nos darán cien mil cruasanes por cada pañuelito que desatemos, hasta un total de un millón si llegamos a la cima. Chupao: me quito la chaqueta, me arremango y me pongo al aparato.
Lady First
insiste en que debíamos haber elegido al borracho. Ahora también ella está borracha. Me besa en los labios y se queda mirándome con ojos beodos. El público ruge, pero no son gritos de aliento, es la excitación del que espera ver sangre. Kiko Ledgard ha desaparecido y su lugar lo ocupa Mayra Gómez Kemp con medias de calado romboidal, botas de institutriz malvada y el pelo muy corto teñido de naranja. Chasquea su látigo: «¡Venga, borracho de mierda, suuube ese culo!». No me había reconocido a mí mismo antes, pero ahora comprendo que el borracho del decorado era yo y que todo ha sido una farsa cruel. Trato de trepar, pero peso demasiado, estoy borracho, el tobogán está untado de mantequilla, una gruesa capa de mantequilla que se escurre entre mis dedos y me impide afianzarme en posición de avance. Miro hacia arriba buscando aliento en la visión del premio, pero ya no hay ningún cruasán gigante en la parte alta de la rampa, sólo distingo a contraluz a mi Adorable Sobrino Hembra, arrojándome diminutas estrellitas de ninja que besa con labios amorosos antes de lanzar.
Me desperté sobresaltado y esta vez agradecí la contemplación de mi dormitorio cochambroso; Dios bendiga cada rincón de esa pila de calzoncillos sucios, pensé. En el despertador la una de la madrugada. Resaca. Lo mejo para vencer la resaca es volver inmediatamente a emborracharse. Imposible emborracharse sin comer antes algo: riesgo de lipotimia. Me di una ducha rápida y tragué cuatro yemas de huevo acompañadas de un par de vasos de leche, un buen método para llenar la tripa con algo nutritivo cuando hay prisa; y había prisa porque los bares no tardarían mucho en cerrar.
Salí de casa y eché a andar hacia el bar de Luigi. Recuerdo que me detuve en el semáforo para dejar pasar una moto y empecé después a cruzar. Pero no había alcanzado la mitad del paso cebra cuando oí un bum tremendo que me hizo agachar la cabeza por si acaso. Siguieron varios clinc-clangs.
Miré calle arriba: la moto que acababa de pasar ante mí estaba empotrada contra el costado de un imponente camión de basuras que se atravesaba en la calzada con todos los intermitentes encendidos. Acudían corriendo los de la terraza del bar de enfrente y, tras un momento de indecisión, me apresuré yo también. Para cuando cubrí los escasos cincuenta metros hasta el lugar del choque se habían unido a la movida los cuatro basureros que iban en el camión, un taxista que estaba esperando en doble fila, el dueño del bar de la terraza cercana y algunos otros espontáneos. El corro que se formaba alrededor era ya de diez o doce personas. El motorista estaba despatarrado en el suelo, ya sin el casco, que oscilaba sobre el asfalto como un tentetieso agrietado. Los restos de la BMW —grande y roja como un insecto en celo— eran una propuesta neoísta fatalmente destinada a terminar en el Guguenjeim-Bilbao bajo algún título sugestivo: «El ocaso de los dioses» o «La madre que parió a Newton». Pa'berse matao, vaya. Estaba a punto de darme media vuelta, visto que ya había almas caritativas de sobra para atender al herido, cuando quedó un hueco entre los curiosos que me permitió fijarme mejor en su cara: Gerardo Berrocal, Sexto C, Hermanos Maristas: el Berri, canoso y sin sus gafas, pero era el Berri, no había duda.
Joder.
Estuve a punto de atravesar la barrera del corro y saludarlo: «Hombre, Berri, cuánto tiempo, ¿te pido una ambulancia?...». Me contuve, pero desde luego la coincidencia cambiaba radicalmente mi posición ante el suceso. Alguien llamaba ya a la ambulancia desde el teléfono móvil y decidí quedarme allí hasta que llegara, aunque antes lo hicieron Leoncio León y Tristón, mal nombre por el que se conoce a la pareja de la Guardia Urbana que para a repostar en el bar de Luigi. La ambulancia apareció pocos minutos después; salieron dos tíos de blanco, abrieron la puerta de atrás, se acercaron a ver cómo estaba el Berri y, enseguida, tuvieron una camilla dispuesta junto a él, aunque antes de moverlo le pusieron un collarín rígido por si tenía algo chungo en el cuello. Cuando cerraban el portón de la ambulancia levanté sin querer el pulgar y se me escapó un «ánimo, Berri» que por suerte sólo oí yo.
Retomé el camino hacia el bar de Luigi francamente abatido.