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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (10 page)

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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—Sí.

—Pues no. Cuando Sebastián llegó al hospital a papá todavía le estaban haciendo radiografías y no había tenido oportunidad de llamar a ningún sitio. A Sebastián le enteró por teléfono del accidente precisamente Ibarra.

Esperé un momento su reacción, a ver si lo había entendido.

—¿El señor maleducado?

—El mismo.

—¿Y cómo sabía él lo que había ocurrido?

—Bueno, eso es precisamente lo que le preocupa a papá.

—No lo entiendo. Si ese señor le tiene tanta manía a tu padre, ¿por qué se molesta en avisar a Juan Sebastián de que ha tenido un accidente?

Mi Señora Madre ha sido siempre aún más torpe que yo para seguir los argumentos de las películas. A veces pienso que una incapacidad tan específica tiene que ser hereditaria. En cambio a los dos se nos da bien inventar historias, no hay más que considerar las excusas que le he oído darle a SP para justificar vaciados de VISA que darían para construir un buen tramo de autopista.

—No llamó por cortesía, mamá: llamó para dejarle bien claro a papá que el accidente no había sido tal y que él andaba detrás del asunto.

—¡Je-sús!: ¿quieres decir que el coche lo conducía él?

—Noooo: quiero decir que debió contratar a un par de matones para darle un susto a papá.

Oí el ruidito que hizo al aspirar aire bruscamente. Estaba francamente asustada y no era para menos. Pero desde luego hubiera sido mucho peor contarle la verdad... «Pues mira, mamá: no sólo han atropellado a papá sino que alguien ha secuestrado a Sebastián y a su amante, pero como no podemos llamar a la policía porque se iban a cachondear de lo lindo, tendré que ser yo, tu hijo tarambana, con la ayuda de tu nuera —que por cierto es sexualmente inapetente, probablemente alcohólica y le mete a tu impecable hijo mayor las amantes en la cama— el que intente averiguar qué demonios está pasando...» No: decididamente era mucho mejor mentir. Convenía que estuviera lo suficientemente asustada como para quedarse en casa durante un par de días, pero no podía dejarla en la cuerda floja y sin red o no habría Valiums en el mundo capaces de tranquilizarla.

Cuando hubo reaccionado a la noticia volvió a hablar, ahora en tono dolido:

—¿Y por qué no me habíais dicho nada?, ¿es que no creéis que tengo derecho a enterarme de una cosa así?

—Lo hablé con papá, no quería asustarte y me pidió que no te contara nada; prefirió que pensaras que todo eran imaginaciones suyas.

—¿Y tú cómo te has enterado?

Eso: cómo me había enterado yo.

—Pues... estaba en el despacho con Sebastián cuando llamaron para avisar del accidente.

—Pero si mi dijiste por teléfono que te habías enterado del accidente porque Juan Sebastián te acababa de llamar a casa.

Piiiiiiíp: error.

—¿Eso te dije?

—Sí.

—Bueno, es que preferí fingir que no sabía nada hasta hablarlo con papá.

Por suerte mi Señora Madre tenía la cabeza demasiado ocupada como para buscar incoherencias en mis explicaciones:

—¿Habéis llamado a la policía?

—No te preocupes, Sebastián se encarga de eso. De momento está siguiendo la pista de la llamada de Ibarra para tener algo tangible que presentar en comisaría. Desde luego no podrá demostrar nada en contra de él, pero le advertiremos que la policía está al tanto de sus movimientos y eso será suficiente para que desista de volver a intentar nada contra papá. De hecho lo más probable es que haya quedado satisfecho rompiéndole una pierna y no busque más pendencias, pero queremos estar seguros. En un par de días se habrá solucionado todo.

SM no parecía atender ya con demasiado interés a mis explicaciones:

—Pablo José: tengo que hablar con Juan Sebastián y que me explique qué es todo esto...

Peligro.

—No lo encontrarás, mamá: está en Bilbao.

—¿En Bilbao?, ¿y se puede saber qué demonios hace Juan Sebastián en Bilbao? Por Dios santo, esto es una verdadera trama secreta...

—Está en Bilbao precisamente investigando la llamada de Ibarra, ha preferido ocuparse personalmente. Según el ordenador conectado a la centralita del despacho aquella llamada se hizo desde Bilbao.

SM, como las chicas-telemárqueting, considera a los ordenadores capaces de eso y de mucho más.

—Es igual, lo llamaré al móvil.

Mierda: el móvil. Entraba en lo probable que lo llevara encima. En realidad supuse que a
Lady First
ya se le habría ocurrido llamarlo a ese número, aunque no recordaba que lo hubiera mencionado.

—No creo que te conteste en el móvil. Debe de llevarlo desconectado para evitar llamadas de trabajo.

Pero mi Señora Madre había retirado un poco el auricular y hablaba con la Beba:

—Eusebia: ¿se puede saber qué pasa con ese Valium?, ¿es que ya no voy a poder ni ponerme enferma de los nervios sin que me lleves la contraria?

Oí a la Beba contestar:

—No le doy más Páliun porque no hace ni dos horas que s'ha tomao el primero y se me va a caer redonda al suelo, Si quiere l'hago una tila y arreando.

—¡Eusebia!, ¿quieres no ponerte grosera tú también, o que en esta casa todo el mundo me ha perdido el respeto?

Me colé en la disputa:

—Mamá, escucha, has de prometerme que no le dirás nada de esto a papá, ¿de acuerdo?

—Por supuesto que no pienso decirle nada: si él no se ha dignado a contármelo no voy a ser yo la que se dé por enterada... Y no le perdono que me enviara a la cocina.

—Muy bien. Oye: ¿verdad que te quedarás en casa con Eusebia un par de días?

—Bueno, esta tarde teníamos reunión de canasta, pero supongo que podemos trasladar la partida aquí. Cielo santo, esto es como una novela policíaca... No habrá peligro en que vengan a casa unas amigas, ¿verdad?, en cuanto se entere la señora Mitjans va a quedar horrorizada.

—No, no hay peligro, pero es mejor que no le cuentes nada a nadie, ¿me escuchas?, y sobre todo acuérdate: ni una palabra a papá; y olvídate de Sebastián hasta que vuelva de Bilbao, supongo que te podrás pasar un par de días sin tu hijo favorito.

—Haz el favor de no permitirte ironías, Pablo José, no estoy para que empieces con tus disputas con Juan Sebastián... Dios mío: creo que necesito un masaje ahora mismo; voy a llamar para que envíen a alguien del gimnasio: Gonzalito, necesito a Gonzalito.

—Eso es, toma una sauna en casa y que te den un masaje. Y no te preocupes por nada, ya procuraré mantenerte informada,
all right
?

—¿Cómo dices?

—Que si ol rait.

—Pablo José: ¿sabes que te encuentro muy raro?

La dejé a punto de tomar la tila y llamar a su Gonzalito, un culturista de ciento y pico kilos —distribuidos de forma muy diferente a los míos— y más marica que una pamela de raso. Es la moda: acabaremos todos medio enmoñecidos. Me di cuenta al colgar de lo tenso que había estado durante toda la conversación. Lié otro porro, me desplomé en el sillón y lo fumé con delectación antes de dar el segundo paso importante del día. Volví a mirar mi reflejo en la pantalla apagada de la tele. Nada había cambiado aparentemente, otra vez yo mismo en albornoz y el caos de la sala rodeando mi figura. Sin embargo nada era ya igual. Todo era mucho peor. O quizá mucho mejor, nunca estoy muy seguro de cómo funcionan estas cosas. El caso es que todo era diferente y mi paz había sido definitivamente perturbada.

Me puse en movimiento para no entrar en un bucle reflexivo.

En el tendedor, la ropa seguía tan empapada como media hora antes. Descolgué los pantalones marrones y una camisa clara que me pareció que combinaba bien y me los llevé a la sala. Después busqué un secador de pelo en el cuartito de los trastos. Lo encontré. Formaba parte del equipamiento doméstico que envió mi Señora Madre cuando me echaron de mi último domicilio por falta de pago y me trasladé a un edificio propiedad de SP. Debió de llegar en aquella furgoneta de El Corte Inglés junto con las licuadoras, picadoras, exprimidoras, balanzas electrónicas, robots vaporizadores, aparatos para templar el gel de baño, rebobinadores de cintas de vídeo, y todo aquello que a mi Señora Madre le pareció imprescindible par electrodomesticar a su hijo silvestre. El secador, como todo lo demás, estaba por estrenar, en su caja retractilada: un aparato imponente, en forma de caracol nautilus. Venía provisto de una peana que permitía dejarlo solo haciendo pasadas lentas a derecha e izquierda, así que pude disponer la ropa en el respaldo de una silla frente al chorro de aire y olvidarme del asunto.

Hora del desayuno. Huevos fritos y lomo a la plancha. Me llevó una media hora cocinarlo y comerlo. Al terminar palpé la ropa: seguía mojada a pesar de la ventolera del nautilus. Probé con la plancha. La camisa llegó a quedar prácticamente seca a fuerza de darle, pero con los pantalones fue más difícil. Desistí y terminé como siempre rebuscando por los armarios alguna pieza olvidada con que cubrirme los bajos. Me decidí por la parte inferior de un traje de tergal azul que casi me permitía subirme del todo la cremallera de la bragueta. Con ayuda del cinturón para sujetármelos y la camisa por fuera ocultando la chapuza podía salir a la calle. Eran más de la una cuando me miré en el espejo del recibidor: no era precisamente Cary Grant, pero se habían visto cosas peores.

Me costó casi un cuarto de hora llegar al portal de
The First
, preocupado como iba por avanzar a pasitos cortos para mantener la bragueta cerrada, pero mi espíritu era el de un hombre resuelto. Crucé el vestíbulo ante la mirada desconfiada del conserje de la bata azul y me metí en el ascensor en espera de llegar al ático. Abrió la puerta Verónica. Esta vez la camiseta era de la Facultad de Biología, con lo que se acabó de confirmar mi hipótesis sobre sus tendencias políticas. Llevaba en brazos a la criatura desdentada y no me entretuve mucho en saludarla; indicó que siguiera el pasillo hasta la cocina y allí encontré a
Lady First
rebozando rodajas de merluza en huevo y harina. Me miró de arriba abajo, un poco violenta por no haber podido evitar una mueca de estupefacción ante mi indumentaria.

—¿Cocinas tú misma? —dije, a modo de saludo.

—Claro. ¿Qué creías?

—Pensaba que la gente elegante no tocaba la comida con los dedos.

—¿Quién te ha dicho que yo sea elegante?

—Me pareció.

—Pues ya ves. ¿Quieres tomar algo?

—Una cerveza no estaría mal.

—Busca tú mismo en la nevera, tengo las manos manchadas.

Trasteé aquí y allá buscando cerveza y vaso según sus indicaciones y me apalanqué en el quicio de la puerta observando sus manejos con el pescado. Me pareció un poco abatida. Si la historia que me había contado el día anterior tenía algo de cierto, era lo normal.

—Bueno, cuéntame qué ideas son esas que se te han ocurrido.

Encendí un cigarro para darme tiempo.

—Deberíamos contratar a un detective —dije al fin.

Ella detuvo un momento la labor y se quedó mirándome con las cejas levantadas:

—¿Un detective?

—Para eso están los detectives, ¿no?

—No me parece buena idea. Éste no es un caso de infidelidad al uso, no creo que un detective pueda sernos útil.

Ya me esperaba cierta reticencia. Venía preparado para resultar convincente:

—Mira, Gloria, te voy a ser franco. No es que le deseo ningún mal a mi hermano, pero tampoco me interesa meterme en sus líos, ¿me explico? ¿Que ha desaparecido?, bueno, pues hay que buscarlo, y hasta cierto punto es lógico que me pidas ayuda a mí, pero creo que lo mejor es que se encargue de investigar un profesional, no se me ocurre nada mejor. Le he contado a mi madre una película de indios para que no le alarme su ausencia durante unos días, a mi padre le contaré otra si es necesario y procuraré mantener la bola de la enfermedad en el despacho; pero no sé qué otra cosa puedo hacer personalmente.

—¿Qué le has contado a tu madre?

—Que Sebastián ha tenido que marcharse a Bilbao a resolver unos asuntos.

Se quedó un momento pensativa.

—¿Y no le ha extrañado que no fuera a verla? Sebastián va a visitarla cada dos o tres días, y siempre antes de salir de viaje.

—Ya me lo he montado para dejarla tranquila, no te preocupes. Le he dicho que tú te habías marchado con él, así que no la llames porque en lo que respecta a ella estás en Bilbao. He pensado que eso te facilitaría las cosas: si no habla contigo no tendrás que mentirle.

Esto último no era verdad pero me pareció oportuno decirlo.

—¿No te ha preguntado por los niños?

—No... Habrá supuesto que se los han quedado tus padres. ¿No se quedan con tus padres, cuando salís de viaje?

—Sí, a veces. Pero es raro que no preguntara.

—Bueno, está un poco desorientada por el accidente de mi padre.

—¿Cómo está?

—Bien. Lo vi ayer. Se despistó por la calle siguiendo un escote y le golpeó un coche que hacía maniobras. Está hecho un sátiro. No ha sido nada: la incomodidad de la escayola.

—Hubiera querido ir a visitarlo...

No me interesaba seguir hablando de SP:

—Bueno, qué me dices del asunto del detective.

—¿Que qué te digo?: que no me gusta nada. Preferiría que te ocuparas tú. Primero porque no podemos dejar que un extraño hurgue en los papeles de Sebastián, y segundo porque no quiero enterar a nadie más de los pormenores de mi matrimonio.

—No tenemos por qué contarle toda la verdad. Y si quieres ya me ocuparé yo de los papeles.

Abandonó una rodaja de merluza a medio rebozar sobre la bandeja y se volvió hacia mí:

—No lo entiendo: ¿de qué nos sirve un detective que no sepa de qué va el lío?

—Hay un montón de posibilidades que a nosotros se nos escapan. Esa gente sabe dónde buscar, no sé, aeropuertos, hoteles... Tienen contactos, incluso con la policía. En dos días son capaces de rastrear más que nosotros en un mes. Además, podemos hacerle seguir la pista de vuestra amiga la secretaria, ¿cómo se llamaba?

—Lali.

—Lali. Podemos contratarlo en nombre de ella, como si fuéramos amigos suyos, o familia, y estuviéramos preocupados. Que tire de ese hilo, a ver qué encuentra. Al menos iremos adelantando algo hasta que el sobre que enviaste llegue con el correo. Después ya veremos.

Volvió a la harina, pero nada convencida de lo que le proponía:

—Me parece un disparate. No sé..., muy rebuscado.

—Bueno, en cualquier caso no perdemos nada intentándolo. A lo sumo el importe de la minuta. Por eso te he preguntado si tenías dinero en casa. Y yo necesito también algo, Sebastián tenía que haberme pagado ayer un dinero ¿Cómo lo tienes?

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