Read Lo mejor que le puede pasar a un cruasán Online

Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (5 page)

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
13.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Que se te han echado encima a propósito?

Silencio, trago de bíter. Eso significaba que no quería entrar en materia, al menos todavía.

Llegó mi Señora Madre con platos de nosequé color amarillo y tras ella la asistenta con algo que bien podía ser paté de ciervo a pesar de que no se advertía ni rastro de cornamentas. SM se acercó y me preguntó si quería beber algo. Le pedí cerveza. Me ofreció bíter, vermut, vino blanco, champán, coca-cola, cualquier cosa más propia de un aperitivo en la terraza ajardinada de un decimocuarto sobre la Diagonal bajo el que pasan cada mañana la Infanta Cristina e Iñaki Urdangarín. Finalmente se avino a complacerme cuando le sugerí como alternativa un vodka con Vichy y todavía le pareció peor que la cerveza. SP disimulaba tras el periódico y aproveché la ocasión de escaqueo para asomarme a la calle por un hueco que dejan los arbustos. Se ve un buen tramo de la Diagonal, desde más allá del hotel Juan Carlos hasta Calvo Sotelo, y casi enfrente, las torres de La Caixa y un buen pedazo de ciudad hasta el mar. El día estaba algo nublado pero la visibilidad era buena, se distinguían nítidos los dos Rascacielos de la Señorita Pepis a lo lejos, en el Puerto Olímpico. Desde allí fui retrotrayendo la mirada hacia el barrio. Casi se leía la marca de la antena parabólica en la parte alta del edificio donde vivo, propiedad todo él de mi Señor Padre: ahí mismo, a la izquierda. Y justo un poco más arriba se adivinaba la calle Jaume Guillamet, donde, impulsado por no sé qué asociación de ideas, traté de localizar la casa del número 15.

—Venga, acercaos a la mesa.

Ordenó SM. SP trató de ponerse de pie ayudándose de unas muletas y le ofrecí apoyo para facilitarle las cosas.

—Voy a vestirme —dijo.

El particular sentido de la etiqueta de mi Señor Padre le impide sentarse a la mesa en pantalones cortos, de modo que SM se excusó debidamente ante mí —«¿Nos disculpas un momento, Pablo José?» — y se fue con él, supongo que a ayudarle a ponerse unos pantalones largos, cosa que no debe de ser demasiado fácil a los sesenta y muchos si se tiene una pierna escayolada y se pesa un centenar largo de kilos. Me senté ante la mesa un poco de refilón, desganado. Mi cerveza estaba ahí, pero no era cerveza normal sino una de esas mariconadas de importación, con un tapón hermético como el de las gaseosas antiguas. Bebí. Pse: calentucha. No tenía ni pizca de apetito, pero me dije que no podía desperdiciar la ocasión de comer bien y ataqué una gamba con la esperanza de ir haciendo boca. No costó mucho, la cerveza terminó por disolver el sabor dulzón del cortado en el bar de Luigi y la gamba estimuló mi olfato adormecido, de modo que seguí con los berberechos al vapor y unos deliciosos pinchitos de corazón de alcachofa al horno y anchoítas en salmuera.
Home sweet home
, después de todo.

La Beba llegó con una botella de vino blanco empañada por la condensación:

—Qué, ¿cómo va?

—Difícil, pero voy saliendo.

—Paciencia. Come paté de ciervo que'sta bueno. Es el más oscuro.

—Oye, Beba, qué sabes del accidente de mi padre.

—Chico..., dicen que venía del parque y un coche se subió a l'acera y le dio un trompazo.

—¿Y el conductor?

—Se ve que salió a escape. A tu padre l'ayudaron a meterse en un tasi unos paletas que lo vieron desd'un bar. Fue a buscalo después tu hermano.

—Y no has oído nada más.

—Nada más de qué.

—No sé... ¿No te contó nada Sebastián?

—Sebastián estaba mu raro... Ya sabes que's un desaborido, pero es que ayer estaba mu amohinao. Entró un momento a la cocina a saludame y ya no hablé más con él.

La Beba es un excelente radar, pero hay que tomarse tiempo para que verbalice algo concreto y no pude seguir indagando ante la vuelta de los anfitriones. SP había cambiado los pantalones cortos Burberry's por unos largos de tergal gris con un corte en la parte baja de la pernera que le permitía enfundar la pierna escayolada. Seguía llevando una zapatilla de tenis en el pie bueno y el mismo polo de cuadritos escoceses que hacía conjunto con el pantalón corto, de modo que el resultado era bastante estrafalario, parecía un pordiosero vestido con las donaciones del vecindario rico. SM mantenía la indumentaria en su línea oficial para actos informales,
jeans
de color blanco y un enorme blusón azul con motivos bordados en dorado: pájaros, tigres de Bengala y floripondios dispuestos a modo de mandala; desde que descubrió a Lobsang Rampa le ha tirado siempre la cosa orientalizante. Bonita pareja sentada ante mí. Traté de no llamar mucho la atención reduciendo al mínimo la emisión de ondas cerebrales, pero fue inútil. Abrió el fuego SM, aunque fingiendo dirigirse a SP:

—Pues le estaba diciendo a Pablo José que conocimos a la hija de Blasco la otra noche.

—Mmmmm.

SP estaba ocupado tratando de pelar una gamba sin tocarla mucho, como si fuera un objeto repugnante, y no atendió demasiado a lo que decía SM. Pero hace falta algo más explícito que un mugido desganado para desanimar a mi Señora Madre.

—Carmela, se llama. Una chica estupenda: estu-penda. Hija única. ¿Te he dicho que estudió jazz, como tú?

—Mamá: yo no he estudiado yas en la vida.

—¿A no?, pero tocabas la guitarra, ¿no?... Bueno, el caso es que Carmela me causó una impresión magnífica: mag-nífica. Una chica de hoy en día: te caería estupendamente.

Estuve a punto de decir que cada día me tropiezo con centenares de personas que me caerían estupendamente y lo malo es que siempre termino por conocer a las otras, pero, prudentemente, me limité a poner cara de estar ocupadísimo masticando. Ni por estas.

—Pues creo que por San Juan los Blasco organizan una verbena en Llavaneras. Seguro que estará Carmela, y te advierto que le enseñé una foto tuya y pareciste gustarle mucho.

Por una vez me libró de haber de escurrir el bulto mi Señor Padre:

—No te esfuerces: por San Juan no vamos a estar en Llavaneras.

—¿Por qué no?: falta una semana larga, y ha dicho el doctor Caudet...

—Eso ya lo hemos discutido, Mercedes.

SM buscó ahora mi apoyo:

—Fíjate qué tontería: ¿sabes que tu padre no quiere salir de casa porque dice que intentaron atropellarlo?

—Merceeedes: ya lo hemos discutiiido.

—No hemos discutido nada, y sabes una cosa: empiezo a pensar que estás paranoico: paranoico, sí, para que lo sepas.

—Mercedes, por favor: basta.

Mi Señor Padre había hablado: basta. Dejó la gamba a medio pelar, se pasó ostensiblemente la servilleta por los labios —inmaculados aún—, la arrojó después sobre el mantel, e inició la complicada maniobra de ponerse en pie trasteando con las muletas. El aperitivo había terminado. Lástima, porque el paté de ciervo no estaba del todo mal. Afortunadamente, tras el conato de bronca, la comida fue bastante silenciosa, al menos durante su primera parte, y pude dedicarme por entero a comer. La Beba no pierde el toque en la cocina, y había hecho en mi honor una de sus especialidades: solomillo en salsa de vino y setas. Mi Señora Madre, por supuesto, ni siquiera cató el guiso. A cambio comió una ensalada de lechuga francesa masticando no menos de veinte veces cada porción que se llevaba a la boca. Según explicó, su
trainer
personal le había recomendado ese ejercicio ensalivatorio por no sé qué gaitas de la correcta asimilación del bolo. Además precedió la ingesta de una interminable colección de minúsculas bolitas homeopáticas especialmente indicadas para reforzar tendencias sulfurosas —o sulfúricas, o sulfhídricas, no recuerdo bien cómo dijo.

No fue hasta los postres cuando SM se retiró a la cocina a preparar el café —lo único que se empeña siempre en preparar y servir ella misma— y me quedé a solas con SP.

Start:

—Bueno, explica.

—Qué quieres que te explique.

—Eso de que han intentado atropellarte.

—No lo han intentado, lo han hecho.

Pausa. Yo, cara de leve escepticismo; SP cara de Señor Padre.

—Y por qué iba alguien a querer atropellarte.

—No lo sé. Sólo sé que hubieran podido matarme de haber querido. Pero no quisieron.

Inicié un rodeo informativo:

—¿Cuántos iban en el coche?

—Dos.

—¿Reconociste a alguno?

—Pablo, hijo, pareces tonto: ¿crees que si hubiera reconocido a alguno no hubiera hecho ya algo al respecto?

—¿Y el coche?

—No sé. Era pequeño y rojo.

—¿Matrícula?

—No me dio tiempo a fijarme.

—¿Lo has denunciado?

—¿Qué quieres que denuncie?, ¿que un coche pequeño y rojo me atropelló a posta? Hicieron un informe para la Guardia Urbana en el hospital y listo.

Me sentí ligeramente Carvalho.

—¿Testigos?

—Unos albañiles. Almorzaban en un bar de Numancia y acudieron al oírme gritar y dar golpes en el capó, pero cuando llegaron el coche había salido huyendo. En cualquier caso no creo que quisieran meterse en líos testimoniales. Me atendieron en primera instancia, pararon un taxi y se ofrecieron a acompañarme, pero les dije que no hacía falta.

—Qué crees que querían los del coche: ¿robarte?

—No lo sé. Robarme no creo.

—¿Un par de locos de los que disfrutan machacando peatones?

—No tenían pinta.

—Y qué pinta tenían.

—Treinta o cuarenta años, ropa corriente..., podrían pasar por oficinistas. Yo creo que eran matones pagados, hicieron el trabajo sin aspavientos y se fueron.

—A ver, papá: en qué lío te has metido.

—¿Yo?: yo no tengo líos...

—¿Entonces?

—No sé.

Game over, insert coins
. De ahí ya no iba a moverlo, y sin embargo quedaba por resolver lo fundamental. A saber:

—Papá: te importaría decirme por qué me has contado esto.

Silencio enorme. Contestó mientras anudaba la servilleta:

—Porque quería que lo supieras.

—¿El guardia jurado de abajo tiene algo que ver con el asunto?

—Lo contraté ayer tarde.

Verónica y los monstruos

Desperté de una siesta sin sueños a las cinco de la tarde. Me mosquea no soñar. Estoy acostumbrado a recordar un sueño a cada despertar como el que está acostumbrado a cagar cada mañana: si un día se levanta y no caga es que algo pasa ahí dentro. Además, recordar los sueños acaba siendo muy útil. Y no me refiero a los cuarenta principales de Sigmund Freud: me refiero al sueño como oráculo, esa dimensión del soñar sólo al alcance de quien comprende que la razón ilustrada es el más descabellado de los esoterismos, o quizá la más barroca de las religiones.

Puse la radio. Café. Porro. Estado de ánimo especialmente propicio para retomar el correo del Metaphisical Club. Incluso era un buen momento para las
Primary Sentences
de John, que suelen ser espesas y reconcentradas como ellas solas. Pero lo primero es lo primero, y había que resolver cuanto antes el asunto de la pasta, de lo contrario no habría más porros, ni más cerveza, ni más mantequilla para los cruasanes.

Marqué al teléfono el número particular de
The First
para ir preparando el terreno y no hacer la visita en balde. Contestó uno de mis Adorables Sobrinos, justamente el más adorable de los dos, que se empeña en llamarme «tío Pablo» por mucho que yo lo taladre con la mirada. Creo que es el mayor, o al menos es el que hace más bulto. Y creo también que es hembra, pero de esto último no estoy muy seguro porque ha salido a su madre.

—¿Está tu padre, rica?

—¿De parte de quién?

—De Pablo: Pablo Miralles.

La oí llamar gritando: «Mamá, es el tío Pablo, que quiere hablar con papá. Debe de estar borracho, porque no me ha reconocido».

Se puso la madre: mi Adorable Cuñada.

—¿Pablo?

—Sí, dime.

Se habían invertido los papeles. El que llamaba era yo, pero era ella la que preguntaba por mí. Su voz sonaba tensa.

—Tengo que hablar contigo —dijo, sin el leve tono de superioridad con que se había dirigido a mí en las pocas ocasiones en que habíamos hablado.

—Joder, últimamente todo son misterios.

—¿Por qué dices eso?

—Por nada, ¿qué pasa?

—Nada grave, por el momento. Pero tienes que venir a casa cuanto antes. Tengo que contarte una cosa.

—Pensaba pasarme ahora por ahí, necesito ver a Sebastián. ¿No puede ponerse?

—No, no puede —vaciló un momento—: no está.

—Pero si me han dicho en el despacho que estaba en cama, con fiebre... ¿Ha ido a trabajar por la tarde?

—No. Vente a casa y te explico, no puedo salir en este momento. Iría yo a verte, pero no puedo.

A estas alturas de la película, comprendí ya que lo desacostumbrado había empezado a desencadenarse a ritmo creciente y sin visos claros de remisión. Había cruzado con
Lady First
un total de treinta y siete palabras desde el remoto día en que casó con mi Estupendo Hermano, y ahora de repente me pedía que fuera a su casa para hacerme confidencias. Raro, muy raro; pero ya todo era posible desde que
The First
regalaba dinero, pedía cosas por favor y dejaba de ir al despacho alegando una falsa indisposición. Me pasó por la cabeza un lío de faldas. Todo encajaba, incluso la ausencia simultánea de
The First
y su secretaria. Todo encajaba menos yo. Porque, ¿qué demonios tenía que ver yo en los conflictos matrimoniales de
The First
? Aunque supongo que estaba empezando a sentir cierta curiosidad, sin duda morbosa.

—Muy bien, me paso ahora mismo.

—Escucha: si ves a tus padres no les digas nada de esto. Si te preguntan di que Sebastián está enfermo. Sólo durante un par de días, ¿de acuerdo? Y lo mismo a cualquier otro que te pregunte.

El ruego tenía algo de imperativo.

—¿Me estás pidiendo que mienta?

—Mira, Pablo, no nos engañemos: tú y yo no nos hemos llevado nunca bien, así que si me trago el orgullo y te pido un favor es porque tengo buenos motivos para hacerlo.

Franca y directa, no le conocía esa faceta a
Lady First
. Pero la petición de actuar con discreción confirmaba mi hipótesis del lío de cuernos. Y confieso que la posibilidad me encantó:
The First
protagonizando un escándalo sexual, liado con su secretaria, qué vergüenza; o mejor: con un joven percusionista mulato recién llegado de La Habana; más aún: involucrado en un asunto de zoofilia y sectas necrófilas, que saliera en todos los periódicos de la galaxia con foto en portada: la congregación reunida de noche en el cementerio de Montjüic, honorables ciudadanos vestidos de drag-queen sobre enormes botas de plataforma, el rímel corrido por el disgusto y en posición de acabar a besarle el culo a una cabra... En fin, tampoco me hice muchas ilusiones. Después de todo ni siquiera es probable un lío con la secretaria. Parecía una chica sensata, y además de hacer de adorno creo que usaba el Excel para convertir divisas. Antes de acostarse con mi hermano seguro que intentaría encontrar un trabajo honrado, cuando menos algún otro lugar donde prostituirse decentemente.

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
13.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Marshal's Hostage by DELORES FOSSEN
A Stone's Throw by Fiona Shaw
Mind Games by Teri Terry
Witch Twins by Adele Griffin
Black Fallen by Elle Jasper
The End by Charlie Higson