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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (4 page)

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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Agobio total: zas: manotazo al despertador.

Estaba tendido en la cama, destapado, con la camisa puesta y los pantalones a medio bajar. Al menos había llegado a la cama, principio y fin de todos mis rumbos; incluso había alcanzado a conectar la alarma del despertador. Imagen desoladora del dormitorio. Resaca severa. Dolor de cabeza, ardor de estómago. Muchos agujeros: la Fina, agujero insondable; borzogs que perforaban el suelo con sus piernas convertibles; lluvia de torbellinos taladradores; y ahora otro agujero en el desagüe del fregadero, a cuyo grifo me amorré sediento. Las doce. Lo mejor que le puede pasar a una pieza de mantequilla es que la unten en un cruasán. Pero no había cruasanes. Siempre falta algo. Jueves 18 de junio, Día Internacional del No-Ser. Sólo me consoló el pensar que estaba a punto de cobrar el resto de mis cincuenta mil pelas. Me afeité, tomé café, fumé un porro, me vestí con la misma ropa de la noche anterior y salí a la calle tratando de ajustar mi vida a algo que pudiera parecer un guión cinematográfico: acción, diálogo y las mínimas comidas de coco posibles.

El Luigi estaba al pie del cañón:

—¿Ya has amanecido?

—No me hables, haz el favor... Y ponme un cortao.

—¿A qué hora te acostaste?

—Ni idea.

—O sea, que no has mojao...

—No me jodas mucho, Luigi, que tengo que ir a casa de mis padres y me he de poner a tono.

—Huy, mal de pasta te veo...

—No: mi padre, que se ha roto una pierna. Oye, me voy que tengo que pasar antes por el despacho a cobrar una faena. Luego te pago.

Por suerte no hacía mucho sol y pude llegar a Miralles & Miralles sin haber de dar rodeos buscando aceras en sombra; pero subí las escaleras sintiendo cada escalón punzándome la sien. En recepción, como siempre, la María.

—¿Está mi hermano visible?

Me fijé en la pared de cristal de su despacho. No se le veía entre las lamas de la persiana metálica; ni siquiera estaba encendida la luz.

—No ha venido esta mañana. Hoy es el día de las ausencias...

—¿Que no ha venido?

Me sorprendió tanto la novedad que ni siquiera me entretuve en valorar lo de «el día de las ausencias», tan parecido a mi Día Internacional del No-Ser y la proliferación de agujeros por todas partes.

—Ha llamado tu cuñada: está enfermo, la gripe o algo así. Me ha dicho que tenía mucha fiebre y no ha podido ni levantarse. Muy mal tiene que estar.

—¿Y cómo vais a apañaros sin Su Excelencia?

—Pues ya veremos, porque todo acaba pasando por él. De momento el Pumares va retrasando todo lo que puede. Y por si fuera poco tampoco ha venido la secretaria de tu hermano. Y sin avisar.

Dejé a la María con sus teléfonos y salí de las oficinas con el humor torcido. No me quedaban por los bolsillos más que tres o cuatrocientas pelas y, sin saber dónde meterme, anduve unos minutos callejeando alrededor de la manzana. Después de pensarlo un poco resolví acudir primero a casa de mis Señores Padres y hacerle una visita de cortesía a mi Pobre Hermano Enfermo justo después. Seguro que tenía pasta en casa, lleva siempre en la cartera varios billetes azules, eso sin contar con su Estupenda Tarjeta de Crédito. De momento, incapaz de enfrentarme inmediatamente ni a mi Señor Padre ni a mi Señora Madre —y mucho menos a los dos juntos, atacando en equipo me desvié hacia casa para liar un porro y sacudirme un poco la resaca. Fumé el canuto sentado en el sofá y preparé otro para entretener los diez minutos de camino hacia el calvario.

El domicilio habitual de mis SP's se eleva sobre la orilla oeste de la Diagonal y ocupa completamente los dos últimos pisos de uno de los edificios más pijos del barrio, habría que llegarse hasta el corazón de Pedralbes para encontrar algo comparable. Con decir que el conserje lleva uniforme con gorra de plato creo que puede hacerse uno una idea: Mariano Altaba, se llama: señor Altaba, según la norma de SP que aconseja tratar al servicio de usted y con el máximo respeto. Supongo que eso le hace sentir menos culpable de que le suban el correo y le bajen la basura a cambio de un salario que a él no le llegaría para suscripciones a revistas de caza y pesca. Mi Señor Padre es de los que se avergüenzan de tener dinero, pero tampoco acaba de decidirse a prescindir de él.

El Mariano (don Mariano Altaba) no estaba solo. Lo acompañaba un guardia jurado grandísimo que me remiró con cara de no saber a qué atenerse conmigo. La Comunidad de Distinguidos Vecinos debía de haber resuelto que las alarmas por satélite geo-estacionario no eran suficientes para protegerse de las hordas bárbaras. Por suerte el Mariano hizo gestos inequívocos de conocerme y el jurado se desentendió de mí. «Hombre, Pablito, ¿por dónde andas haciendo mal?» Ni se molestó en ponerse la gorra de plato que se quita en cuanto no lo ve nadie. Sólo viví con mis Señores Padres en aquel piso un par de años, de los dieciséis a los dieciocho, pero el Mariano aún debe de acordarse de las movidas que montaba en verano, cuando los viejos desalojaban hacia Llavaneras con la Beba y su Estupendo Primogénito y me dejaban en paz en la residencia de invierno. Contesté a su saludo con una gracia cordial y subí en uno de aquellos ascensores que te dejan los cojones en suspensión cuando inician la frenada. Recuerdo que una noche especialmente loca nos fuimos detrás del campo del Barsa en busca de una puta dispuesta a hacerle una paja al Quico en ese cacharro supersónico. Tuvimos que contratar a dos porque ninguna se fiaba de irse sola con tres tíos. La gracia estaba en que el Quico se corriera coincidiendo con la frenada del aparato: tres intentos en cosa de media hora, el tercero certero. Lo malo fue que el espejo quedó todo él estucadito y hubo que darle con fisprús pa los cristales. Justo este espejo que ahora me reflejaba quince años más viejo, cuarenta kilos más gordo, y quizá, después de todo, un poco más sensato.

Llegado al decimocuarto y último llamé a la puerta de servicio. Iba a abrirme la Beba de todos modos, así que preferí ahorrarle el rodeo hasta la entrada principal. Últimamente le costaba caminar.

—¡Pablito!

—¡Beba!

—¡Uhhh, qué gordo te has puestooo!

—Para hacer pareja contigo, culona, ven aquí.

La abracé toda ella y aún traté de levantarla en vilo, cosa que sólo conseguí a medias. A ella le dio la risa:

—¡Pablo!: ¡que me vas a tirar al suelo!

La solté. Me cogió la mano, se la llevó al regazo —la Beba tiene regazo incluso cuando está de pie— y tiró de mí hasta la cocina. Al pasar reconocí en el cuarto de la plancha a la asistenta de turno; seguía siendo la misma que en mi última visita, cosa extraña, una chica de unos veinte años. La Beba movió dos sillas sin soltarme y nos sentamos frente a frente, a un palmo de distancia.

—¿Cuánto'hace que no vienes a vernos, descastao?

—Nos vimos en Navidad.

—Rediós: y estamos a finales de junio, mal hijo... ¿Vienes por tu padre?

—Sí..., bueno, por todos. Pero me han dicho que papá se ha abollao el chasis.

—Brrrrr: procura no llevarle mucho la contraria qu'está d'un humor que pa qué...

—¿Y mamá?

—Como siempre... ahora s'ha'puntao a unos cursos d'inglés.

—¿No estaba haciendo uno de restauración de muebles?

—Lo dejó enseguida por el olor de barniz. Que le daba jaqueca, decía: «jaqueca»; mal de cabeza, vaya. Ahora l'ha dao por el inglés. S'ha comprao un ordenador con discos qu'hablan y el que tiene mal de cabeza ahora es tu padre. No le digas que te l'hi dicho...

Se rió con toda esa caraza que tiene, pero enseguida recompuso el gesto al oír la voz de mi Señora Madre que se acercaba tras la puerta que comunica con el comedor.

—Eusebia, espero que no hayas olvidado pedir el paté de ciervo...

—¡Pablo José!, ¿por dónde has entrado?

—Hola, mamá. Por la puerta de servicio. No se oye, desde dentro...

—Cielo santo: pareces un camionero. Deja que te vea. Me tomó la cara con las dos manos, me besó los carrillos y se quedó mirándome.

—Estás gordísimo. ¿Y esta camisa que llevas? ¿No tienes otra?

—Es que me olvidé de lavarlas...

—Pues llama a la tintorería: la mayoría tiene servicio a domicilio... Ven, vamos afuera.

—Eusebia: dile a Loli que puede empezar a servir el aperitivo en la mesa de la terraza. Y sacad el vino blanco en el último momento, si no, se calienta y pierde toda la gracia.

El color general del salón había cambiado: lo que en Navidad era anaranjado ahora era amarillo pálido, incluido el tapizado de los sillones y la alfombra bajo el piano. Piano de cola. No es broma.

—Bueno, qué me cuentas —preguntó SM para entretener la marcha.

El camino hasta la terraza es largo y hay que sortear las antigüedades.

—Bien, como siempre. ¿Y vosotros?

—Fatal, hijo, fatal. Con esto de tu padre andamos locos. Tú no sabes el humor que se le ha puesto: tú-no-sabes.

Se detuvo un momento antes de cruzar la puerta acristalada hacia la terraza. Se volvió hacia mí y me hizo la pregunta de rigor en el tono acostumbrado:

—¿Te has echado alguna novia que se pueda conocer?

—Ya te avisaré...

—Tendrías que tener una novia formal, hijo, una mujer siempre ayuda a que un hombre se centre. El otro día precisamente conocimos a la hija de Jesús Blasco: una chica monísima: monísima. Veintisiete años. Pensé: mira: esta muchacha le iría bien a Pablo José. Es un poco
hippy
, ¿sabes?, haríais buenas migas.

—Yo no soy jipi en absoluto, mamá.

—Bueno, quiero decir bohemia... Creo que dejó el Conservatorio para dedicarse al jazz. Tiene... inquietudes artísticas, como tú.

—Tampoco recuerdo haber tenido nunca inquietudes artísticas.

—Pablo José, hijo, qué difícil eres: cuando te propones no entender algo me recuerdas a tu padre.

Ahí estaba el plato fuerte de la visita, mi Señor Padre: reclinado en una tumbona bajo el toldo de la terraza, leyendo el periódico tras las gafas de cerca y asistido de un vaso de bíter sin alcohol.

—¡Hombre!, pensaba que ibas a llegar antes de la una.

Me encogí de hombros mientras me inclinaba a darle los dos besos de costumbre.

—Ya sabes que mi horario nunca es exactamente el mismo que el de la Península.

—¿Qué península?

SP no entiende nunca las bromas. Es la única persona de este mundo con la que no tengo más remedio que hablar permanentemente en serio.

—Lo siento, me he entretenido por el camino.

No dejó de fingir que ojeaba el periódico (SP no hojea el periódico: lo ojea) mientras me instalaba en un asiento junto a él:

—No lo entiendo, siempre te entretienes con algo. No sé qué es lo que encuentras por ahí tan entretenido. Yo voy por la calle y no me entretengo con nada.

—Es que soy un poco despistado, ya lo sabes.

—¿Despistado? Los despistados no se entretienen, si acaso se pierden...

Ésa es otra. Con SP hay que rebuscar siempre hasta dar con la palabra que a él le parece justa.

—Bueno, puede que también sea un poco disperso.

—Pues no es bueno ser disperso, hijo, hay que concentrarse en lo que uno esté haciendo.

Mi Señora Madre, oliéndose la inminencia de una Oda a las Buenas Costumbres, inició un mutis con la excusa de ayudar a la Beba y a la asistenta y desapareció de la terraza. En ese momento comprendí que estaba a punto de empezar el bombardeo: SP había dejado el periódico, se había incorporado en la tumbona, y encendía uno de esos puritos de los que se asiste en los exordios.

—Si yo hubiera sido disperso cuando tenía tu edad no hubiera llegado a donde estoy.

—¿Quieres decir a esa tumbona, con la pierna escayolada?

—No seas simple, demonios: te estoy hablando en serio.

—Yo también estoy hablando en serio, pero no sé qué quieres decir con eso de «no hubiera llegado a donde estoy», resulta francamente ambiguo.

—Pues está bien claro: que vas a cumplir cuarenta años y vives como si tuvieras diecisiete.

—Voy a cumplir treinta y cinco.

—Pero los cuarenta los cumplirás también, ¿no? Además tanto da: tienes edad de llevar otra vida. Yo a tus años había terminado dos carreras, aprobado oposiciones a Notarías, fundado mi propio negocio y engendrado dos hijos. Y tenía una mujer como Dios manda y una casa decente en la que vivir.

Se me ocurrieron no menos de tres posibles réplicas, por ejemplo: «Sí, pero fracasaste en la educación de tu hijo menor, que va a cumplir treinta y cinco años y vive como si tuviera diecisiete». Pero en lugar de eso solté un desganado «Admirable papá: eres un gran hombre» que él se tomó al pie de la letra, como corresponde al buen cabeza cuadrada que es:

—No sé si soy un gran hombre, pero soy un hombre: hecho y derecho; y tuve que hacerme y enderezarme a mí mismo.

—Ah, ¿sí?, ¿y qué debo hacer yo?: ¿ser como tú y en consecuencia hacerme a mí mismo, o no ser como tú y por tanto esforzarme en parecerme a ti?

—Lo que tendrías que hacer es llevar una vida que al menos mereciera ese nombre. Mírate: pareces un..., no sé lo que pareces: estás gordo, vas hecho un Adán, no tienes oficio conocido, ni trabajo, ni casa, ni familia propia. ¿Quieres explicarme de qué demonios vivirías si no fuera por tu hermano?

—¿Por mi hermano?

—Por tu hermano, sí.

Eso era un golpe bajo.

—Mira, papá: he venido a verte porque me han dicho que habías tenido un accidente. Eso significa que estoy dispuesto a charlar un rato contigo en tono amable, pero no significa en absoluto que esté dispuesto a rendirte cuenta de mis costumbres. Vivo de las rentas que me da el negocio que tú fundaste, cierto, y uso de mi patrimonio según me parece más oportuno, exactamente igual que hace Sebastián, él a su manera y yo a la mía. Pero si te arrepientes de haberme cedido parte del pastel, gustosamente te devolveré hasta el último título. Incluso estoy dispuesto a pagarte el alquiler que le cobrarías a otro por el piso que ocupo. Y si no puedo pagarte me mudaré a otro más barato.

—No te estoy pidiendo que me devuelvas nada, no es eso.

En el fondo es un blando. Un blando y un sentimental Hubo un tiempo en que me hacía perder los papeles, pero ya le tengo pilladas las medidas. Procuré aprovechar la bajada de tensión y la subsiguiente pausa para cambiar de tema:

—¿Cómo ha sido?

—El qué.

—El accidente.

—No ha sido un accidente.

—Ah, ¿no?

—No. Se me han echado encima a propósito. Pero no quiero que hagas comentarios delante de tu madre, ya hemos discutido por culpa de este asunto.

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