—Jenny G.: buenas noches.
Marcado acento inglés, igual que la primera vez.
—Hola. Mira, soy un amigo de la casa y había pensado en ir a tomar una copa, pero no sé si es demasiado tarde.
—En absoluto.
—Estupendo. Oye, no recuerdo la dirección exacta...
Cierto número de cierta calle de la zona más alta del barrio de Sarrià, donde la ciudad se difumina montaña arriba. Paré un taxi nada más salir del parquin: balada de los Crowded House en la radio, restos de perfume de mujer en la tapicería, taxista modosito. Durante el trayecto me revisé los bolsillos y conseguí reunir ochenta y dos mil pelas arrugadas entre las llaves y los aparejos de liar. Un poco justo, quizá, conque le pedí al taxista que parara en un cajero de la plaza de Sarrià y saqué cien papeles de refuerzo; después aún seguimos un trecho, y llegados al lugar de localización probable del número que tenía memorizado, me apeé.
Tuve que caminar un poco, pero di enseguida con el edificio. Era un enorme caserón neoclásico de cinco o seis pisos de altura, rodeado de jardines. A pesar de su imponente mole, el volumen resultante era armonioso, compuesto y acabado con gracia. La fachada, amarilla y blanca, se veía favorecida por el verde de la hiedra y el lila de unas buganvilias rampantes. Aquello tanto podía albergar una residencia geriátrica como una de esas universidades privadas donde enseñan a ganar dinero en grandes cantidades, y por segunda vez en lo que iba de noche me arrepentí de haber elegido la camisa jaguayana al salir de casa. Pasé ante una garita con dos vigilantes que limitaban el paso de vehículos, «Buenaaas», atravesé parte del jardín y subí la breve escalinata de mármol sintiendo de nuevo la protesta de mis muslos, hartos de tanto trabajo extra. Arriba me encontré con una cancela acristalada que dejaba ver el zaguán, un espacio al que en su día debían haber tenido acceso las caballerías y del que partían dos escalinatas, ascendente y descendente, profusamente decoradas. Pulsé un timbre que vi embutido en una placa dorada. Se leía «Jenny G.» bajo un adorno grabado que me pareció una vara de nardos (pero igual eran magnolias, porque entiendo más bien poco de flores). Estuve tentado de buscar un trapito rojo en los alrededores del quicio, pero me contuve al ver a través del cristal que se acercaba a abrir la cancela una chica con traje de chaqueta y pinta de ejecutiva no demasiado agresiva. No me abandonó la sensación de
déjà vu
hasta bastante rato después; pero era un falso
déjà vu
, puesto que podía identificar perfectamente sus precedentes.
La chica gastaba el mismo acento que había oído por teléfono. Le dije que acababa de hablar con ella y se acordó de mí.
—¿Es usted socio?
—No.
—¿Su primera visita?
—Sí.
—Su carnet de identidad, por favor...
—¿Tengo que darle el carnet de identidad?
—Una formalidad ineludible.
Bué, lo tengo caducado desde hace varios años, pero lo llevo siempre encima junto con el pasaporte también caducado: una costumbre de mis tiempos de viajero. La tipa no se fijó en fechas, se limitó a introducir el número en un teclado. Segundos después salía de la pequeña impresora una tarjeta ya plastificada.
—Permítame que le explique. Necesitará esto, es una tarjeta magnética —tagjeta magnética—. Los empleados irán grabando en ella los servicios que solicite durante su estancia. La entrada es de cincuenta mil pesetas. Si desea consultar los precios, dispone de varias listas distribuidas por todo el local.
Pensé que era mucho más sencillo el viejo sistema de chapas, pero de todas formas acepté aquella especie de carnet con el logo de los nardos, mi número de DNI y una banda magnética en el dorso. Algo me hizo pensar que acababa de entrar en un parque temático, pero la sensación se me pasó enseguida porque alcancé a ver a un joven gorila con cuello cisne negro y americana Gales. Se asomó a la puerta de una dependencia que se alojaba en parte bajo la escalinata de subida. Desde ese mismo lugar me llegó también un discreto murmullo de conversación en inglés y pensé en algo así como el cuerpo de guardia de un cuartel. El asomado debía de pasar del metro noventa, todo hombros y pectorales; daban ganas de ponerle un yogur en la mano y hacerle fotos. Se mantuvo un momento atento a la actitud de la chica ante mi llegada y, visto que todo estaba en orden, volvió a su cubil con un movimiento que puso en evidencia un bulto oscuro bajo la americana, a la altura del sobaco, que no debía de ser precisamente un golondrino. No me gustó mucho el detalle, pero ya que estaba allí me decidí, siguiendo las indicaciones de la recepcionista, a subir la escalinata y meterme por un umbral del piso alto que parecía conducir a la entrada definitiva.
Nada de ancianas sentadas ante su chimenea: tras un recodo llegué enseguida a un gran salón con aspecto de ser el bar principal, más grande incluso que el zaguán de entrada. Aquí es cuando me acordé de aquel viejo anuncio de cerveza en el que un joven diplomático es destinado a un país remoto y, una vez allí, se encuentra con un decorado exótico que promete aventuras la mar de glamurosas. «Bienvenido, señor cónsul.» Lo de glamuroso ya me lo esperaba, pero el exotismo era de una especie extraña: quizá el que tendría Barcelona desde el punto de vista de un extranjero, no sé: aquello era un club típicamente británico que sin embargo no estaba en Londres, estaba en lo más alto del barrio de Sarrià, y ese desplazamiento se expresaba en cada detalle, en la propia arquitectura del edificio, en las tintas chinas que mostraban un Paseo de Gracia de principios de siglo, en las sillas modernistas, en los grandes ventiladores del techo, en el azul luminoso del tapizado de las paredes y las enormes y poco mediterráneas kentias que acababan de redondear el toque colonial. Me gustó, la verdad. Y de hecho ya volvía a tener ganas de emborracharme, o, caso de encontrar una partener adecuada, quién sabe si de echar el segundo polvo loco del día, qué demonios. Sonaba música de yas, no muy alta. No sé por qué en todos los sitios elegantes ponen yas a bajo volumen, me gustaría saber qué pensaría Charlie Parker al respecto. El caso es que allí, ante un grandísimo ventanal de cristales ahumados que daba al jardín y a la ciudad, vi una barra de bar y en primera instancia no necesitaba otra cosa para ser feliz.
Como no me quería complicar mucho la vida pedí al camarero un simple Havana con un toque corto de limón —era un tipo de mediana edad, con chaleco negro y la inevitable pajarita; éste no tenía acento inglés—. Dejé a su alcance la tarjeta y me quedé observando, una vez me hubo ya servido, cómo la pasaba por la ranura de un raro teclado, visible desde donde yo estaba. Después di media vuelta en el taburete para inspeccionar el cotarro.
Unas quince o veinte personas perdidas en la inmensidad de la sala: un par de tíos negociando algo en una mesa apartada, una pareja sin ningún aspecto de formar precisamente pareja, un grupito de cuatro en unos sofás del centro del salón... Me pareció un lugar agradable y tranquilo en el que tomarse un pelotazo, aunque se respiraba, además del glamur y el exotismo barcelonés a la británica, un nosequé enigmático. Debía de contribuir a ello el flujo de personal que, en solitario o formando parejas, incluso pequeños grupos, entraba y salía del salón por alguno de sus innumerables accesos, siempre a través de pasos quebrados en recodo que mantenían oculto lo que hubiera más allá. Pensé que la trastienda debía de ser potente. Es más: aposté a que no tardaría mucho en tener compañía. Y en efecto: aún no había terminado el Havana cuando se acercó a la barra una de las señoritas que había aparecido procedente del misterioso interior. Porte elegante, vestido negro de aire desabillé, treinta y tantos, media cabellera rojiza, perfecta para un anuncio de Raíces y Puntas. Cuando se volvió a saludar vi que era inusualmente guapa, de bello rostro, quiero decir, con unos ojos verdes como dragones apostados. No es que fuera exactamente mi tipo pero me dieron ganas de hacerle un cásting, aunque sólo fuera para variar de ganado. Apoyó el bolsito de mano sobre la barra a un par de metros de donde yo estaba y saludó muy cortésmente. Devolví el saludo con mi mejor dicción para darle a entender que lo de la camisa jaguayana era una simple excentricidad, y seguí repostando ron a sorbitos cortos. Enseguida aproveché que pidió al camarero un Campari con naranja (curiosa coincidencia) para encargar otro Havana con limón y empezar el cásting cuanto antes:
—¿Me permite que la invite? —dije.
Mirada, sonrisa, buen rollo.
—Encantada. Muy amable.
Breve pausa para no parecer impaciente. Vuelta a la carga:
—Bonita noche.
—Estupenda, sí.
—Solsticio de verano: un momento propicio para salir a tomar una copa. En cambio dormir empieza a ser difícil.
—Sí, a veces pienso que deberíamos dormir sólo en invierno.
—Bueno, el secreto está en desplazar el sueño hacia las horas diurnas.
Me levanté del taburete y dispuse otro para ella, a la distancia precisa de mí y de la barra:
—Perdone, ¿no quiere sentarse?
Algo tenía aquella tipa, aunque no podía ser más que unos pocos años mayor que yo, que le hacía a uno sentirse cómodo tratándola de usted. Daba hasta morbo, no sé.
—No recuerdo haberle visto antes por aquí —dijo.
—Es mi primera vez. Conozco el local por un amigo que viene a menudo.
—Entonces es posible que conozca a su amigo.
—Se llama Eusebio. Yo soy Pablo. Pablo Cabanillas. Encantado de conocerla.
Le tendí la mano y me la tomó como hacen a menudo las mujeres, entregando sólo los dedos doblados por los nudillos.
—Beatriz.
—Bonito nombre. ¿Crees que podemos tutearnos, Beatriz?
—Yo creo que sí.
—¿Y tú: vienes a menudo?
—Dos o tres veces por semana, siempre el sábado. ¿Cómo se apellida tu amigo?
—Lozano, Eusebio Lozano.
—No me suena. Claro que hay a quien no le gusta usar su nombre auténtico. A la gente le encantan las fantasías.
—Ah, ¿sí? ¿Por ejemplo?
—No sé: llamarse de otra manera, fingir que se es otro...
—Un entretenimiento inocente.
—Depende de quién se sea y de quién se finja ser. De todas formas también puede ser que no conozca a tu amigo. Por aquí pasa mucha gente.
—Pensé que éste era un club selecto.
—Y lo es. Probablemente sólo una de cada diez mil personas puede permitirse frecuentarlo. Pero eso da más de trescientos mil candidatos, si no calculo mal.
—¿Incluyes a los chinos?
—He conocido aquí a más de uno.
Mi Havana se había terminado en unos pocos tragos largos. Pedí otro y también un Campari con naranja para mi acompañante. Ella lo rechazó alegando que apenas había probado el que tenía. Estaba visto que en Jenny G. las putas no tenían comisión en barra.
—Oye, ¿sabes qué me gustaría?
—Qué.
—Que me enseñaras el lugar. Mi amigo me ha contado maravillas, pero estoy seguro de que me las perderé casi todas si nos quedamos aquí.
—¿Quieres un cicerone? Muy bien, tráete el vaso. –Se dirigió al camarero—: Gerardo, nos llevamos las copas.
Parecía hacerle gracia la idea de enseñarme el garito. Incluso me tomó la mano y tiró de mí.
—A ver, ¿qué te apetece primero, el cielo o el infierno?
—¿Se puede elegir?
—Claro. ¿No estudiaste el catecismo?
—Debía de tener la cabeza en otra parte... Vamos primero al infierno, prefiero dejar lo mejor para lo último.
—¿Qué te hace pensar que el cielo sea mejor que el infierno?
—Bueno, se supone que las palabras cargan con marcas connotativas que las dotan de un sentido complejo.
—Ese Chomsky es un cretino.
—Lo sabía.
—¿Lo de Chomsky?
—No, que eras filóloga.
—Pues te equivocas: me licencié en Historia.
Andábamos, ya fuera del salón, por un corredor amplio y bien iluminado —quiero decir, iluminado con talento—, muy parecido a los que suelen rodear la zona de palcos en los teatros: allí desembocaban todas las salidas desde el salón-bar. Taquillones, tapices, cuadros, alfombras, puertas, pasillos, escaleras y escalinatas; incluso varios ascensores. También había gente que se cruzaba aquí y allá: un par de chicas monas impecablemente vestidas, una pareja diciéndose cosas al oído, un señor gordo en mangas de camisa. El edificio entero debía de ser un descomunal burdel, pero estábamos en la zona en la que nadie perdía del todo la compostura.
—¿Quieres que antes de bajar tomemos algo?
Pensé que se refería a algo de beber y levanté un poco mi copa casi llena. Ella señaló su bolsito de mano. Bué: un poco de lo que fuera no me vendría nada mal. Cambiamos de dirección por el pasillo y nos metimos por una puerta sin distintivos tras la que aparecieron unos lavabos corridos con grandes espejos rodeados de bombillas, tipo camerino.
—¿Tienes un billete?
Le di uno de diez mil y lo enrolló. Lo enrolló antes de sacar del bolso un espejo y un paquetito. Probablemente coca, pensé; preparó un par de rayas generosas y me ofreció el espejito listado. Me metí medio tiro por cada agujero de la nariz —coca, en efecto—; le pasé los bártulos, esnifó ella otro tanto y lo guardó todo de nuevo en el bolsito, incluido mi billete de diez mil.
—Cómo sabes que no soy policía —dije, por minarle un poco la moral. Ni caso:
—Oye, qué prefieres, que vayamos en ascensor o que bajemos por las escaleras de planta en planta.
—Mejor de planta en planta.
—Te advierto que hay un montón. ¿Te suena la
Divina comedia
?
—Mucho, pero desde donde vivo no se pilla Antena 3. Oye, espero que todo esto no sea un rollo alegórico, porque de lo que tengo ganas es de otra cosa.
—Todo en este mundo es alegórico, cariño, pero si lo prefieres podemos ir al grano. A ver: ¿te gusta comer, beber, mirar, ser visto, los chicos, las chicas, los grupos, sufrir, hacer sufrir, la ropa interior, algún fetiche, alguna filia pintoresca, copro, zoo, geronto, necro, o prefieres algo más normalito? El único límite es que no sea ilegal. Aquí todo el mundo es mayor de edad, está en sus cabales y ha venido por iniciativa propia.
—Lo dejo en tus manos, tú eres la experta.
—Muy bien: sótano tres: yo lo llamo el Escaparate. Ahí puedes ir ambientándote.
Más que el infierno de Dante aquello parecía El Corte Inglés: «Planta Semi-Sótano: lencería y
ménage à trois
, consulte nuestras ofertas en sodomía». De todas formas debo reconocer que estaba impresionado, no imaginaba algo así a cuatro pasos del viejo centro de Sarrià. Ahora, bajando un segundo tramo de escaleras que se adentraba bajo el nivel del suelo, las ventanas desaparecieron y con ellas la referencia primero de la ciudad —algo distante, pero tranquilizadora—, después de la garita con los vigilantes que separaban los dominios del caserón, y, por último, las copas de los árboles más cercanos del jardín. No puedo decir que tuviera miedo: iba acompañado de una chica simpatiquísima que se movía con toda confianza por aquellos vericuetos, la seguridad de los clientes estaba ostensiblemente garantizada por elegantes gorilas que uno se iba encontrando aquí y allá por las zonas de paso, y además estaba acostumbrado a lugares de apariencia infinitamente más jevi, en particular recuerdo una especie de arrabal flotante en los alrededores de Saigón que me curó de espantos de por vida. No, no tenía exactamente miedo, pero sí sentía una presencia en la boca del estómago que dificultaba la normal deglución de mi Havana con limón. Es curioso que tanto el miedo como la sobredosis de excitación sexual produzcan ese mismo efecto. Además, la coca tiene siempre cierta acción estimulante y esta en concreto era lo suficientemente buena como para dejarse notar.