—¿Adónde te apetece ir?
—No sé. Le he dicho a Verónica que volvería sobre la una y son casi las doce y media. ¿Quieres subir a casa y tomamos algo allí?
Bueno, eso podía abreviar el trámite. Pregunté si habría que acompañar a la canguro a su casa pero resultó que era vecina del mismo edificio. Al llegar nos la encontramos mirando un documental del National Geografic. Hay que joderse con las nuevas generaciones: en cuanto se quedan solos se apalancan a comer frisquis mojaos en leche y se quedan traspuestos con la polinización entomófila en Bora-Bora. Y aún suerte que ésta no tomaba apuntes. En fin, las dejé a las dos ultimando detalles domésticos para el día siguiente y salí a la terraza con los restos de la botella de Havana que había dejado sin terminar en mi primera visita. Bonita vista. Estaba aún perturbado por la pianista y me apetecía horrores hacerme una paja cuanto antes, pero llevaba ya el suficiente alcohol en el cuerpo como para empezar a despegar. Barcelona exhalaba sus primeros humos de verano,
súbete a Colón, su-be-te a Colón
. Volvía a tener ganas de cantar. Esta vez lo hice:
súbete a Colón, su-be-te a Colón
, sin ningún miramiento hacia lo que pudieran pensar
Lady First
y Verónica. «Etología humana: Lección 1: dado un hombre borracho y traspasado de amor en un octavo sobre la calle Numancia, el hombre canta.»
Súbete a Colón, su-be-te a Colón
.
Poco más recuerdo con precisión de aquella noche. Sé que me despedí apresuradamente de Mileidi, que hice parada en el Grupeto para tomar un Vichoff de refuerzo y que seguí camino hasta donde Luigi. Sé también que bebí todo lo que pude y que intenté cantarlo todo desde Jorge Negrete hasta nuestros días; recuerdo al Roberto haciendo la segunda voz de las rancheras, a Leoncio y Tristón volteando sus gorras de plato y al Luigi amenazando con llamar a la Guardia Urbana si no dejábamos de escandalizar. Llegué a casa en el coche patrulla de Leoncio y Tristón
—De piedra ha de ser la cama / de piedra la cabecera-a...—.
No acerté a pulsar el botón del ascensor, subí hasta el entresuelo a cuatro patas por las escaleras, soy consciente de haberme reído de mí mismo por ello, Maguila Gorila gateando hasta su tienda de animales.
Lo que no me explico es cómo logré meter la llave en la cerradura, pero debí conseguirlo.
Me gustaría poder decir que esa noche se me apareció la Virgen, pero temo se me anote al debe la denominación mariana. Pongamos que se me apareció una Deidad Femenina versión 3.0 con escafandra autónoma y traje presurizado, pero a todos los efectos era la Virgen María, uno reconoce el arquetipo aunque no lleve tules. Posó su mano enguantada en mi frente y sonrió tras el visor. Jovencísima; tan joven y ya Virgen María, pensé: ni siquiera veinte años. Noté un fluir balsámico, fresco; mi aliento se sincronizó con el sonido de su aparato de respiración —nada que ver con Darth Vader: un soplo exquisitamente perfumado—; la cama dejó de moverse, la habitación detuvo su oscilar insensato, todo se hizo confort y calma. Debió de ser el alba. Después pude dormir profundamente. Fue una experiencia intensa, pero no quiero insistir en ello porque está mal visto tener relaciones privilegiadas con la divinidad.
A las siete de la tarde abrí los ojos, plock: eso aseguraban las manecillas del despertador. Lo primero, me pasé el escáner para valorar los daños. Con el tiempo he llegado a clasificar las resacas en varios grupos; está la resaca-martillo, la resaca-paliza, la extraña-resaca o la resaca-inexistente —cito de memoria—, aunque generalmente se presentan combinadas en síndromes tipo martillo-seco o extraña paliza-inexistente. Bueno, pues ésta era nueva, de una rara indulgencia, seguramente las doce o catorce horas que llevaba dormidas habían difuminado los efectos más desagradables. Pude incluso entretenerme en ir a por el mocho y recoger el charquito de alcohol con grumos de changurro y tropezones de cebolla picada que se extendía por el suelo. Mis Estupendos Nuevos Zapatos habían recibido una de las bocanadas más imperiosas y las sábanas estaban también afectadas, así que era un buen momento para cambiar la ropa de la cama, algo en su apresto amarillento sugería la conveniencia de tomar medidas drásticas. Todo eso hice antes siquiera de amorrarme al grifo de la cocina. Preparé café, fumé un par de porros; resignado ya a la obsesión higiénica me afeité y duché y al terminar se habían hecho las nueve menos diez en el reloj de la cocina. Hambre, mucha hambre. La idea de que estaba en reserva, quemando la grasa que forma parte de mi ser más íntimo, me alarmó un poco y corrí a la nevera en busca de algo que pudiera detener el proceso de adelgazamiento. Destripé un sobre de salchichas de fránfur envasadas al vacío y me comí la mitad de ellas a dos carrillos. Por lo demás estaba limpio y afeitado y disponía de ropa en abundancia —esta vez me decidí por estrenar la camisa jaguayana—, así que no tardé mucho en estar listo para salir de casa.
Llegué al portal de mis SP's con Bagheera. Vacilé en cuanto si aparcar por ahí o meterme en el parquin del edificio. SP posee un solo coche que nunca usa —invariablemente un jaguar Sovereign azul marino que va cambiando a medida que la marca renueva las versiones—, pero tiene en propiedad cuatro o cinco plazas contiguas en el parquin por si recibe visitas. Tener más de un coche le parecería ostentoso, y tener menos de cinco plazas de parquin una descortesía. En fin, me decidí por meterme en el subterráneo.
El vigilante debía de conocer el Lotus de mi Estupendo Hermano y no dijo ni pío al verme pasar. La verdad es que no me gustó la facilidad con que me colé en el edificio: de poco servía tener un guardia de seguridad en el jol si después cualquiera podía entrar desde el garaje. Confié en que no hubiera sido igual de sencillo entrando en un coche desconocido para el vigilante y busqué con la vista el Jaguar que indica los dominios de los Miralles. Junto a él vi un Mercedes plateado, un Audi grande y un Golf que supuse, todos ellos, propiedad de mis Señores Tíos y demás invitados. Dejé a Bagheera junto al Golf, me subí al único ascensor que llega hasta el ático, y aparecí en la entrada principal del dúplex familiar. No me gusta llamar a la entrada principal de mi casa, nunca sé quién va a abrirme la puerta, pero era ya demasiado tarde para rectificar. Esta vez abrió la asistenta. Me había visto en mi última visita, pero no creí que se hubiera fijado mucho en mí —eso sin contar con mi nuevo luc—, así que me sentí en la obligación de presentarme:
—Hola, soy Pablo, Pablo Miralles. El hijo de los señores.
Pareció un poco violenta, como si no se sintiera muy segura del tratamiento que debía darme:
—¿Quiere aguardar un momento mientras le anuncio?
Allí me quedé, admirando una muy oportuna Anunciación románica que se daba de bofetadas con la oronda fragilidad de un jarrón Ming. Absorto en la contemplación, di por supuesto que volvería la asistenta a darme el salvoconducto hacia el núcleo hogareño, pero la que llegó fue mi Señora Madre en persona. Era todo un detalle, porque SM no recibe en el vestíbulo más que a la flor y nata de la ciudad.
—¡Cielo santo, Pablo José: pareces un
gangster
!
A mi Señora Madre siempre le parezco algo ordinario. Cuando no es un camionero es un gánster o un gunitador o el urólogo de Al Capone.
—Lo siento, mamá... Feliz cumpleaños.
Justo entonces caí en que no llevaba ningún regalo. Pensé en disculparme, pero no me dio oportunidad.
—¿De dónde has sacado eso?
Se refería a mi camisa jaguayana.
—Pues... las venden en las tiendas.
—¿Y no podrías haberte puesto algo más apropiado para la ocasión? Carmela ha venido con un precioso traje de noche. Vais a quedar fatal el uno al lado del otro. ¿Y eso de ahí...?; Pablo José: ¿explícame inme-diata-mente qué es eso que llevas en la cara?
Ahora se refería con un dengue de aprensión a mi bigotillo estilo Errol Flynn.
—Es que se me estropeó la máquina cuando estaba terminando de afeitarme.
—Pues parece que vayas a una reunión con el Cártel de Medellín. Anda, pasa al vestidor de tu padre y buscaremos algo que puedas ponerte.
Me dejé hacer. ¿Qué alternativa tenía? Por lo visto el traje de noche de la tal Carmela era azul cobalto, y mi Señora Madre eligió para combinar con él una camisa de seda blanca, una corbata color fresa ácida y una americana cruzada de un increíble tono yogur de frutos del bosque afortunadamente no me vino bien —mi señor padre tiene quizá menos envergadura que yo pero bastante más panza—. La sustituyó entonces por una chaquetilla de ante azul celeste. No es que fuera muy de mi agrado, pero al menos tenía un color fácilmente descriptible. Renuncié a mirarme al espejo: preferí, antes de hacer aparición en el salón, y aprovechando que SM había vuelto allí a atender sus invitados, pasarme por la cocina a ver qué decía la Beba.
—Pareces ese presentador de la televisión que tiene la voz tan bonita, pero con más pelo... y menos bigote... y más hombrón; guapismo, vaya.
Con tanta salvedad tanto podía estar comparándome con Constantino Romero como con el Gran Wyoming. Además, en la cocina me encontré también con un par de camareros empajaritados —sin duda personal de refuerzo enviado por el cáterin— y la Beba, siempre atenta a los intrusos, habría estado más pendiente de sus idas y venidas con la vajilla que de mis preguntas aclaratorias.
Llegó el momento de presentarse en el salón. Tomé aire, hice amago de santiguarme y di el paso al frente que me colocó en el umbral de la sala, a la vista de todo el mundo. Allí estaban mis Señores Padres, tía Asunción y el tío Frederic, tía Salomé y el tío Felipe, una pareja sexagenaria con toda la pinta de ser los señores Blasco, y por algún lado debía de andar también la Carmela de marras, sin duda oculta tras algún otro jarrón Ming porque de momento no se la veía por ninguna parte. En cuanto a mis tíos, puedo decir que mi Estupendo Abuelo Materno —el coleccionista de adjetivos— había tenido la precaución de casar a cada una de sus tres hijas con un grupo de influencia distinto. A tía Asunción le tocó la burguesía catalanista, previsiblemente pujante en cuanto cambiara la tortilla; a tía Salomé le correspondió el ejército y los pilares fundamentales del régimen —por si acaso—; y a mi Señora Madre se la encomendó en busca de
cash
, que siempre viene bien para lubricar cualquiera de los aparatos posibles. Téngase en cuenta que mi Señor Padre, aun siendo de largo el mejor dotado económicamente, no es rico viejo sino converso, hijo de carpintero —como Jesús de Nazareth, aunque tengo entendido que mi abuelo era bastante más bruto que san José—, y conserva por tanto cierta noción de lo que es el pueblo llano, las dificultades para ganar el primer millón, y tal; los otros dos consortes en cambio tienen apellidos notorios desde hace generaciones, y lo más llano que han conocido ha sido a su chófer oficial. Tío Frederic —creo haberlo mencionado— pertenece al núcleo más purista de Convergencia i Unió y está metido hasta las cejas en lo que él siempre llama
El Govern
aunque esté hablando en castellano —heterodoxia en la que sólo incurre en caso de extrema necesidad, naturalmente—. Tío Felipe es militar retirado con el grado de general de División y luce gafas ahumadas y un bigotillo muy parecido al mío, aunque dudo que él se lo dejara en memoria de Errol Flynn. En cuanto a mis tías, prefiero no tratar de caracterizarlas, sería inútil, sólo puedo decir que hubiera sido mejor que cada una de ellas se hubiera casado con el marido de la otra: algún error de cálculo del Estupendo Abuelo había dado lugar a dos parejas extrañamente cruzadas. Y los terceros en discordia, los señores Blasco, me parecieron gente de bien; les hice no menos de cincuenta kilos invertidos en acciones de Argentaria. Total: la reunión daba para una película de Tod Browning. Y yo sereno.
La primera en atacar fue tía Salomé.
—Pablo José, cariño, dale un besote a tita Salomé.
Empecé a repartir besos a razón de dos por señora (tía, o no-tía) y apretones de manos a razón de uno por barba excepto en el caso de mi Señor Padre que me costó dos besos extra. Cuando terminé la ronda estaba tan aturdido que casi olvidé que aún me quedaba la bohemia escondida. Miré alrededor como quien escudriña un ¿Dónde este Wally?, convencido de que, de ocultarse tras alguna antigüedad grandota, se le vería al menos la cabeza. Pero no: además de bohemia la chica era enana o yo estaba más ciego que un topo. Mi Señora Madre me sacó de dudas: me tomó una mano y me arrastró hacia la terraza.
—Pablo José, quiero que conozcas a Carmela.
Miedo.
Lo primero que vi nada más pisar el césped no me gustó nada. A unos diez metros de nosotros, pegado al hueco de la vegetación que deja descubierta la baranda, se me apareció un tremendo culo azul cobalto, redondo como una ciruela claudia, con sus glúteos ensanchando abruptamente la cintura y su regatera central insinuada bajo el traje. ¿Dónde había yo visto un culo así? Maldije mi suerte y deseé con todas mis fuerzas que tuviera granos purulentos, no sé, o halitosis crónica, algo desagradable.
Cuando se volvió comprendí no sólo que estaba buena por todos lados, sino algo mucho peor.
—Pablo, te presento a Carmela. Carmela: Pablo.
—Creo que ya nos conocemos —dijo la bohemia.
—No recuerdo —dije yo, tratando de parecer sincero.
—Ah, ¿ya os conocéis? —dijo mi Señora Madre.
—Sí, estoy segura —dijo la Bohemia.
—Qué coincidencia tan oportuna, ¿no os parece?... Entonces os dejo solos, queridos —dijo SM—, y desapareció rápidamente de escena con no sé qué excusa inventada.
Ya sólo me quedaba una salida: ponerme lo más borde posible.
—¿Tan mal toco el piano? Ni siquiera te quedaste a oír una canción.
—Ah, ya..., en El Vellocino. Perdona, no me acordaba de ti. Oye, ¿te importa si vuelvo al interior? Hace un poco de frío.
Lo dije en tono levemente impaciente pero educado, como el que no tiene intención de ser desagradable, que es la mejor manera de serlo. La tipa reaccionó enseguida:
—No te apures. Ve: seguramente tu madre encontrará algo con que arroparte.
Y se volvió de nuevo hacia la Diagonal dejándome otra vez ante aquel culo soberbio. No sé por qué me tienen que pasar a mí estas cosas. Estuve tentado de replicar, pero en el último momento decidí comportarme sensatamente y di media vuelta hacia el salón. Sólo me faltaba haber de preocuparme de la imagen que tuviera de mí una falsa bohemia, por apetitosa que estuviera. Aun así volvió a ponérseme el diafragma como un guiñapo. Mierda, mierda y mierda. Y ni siquiera sería fácil emborracharme.