Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (23 page)

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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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Por suerte había tenido la precaución de terminar con una pregunta que lo ataba de manos para devolver el golpe, así que aquello podía considerarse un 2 a 1. Volvió a mirarme con aquellas luces en las pupilas.

—¿Un calendario con... santoral?

—Sí, servirá uno de esos que cuelgan de las paredes.

—Bien..., veré si encuentro alguno en la cocina.

Vaciló un poco como haciendo memoria y se retiró.

Lady First
aún esperó para preguntar a que el camarero empajaritado terminara de servirnos:

—¿Y ahora para qué quieres un calendario?

—Tú sígueme la corriente.

Me concentré en mi plato en busca de un poco de intimidad. Los muslitos estaban de muerte, había que reconocer que el Exorcista tenía, además de talento escolástico, una buena cocina. Por otro lado, habíamos ya mediado la segunda botella de vino (sobre todo gracias a mi contribución) y el mundo empezaba a ser de nuevo agradable. Buen papeo y buena priva. Hasta se me desperezó un poco la bragueta, un efecto que experimento con frecuencia después de comer bien. Supongo que es por asociación de ideas: comida-sueño, sueño-cama, cama-sexo. El caso es que la presión de los calzoncillos estaba reforzando el proceso, de modo que tuve que hacer ver que recolocaba la silla para ahuecarme un poco los pantalones y dejar espacio a la expansión: por suerte tengo la polla más gorda que larga y no resulta muy difícil. Se me ocurrió que no estaría mal pasarme por Jenny G. con la excusa de la investigación. Quizá hubiera por allí alguna profesional lo suficientemente vulgar para mi gusto, con atisbos de celulitis, o la nariz imperfecta. Pero tampoco me hice muchas ilusiones: por lo que sé, debo de ser el único tío de mi generación al que le gustan las hembras corrientes, todos los demás sueñan con la Julia Roberts y se follan de mala gana al sucedáneo con el que se resignaron a casarse. Es triste para ellas, pero ellos se merecen lo que les pasa, por gilipollas.

La profundidad de mis reflexiones sociológicas duró hasta que terminábamos el plato y volvió el Exorcista aparentemente desolado.

—Lo siento, el calendario de la cocina no tiene santoral. He enviado a preguntar en algún establecimiento de los alrededores, pero a estas horas está todo cerrado.

—¿No tiene una agenda, o un dietario?

»¿Tienes una agenda de mano, Gloria?

Lady First
tenía: la sacó del bolso y me la tendió. Yo empecé a hablar mientras pasaba páginas:

—No consigo recordar el nombre de pila de un cliente de mi hermano, pero tengo una pista. Sebastián me comentó de pasada que almorzó aquí, o quizá cenó, el día del santo de ese cliente, justo antes de acudir a una pequeña fiesta en su honor. Fue esta misma semana, creo. Si supiera el día exacto encontraría el nombre en el santoral...

El Exorcista se prestó:

—En efecto: el señor Miralles cenó aquí el lunes, acompañado de la señorita Lali y de un caballero.

—Estupendo, veamos: lunes 15... San Modesto. Eso es, Modesto Hernández. Gracias, eso es todo lo que necesitaba saber.

—Encantado de servirle. ¿Desean la carta de postres?

Le pedimos cafés y se marchó.

—No ha habido suerte —le dije a mileidi.

—¿Y para saber cuándo estuvo aquí Sebastián has montado todo ese tinglado del santo del cliente, tan complicado y tan traído por los pelos? Bastaba que yo se lo hubiera preguntado.

Sé que Carvalho lo hubiera hecho mejor, pero hay que comprender que no soy más que un aficionado.

—¿Sabías que Sebastián había estado aquí el lunes?

—Sí. Precisamente con Lluis Mateu, el que te dije por teléfono que le lleva las cuentas.

—Bueno, pues no sabemos nada nuevo.

Algo le hacía gracia a
Lady First
.

—Modesto Hernández... Vaya nombre.

—Podía haber sido peor. Filemón, o Agapito...

—Como eso de «Molucas»: cómo se te ocurre inventar un nombre tan inverosímil como Pablo Molucas. No entiendo como aquel pobre hombre se lo creyó.

—¿Robellades?

—Sí... Por cierto, ¿de dónde lo sacaste?

—De Internet. Tenía una güeb lo suficientemente cutre como para merecer algún crédito.

—Pues parecía un vendedor de enciclopedias. Y sólo de pensar que yo debía fingir llamarme «señora de Molucas» me daba la risa.

—No sé qué tiene de tan inverosímil. Seguro que hay alguien que se llama así.

—Pero se llamará así de verdad. A nadie se le ocurriría usar precisamente ése como nombre falso.

—Por eso es un buen nombre falso. Mira: conocí a un tipo que se llamaba Juan López García. Una vez lo detuvieron en el paso de aduana del aeropuerto de Medellín. Le preguntaron el nombre. El tipo lo dijo: Juan López García, español. ¿Sabes qué pasó?

—Qué.

—Pues que se lo llevaron a un cuartito con barrotes y acabaron metiéndole el dedo en el culo para ver si llevaba algo escondido.

—¿Y llevaba algo?

—No. Pero desde entonces cada vez que un policía le preguntaba el nombre empezó a contestar que Herminio Calambazuli. Lo decía procurando pronunciar bien cada sílaba, Ca-lam-ba-zu-li, como el que está harto de que la compañía de aguas le dirija facturas con el apellido equivocado. Desde entonces no volvieron a pedirle siquiera la documentación. Claro que fue peor, pero ésa es otra historia.

—Peor por qué.

—Porque un día se le ocurrió aprovechar la inmunidad que le daba el nuevo nombre para traerse cien gramos de coca. No se le ocurrió pensar que los perros que lleva la policía no son precisamente mascotas. Seis años, pero pudo haber sido peor.

Creo que a
Lady First
le dio un poco de repelús pensar en el suceso, pero parecía interesada. Cosas de escritores.

—¿Y dónde has conocido tú a esa clase de gente?

—A Calambazuli lo conocí a 150 kilómetros de las costas noruegas. Él acababa de hacerse con una botella de alcohol 96º y necesitaba azúcar, así que vino a pedírmelo una noche.

—¿Azúcar?

El camarero trajo los cafés. Tomé el sobre de azúcar y lo sacudí delante de los ojos de
Lady First
.

—El alcohol 96º no se puede beber así como así, hay que rebajarlo con agua y echarle azúcar hasta que acaba pareciendo coñac. No es Remy Martin, pero emborracha.

—¿Y puedo preguntar qué le hizo pensar que tú podrías proporcionarle azúcar a 150 kilómetros de las costas noruegas?

—Yo era pinche de cocina.

—¿En un barco?

—En una plataforma petrolífera. Están prohibidas las bebidas alcohólicas, pero como es un lugar más bien aburrido la peña se busca la vida como puede.

—¿No hay biblioteca, o algo así?

—Sí, creo que vi por allí un par de novelas de Simenon en noruego. Y también hay cine. Pero la programación no es muy selecta. Si te interesa Kurosawa no te aconsejo que vayas a una plataforma petrolífera.

—Ya. Y a ti te interesa Kurosawa...

—Yo me apaño con alcohol 96º y un poco de azúcar.

Lady First
me miraba con unos ojos muy raros, como si estuviera pensando en convertirme en un Hemmingway de trescientas páginas. Dicen que tiran más dos tetas que dos carretas, pero la verdadera arma secreta de una mujer que quiere atrapar a un hombre consiste en mostrar evidencias de que siente alguna admiración por él. Afortunadamente yo me conozco el truco y procuro concentrarme preferentemente en las tetas.

—No sabía que hubieras trabajado en una plataforma petrolífera —dijo.

—Sólo esa vez. Tres meses.

—¿Y después?

—Me fui a Dublín a patearme los siete mil quinientos dólares que había ganado.

—¿Y por qué a Dublín?

—Porque en la plataforma conocí a John. Me invitó a su tierra y me fui con él.

—Pues no pareces muy propenso a hacer amistades rápidamente.

—Y no lo soy.

—¿Entonces?

—John entró en la cocina un par de días después que el resto de los pinches. A algún gracioso se le ocurrió mearse en su tazón de café con leche y él pensó que había sido yo. Me llamó perro moro en gaélico, yo me cagué en su estampa en castellano, y a fuerza de gesticular para darle verosimilitud a las palabras llegamos a las manos. Él es un tipo más bien escuchimizao, pero tiene ese proverbial carácter irlandés, así que me hinchó un ojo a la primera de cambio y tuve que usar contra él mi arma definitiva.

—¿Tienes un arma definitiva?

—Claro.

—¿Y se puede saber en qué consiste, o es algún secreto?

—Método Obelix: encontrarás la referencia en cualquier biblioteca seria. Consiste básicamente en embestir a toda velocidad contra el enemigo.

—¿Y eso funciona?

—A condición de que el embestido no sea mucho más grande que tú. El inconveniente es que nunca se sabe contra qué vas a chocar ni como aterrizarás, así que corres el riesgo de quedar tan fuera de combate como el contrincante. Aquella vez acabamos los dos inmovilizados en la enfermería. Y durante dos semanas no tuvimos otra cosa que hacer más que hablar. Empezamos insultándonos y terminamos revisando los postulados del pensamiento analítico.

—¿Aún os veis?

—No mucho. Ahora es profesor de Ontología en la Universidad de Dublín, pero fundamos el Metaphisical Club y seguimos en contacto a través de la Red.

—¿El Metafísical...?

—Club.

—¿Filosofía?

—De primera calidad. Recién pensada.

Otra vez volvió a mirarme como a un Hemingway de trescientas páginas.

—¿Sabes que eres un tipo muy raro?

—Creo que ya has expresado esa idea en algún otro momento.

—Seguramente, pero cuanto más te conozco más raro me pareces. Hay algo en ti de radical y a la vez algo de extraordinariamente convencional. Un poco como Ignacio, pero en otro estilo.

—Ya. Yo soy un borracho indecente y él es un exorcista respetable.

—No, es otra cosa... Por ejemplo: tú no pareces muy religioso.

—Pues lo soy, y muy devoto.

—No me lo creo. No te veo comulgando.

—Es que no soy católico. Soy egoteísta ortodoxo. Oye, ¿crees que tu amigo el exorcista nos serviría otra copa? Tanto hablar me seca la garganta.

—¿Vamos a tomarla al salón?

Yo ya le había sacado a la entrevista todo el jugo y no tenía demasiado interés en alargarla, pero me parecía feo apremiar a mi acompañante para volver a casa justo después de cenar, así que pensé que no era mala idea empezar a emborracharme allí mismo y terminar a última hora donde Luigi. Nos levantamos de la mesa y pasamos a través de más cortinas de terciopelo azul hacia otro salón, éste con sillones, mesas bajas y una barra de bar con su coctelero distinguido gracias a la chaquetilla color cereza. Había también un pequeño escenario o pista de baile al mismo nivel del suelo, presidido por un piano de color negro. Estaba visto que
The First
necesitaba tener siempre un piano a mano.

Pedimos en la barra un Güisqui Sagüer y un Vichoff y nos sentamos por ahí a tomarlos.
Lady First
resultó del tipo de personas que, aunque no han viajado nunca, creen que hacerlo es tan enriquecedor, así que me infló a preguntas sobre mis experiencias pelando patatas, atendiendo gasolineras o pintando balaustradas para ganarme la vida donde Cristo perdió el gorro. Para cuando pedimos la segunda ronda había recuperado la actitud de niña Gloria que descubre en su cuñado descarriado al hombre no sólo inteligente (aunque no tanto como su Estupendo Marido) sino también bregado en mil aventuras. Traté de convencerla de que si de algo me sirvió andar vagando por medio mundo fue precisamente para descubrir que no valía la pena salir de los diez kilómetros cuadrados que rodean mi cama, pero se empeñó en tomarlo como una extravagancia derivada de mi mismo cosmopolitismo y no hizo ningún caso. En fin. Para acabar de empeorar las cosas, a las doce en punto apareció la cantante que parecía justificar la presencia del piano. Y digo empeorar porque resultó ser de ese tipo que me saca de quicio: dos tetas como dos soles y un culo lleno y redondo que le dibujaba silueta de violonchelo. Para colmo, al sentarse en la banqueta, el vestido subió rodilla arriba; y para alcanzar los pedales del piano separó un poco las piernas dejando adivinar ese delicioso centro de gravedad que tienen las mujeres y que tanto le gusta a mi hermano pequeño.

Empecé a notar una opresión en el diafragma y supe que no podía atender a ninguna otra cosa, así que cuando aquella máquina de perturbarme hizo la introducción del
Dream a little dream of me
a modo de calentamiento pensé que era momento de retirarse.

—Oye: qué te parece si vamos a tomar la última a otro sitio —le dije a
Lady First
.

—¿Ahora mismo?

—Tengo ganas de estirar un poco las piernas.

—Bueno, si quieres podemos bailar...

Cielo santo: bailar.

—Imposible. Padezco hipocondría intercostal.

—¿Qué?

—Una extraña dolencia ficticia que me impide bailar en absoluto.

No me oyó porque yo ya me estaba levantando (tuve que recolocar a mi hermano pequeño antes de hacerlo), pero no parecía muy inclinada a llevarme la contraria y me imitó. Yo ya salía hacia el vestíbulo procurando no mirar hacia el origen de mis desvelos, pero
Lady First
se paró ante el piano e intercambió besos con la pianista, que aún andaba arpegiando séptimas mayores antes de arrancarse con el tema. Evidentemente eran amigas. Incluso, a una señal de
Lady First
hacia mí, la tipa se volvió a mirarme.

Sonrió; sonreí; hizo una caída de ojos que le dio oportunidad de pasar la mirada por todo mi yo; volvió a atender a
Lady First
. Durante unos segundos tuve un flash: la sala está vacía, sólo ella y yo; voy hacia el piano, le doy un mordisco en ese cuello expuesto que le deja el peinado alto; a ella se le eriza hasta la punta de los zapatos; me arrodillo ante la banqueta, le descubro las tetas, jugueteo con el hocico sobre ellas; empiezo a trabajarle la entrepierna, la delicada piel interna de los muslos; ella pierde la cabeza, y cae hacia atrás, y ya no sabe cómo levantarse el vestido muslos arriba...

Llegó
Lady First
y tiró de mí para irnos cuando ya estaba a punto de bajarme los pantalones. La cuenta fue de treinta y cinco mil incluidas las copas. Dejé cincuenta para que don Ignacio viera que yo también puedo ser generoso con el dinero de mi Estupendo Hermano y salimos al fin de allí.

Calle. Noche, luna, etcétera.

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