Esperé boca arriba a estabilizara mi respiración y en cuanto pude le pregunté si le importaba quedarse cinco minutos más en la cama, el tiempo de fumar un cigarrillo, Dijo que bueno y me pidió tabaco rubio. Busqué en pantalón el paquete de Fortuna, le alcancé uno y le di fuego. Yo encendí un Ducados y volví a tenderme en la cama.
—¿Te has quedao bien? —preguntó.
—Como un rey. Pero si esperamos un rato repetiría.
—Si tienes tres mil quinientas pelas más...
—Mujer: ¿otras tres mil? Ya que estamos aquí te sale cuenta hacerme mejor precio y repetir. Mejor que salir a calle a por otro cliente.
Se quedó un momento mirando al techo y dando una calada al Fortuna:
—Bueno, te lo dejo en dos mil quinientas.
—Dos mil es todo lo que me queda. Y tendría que coger un taxi de vuelta a casa.
—Pues si quieres te pones un condón y te hago una mamada por mil pelas...
—No me gusta que me mamen nada.
—¿Ah, no? Pues es raro...
—Sí, debo de ser un poco pervertido. Venga: ¿hace otro polvo por mil pelas?
—Ni hablar: dos mil. Puedes volver en metro. Si no tienes te dejo suelto para el billete.
—Hace años que no voy en metro, me da mal rollo.
—Oye, no abuses... No me caes del todo mal para lo que corre por ahí, pero no soy una hermanita de la caridad, ¿sabes? Antes ya te he rebajado quinientas pelas, y ahora te he vuelto a rebajar mil quinientas.
Bah, qué más daba: un viaje en metro puede no estar tan mal si uno viaja bien follao. Acepté el segundo por dos mil. Acabamos el cigarro, la abracé, me abrazó, apoyó la mejilla sobre mi pecho, nos refrotamos un rato el uno contra el otro y repetimos casi igual que antes, aunque ahora más tranquilos, liberada gran parte de mi urgencia eyaculatoria. Después fumamos otro cigarro. Habría pasado poco más de media hora, quedaba tiempo para entregarse tranquilamente a las abluciones
post coitum
. Ella usó esta vez el bidé y se enjabonó el perineo, desde el pubis hasta el final de la regatera del culo, de espaldas a mí. Tuve que encender otro cigarro y dejar de mirar para no ponerme otra vez cachondo. Después, mientras ella se vestía, volví a pasarme un agua en el lavamanos. Esperó a que terminara, le pagué —me di cuenta entonces de que no me lo había exigido por adelantado, como es habitual— y salimos juntos.
Nos despedimos en la puerta del hotel.
—Bueno, si algún otro día vuelves, ya sabes: Gloria. Pregunta por mí, suelo estar por aquí a estas horas.
—Lástima que hoy me pillas sin pasta... Volveremos a vernos —le dije, aun a sabiendas de que jamás volvería a buscarla, incluso que indefectiblemente la evitaría en una próxima ocasión. No debe uno follar dos veces con la misma mujer: la libido se fija con una facilidad pasmosa.
Reprimí mis ganas de besarle al menos las mejillas, le guiñé un ojo en señal de despedida y retomé el camino hacia las Ramblas con el mejor ánimo. Ya enfilaba hacia la estación de Atarazanas cuando se me ocurrió que debían ser más de las siete: podía ir en taxi hasta el despacho y pedir el dinero de la carrera a la caja de recepción. La controla la María, y la María está siempre de mi parte.
Entretuve el trayecto en taxi ultimando planes. Lo primero, antes de acostarse, habría que cargar la lavadora y ponerla a funcionar. Si al día siguiente había que empezar la subasta con Kiko Ledgard y
Lady First
más valía tener ropa limpia. Después llamar al servicio de despertador telefónico para asegurarme de estar despierto a una hora que me permitiera seguir el plan trazado. Y después tendría que dormir deprisa: algo me decía que la batalla estaba a punto de empezar. Eso a pesar de que no sabía que en ese preciso momento, mientras yo volvía feliz a casa tras cumplir con los ritos de la fertilidad, a mi Estupendo Hermano le estaban remodelando la cara a hostias.
Me desperté sin resaca a toque de teléfono, «...doce horas, un minuto, diez segundos...», mucho más descansado de lo que cabía esperar después de haber dormido apenas cuatro horas. Lo que recordaba del último sueño era una simple repetición de mis andanzas por el Chino, aunque convertida mi acompañante de hotel en una hermosa pescadera de la Boquería. Comprendí que llevaba un rato intentando penetrar el colchón sin acabar de encontrar el hueco. Es una sensación muy frustrante, no creo que las mujeres la conozcan; deberían imaginar algo así como no atinar con la manga del abrigo: eso mismo pero en el pijo, que es más delicado y se te acaba poniendo como un pimiento por la fricción áspera con la tela. Los de la Pikolín deberían prever este tipo de cosas, no me extrañaría que la resistencia a punzonamiento que presentan sus productos acabara propiciando severas lesiones de frenillo. De todas maneras, el sueño me dejó buen sabor de boca, bien dispuesto ante el olor a verano inminente, que llegaba mezclado con el ruido del tráfico y me retrotraía a tiempos en los que las doce de la mañana eran otra cosa, el corazón de un día que empezaba mucho antes.
La lavadora había terminado el programa. Tendí la colada antes que nada para ir adelantando el secado. Después desayuné un café con leche —ni cruasanes ni mantequilla— y me fumé el primer porro en la sala, el segundo me acompañó en el lavabo y el tercero con el café, de nuevo en la sala. Cuando me sentí seguro del orden de mis ideas busqué en la cartera el número de
The First
y marqué.
—¿Gloria? Soy Pablo. ¿Hay novedades?
—No. He estado a pie de teléfono y nada.
—¿Podemos vernos hoy?
—Sí, claro. ¿Qué pasa, hay algo?
—Un par de ideas. ¿Tienes dinero en casa?
—Pues... no sé: sí, supongo que algo habrá. Si no puedo mandar a Verónica al cajero.
—Muy bien. ¿A qué hora podemos vernos?
—Cuando quieras, no me voy a mover de casa. La niña no ha ido a la escuela y he llamado a Verónica para que me ayude con los dos.
Mis resabios burgueses se alegraron de que mis Adorables Sobrinos se mantuvieran a salvo en casa. Quedamos en que pasaría antes de comer, colgué el teléfono y consideré lo que podría tardar en secar una camisa improvisando algún método casero. ¿Quizá metiéndola en el horno? Dejé el problema para después y marqué el número de mis SP's sin pensármelo mucho. A veces un poco de improvisación ayuda a mentir mejor.
Se puso la Beba:
—¡Hombre, esto sí que es bueno!, no me digas que nos añoras...
—A ti siempre te añoro, culona. ¿Está mi madre por ahí?
—Sí, con el ordenador de inglés, ¿quieres que la avise?
—Por favor.
Esperé un poco y al cabo se puso mi Señora Madre, de aparente buen humor.
—Gut mornin, darlin, jau ar yu?
—Hola, mamá.
—Veri güel, zancs. Aim glad bicos ai laik tu studi inglis.
—
Studing
, mamá, en este caso se dice
I like studing
, en presente continuo.
—¿No será que tú hablas americano? Tienes un acento horrible. A ver: di «jólibut».
—
Hollywood
.
—¿Lo ves?: americano: siempre con el buble-buble en la boca. No debiste pasar tanto tiempo en..., ¿adónde fue que te fuiste?
—No sé, mamá, estuve en muchos sitios. Oye: ¿qué tal está papá?
—No me lo recuerdes: había conseguido olvidarme un rato.
—Qué pasa...
—Que qué pasa: pues que al señor se le ha puesto un humor de perros, de-perros. Tú no sabes lo cabezota que es..., bueno, sí lo sabes, pero hoy se está superando. Me tiene encerrada en casa desde ayer por la mañana, y dice que si se me ocurre atravesar la puerta me retira la palabra, así mismo, como te lo cuento. Ah: y tampoco consiente en que salga Eusebia...
—Bueno, ten un poco de paciencia.
—Secuestradas: estamos secuestradas. He tenido que enviar a la asistenta a hacer mis compras personales. Pero te aseguro que esta tarde pienso salir, diga lo que diga. Y si no me habla, mejor: total, últimamente no se le ocurren más que despropósitos...
—No te preocupes...
—... despro-pósitos: ¿te puedes creer que esta mañana lo he sorprendido en la biblioteca trasteando con la escopeta? El muy ingenuo ha tratado de escondérsela detrás de la espalda como un niño sorprendido en falta. Imagínatelo: en pijama, haciendo equilibrios con una muleta y tratando de esconder un escopetón de metro y medio que se le veía por los lados... Pa-tético. He tenido tal disgusto que he llamado al doctor Caudet. Dice que es normal (figúrate: normal), pero que si se ponía muy nervioso le diera un Valium y me tomara yo otro.
—Muy bien, pues que se tome uno y...
—Ah, no: no ha consentido: se me ha ocurrido llevarle una pastilla a la biblioteca con un vasito de agua y no te puedes imaginar lo grosero que se ha puesto: que «qué es eso», ¿sabes?, con esa cara de bull-dog que se le pone, «Pues qué va a ser, Valentín: un Valium es con agüita mineral», «Pues no pienso tomármelo, así que ya te lo puedes llevar de vuelta a la cocina». Imagínate: a la cocina...
—Bueno, no te apures: ya te ha dicho el doctor Caudet que es normal. Lo que tienes que hacer es procurar no llevarle la contraria. Y si no quiere que salgas de casa sé un poco comprensiva y no salgas. Ya sé que es muy pesado, pero serán sólo un par de días, ¿de acuerdo?
—Pablo José: ¿se puede saber qué es lo que te pasa a ti también? ¿No irás a decirme que has tomado en serio sus paranoias?
—No, ...
—Ah, ¿no? ¿Y desde cuándo te parece oportuno seguir los deseos de tu padre?
—Mamá, escucha...
—... además estaría bueno que a estas alturas tuviéramos que seguir todos los caprichos del señor sólo porque se ha torcido un tobillo y no puede reconocer haberse despistado mientras andaba por la calle...
—Mamaaaaaá...
—... porque estoy segura de que es eso: no vio al coche que hacía maniobras y él solito se le echó encima, como si lo viera. ¿Sabes que últimamente lo he sorprendido mirando de reojo a las muchachas que pasan?; como lo oyes: el domingo pasado volviendo de misa a poco se come una farola... Me duele decirlo, Pablo José, pero tu padre se está volviendo un viejo verde: un viejo-verde. Pero ah, no: don Valentín Miralles no puede reconocer que se ha despistado siguiendo un escote, ¡cómo se va a despistar don Valentín Miralles!: si alguien lo atropella es que lo ha hecho a posta...
—Mamá, espera, espera un momento: es que hay algo que tú no sabes.
Eso sí que la paró en seco. Mi Señora Madre quiere enterarse siempre de todo.
—Ah sí: ¿y se puede saber qué es eso que yo no sé?
Vacilé un poco, como el que no sabe qué contestar:
—No te lo puedo decir.
—¡Pablo José: te ordeno que me digas inmediatamente qué es lo que está pasando o me va a dar algo! »Eusebia, tráeme un Valium y un poco de agua; deprisa que me desmayo. »Pablo José: haz el favor de explicarte ahora mismo.
—No es nada, mamá, no te pongas nerviosa...
—Ah ¿no?, y si no es nada por qué no me lo explicas, ¿eh?, contesta.
—Porque no puedo. No quiero que se entere papá de que te lo he contado.
—¿Cuándo le he contado yo algo a tu padre?
—Muy bien, de acuerdo... ¿Está por ahí?
—No. Está en la biblioteca, puedes hablar tranquilo.
Aquí empecé a improvisar sobre la base prevista:
—Verás: es un asunto que viene de lejos. ¿Te acuerdas de Fincas Ibarra?
—No.
No era extraño. El apellido procedía del bote de mayonesa que me había dejado el día anterior sobre la nevera y que alcanzaba a ver desde la sala. Suerte que no había comprado Kraft.
—Sí, tienes que acordarte, Fincas Ibarra, una pequeña inmobiliaria, ¿te acuerdas de cuando papá empezó a invertir en pisos?
—Hijo, no sé: tu padre acaba invirtiendo en casi todo, no me marees con detalles.
—Bueno, el caso es que se enfrentó a Fincas Ibarra en una serie de juicios, ¿no recuerdas siquiera los juicios?
—¿Que si me acuerdo?: durante diez años todo el mundo nos puso demandas, no sé qué diantres pasaba pero todo eran abogados llamando a cualquier hora.
—Bueno, pues los de Ibarra fueron unos de tantos contra los que litigó papá. Y en el rifirrafe salieron perdiendo ellos. Por lo visto papá alquiló pisos a través de terceros en los edificios de Fincas Ibarra que le parecieron más destartalados, después contrató a un equipo técnico que los revisó con lupa y, cuando tuvo material suficiente, demandó a los propietarios por incumplimiento de todas las normas que una vivienda puede incumplir. Total, Ibarra no pudo hacer frente a la sentencia condenatoria, subastó la mayor parte de los edificios a precio de solar y disolvió la sociedad dejando un montón de impagados. Por supuesto papá procuró quedarse con la mayor parte del lote y acabó ganando dinero: no me preguntes cómo, pero recuperó lo que había invertido en la investigación y aún se llevó un buen pico revendiendo más caro.
—No me hables... No sé cómo se apaña tu padre para acabar siempre ganando dinero. Juan Sebastián ha salido a él en eso. En cambio tú te le pareces más físicamente. Y en lo cabezota..., aunque en eso sois los tres iguales. En fin... pero ¿se puede saber qué tiene que ver todo eso con que Eusebia y yo no podamos salir de casa?
La introducción había tenido al menos el efecto de tranquilizarla perdiéndola en detalles. Hay que decir que no todos eran estrictamente inventados, había oído a SP relatar tantas hazañas parecidas que no era difícil componer una nueva a base de retales de verdad. Sólo quedaba rematarla de forma adecuada, y ya había cogido el ritmo:
—Verás, el tal Ibarra acabó en la cárcel. A raíz de que papá le removiera los trapos sucios salieron a la luz otros chanchullos: estafas, fraudes a la Seguridad Social y no sé cuántas cosas. Le cayeron diez años de los que cumplió apenas un par en régimen abierto, pero el tipo se lo tomó fatal y atribuyó todos sus males a lo que le hizo papá. Juró vengarse en cuanto se hubiera rehecho, y el caso es que salió de la cárcel no hace ni cinco años y ya vuelve a tener varias sociedades a nombre de su mujer. ¿Me sigues?
—Te sigo, pero no acaban de interesarme las andanzas de ese señor tan maleducado.
Si mi Señora Madre consideraba a Ibarra un maleducado es que se había creído al personaje. Para SM, estafar a la Seguridad Social es sobre todo una falta de educación, como poner los codos sobre la mesa.
—Bueno, ¿te acuerdas que te dijeron que papá había llamado a Sebastián desde el hospital después del atropello?