Read Lo mejor que le puede pasar a un cruasán Online

Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (6 page)

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
12.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero a todo esto volví a caer en mis treinta y cinco billetes. Hacer tan seguido otra visita de cortesía a mi Señores Padres y soltarles distraídamente que me dejara diez mil pelas sueltas para pagar el aparcamiento en Zona Azul hubiera despertado la susceptibilidad de mi Señor Padre, que se empeña en sospechar intereses espúreos tras mis más sentidas muestras de amor filial. Además no tengo coche y entraba dentro de lo posible que SP cayera en la incongruencia. Busqué alternativas. Sablear a
Lady First
tendría todo el encanto de una primicia; al fin y al cabo también era un miembro de la familia y ya era hora de que empezara a tratarla como tal. O también podía deslizarme subrepticiamente en la habitación de uno de mis Adorables Sobrinos y hurgar en la hucha, a riesgo, eso sí, de que se dispararan las alarmas antirrobo, porque sin duda estarían ya iniciados en los métodos más rudimentarios de protección de la propiedad privada.

En fin, de momento me vestí y salí hacia casa de
The First
.

Mi Estupendo Hermano todavía no ha alcanzado el estatus de todo un Señor Padre, de modo que tuvo que conformarse con comprar el ático de rigor en la calle Numancia, bajo la barrera psicológica de la Diagonal, en espera de recibir el resto de la herencia paterna que le permitirá fijar residencia de invierno donde le salga de los cojones. Aun así había sabido sacarle partido a los 150 metros cuadrados de su ático y le había cabido el yacusi y el correspondiente piano a juego. Claro que es un piano vertical y abulta poco. El inconveniente es que Debussy no suena igual que en un piano de cola, pero mi Estupendo Hermano es hombre paciente y sabe que hay un tiempo para piano vertical y BMW y un tiempo para piano de cola y Jaguar Sovereign.

En el jol de su edificio también hay sofás y conserje —un tipo muy repeinao con una bata azul eléctrico a modo de uniforme—, pero los ascensores no son ni de lejos tan divertidos, se limitan a subirte al ático sin mayores alardes antigravitatorios.

Timbre.

Abre
Lady First
. Nos besamos las mejillas. Tiene mejor pinta de lo que yo recuerdo. Me dice que pase. Se nos cruza en el pasillo el otro de mis Adorables Sobrinos, de envergadura mucho más modesta que el primogénito y probablemente macho, a juzgar por la ausencia de pendientes y lazos. Pasa por delante de nosotros desarrollando un movimiento de cierta complejidad que recuerda a la locomoción cuadrúpeda, especialmente a la de los cocodrilos y otros reptiles, pero apoyando en el suelo la rodilla en lugar de la zarpa o extremidad inferior homóloga, y desde luego sin la gracia que otorga el ir arrastrando una larga cola zigzagueante. Un sistema bastante rudimentario, se mire por donde se mire: hace pensar en la degeneración de la especie que se temía Jean Rostand. Pero ahí no acaban las sorpresas: de pronto se para en seco, se apoya en un culo enormemente abultado que le deforma los leotardos azules, mira hacia arriba, y hace una mueca que recuerda misteriosamente a la sonrisa humana.

Horror: no tiene dientes.

Enfermo de aprensión, procuro ignorarlo pasando sobre él de una zancada larga. Mi cuñada en cambio debe de estar acostumbrada y, sin evidencias de sentir ningún asco, se agacha y alza en brazos a la criatura, que muestra ya a las claras su escasa inteligencia al acompañar un balbuceo de palmotazos sin justificación aparente.

—Verónica: ven, ocúpate un momento de Víctor —dijo
Lady First
alzando la voz hacia algún lugar remoto del pasillo.

Como estábamos solos en el salón deduje que «Víctor» debía de ser el nombre de la criatura, con lo que quedaba confirmada mi sospecha de que se trataba de un macho. Parece mentira: aún no tenía dientes y sin embargo ya tenía sexo. Enseguida apareció la tal Verónica, que resultó ser una
teenager
gordísima con una camiseta del Grin-pis y unos pantalones elásticos de color lila. Me gustó su aspecto y le dediqué un «Hola» amable; la gente francamente gorda siempre me cae bien, aunque sean ecologistas. La criatura pasó de unos brazos a otros sin cesar en sus gesticulaciones delirantes y Verónica se lo llevó lejos de mi presencia, pasillo allá, con lo que mi simpatía por la muchacha quedó reforzada por un punto de gratitud. No es que yo sea racista, pero hay que reconocer que los cachorros humanos huelen mal, especialmente en estas fases tempranas; desprenden un tufo empalagoso, mezcla de colonia dulzona, cremas pal culo, papillas..., un hálito repelente que impregna todo lo que entra en contacto íntimo con ellos.

—Siéntate donde quieras: ¿quieres tomar algo?

—¿Tienes cerveza?

—Me parece que no.

—¿Vodka?

—Seguramente.

—¿Vichy?

—Puede que agua con gas.

—Entonces tomaré un Vichoff: vaso largo con hielo, mitad de vodka helado, medio limón exprimido y el resto de algún agua carbónica si no tienes Vichy. No uses la coctelera porque el agua pierde gas.

—Oye, ¿no te apañas con un whisky?

Alcancé a ver en el mueble bar una botella de Havana 7. Prefiero el 3, que es menos dulce, pero el jodido de
The First
compra siempre lo más caro. Es de ese tipo de gente que, de poder, respiraría algo más refinado que simple aire.

—Pásame la botella de ron. ¿No te importa que beba directamente de ella?

—Toma, haz lo que quieras.

Lady First
se había servido un par de dedos de güisqui en un vaso chato. Me tendió la botella asiéndola por el cuello, pero no agarrándola como para servirse, sino con el pulgar hacia abajo, como el que ha de transportarla durante un buen rato. Se sentó en el otro enorme sofá de cuatro plazas que había frente al que ocupaba yo. Estaba desconocida: el detalle de la botella, la despreocupación con que se había sentado en el sofá sobre una pierna, el sorbo pausado al güisqui... además, no era tan repulsiva como la recordaba. Quizá es que la mitad de las veces la había visto embarazada, y una mujer embarazada siempre da un poco de angustia, no sé, como un huevo de alien a punto de soltar al monstruo. Ahora en cambio tenía un aire canalla a lo Greta Garbo que no le conocía. Bien mirado incluso tenía algún parecido físico con la Garbo, quizá por el peinado. Y unos ojos verdes bastante bien terminados.

Yo también me puse cómodo. Destapé la botella, la empiné, y puse la boca bajo el chorro del dosificador hasta que la noté llena. Bajé el codo y tragué.
Lady First
disparó a traición:

—¿Qué has pensado cuando te has enterado de que Sebastián no estaba en casa?

Bueno, estaba dispuesto a seguirle el juego mientras hubiera ron gratis.

—¿Quieres que te sea sincero?

—Por favor.

Improvisé partiendo de un retazo:

—He pensado que tiene un lío con su secretaria, que han pasado la noche juntos y que algún contratiempo les ha impedido llegar al despacho por la mañana, de manera que se han fingido enfermos.

—Pero la que ha llamado al despacho diciendo que Sebastián estaba enfermo he sido yo.

—Eso se puede hacer encajar.

—A ver, encájalo.

—Opción A: Sebastián te ha llamado y te ha contado una mentira convincente, algo que ante ti justifica razonablemente su ausencia pero que no conviene comunicar a los empleados, así que te ha pedido que llamaras al despacho y dijeras que estaba enfermo. Tú le has creído y has seguido sus instrucciones como una buena esposa.

—¿Opción B?

—Opción B: tú sabes perfectamente que tu marido está liado con la secre y eso te repatea los higadillos, o no, es igual: el caso es que no quieres escándalos y te avienes a guardar las apariencias.

—¿Opción C?

—Hayla: mi pobre hermano Sebastián y su amante han sido abducidos por unos extraterrestres ante tus propios ojos pero te resistes a contárselo a nadie por temor a que te tomen por loca.

Aproveché su ligero desconcierto para cambiar la dirección del juego:

—Y ahora pregunto yo: ¿cómo sabes que la secretaria de Sebastián tampoco ha ido a trabajar?

Se resistió a perder el servicio:

—¿Cómo sabes que lo sé?

Concedí:

—Porque yo lo he mencionado y a ti no te ha sorprendido.

—Podría habérmelo dicho María cuando he llamado al despacho.

—Podría. ¿Lo ha hecho?

—Sí.

—Pero eso no contesta del todo a mi pregunta. Quizá lo sabías ya cuando ella te lo ha dicho.

—No está mal: eres listo.

—Lo suficiente para desconfiar tanto de mi astucia como de tus halagos. Sabes algo que yo no sé y estás jugueteando conmigo.

—Me has interpretado mal.

—Es posible. Es que detesto las adivinanzas.

Aproveché el trago que ella le dio al güisqui para volver a tentar la botella. Un prudente primer envite me supo a poco y probé el segundo dejando que el chorro me llenara la boca hasta el límite de poder cerrarla y tragar. Inmediatamente me entraron ganas de empuñar un sable y abordar al primer galeón que se me cruzara por delante.

Pero
Lady First
seguía en tierra:

—Pues para no gustarte las adivinanzas lo has hecho bastante bien. Se ha dado una mezcla de las tres situaciones que proponías.

—¿Incluida la abducción extraterrestre?

—No exactamente. O no lo sé, la verdad, estoy entrando en la fase de creer cualquier cosa.

Hizo una pausa para encender un Marlboro Super Extra Light. Supuse que, mediado el güisqui, había llegado ya el momento del desembuche y me dispuse a escuchar.

—Sebastián tiene un rollo con su secretaria desde hace dos años, en eso has acertado completamente. Yo lo sé y él sabe que yo lo sé, entre otras razones porque hemos hablado de ello mil veces. ¿Te extraña? A mí no. El matrimonio entre tu hermano y yo no ha funcionado bien jamás. Mejor dicho: ha funcionado siempre estupendamente porque se basa en la conveniencia mutua: él se acuesta con quien quiere manteniendo las apariencias de hombre de familia, y yo puedo dedicarme a no hacer absolutamente nada con la excusa de estar entregada a mi marido y mis hijos. No hay nada peor que tener una ambición y sentirse incapaz de luchar por ella. ¿Has intentado escribir alguna vez?

—Recuerdo haber compuesto una redacción sobre las vacaciones, pero en cuanto descubrí el
Penthouse
empezó, a interesarme más la fotografía.

Sonrió.

—Cualquier excusa es buena para abandonar... Llegué a publicar, ¿lo sabías? Lo malo es cuando todo el mundo empieza a considerarte una promesa que tú no te sientes capaz de materializar. Entonces comienzas a necesitar excusas.

Algo recordaba haber oído en familia sobre los méritos literarios de la Brillante Prometida de mi Estupendo Hermano, pero ciertamente no había vuelto a saber del asunto desde hacía años.

—Y no sólo es eso. Lo mejor de nuestro matrimonio es que la libertad de tu hermano me descarga del compromiso de acostarme con él, cosa que cualquier otro marido hubiera pretendido ineludiblemente. Los hombres nunca me han interesado mucho sexualmente...

»¿Por qué me miras con esa cara?

—Chica, es que, francamente, así de sopetón...

Le di otro trago al ron. Joder, con
Lady First
.

—Sólo te estoy poniendo en antecedentes porque no quiero que te equivoques: tu hermano y yo nos queremos, sobre todo nos... entendemos. Es la única persona importante en mi vida por la que no me siento presionada; si no lo quisiera no estaría explicándote esto que te explico. Comprenderás que para soltar lastre mejor contrataría a una psicóloga progre. Al menos no me mancharía de ron el tapizado del sofá.

—Pero te cobraría más de lo que vale limpiarlo.

Procuré mantener la pose, pero no desestimé la indirecta. Dejé la botella sobre la mesita auxiliar y fui yo mismo hasta el carrito de las bebidas a por un vaso. Después puse voz de empezar a tomarme en serio todo aquello:

—Muy bien, cuñada, ya estoy al tanto de los antecedentes: no te va hacer guarrerías con tíos y mi hermano se busca la vida con la secretaria. Qué más...

—Tráete el whisky, si no te importa.

Ahora fui yo el que le alcanzó la botella. Ella parecía haberse detenido en una de esas rememoranzas retóricas:

—María Eulalia Robles, Lali.

—¿Quién?

—Secretaria de Dirección. Licenciada en Ciencias Empresariales y Económicas, Máster ESADE, inglés, francés, informática a nivel de usuario avanzado... Fuimos juntas al colegio.

—Y ahora se beneficia a tu marido, qué pequeño es el mundo.

—No tan pequeño. Fui yo la que se la presenté a tu hermano, y fui yo la que se la recomendó como secretaria personal cuando se jubiló tu padre. Es del tipo preferido de Sebastián. Se parece un poco a mí... Y sabía que Sebastián es el tipo de hombre que le gusta a Lali... Así que los puse en contacto para facilitarle las cosas a tu hermano. Una amante que es a la vez tu secretaria puede andar contigo tranquilamente por la calle, incluso comer en un restaurante en el que te conocen, sobre todo si se te ha visto con ella y tu mujer a la vez. ¿Me explico?

—Como un libro, pero tanta información de golpe colapsa un poco. Perdona la indiscreción, pero ya puestos ¿qué hay exactamente entre esa Lali y tú?

—Nada que diera para una escena porno, así que no te montes muchas películas. En cualquier caso, eso no interesa ahora. He entrado en algún detalle para que entiendas que estoy perfectamente al tanto de la doble vida de Sebastián. Incluso participo en cierta medida de ella. A menudo no viene a casa hasta las cinco o las seis de la madrugada. Normalmente avisa con antelación, y si no sencillamente llama por teléfono al salir del despacho. De cara a la niña está trabajando. Los vecinos no lo ven entrar, y si lo ven llega con su maletín, pero lo importante es que todo el mundo lo ve salir de aquí por la mañana.

—Muy ingenioso.

—Anoche no llamó. Y esta mañana no estaba en su cama. Es curioso: me ha despertado el hecho de no oír su despertador... Enseguida he llamado a casa de Lali y me ha saltado el contestador automático. No sé nada de ellos desde ayer a mediodía.

Se notó que habían terminado las explicaciones previas porque apuró el vaso de güisqui de un sorbo, lo dejó en la mesita y se quedó mirándome.

—Yo hablé con él ayer por la tarde —dije.

—¿Dónde?

—Por teléfono.

—¿Te dijo desde dónde llamaba?

—No, pero me dio la impresión de que estaba en el despacho.

—Ah, ¿sí?: ¿por qué?

—No sé... —reflexioné en voz alta—: Si hubiera llamado desde una cabina o un teléfono público se hubiera notado, y desde el móvil también, ¿no?... Pero quizá es sólo que di por supuesto que a esa hora debía de estar trabajando.

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
12.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

You Know Who Killed Me by Loren D. Estleman
Fault Lines by Brenda Ortega
Tropical Heat by John Lutz
The Go-Go Years by John Brooks
For Love of the Earl by Jessie Clever
A Son of Aran by Martin Gormally