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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (3 page)

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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—No, déjalo, se ha tumbado en la cama. Está de un humor horrible. Supongo que vendrás a verlo...

No sé por qué accedí pero lo hice:

—Bueno, puedo pasarme un momento mañana por la mañana. Tengo que ir al despacho a ver a Sebastián y aprovecharé el viaje.

—Muy bien. Ven sobre la una y tomaremos un aperitivo antes del almuerzo.

Eso me obligaba a quedarme a comer. Bué..., un día es un día.

Lié otro porro y me serví más café esperando volver a concentrarme en el correo, pero no pude. En realidad no era para tanto: SP se había abollado un poco la gamba y
The First
había tenido un momento de debilidad, nada demasiado extraordinario; pero está visto que el coco me va a su bola y cuando no quiere concentrarse en algo no hay manera. Me levanté de la butaca y volví a la ventana. Había parado de llover; sonaba en la radio algo de El último de la Fila, esa voz que le da trascendencia a cualquier tontería que cante, y empecé a ponerme tristón paseando la vista por la sala, un verdadero campo de agramante que se extendía ante mis ojos. Casi temí que de entre la jungla de la habitación pudiera surgir un borzog y se lanzara a morderme las pantorrillas. Me dio tan mal rollo la idea que me dejé llevar por otro resabio burgués y pensé que había llegado el momento de ponerse a limpiar. Decidí empezar por el dormitorio, que viene a ser el ojo del huracán, pero bajo un montón de calzoncillos que habían ido sedimentando a los pies de la cama me encontré con un suplemento atrasado de
El País
y me quedé enganchado tratando de recordar por qué demonios debía de haberlo traído a casa. Gracias a esta sutil maniobra de despiste, al rato se me habían pasado ya las ganas de limpiar, pude volver a dejar los calzoncillos donde estaban y dirigirme a la cocina en busca de algo comestible. Me apetecían horrores un par de huevos con puntillas y un plato de patatas fritas ahogadas en mayonesa. La nevera recién recargada daba de sí para eso y para mucho más.

Ya me había puesto manos a la obra cuando, por cuarta vez en lo que iba de día, sonó el teléfono, justo cuando las patatas estaban dorándose en la sartén grande y el aceite de los huevos empezaba a humear en la pequeña.

—Diga.

—Holaaa, qué taaal...

Detesto a la gente que no se identifica cuando llama por teléfono. Todo el mundo cree que has de reconocer su voz al instante incluso a través de un altavoz de mierda. Pero a ésta la identifiqué enseguida: era la Fina.

—Ya ves, me pillas a punto de freírme unos huevos.

—Y qué: qué me explicas...

Tampoco me gusta nada que me llamen por teléfono y esperen que sea yo el que dirija la conversación. Digo yo que el que llama tiene que dar el pie, al menos... Pues la Fina no lo ve así.

—Nada. Ya te digo: friendo huevos.

—¿A estas horas?

—Qué pasa, ¿no se pueden comer huevos a las horas sin erre?

Risa. Si algo tiene de bueno la Fina, aparte de las tetas, es que se ríe con mis gilipolleces. Eso la salva.

—Oye, se me van a quemar las patatas...

—¿No eran huevos?

—Huevos con patatas. Patatas fritas. Fritas en aceite. De oliva.

Ahora insinuó una risita falsa y al fin se soltó:

—¿Quieres que nos veamos luego?

—¿A qué hora?

—No sé. De aquí a un rato... a las nueve, o así. ¿Quedamos donde Luigi?

Las patatas se habían quemado, pero estaban buenas igual. Me las zampé cubiertas de mayonesa para empujar los huevos y me quedé espatarrao en el sofá. Me entró pereza, enormes ganas de ponerme a ver la tele y ventilarme una bolsa de cacahuetes en cuanto me entrara otra vez la gazuza. Siempre pienso que veo la tele menos de lo que debería; además, siempre que la veo es de madrugada, cuando no queda más remedio que escoger entre el anuncio de AB Flex y alguna obra maestra del cine clásico. Por supuesto siempre elijo el AB Flex, pero a la tercera vuelta del vídeo empiezo a echar de menos un buen programa de máxima audiencia en Telecinco, con esos decorados llenos de escalinatas y trampolines. Así es como siempre me había imaginado el cielo que nos prometían los Hermanos Maristas a cambio de no hacernos manolas en la capilla. Total: me levanté del sofá de mala gana y anduve un rato buscando por los armarios algo limpio que ponerme. Encontré un polo viejo, pero noté que al levantar los brazos se me salía del pantalón por debajo del ombligo. Me acordé entonces de que en casa tenía un espejo y fui a ver: morcilla de metro ochenta embutida en un Fred Perry de los tiempos de Starsky y Hutch. Revolví de nuevo hasta dar con una camisa lo suficientemente grande para mis hechuras aunque erosionada en el cuello por la abrasión de la barba. ¿Quién demonios iba a entretenerse en mirarme el cuello de la camisa? La Fina, sí; pero la Fina es de confianza y le da igual cómo lleve los cuellos de las camisas. Lo peor era que me sentía un poco pesado: los huevos, la mayonesa, el esfuerzo de subir y bajar del taburete para remirar por los armarios... Suerte que pude tirarme un pedo largo y ruidoso que desalojó medio litro de volumen intestinal y dejó espacio para la papilla.

Cuando llegué al bar eran casi las nueve y media, pero la Fina suele retrasarse aún más que yo. Era la hora de los perros: después de cenar, todos los inadaptados del barrio salen de casa con la excusa del perro y terminan en la tasca de Luigi, así que aquello parece un concurso canino. Tras la barra, además de Luigi, se afanaba Roberto, el camarero del turno de noche. No hay mucho que decir del Roberto, puede caracterizarse bastante bien con un solo adjetivo: es mejicano; aunque en realidad sólo se le nota cuando habla, porque lo de cantar corridos se le da fatal. Le pedí una cerveza y me apalanqué en la barra. Por la tele daban la versión moderna de
La mosca
, y una pareja que comía pulpitos sentada en la mesa más próxima hacía aspavientos de asco. Me tomé la birra casi de un trago y pedí otra. Tanto el Luigi como el Roberto tenían trabajo atendiendo las mesas, así que a falta de mejor entretenimiento seguí mirando la tele. El prota estaba ya bastante mosqueado, como si dijéramos, con la cara llena de bubones a punto de reventar y tics de insecto que le sacudían todo el cuerpo: «Si no te marchas, creo..., creo que... te haré daño», le dice el hombre-mosca a su novia, goteando babazas. Acabé la segunda cerveza y seguí con la tercera. Detesto hacer de mi vida un diálogo interior, así que estuve relojeando la tele hasta el final de la película y flirteando vagamente con una boxer mientras su dueño terminaba de dejarse el jornal en la tragaperras. Ya casi me había olvidado de que estaba esperando a alguien cuando al fin apareció la Fina, aunque para ser exactos habría que decir que más que una aparición aquella entrada fue un advenimiento. Se había puesto un vestido de punto que le marcaba al milímetro el cuerpo, tetas incluidas, pero sólo hasta quince centímetros por debajo del chichi: el resto hasta los boletines de ama de llaves sado eran unas medias de malla romboidal. Además se había teñido el pelo de naranja —muy corto, rapado por la parte de la nuca—, se había maquillado perfilando especialmente los labios, y llevaba colgado un pendiente largo que oscilaba apuntando hacia el escote, por si no se lo habías mirado todavía. Los de las tragaperras perdieron un Triple Bonus, al de los pulpitos le cayó un lamparón en la camisa y al Luigi casi le da la tos. Fue él el primero en ir a recibirla: se acercó al extremo de la barra reclamando el beso de saludo y, con una untuosidad que no se molestó en disimular, le dijo algo en un susurro, cuánto tiempo sin verte, tú por aquí, o cosa parecida. Hasta que terminó la ceremonia no pudimos pedir cerveza y apalancarnos en la mesa del fondo.

—Es que me estaba depilando las piernas —dijo la Fina nada más sentarnos. Ésa era la excusa que daba por haber llegado dos horas tarde. La soltó con esa timidez que imita tan bien.

—¿Y tu marido?

—En Toledo: una presentación de productos Hewlett Packard.

—¿Cómo no te has ido con él?

—No me apetecía. Además, es mejor que vaya solo. Por la noche se emborrachan con los de la competencia en algún
top-less
y discuten sobre si es mejor la impresión
ink-jet
o la láser. Y si voy yo les estropeo lo del
top-less
y tienen que discutir en una tasca.

—Te sienta bien ese vestido.

Había que decírselo, qué coño, para algo se había pasado dos horas emperifollándose.

—¿Te gusta?, hace tiempo que lo tengo, pero no me lo pongo nunca.

—Bueno, tampoco debe de ser el vestido: eres tú, que no estás mal.

—Oh... Hacía tiempo que no me decías esa clase de cosas.

—Porque hacía tiempo que no te venía así de bien el bodi.

—Será porque tú no quieres...

Touché
. Ya sólo podía escabullirme haciendo alguna payasada. Puse cara de hombre-mosca dominado por los espasmos:

—Si no te marchas, creo..., creo que... te haré daño.

—¿Y eso?

La Fina no había visto la peli. Probé poniendo cara de niño pecoso cantando con acento yanki:

—Qué seraaá, seraaaá,
what ever will be, will be
...

Se rió mucho muchísimo, tapándose la boca con una mano. Cuando se le empezó a pasar me pidió que volviera a hacer esa cara, por favor, por favor, por favor. Me negué; insistió; empecé a ponerme nervioso; más risa por la cara de ponerme nervioso... Suerte que llegó el Luigi con las cervezas. Acercó una silla y se sentó junto a la Fina:

—¿Y tu marido...?

—En Toleeeeedo.

—¿En Toledo? ¿Y qué coño hace en Toledo con esta mujer que tiene aquí?

Intervine a favor del pobre José María:

—¿Y qué coño haces tú dándonos la vara si tienes a tu mujer en casa?

—Bueno, pero mi mujer no está tan maciza como ésta.

—En cuanto la vea se lo digo.

—Bah, ¿te crees que no lo sabe?...

»Así que en Toledo, eh... —volvió a prestarle atención a la Fina—. Pues yo estoy aquí, ¿ves?, a tu disposición para lo que necesites.

A ella le dio por hacerse la interesante:

—Ah ¿sí?, ¿y qué servicios ofreces?

—Completo. Y gratis.

—Sólo faltaría...

—Pues no te creas: los hombres como yo se cotizan.

—Sí, para hacer piensos cárnicos —tercié yo.

—Tú calla, que estoy hablando con la señorita.

—Señora, si no te importa. Estoy casada.

—Bueno, pero un marido en Toledo es como un tío en Alcalá.

—Vuelve el viernes.

—Tenemos dos días...

Visto que el Luigi tenía trabajo me fui a la barra a por tabaco y me terminé allí la cerveza. Debía de llevar ocho o diez y empezaba a estar borracho, pero aún quedaba noche. Por lo pronto las siguientes dos horas iban a ser la habitual mezcla de confidencias de la Fina y procacidades surtidas de parte de Luigi, que se sienta a nuestra mesa cada vez que puede tomarse un respiro entre bocadillos. El Roberto es siempre un poco más comedido, se acerca a ratos hasta el fondo a fumar un cigarrillo, a veces a contestar una llamada del móvil que le cuelga de la cinturilla, pero no acostumbra sentarse con los clientes. Algún otro habitual aparece y se llega también a nuestra mesa; cruzamos alguna bobada y si la conversación no es lo suficientemente escabrosa se va. Sólo en los huecos quedamos a solas la Fina y yo tratando de recomponer la charla, lo que no está del todo mal porque interrumpir una conversación ayuda a veces a no perderse siguiendo el hilo —la hipnosis de la gallina que avanza sobre una línea blanca—, y además porque la Fina es una mujer, es decir un agujero, y si uno no se agarra a los bordes puede desaparecer para siempre tragado por el vacío. Total que salimos camino de otro abrevadero pasadas las dos y media, tras el consabido chupito de vodka en la barra y la escena cómica de despedida con el Roberto y el Luigi. Pude pagarlo todo, incluido lo que debía de la mañana, pero las últimas en el Bikini debían correr a cuenta de la Fina. Éste es el momento en que aprovecha siempre para colgárseme del brazo y apoyar la mejilla en mi hombro mientras caminamos Jaume Guillamet arriba. El resultado es un avance en ligero zig-zag que fácilmente se confunde con el deambular ensimismado de los enamorados.

—Eres confortable.

Me dice, agarrándome un deltoides con toda la palma.

—Claro, porque estoy gordo. Si no te empeñaras en adelgazar también tú serías confortable.

—Huy, no: tengo que perder al menos cinco kilos más.

—No seas boba: cinco kilos de tetas y culo degradados a calor que aumentará la entropía universal...

—¿Lo cuálo?

—¿Sabes lo que ha tardado la naturaleza en poder dotarte de esas tetas que tú desprecias? Con el orden cósmico no se juega, bonita...

—A ti porque te gustan gordas. Además, ¿no habías dicho que estaba tan buena?

—Antes estabas requetebuena, has perdido exactamente un «requete».

Aquella noche precisamente forcé el paso de los dos para cruzar Guillamet en diagonal y ahorrar el rodeo hasta el semáforo de Travesera. Inevitablemente me fijé en la casa del número 15, con su tapia y su jardincillo, y al pasar por delante vi algo que me llamó la atención.

—Espera un momento —le dije a la Fina, mientras hacía gesto de desembarazarme de ella. Rodeé el coche aparcado frente a la entrada y, apartando un poco la hiedra, miré en el poste de la electricidad que se alzaba junto a la tapia. Atado a él volvía a haber un trapito rojo, pero éste estaba limpio, como nuevo.

No sé qué me dio en aquel momento: bromas de borracho: lo desaté del poste y se lo puse a la Fina colgando del escote mientras seguíamos caminando calle arriba.

—Peligro: carga delantera sobresaliente —dije, con voz de Maguila Gorila traducido al guanchindango.

La Fina se rió un montón, y yo también, pero no tanto, porque lo que uno puede considerar casual siempre tiene un límite. Claro que, ahora que lo pienso, creo que la verdadera paranoia no empezó a rondarme hasta el día siguiente.

Paté de ciervo

El despertador sonaba —seguro: no podía ser otra cosa ese pi-pip horrísono—, pero mi sistema operativo tenía instrucciones precisas para no despertarme así como así. Rodaba el programa de generación de eventos oníricos: en pantalla una inmensa llanura de color blanco, folio infinito; caen del cielo diminutos rayos que más bien parecen pequeños tornados, se desploman lentamente sobre el suelo de papel y lo perforan. Al principio son tenues y espaciados, una molestia que obliga a avanzar con tiento para no meter el pie en los agujeros; pero la lluvia arrecia, el suelo está cada vez más perforado, el avance se hace difícil.

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