—¿Cómo hizo eso?
—Trayéndolo a Londres —dijo el sacristán—. Aquí todo se vuelve más efervescente.
Thomas rió.
—No entiendo muy bien el procedimiento —prosiguió Hazlehurst—, pero al parecer el tiempo que se tardó en transportar el vino hasta Inglaterra provocó una segunda fermentación que a su vez produjo dióxido de carbono. Al estar el corcho bien seguro, con alambre o con una cuerda, el gas resultante hizo que el vino se tornara espumoso. En los salones de moda, que Saint Evremond frecuentaba, se enamoraron de la efervescencia del vino y el método fue reexportado a Francia, donde comenzó la principal producción del champán.
—¿Así que los ingleses inventaron el champán? —rió Thomas.
—Qué maravilla, ¿no le parece? —dijo el sacristán—. Una exageración, quizá, una distorsión de la realidad incluso, pero curioso de todas formas. Y ahora es el momento de que me responda usted a una pregunta.
Thomas lo estaba viendo venir, pero no le importó.
—Adelante —lo animó.
—¿Por qué le interesa esto? Está interesado en un noble francés fallecido hace tiempo del que nada sabe, ¿entonces…?
Dejó la pregunta sin formular, con las cejas arqueadas, una expresión de ironía muy francesa.
Thomas le habló de la obra perdida de Shakespeare, de la curiosa pasión de Daniella Blackstone por una desconocida marca de champán y del encuentro que David Escolme había planeado con Thomas en el Poets’ Corner. Para su sorpresa, la emoción del sacristán languideció.
—No hay mucho por dónde seguir, ¿verdad? —dijo—. Puede que nada de esto guarde relación entre sí. Quizá esté siguiendo la pista equivocada.
—Lo sé —reconoció Thomas—, pero piénselo. Un hombre de letras, culto, que personifica cierta armonía anglofrancesa, si así quiere llamarlo, que tiene vínculos con el teatro francés y que escribe obras «de estilo inglés». El hombre conoce la dramaturgia inglesa y vivió en Londres solo unas décadas después de que la última copia conocida de Trabajos de amor ganados fuera vendida. ¿No cabe al menos la posibilidad de que él adquiriera ese ejemplar, quizá el único que quedaba, de esa obra inglesa que hablaba de la realeza francesa? Una obra que, si algo tiene que ver con Trabajos de amor perdidos, celebra el ingenio verbal y el triunfo del amor y el placer frente a la circunspección. Si mi concepción de la obra perdida se acerca a esta definición, no se me ocurre nada más acorde con un francés hedonista y hombre de letras. Efervescente, como usted había dicho.
—Estaba hablando del champán.
—Bueno, probablemente esa sea la mejor palabra para describir cómo imagino yo Trabajos de amor ganados. Efervescente. Muy en la sintonía de Saint Evremond.
—Pongamos entonces que sí tuvo una copia de la obra —dijo el sacristán—. ¿Qué ocurrió con ella? Su biblioteca ha sido catalogada y aún sigue siendo muy conocido en ciertos círculos. Si todavía hubiese tenido la obra cuando murió, en 1703, habría salido a la luz.
—Quizá la regaló.
—Si no hay constancia escrita de la obra tras el inventario de 1603 de la librería —musitó el sacristán—, por aquel entonces ya tenía que ser una posesión preciada; una curiosidad, al menos. Un hombre con los gustos y conocimientos de Saint Evremond no la habría dejado escapar tan fácilmente.
—Usted ha dicho que mantuvo correspondencia con varias mujeres y que tuvo alguna que otra amante —dijo Thomas—. Quizá se lo diera a alguna de ellas.
—Era gente muy conocida —dijo Hazlehurst—. Sin duda sus bibliotecas han sido documentadas y catalogadas. Déjeme ver con quién puedo hablar. Tengo un conocido en la Sorbona que quizá pueda ponerme en contacto con alguien que sepa más cosas de este asunto.
De camino a la salida, Thomas encontró un lugar tranquilo donde sentarse sin notar la presencia constante de los turistas. Estaba tan contento del éxito de la operación que la enormidad de la enfermedad había palidecido durante unas horas. En esos momentos, en aquel lugar tan repleto de mortalidad, había regresado de nuevo. La operación, después de todo, era solo el inicio.
Quizá debería ir con ella, independientemente de lo que ella dijese que quería, independientemente de lo que Deborah dijera, abandonar toda esa investigación que no parecía llevar a nada y centrarse en lo que de verdad importaba. Pero Kumi estaba aún acostumbrada a vivir sola. Si la operación hubiera salido mal, él habría ido. Deborah tenía razón: en esos momentos estaría en el modo «gestión de crisis» y si él iba a allí solo lograría interferir, sobre todo si estaba alicaído. Ella era mucho más fuerte que él. Siempre lo había sido. Dejaría que encontrara su fuerza. Después iría a verla.
Alzó la vista al enorme espacio que se cernía sobre él y a los magníficos arcos de piedra de los contrafuertes del techo y pronunció la palabra «cáncer» para sus adentros una y otra vez, intentando enmudecer el horror que contenía. No funcionó, pero permaneció sentado más tiempo, casi inmóvil, sin pensar en nada, intentando acallar lo que vendría después. Finalmente encendió una vela en un rincón de la abadía donde un vigilante de seguridad estaba reprendiendo a un turista excesivamente desenvuelto que había grabado un vídeo sin permiso.
Thomas estuvo una hora en una de las silenciosas y atestadas salas de lectura de la Biblioteca Británica, junto a la estación de Saint Pancras. En la sala principal de la exposición había considerables reliquias literarias, incluido el manuscrito del Beowulf y las páginas corregidas a mano de la traducción favorita de Thomas, realizada por Seamus Heaney. Le había costado mucho esfuerzo marcharse de allí y descender a las entrañas del edificio. Había tardado casi otra hora en sacarse la tarjeta de la biblioteca y en comprender el sistema, porque no se permitía coger los libros. Gran parte de la colección eran libros tan antiguos y excepcionales que solo el personal podía tocarlos y colocarlos. Una vez hubieron localizado los libros que Thomas había pedido, una luz se encendió en el que sería su escritorio en la sala de lectura, y Thomas fue hasta allí. Nadie dijo una palabra. Todo el procedimiento parecía hermético y protegido.
A diferencia de los bellos y valiosos tomos cuidadosamente manipulados por la mano enguantada de una mujer en la mesa contigua, la selección de Thomas era mucho más mundana: un atlas y un par de libros sobre historia europea. Había leído innumerables veces en la lista de personajes de Trabajos de amor perdidos la existencia del «rey de Navarra», pero ninguna de las notas a pie de página decían dónde se encontraba Navarra y nunca había oído hablar de ese lugar más allá de la obra. Tardó escasos minutos en saber el porqué.
Devolvió los libros y se marchó, primero de la biblioteca y después del hotel. Cogió el metro desde King Cross hasta la estación de Waterloo y a continuación llamó desde allí a la abadía y preguntó por Ron Hazlehurst para hacerle partícipe de su descubrimiento. El sacristán también tenía noticias, y ambos descubrimientos parecieron concordar de manera significativa.
—Mi contacto en la Sorbona asegura que Saint Evremond tenía la costumbre de obsequiar con libros a sus amigos —dijo Hazlehurst—. No está al tanto de ninguna referencia a Trabajos de amor ganados en sus cartas, pero sí recuerda una referencia a un regalo de libros al mismísimo rey de Francia en el transcurso de su reconciliación. En una carta a una anciana viuda le menciona un libro en concreto que estaba en inglés, pero que celebraba, espera, quiero decirlo bien, «el trono real del receptor». La viuda supuso que se refería al mismísimo rey de Francia. Ahora bien, el rey de Francia no aparece en Trabajos de amor perdidos, salvo su muerte al final de la obra y fuera del escenario, y es de suponer que en Trabajos de amor ganados no aparece el rey de Francia, porque la princesa ya sería reina…
—Esa era la razón de mi llamada —dijo Thomas—. El reino de Navarra se encontraba en la región vasca de los Pirineos, ocupando partes de lo que en la actualidad son Francia y España, y con su centro en Pamplona. La parte sur fue absorbida por Castilla y se convirtió en parte de España en 1513, pero la parte norte se unió a Francia en 1589, cuando el rey Enrique de Navarra se convirtió en rey de Francia. Cuando Shakespeare escribió los dos Trabajos de amor, ambos países eran a todos los efectos el mismo y se unieron oficialmente en 1620. La última reina de Navarra, un título que se sigue usando, ¡fue María Antonieta!
—¿De veras? —dijo el sacristán—. Una historia que celebra esa unión sería el regalo perfecto para poner fin al distanciamiento con su rey, ¿no le parece?
—Coincido plenamente.
—¿Y adónde le lleva todo esto?
Thomas miró el moderno tren de elegantes líneas que lo llevaría en dirección sur, bajo el canal de la Mancha.
—A Francia —respondió Thomas.
Antes de subirse al tren, llamó a Kumi a su casa en Tokio desde una cabina. Estaba adormilada, pero optimista, y Thomas dejó que hablara mientras le repetía lo que Tasha Collins ya le había contado de la operación.
—¿Qué va a suceder ahora? —le preguntó.
—Más pruebas durante los próximos días, y luego quieren comenzar con la radioterapia —dijo ella—. Una vez comience con ella, no podré viajar en seis semanas.
—Puedo ir yo allí —dijo Thomas.
—La verdad es que estaba pensando en ir a verte. A Inglaterra. Solo un par de días. Me gustaría verte y estaría bien visitar algún lugar nuevo, agradable pero desconocido.
Thomas le contó sus planes.
—¿Cuánto tiempo tienes pensando pasar en Francia? —le preguntó.
—No más de dos días —dijo. Le contó lo que había estado haciendo, las preguntas que quería responder, la pista que estaba intentando seguir.
—Bien —dijo ella—. Buscaré algunos vuelos.
—Podemos encontrarnos en Londres.
—Verás, creo que Stratford me resulta más acorde con mi ritmo actual —dijo—. Llámame en un par de días, ¿vale?
—Vale.
—Y Tom —dijo Kumi—, no te preocupes. Vamos a superar esto.
No has de jactarte, Tiempo, de que cambie:
tus pirámides, que alzas nuevamente,
ni me son novedosas ni me extrañan;
son aspectos de formas anteriores.
Porque es breve la vida, nos admira
cuanto tú nos impones como antiguo,
y prefiere la ilusión verlo nacer
a pensar que ya lo hemos conocido.
A ti, y a tus anales desafío,
no me asombra el pasado ni el presente;
ya que mienten la historia y lo que vemos:
a todo hace fluctuar tu eterna prisa.
Te juro que seré siempre constante,
a pesar de ti mismo y tu guadaña.
William Shakespeare.
«Soneto 123»
Independientemente de lo que alguien pensara que sabía, Thomas no tenía la sensación de haber hecho demasiados progresos en Stratford. Estaba muy lejos de determinar dónde podría encontrarse la obra perdida, pero sí tenía una idea de dónde podía haber ido. Quizá al investigar el pasado pudiera descubrir el presente. Aun así, a pesar de todos los descubrimientos que habían realizado el sacristán y él, el viaje le había resultado aburrido y desalentador. No paraba de pensar en Kumi. Deseó poder concentrarse en algo más, pero hacerlo en asesinatos y obras perdidas le resultaba demasiado sensacionalista, irrespetuoso incluso.
Blasfemo, pensó, recordándose a sí mismo a un hombre al que una vez había conocido.
Thomas se bajó del Eurostar en Calais. Había estudiado los mapas del sistema ferroviario y había concluido que, puesto que no sabía exactamente adónde iba, lo mejor sería alquilar un coche.
Instantes después estaba caminando por una ciudad francesa situada a unos cuarenta kilómetros de la costa inglesa. Era un mundo totalmente diferente. Se decía que Calais era el lugar más inglés de Francia, y de hecho había sido un emplazamiento crucial de apoyo para los británicos durante la guerra de los Cien Años. Al sur estaban los campos de batalla de Crécy, donde el rey Eduardo III se valió de arcos largos y cañones para diezmar a las fuerzas francesas, superiores en número y mejor provistas, y de Agincourt, donde Enrique V asestó el golpe de gracia y reclamó el trono de Francia, poniéndose así fin a la campaña que había comenzado con el incidente de las pelotas de tenis en el castillo de Kenilworth.
Algo así, pensó.
Aunque la cuestión resultaba más complicada que unas meras pelotas de tenis, tal como Shakespeare sugería: problemas nacionales, la limitación del poder de la iglesia y los complots de antiguos enemigos que tenían motivos para dudar del derecho de Enrique V a reclamar el trono. La obra plasmaba con gran lucidez las atrocidades de la guerra.
La propia ciudad parecía socavar todavía más los mitos heráldicos de aquella guerra, con sus imponentes obras petroquímicas y las grúas amontonadas a lo largo del puerto. Las carreteras estaban atestadas de camiones contenedores, y había una gris funcionalidad en todo el lugar que hacía difícil imaginar por qué María, la hermana de Isabel, se había afligido tanto cuando Inglaterra perdió finalmente el control de Calais. En la actualidad estaba abarrotada de ingleses cargados de bolsas y niños.
Sí, y más bobo yo por estar en Arden, pensó.
Tardó diez minutos en encontrar un teléfono y dos para hacerse con la tarjeta necesaria para poder utilizarlo. Ron Hazlehurst había estado esperando junto al teléfono con noticias de su contacto en la Sorbona, y estaba entusiasmado.
—Se cuenta que existió un Second Folio en la colección de Versalles —dijo—, lo que respalda la idea de que la realeza francesa sentía gran interés por el drama inglés. La prueba no es concluyente y nadie parece saber dónde se encuentra ahora, pero incluso así sigo pensando que se trata de algo bastante extraordinario, ¿no le parece? De la desaparición, sin embargo, ni rastro.
Thomas sonrió por el término empleado por el sacristán, elegido (al parecer) por si se diera la circunstancia de que los teléfonos estuvieran intervenidos. No cabía duda de que Hazlehurst estaba disfrutando con la intriga.
—Desaparecieron muchas cosas cuando la revolución golpeó a las puertas de palacio. Parte fue víctima de saqueos, parte vendida de contrabando y parte destruida.
—Si fue víctima de un saqueo —dijo Thomas—, podría estar en cualquier parte o en ningún lugar.