Pero entonces escuchó algo más: otras pisadas, a su derecha. Thomas se detuvo y se dio la vuelta. Durante un segundo pensó que había sido fruto de su imaginación, pero entonces, entre los pasos tintineantes del estadounidense, los escuchó de nuevo. Eran pasos cautos, furtivos.
Thomas sintió que se le erizaba el vello de los brazos. Alguien más estaba allí abajo con ellos, en la oscuridad. Alguien que no quería ser descubierto.
Comenzó a andar de nuevo, más rápido que nunca, intentando acercarse a aquellos pasos lejanos y tintineantes. Giró a la izquierda, después a la derecha y entonces oyó algo diferente y se detuvo. Apagó la linterna. Sintió sus ojos abrirse de par en par, a pesar de la oscuridad, mientras intentaba ubicar el nuevo sonido.
Pies corriendo. Muchos. A su espalda.
Oyó voces. No las voces lastimeras y quejicas de los turistas, sino gritos guturales y secos. Parecían provenir de varios túneles, y se gritaban los unos a los otros en lo que a Thomas le pareció que era francés, aunque dentro de aquellos pasadizos abovedados y resonantes no lograba entender las palabras. Corrían de manera organizada, resuelta, como soldados.
Están de caza, pensó.
Era un barrido controlado y rápido de los túneles, y sonaba tanto urgente como brutal.
Haciendo caso omiso del dolor acuciante de su hombro y pecho, Thomas echó a correr. Estaba acostumbrado a correr cual búfalo, embistiendo, pero ni siquiera había sido buen velocista cuando estaba en forma. El esfuerzo comenzaba a hacer mella en él, e incluso a pesar del frío de las bodegas, se empezaba a sentir acalorado y sin aliento. Miró tras él, y vio la estroboscópica luz blanca de una linterna halógena rebotando en los arcos, por lo que se obligó a ir más rápido. Ya no oía al hombre al que había estado persiguiendo, o las otras pisadas, más sigilosas, pero ya no le importaba. Esas personas no eran ningún equipo de rescate en busca de turistas extraviados.
Apuntó con la linterna a los lados, para ver si encontraba algún lugar donde esconderse, pero solo vio túneles.
Las voces cada vez se oían más cercanas.
Giró a la derecha, apuntando todavía con la linterna a las paredes, y entonces se detuvo en seco. Lo que había creído un túnel era en realidad una zona abierta llena de barriles de madera y de cuyas paredes colgaban antiguos instrumentos y utensilios de hierro. No tenía tiempo para pensar. Así que tuvo que decidirse.
Thomas se agachó entre los barriles, abriéndose paso hasta el centro. Escuchó atentamente. El corazón le latía con tanta fuerza y rapidez que la herida le dolía al unísono y su respiración era entrecortada y furiosa. Se obligó a respirar tan profundamente como pudo, apoyando la frente contra la madera revestida de hierro de los barriles, intentando calmar el pánico que le palpitaba en la sangre y se extendía hasta el hombro.
Todavía podía oírlos. Parecían estar por todas partes, pues sus voces resonaban desde los oscuros accesos de cada uno de los túneles. Y entonces escuchó unas pisadas más lentas y cercanas que las demás.
No era el hombre de los zapatos con hebillas. Podía ser el otro, el que caminaba con cautela, pero Thomas lo dudaba. Ese hombre daba pasos lentos y cautos, pero sus zapatos se arrastraban levemente por el suelo. Era uno de los cazadores y tenía el pálpito de que Thomas estaba allí.
Thomas apagó la linterna y se quedó muy quieto.
Las pisadas accedieron al almacén desde el túnel por el que había entrado Thomas, y de repente se detuvieron. Una luz brilló, un haz de luz blanco sobre la tapa superior de los barriles y entonces oyó un nuevo sonido, un ¡ting! metálico, como si hubiera cogido uno de los instrumentos de hierro de la pared. Probablemente fuera algo parecido a un atizador, pero al rozar contra la piedra sonó como una espada.
El hombre estaba acorralándolo. Sus pies no hicieron ningún sonido al rodear el perímetro. Thomas contuvo la respiración. Tenía los dedos extendidos en el suelo de piedra para mantener el equilibrio. Un hilo de sudor le cayó por el ojo derecho y parpadeó. Oyó que el hombre se movía: no sus pisadas, sino el sonido de la ropa al moverse. Estaba muy cerca.
Hubo un instante de silencio absoluto y entonces, casi inmediatamente, notó que el hombre retrocedía.
Thomas se quedó donde estaba durante un minuto entero, contando los segundos en silencio mientras escuchaba. Entonces el hombre se marchó.
Con cautela, despertando un músculo cada vez, Thomas empezó a moverse. Primero estiró el cuello, que había tenido doblado, sintiendo el aire fresco en la zona sudorosa donde su frente había estado apoyada contra el barril. A continuación flexionó los dedos y cuando sintió que estaban firmemente apoyados contra el suelo, comenzó a estirar los codos hasta erguir del todo la espalda. En esos momentos podía ver por encima de los barriles. No había ninguna luz. Ni señal alguna de movimiento. Flexionó los músculos de los muslos y comenzó a incorporarse. Le pareció que los sonidos de la persecución se habían debilitado.
Miró a su alrededor, arriesgándose a usar la linterna, intentando dilucidar por dónde había entrado y por dónde podría salir. Ya no estaba seguro de su orientación. Sabía qué túnel lo había llevado hasta los barriles, pero desconocía qué dirección tenía que tomar luego.
Salió de su escondite y dio un par de pasos silenciosos hacia la galería y entonces se quedó inmóvil. Alguien estaba allí. Había salido de uno de los túneles laterales y llevaba una linterna en una mano y algo parecido a un atizador en la otra.
Así que, después de todo, no se ha ido.
Thomas tardó unos instantes en percatarse de que la linterna no lo apuntaba a él. Estaba iluminando el lado contrario del pasillo, y el hombre que la sostenía también estaba mirando en esa dirección.
Con insoportable lentitud, Thomas se quitó los zapatos. Con los ojos fijos en la espalda del hombre con la linterna, dio un paso hacia atrás. Luego otro. El tercero y cuarto fueron más rápidos, más livianos. A continuación dobló la esquina y echó a correr de nuevo, sintiendo el frío de la piedra a través de los calcetines, convencido de que no lo habían oído.
Siguió avanzando, satisfecho de su sigilo, preguntándose si podría continuar con su persecución del hombre del traje.
Solo cuando estés seguro de que han dejado de buscarte, pensó.
Ya cerca de los barriles de nuevo, escuchó a alguien toser, y después voces y pisadas ruidosas. A continuación, inequívocamente, alguien bramó dos palabras a modo de grito de caza:
—Ses chaussures!
Habían encontrado sus zapatos.
Thomas corrió otros veinte metros a toda máquina, dobló a la derecha, siguió corriendo y al abalanzarse hacia el siguiente giro se golpeó contra algo sólido, algo que se rompió y estalló en una explosión de cristales y líquido.
Thomas cayó con dureza entre las botellas rotas. Permaneció allí un segundo, mientras el dolor crecía en su hombro herido y en la rodilla (que había sido la que había impactado contra el botellero de madera), durante el tiempo suficiente como para impregnarse del aroma a levadura del champán espumoso. Entonces oyó nuevos gritos de sus perseguidores y supo que se estaban acercando.
Cogió la linterna, que se le había caído, y la agitó, pero se había gastado la pila. Comenzó a encaramarse sobre los restos del botellero, y otra botella se cayó y rompió en pedazos. Thomas intentó avanzar por entre los cristales rotos, pero entonces las paredes parecieron encogerse con la luz blanca y azulada de una lámpara. Se giró para volver por el camino que había tomado, pero allí también había alguien, un hombre gigantesco vestido con un mono que tenía un enorme bigote y una piqueta todavía más enorme. Las sombras que tenía a sus espaldas comenzaron a cambiar (al menos había ya dos personas más) y a acercarse hacia él.
Thomas se dio la vuelta, hacia la fuente de la luz, bajó la cabeza y cargó contra ellos. Al menos eran dos, pero delante solo había uno. Thomas lo golpeó con dureza con el hombro izquierdo y el hombre se tambaleó hacia atrás, dejando un oscuro agujero tras de sí. Thomas echó a correr y sintió el silbido de un puñetazo que no impactó en su sien por pocos centímetros. Ya casi los había pasado. Dio otras dos grandes zancadas y torció hacia otra galería. Había al menos uno de ellos pisándole los talones. Quizá muchos más.
Sin la linterna solo podía ver lo que sus perseguidores iluminaban desde detrás y las frenéticas y cambiantes sombras eran casi peores que la oscuridad.
Dos zancadas más y la oscuridad desapareció. Las luces se encendieron en los túneles cual fichas de dominó cayendo. Thomas se cubrió los ojos con las manos y su corazón dio un brinco. Pero entonces, casi con la misma inmediatez, se le colapsó.
Desplomado contra la pared, a no más de nueve metros de él, había un hombre. Todo en él, los ángulos de sus extremidades y cabeza, resultaba extraño, fuera de lo normal. Pero lo que le había dejado paralizado había sido el color, el rojo carmesí que embadurnaba las de repente resplandecientes paredes.
Aun sin poder verle el rostro, Thomas supo que era el vinicultor estadounidense que había conocido en Reims. El cuerpo yacía medio sentado, con las extremidades estiradas y la cabeza echada demasiado hacia atrás, de manera que la herida de su garganta quedaba horriblemente expuesta. La sangre seguía derramándose y mojándole aquellos zapatos con hebillas que sonaban como campanillas.
Thomas se quedó allí helado, llevándose las manos a la cabeza y encorvándose. Durante un brevísimo instante se olvidó de los hombres que lo perseguían y, cuando los recordó, fue demasiado tarde.
Se volvió al percibir el golpe. Levantó su débil brazo derecho de manera instintiva y el mango de un hacha lo golpeó en un lado de la cabeza. Las luces lo cegaron momentáneamente para a continuación apagarse por completo.
Thomas soñó con túneles y oscuridad, y luego oyó fragmentos de conversaciones en francés y la oscuridad comenzó a tornarse gris, así hasta que fue consciente de que ya estaba despierto. Se movió y sintió un dolor punzante en la cabeza, por lo que durante unos segundos le entraron ganas de vomitar. Mantuvo los ojos cerrados y el cuerpo quieto hasta que se le pasaron las náuseas y a continuación miró con cautela a su alrededor.
Estaba tumbado en una cama con el armazón de metal y un colchón muy fino que olía a vinagre, en una habitación abovedada y excavada en la piedra. No estaba donde había sido atacado, pero sin duda lo habían llevado a otro lugar de las bodegas. El aire era frío y la luz tenue. Seguía sin zapatos y su reloj había desaparecido. Tenía la muñeca derecha esposada al armazón de la cama.
Movió la mano para comprobar la solidez de las esposas, pero estas lo sujetaban con seguridad y firmeza. Se incorporó, sacó las piernas hasta sentarse en el borde de la cama y se llevó la mano a la nuca. Tenía un chichón duro y doloroso tras la oreja, pero no había sangre y la piel no parecía estar rasgada o magullada. Lo que pudieran hacerle después, sin embargo, prefería no pensarlo.
No, dadas las circunstancias.
Rebuscó en sus bolsillos con la mano libre. Nada. Lo que significaba que tenían su cartera y que sabían quién era. Eso no sería de gran ayuda. Se miró el hombro. Le dolía, pero no tenía sangre en la camisa.
Había una sola puerta de metal y un par de barriles en un rincón. La habitación era más grande de lo que suponía que sería una celda, pero salvo ese detalle podría haber pasado perfectamente por una. Carecía de ventanas y la puerta parecía resistente. No podría haber ido a ningún lado incluso aunque no hubiera estado esposado a la cama.
Así que esperó, recordando lo que había ocurrido en los túneles, aproximándose con recelo al recuerdo del vinicultor (o lo que quiera que hubiese sido en realidad) muerto, como si volviera a acercarse al cadáver de nuevo. No sentía demasiada tristeza por aquel hombre, pues no lo conocía, solo confusión y horror por la manera en que había muerto, así como un cierto temor ante lo que aquello podía suponer para él. Después de todo, quienquiera que le hubiera hecho eso al hombre de los zapatos con hebillas podía hacerle lo mismo a él.
Salvo que ya podían habértelo hecho si hubieran querido.
Lo meditó, y solo se le ocurrieron dos explicaciones. Si los hombres que lo habían golpeado también habían matado al otro estadounidense, entonces lo querían vivo por una razón, y esta probablemente tuviera que ver con lo que tenía que decirles a sus captores cuando estos hicieran finalmente acto de presencia.
Si ellos no lo habían matado, entonces había habido alguien más husmeando en las bodegas.
Thomas estaba desconcertado con la muerte del vinicultor. Si ese había sido el hombre que había estado en su patio la noche después de la muerte de Daniella Blackstone, ¿cuál era el vínculo entre ellos? Pensó en aquel hombre, en cuando lo había conocido en Reims, y se preguntó si no lo habría estado poniendo a prueba para ver si lo reconocía del callejón oscuro de Evanston. Tenía que haberle resultado divertido que Thomas no supiera que se habían conocido (y peleado) con anterioridad. Esa idea resultaba exasperante y reforzaba la sensación de que Thomas no tenía nada que hacer allí, que no sabía nada, y que simplemente había estado dando tumbos de un desastre a otro.
Pero este desastre puede hacer que te maten.
Así que esperó, preguntándose cómo prepararse para lo que conllevaría la inevitable conversación con sus captores, preguntándose cuánto tiempo había permanecido inconsciente y, puesto que no tenía reloj, cuánto llevaba despierto. ¿Cinco minutos? ¿Diez? No estaba seguro.
Cuanto más tiempo pasaba, menos seguro estaba, y solo la falta de hambre y de ganas de ir al baño era lo que le indicaba que lo que había interpretado como varias horas, probablemente no hubiera sido más de una. De vez en cuando le parecía oír movimientos lejanos en las galerías y en una ocasión estaba seguro de haber escuchado voces, pero no hubo respuesta a sus gritos (en un francés lamentable) y, aun así, tampoco sabía muy bien qué gritar. Cualquiera que pudiera oírlo ya sabía que estaba allí.
En una ocasión las luces parpadearon y Thomas se quedó mirándolas, rogando para que siguieran encendidas, intentando reprimir el amargo pánico que se agolpaba cual ácido en su garganta. Las luces volvieron, con menos intensidad pero iluminación constante, y permaneció observándolas durante cinco minutos enteros hasta estar seguro de que seguirían así sin su atención. Entonces apartó la vista.