—Tan solo soy un turista —dijo Thomas, consciente de que aquella persona segura y dogmática no casaba con los ojos recelosos que lo estaban observando en esos momentos—. ¿Qué iba a estar buscando aquí sino vino?
El otro hombre permaneció callado un instante o dos, con la mirada fija, y entonces su sonrisa regresó a su lugar y abrió los brazos, exclamando:
—¡Regístreme!
Y a continuación se echó a reír de manera demasiado escandalosa. Había vuelto a su antiguo yo.
Thomas no se fiaba de aquel hombre, con sus desdenes al champán y su facilidad para emplear un lenguaje que parecía más bien sacado de la televisión y las películas que de la industria del vino. ¿Qué demonios era un travelling, o un docudrama?
—Entonces, si todo este mito de la grandeza del champán francés es una artimaña, ¿qué hace usted aquí?
El hombre sonrió y apartó la vista de nuevo.
—Oh, yo estoy aquí para ver qué puedo aprender —dijo—. Engrasar un poco los engranajes al otro lado del Atlántico, ya sabe. Ver si podemos sacar un contrato comercial para alguna importación-exportación. Quizá.
Un contrato comercial, pensó Thomas. Más lenguaje peliculero.
—Pero —concluyó el hombre trajeado, mirando una vez más los arcos de piedra—, ya he visto suficiente. Diviértase, profesor. No beba demasiado.
Thomas asintió, pero en cuestión de segundos el hombre ya estaba saliendo de allí con rapidez mientras las hebillas laterales de sus zapatos titilaban en el vestíbulo de piedra. Thomas no estaba muy seguro de a qué se había debido la brusquedad de su marcha, pero se planteó la posibilidad de seguirlo, solo para ver adónde se dirigía. No lo hizo, pero durante los minutos siguientes no dejó de mirar atrás para asegurarse de que aquel tipo se había marchado.
Thomas se acercó a la guía. Era una joven muy bonita, de no más de veinte años, con la piel blanca y unos ojos azules que se tornaron gélidos cuando se percató de quién era el hombre que se estaba dirigiendo a ella.
—Me preguntaba si podía hacerle una pregunta —repitió Thomas.
—Por supuesto —dijo ella sin sonreír.
—Bueno, no es acerca del método del champán ni nada que se le parezca. Quería información sobre una cuenta particular.
—¿Una cuenta?
—Sí. Taittinger tiene una relación con un conocido mío y necesito preguntarle algunas cosas.
Los ojos azules se endurecieron aún más.
—Si alguien pudiera decírselo, no creo que lo hiciera —respondió—. Es confidencial, ¿no? Su inglés, soberbio cuando se sentía cómoda, parecía haberse quebrado de manera fraccionaria. No se fiaba de él.
—¿Podría preguntar a alguien? —dijo Thomas con una sonrisa.
La joven se mordió el labio sin apartar la mirada en ningún momento de Thomas, y dijo:
—Espere aquí. —Y se marchó a gran velocidad. Estaba a punto de subir las escaleras al vestíbulo principal cuando se volvió—. Ese hombre con el que estaba, el estadounidense. ¿Es amigo suyo? ¿Un compañero de profesión, quizá?
—No lo había visto nunca antes hasta que me empezó a hablar hace unos minutos —respondió Thomas.
Ella lo miró durante un largo rato con dureza, pero a continuación se dio la vuelta y subió las escaleras sin hacer ningún comentario. No lo había creído. Más extraña todavía era la acuciante sensación de Thomas de que probablemente hiciera bien en no creerlo.
Thomas estaba comenzando a acostumbrarse al tamaño de las bodegas. Había supuesto que aquellos lugares apenas ocuparían el volumen del edificio que se alzaba sobre ellas, pero se había quedado corto. Las bodegas eran una red de túneles y pasillos que se amontonaban unos encima de otros y que se adentraban en la piedra caliza como madrigueras que serpentean. Las principales casas de champán tenían kilómetros y kilómetros de bodegas, literalmente.
Es un buen lugar para ocultar algo que quieres que la gente olvide, pensó Thomas. ¿Podía ser eso lo que el tipo del traje gris había estado buscando? Seguro que no. Pero había algo en aquel hombre, algo casi familiar que Thomas no lograba ubicar…
—¿Señor? —Era la joven de los fríos ojos azules.
—¿Sí?
—Si regresa al vestíbulo principal, uno de los agentes está esperándolo.
Thomas no sabía a ciencia cierta qué había querido decir con «agentes» y supuso que se trataba de una traducción errónea, pero percibió cierto rubor en las mejillas de la joven, y la manera en que le sonrió y se dio la vuelta le pareció apresurada y deliberada. Se puso en guardia.
El hombre que se encontraba al inicio de las escaleras y que fingía de manera sospechosa no hacer nada parecía igualmente receloso.
—¿Tiene alguna pregunta, monsieur?
Era un hombre joven, de aspecto serio y vestido con un traje estrecho de corte muy elegante, pero Thomas no pudo evitar pensar que sus maneras despreocupadas eran fingidas.
—Un par de ellas, a decir verdad —dijo Thomas, optando por comenzar por aquella que parecía más general—. La casa Taittinger produce una marca, Saint Evremond, llamada así por Charles de Saint Denis, marqués de Saint Evremond, que fue desterrado de la corte por…
—Le Roi Soleil —añadió el hombre—. Luis XIV.
—Sí, me preguntaba cuál era la conexión y si la casa posee algún libro o documentos de Saint Evremond.
—El champán Saint Evremond lo produce la compañía Irroy, propiedad nuestra. Lo realizamos de acuerdo con los principios formulados por Saint Evremond, treinta por ciento de Chardonnay, sesenta por ciento de Pinot Noir, con Meunier y otras uvas para equilibrarlo. Se deja añejar durante tres años…
—¿Pinot Noir? —dijo Thomas—. Pero esa uva es tinta.
—¿No ha leído los paneles informativos de la bodega? —dijo el hombre con cierto deje de altivez—. Muchos tipos de champán se realizan con una mezcla de uvas, incluidas las tintas, pero la piel se separa del jugo. Es la piel la que hace que el vino tinto tenga ese color.
—Comprendo —dijo Thomas, poniendo gesto humilde—. Pero, además de seguir la fórmula de Saint Evremond…
—No hay ninguna relación. —Se encogió de hombros—. Es una tradición que estamos orgullosos de mantener.
—¿Es cierto que los ingleses inventaron el champán moderno?
—Por supuesto que no —dijo como si nada pudiera ser más estúpido—. Nadie ha inventado el champán por sí mismo, ni siquiera el monje Dom Pérignon, independientemente de lo que le digan en Moët et Chandon. Saint Evremond, al igual que Dom Pérignon, destacó por su mezcla de uvas, pero su contribución a la bebida fue popularizarla en ambientes sofisticados. Los ingleses contribuyeron con un mercado que apreciaba el champán como vino espumoso y las botellas para guardarlo.
—¿Las botellas?
—Muchos de los productores de champán, Dom Pérignon incluido, intentaron evitar que el champán fuera efervescente. Probaron todo tipo de cosas para detener la segunda fermentación. A la gente a la que le gustaba con gas hacía lo contrario, así que cuando el vino se cambiaba del barril a la botella y se añadía el azúcar, la fermentación era… ¿cómo se dice? Tan «feroz» que las botellas se rompían. Por lo general se perdían dos terceras partes del champán almacenado por ese motivo. Los ingleses, que son fundamentalmente bebedores de cerveza, estaban acostumbrados a ese problema y crearon una botella más resistente, y un método con el que, al colocar una chapa de hierro sobre el corcho, el gas quedaba atrapado en el interior. Es importante, pero no significa que inventasen el champán. El champán es francés.
—La otra pregunta que quería hacerles es relativa a una cuenta suya —dijo Thomas, cambiando de tema. A pesar del lánguido buen humor del joven, aquella conversación parecía estar a punto de reavivar la guerra de los Cien Años—. Una mujer inglesa. Recibe de manera periódica cajas de Saint Evremond.
—¿Una mujer? ¿No una compañía? —Se encogió de hombros. Su sonrisa era en esos momentos confusa—. No lo entiendo.
—Actúo en su nombre —improvisó—. O más bien, en el de su propiedad.
El joven arqueó la ceja al oír la última palabra.
—Ha muerto —añadió Thomas—. Tan solo estoy intentando aclarar algunos detalles de sus disposiciones.
—Por supuesto. Venga por aquí, por favor.
Thomas lo siguió por un pasillo que conducía a una imponente puerta que daba a las oficinas y los despachos de carácter menos público. Atravesaron varios de estos despachos sin mediar palabra hasta llegar a lo que parecía la parte trasera del edificio. El joven tomó asiento delante de un escritorio inmaculado y comenzó a escribir en el teclado del ordenador mientras indicaba a Thomas con la cabeza que se sentara. Tras unos instantes, le preguntó el nombre de la propietaria de la cuenta y Thomas deletreó el nombre de Blackstone. El francés siguió tecleando hasta que resopló desconcertado.
—¿Qué? —dijo Thomas.
—Daniella Blackstone —leyó el joven en el monitor—. Una caja al año.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Vitalicio —dijo el hombre desde el ordenador.
—¿Es muy costoso?
—No para ella. Nunca se le ha cobrado importe alguno.
—¿Es eso habitual? —preguntó Thomas.
—Para nada. Es la primera vez que veo algo así.
—¿Cuánto tiempo lleva recibiendo el champán?
—No se remonta a ella precisamente —dijo el joven, mirando en esos momentos a Thomas—. Se remonta a su familia. Se lleva haciendo desde 1945.
—¿Sabe la razón?
El joven negó con la cabeza.
—Esa información no figura en el archivo y no disponemos de registros en papel de una fecha tan lejana.
—¿Por qué 1945? ¿Tiene algo que ver con el final de la guerra?
—Indirectamente —dijo—. El acuerdo, creo, se remonta más atrás en el tiempo. Comienza en 1945 con Taittinger porque fue en esa fecha cuando compramos ciertas casas de champán más pequeñas en Épernay. El acuerdo con la familia Blackstone parece provenir de una de esas casas: Demier.
Thomas subió hasta el lugar donde había aparcado y siguió hasta la catedral. Había sido una de las iglesias medievales más extraordinarias de Europa, el equivalente francés a la abadía de Westminster en cuanto a coronaciones reales y antigüedad, pero fue brutalmente bombardeada durante la primera guerra mundial y la mayor parte había sido rehabilitada. Aun así, la mayoría de las estatuas que rodeaban su exterior carecían de cabeza o estaban rotas, y Thomas solo alcanzó a imaginarse el infierno que tenía que haberse desencadenado cuando el edificio fue alcanzado, según la guía que había comprado, por 285 obuses. Se decía que de las cuatrocientas casas que habían rodeado la catedral, solo cuarenta habían sobrevivido a la devastación.
Era un lugar muy diferente en muchos aspectos a Westminster. Era más amplia en el interior, no tenía tantos monumentos, por lo que la impresión general era de aire y de enormes piedras, así como de destellos de color procedentes de las vidrieras. También era un lugar más tranquilo. Thomas caminó por su enorme y frío crucero, admirando las inmensas columnas con sus tallas de hojas de parra, y a continuación se sentó a contemplar los profundos azules cobalto de las vidrieras de Chagall. Era como estar bajo aguas profundas y mirar al sol, un color vívido y cambiante que parecía prolongarse hasta el infinito. Cuanto más lo contemplaba, más se sentía flotando en corrientes ondulantes, flotando cual espíritu libre de su propio cuerpo.
Recordó las estrofas de la canción de XTC acerca de Dios y la enfermedad y los diamantes…
Tuvo que obligarse a ponerse en pie y regresar al mundo que, en comparación, resultaba mucho más oscuro. Encendió una vela por Kumi y regresó al coche. Hacía frío fuera. Corría más brisa y parecía estar a punto de llover. Se sentía meditabundo. Toda sensación de progreso que había tenido quedaba embotada cuando imaginaba hallar una obra perdida de Shakespeare en alguna bodega olvidada y en estado ruinoso bajo Épernay. Con semejante estado de ánimo, se sorprendió al ver al hombre.
Había estado detrás de Thomas en la catedral, un hombre joven con el pelo casi al rape y un abrigo largo y gris. A Thomas le daba la sensación de haberlo visto antes también, quizá en las bodegas de Taittinger. Había estado caminando a escasos metros por detrás de Thomas, pero se había detenido cuando Thomas se había parado a buscar sus llaves. El joven se había puesto a mirar un escaparate como si algo en su interior hubiera llamado su atención. Mientras Thomas ponía el coche en marcha, el hombre del abrigo largo se giró de nuevo, hacia la carretera, y extendió el brazo como si estuviera llamando un taxi. Thomas observó por su espejo retrovisor como un sedán verde, un Citroën, que había doblado la esquina, al ralentí aceleraba, y el hombre se subió rápidamente al automóvil. No estaba seguro, claro, pero Thomas habría jurado que aquel sedán no era ningún taxi.
Thomas tomó la N51 sur a Épernay, atravesando vastas extensiones de campos y viñedos en meticulosa disposición a ambos lados de colinas de caliza. Se salió de la autopista y giró mal al menos una vez, yendo a parar a unos pueblos pintorescos con antiguas granjas, mercados y monumentos conmemorativos de guerras, algunos de las guerras napoleónicas, otros de la primera guerra mundial y otros de la segunda. Cuando se bajó a mirar una señal tapada por un enorme árbol, descubrió uno de esos monumentos, emplazado en mitad de la nada. Dio por sentado que allí se habría librado alguna batalla y subió los peldaños que conducían al monumento con su bandera francesa descolorida, el obelisco de ladrillo y las placas de alrededor cubiertas de nombres. Habían colocado flores hacía poco. Solo cuando se fijó en las inscripciones y vio todos aquellos apellidos repetidos comenzó a preguntarse si allí no habría habido un pueblo que la guerra (en este caso, la primera guerra mundial) hubiese destruido. Muchos de los nombres eran de mujeres. ¿Era posible que pueblos enteros hubieran sido borrados del mapa y sus edificios y gentes erradicados durante aquel horror de cuatro años que había sido la «guerra que terminaría con todas las guerras»? Miró el mapa de su guía y concluyó que sí era posible. Épernay estaba situada junto al río Marne, emplazamiento de las principales batallas al principio y final de la guerra. En ese periodo de tiempo, el terreno que rodeaba el río había pasado del control aliado al alemán, y la región había sido diezmada por completo.
Se quedó delante de los escalones y miró atrás, a la carretera por la que había venido. No había más que campos y unas extrañas torres redondas con su parte superior cónica, de pizarra, que quizá hubieran sido silos, así como algunos árboles aislados. Ni rastro del Citroën verde que había pensado que lo estaba siguiendo cuando había salido de Reims, pero tampoco podía decir con seguridad que no lo hubiera visto en la autopista una vez había abandonado la ciudad.