Lo que devora el tiempo (28 page)

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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

BOOK: Lo que devora el tiempo
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Mientras continuaba allí sentado, la estupidez y el sinsentido de todo aquello cobraron una dimensión mayor. Era un aficionado dando tumbos entre cadáveres que se agolpaban tras él. Pensó en David Escolme. Lo que tenía que haber hecho era haberse marchado sin más. Adonde tenía que haber ido era a Tokio. ¿Qué demonios sabía Deborah acerca de lo que podía o no necesitar Kumi? Ni siquiera la conocía.

La operación había ido bien y la radioterapia ya estaba programada. ¿Era con la radioterapia con lo que se le caía el pelo a la gente? ¿O era con la quimio? Le sobresaltó comprobar lo poco que sabía acerca del cáncer. Era una de esas palabras de las que había huido durante toda su vida, como si el ignorarla pudiera hacer que desapareciera. Que pudiera ser real, que pudiera afectar a gente de su edad, de la edad de Kumi, nunca había llegado a pasársele por la cabeza. Todavía estaba en la treintena y no tenía antecedentes familiares de la enfermedad. Sabía que era posible, claro, intelectualmente hablando, pero comprenderlo, agarrarlo como se agarraría el mismo tumor, extendiéndose con tanta rapidez que casi podía sentirse… No. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo puedes seguir con tu vida sabiendo que tu propio cuerpo puede arrebatarte todo…?

Basta.

Sí, ya basta.

Las pisadas, cuando fueron a buscarlo, comenzaron de repente, cercanas, como si su propietario hubiera estado esperando en el mismo pasillo. Había dos hombres, nervudos y vestidos con monos manchados de roca caliza y suciedad, con ojos oscuros y tristes. Uno sostenía el mango de una piqueta con las dos manos, y el otro un revólver negro que parecía bastante antiguo. Ninguno dijo nada. El hombre que sostenía la pistola permaneció en la puerta con el arma apuntando distraídamente al tronco de Thomas mientras el otro le quitaba las esposas. Una vez lo liberaron, Thomas fue conducido a empellones con el extremo de la piqueta y salió de la habitación. El hombre de la pistola cerró la marcha.

Caminaron en línea recta durante cerca de cien metros y a continuación otro par de empellones dirigieron a Thomas a la derecha y a las puertas de un ascensor de hierro abollado, nada que ver con el ascensor elegante y limpio que usaban los turistas. Thomas entró y permaneció en silencio entre los dos, preguntándose adónde iban y si debería intentar coger el arma.

Ah sí, pensó. Un plan de supervivencia basado en tu extensa experiencia viendo películas de James Bond. Puedes aturdirlos con los botones explosivos de tu camisa…

Sonrió para sí mismo y el tipo que sostenía la piqueta lo miró con dureza.

El ascensor comenzó a subir haciendo bastante ruido, pero con rapidez. Era uno de esos ascensores antiguos con una rejilla que se cerraba por dentro de la puerta, de manera que podías ver que se sucedían las plantas. Salvo que allí no había plantas, sino unos cuatro metros de piedra, a continuación una maltrecha puerta de acero y, en el nivel superior, algo bastante diferente.

La puerta era de una madera exótica lacada y con profundas vetas. Tenía relucientes adornos de latón.

Mientras su compañero echaba a un lado la rejilla de metal, el tipo de la pistola dio un paso atrás e indicó a Thomas que saliera del ascensor. Fue algo raro, como si se estuviera produciendo un extraño cambio en la tónica de aquel día, pero de una manera que no alcanzaba a comprender. Empujó la puerta de madera y miró hacia abajo, como si creyera que iba caer a la nada, como el crío que entra en la sala de la torre sin suelo en Secuestrado, de Stevenson. Había una alfombra de felpa carmesí con adornos dorados. Thomas entró, pero sus escoltas no lo hicieron. Cerraron la rejilla tras de sí, con ojos ausentes e impertérritos mientras la puerta se deslizaba, y el ascensor chirrió al descender.

Thomas se encontraba en una elegante habitación con pinturas al óleo en ornamentados marcos dorados: paisajes y retratos de los siglos XVIII y XIX, supuso. En un extremo de la habitación había un par de puertas de la misma madera, cerradas. En el otro extremo dos puertas exactamente iguales, pero abiertas, lo invitaban a entrar a un amplio y soleado salón con chaises longues y butacas. Todo era de un regio azul y dorado. Sonaba música de cámara. Thomas dio por sentado que era una grabación, aunque tampoco le habría sorprendido demasiado doblar una esquina y toparse con unos violinistas provistos de pelucas empolvadas. Había una figura junto a la ventana, un hombre de unos sesenta años, menudo y con aspecto frágil, vestido con un traje de franela gris de elegante corte y raya diplomática. Llevaba un clavel blanco en el ojal.

—Entre, señor Knight —dijo. Su voz tenía un fuerte acento francés, pero se le entendía perfectamente—. Tome asiento.

Capítulo 54

—¿Por qué me retienen aquí? —preguntó Thomas, aún de pie.

—Por favor —dijo el hombre mientras señalaba una butaca. Tenía el cabello cano y cejas espesas, y sus ojos eran de un azul tan brillante que relumbraban por toda la habitación. Eran de un azul desconcertante, fuera de lo normal, como el azul de las vidrieras de Chagall que Thomas había visto en Reims. Proyectaban una inteligencia extraordinaria y una energía que contradecía su frágil constitución. En el extremo de una mesa, junto a la butaca, se encontraba la cartera de Thomas, su reloj y el contenido de sus bolsillos. Sus zapatos se hallaban en el suelo, cual pantuflas esperando su llegada. Thomas se los puso con toda la dignidad de que fue capaz y a continuación se sentó.

—Señor Thomas Knight —dijo el hombre—. Profesor de instituto. Entre otras cosas.

Sonrió y Thomas no supo si aquello había sido una pregunta.

—¿Y usted es? —preguntó. Estaba intentando confundir al hombre, desbaratar su aura de control, pero no funcionó.

—Soy monsieur Arnaud Tivary —dijo con una sonrisa—. Soy el propietario de esta casa, la compañía Demier, y de las bodegas que hay debajo. Quizá quiera decirme lo que su amigo y usted estaban haciendo allí.

—Vine a la visita guiada. Solo —dijo Thomas.

Tivary, que seguía sonriendo, se puso a mirar por la ventana.

—Todo sería mucho más sencillo, más agradable, si me dijera la verdad, señor Knight. Usted accedió a la visita guiada, pero luego la abandonó y se puso a explorar por su cuenta.

—La luz se fue —dijo Thomas—. Estaba desorientado.

—Eso parece —respondió Tivary, y miró a Thomas largo tiempo. Su sonrisa había desaparecido—. Pero la luz no se fue sin más, ¿verdad? Alguien se valió de una pala para destrozar la línea eléctrica principal. ¿Fue usted, señor Knight?

—No sea absurdo.

—¿Quizá fue su amigo?

—Ya se lo he dicho —dijo Thomas—. Vine solo. No tenía a ningún amigo aquí.

—¿Para quién trabaja, señor Knight?

—Soy profesor de instituto, como usted bien ha dicho.

—¿Y su amigo?

—Por última vez, vine solo. Si se está refiriendo al hombre al que su gente mató en las bodegas, lo vi una vez en Reims, pero no lo conocía.

—¿Y él trabajaba para…?

—Dijo que para una compañía vinicultora en Estados Unidos, pero no sé cuál. Si tiene tanta curiosidad, estoy seguro de que la policía podrá averiguarlo.

La sonrisa retornó.

—Sin duda —dijo.

—¿Esa es la razón por la que lo han matado? —se atrevió a decir Thomas—. Porque estaba husmeando en su propiedad buscando… ¿Qué? ¿Secretos industriales que podía llevarse de regreso a Napa Valley?

—Lo dice a modo de burla —dijo Tivary—, pero no es del todo improbable. El espionaje industrial forma parte del mundo en el que vivimos. La mecanización ha supuesto que la mayoría de las marcas de champán empleen fundamentalmente los mismos procesos. Lo que los hace diferentes es la mezcla de uvas, la levadura, y otros aditivos, incluidos los tipos y las cantidades de azúcar. Eso es lo que hace a los caldos diferentes.

—¿Y?

—¿Y? —repitió con incredulidad Tivary—. Puede que sea un bárbaro, señor Knight, pero sin duda incluso usted comprende que la diferencia entre las marcas es lo que hace que su valor sea distinto. Si una casa que produce champán por treinta euros la botella puede realizar el tipo de ajuste que le permita venderla por trescientos euros, ¿qué no harían por obtener esa información? ¿Y si pudieran vender una botella por tres mil euros? Incrementarían por cien el valor de su producción si supieran los secretos de otra casa y los implementaran.

—¿Así que ha rebanado el cuello a un hombre para que sus burbujas siguieran siendo inigualables?

Tivary sonrió de oreja a oreja.

—Después de todo, veo que usted no es un completo bárbaro, señor —dijo—. Tiene cierto conocimiento sobre las burbujas. Pero realmente la cuestión es el sabor. Con tal de encontrar el ingrediente, o la cantidad exacta de tal ingrediente… algunas personas harían cualquier cosa.

—Eso parece.

—No yo. Ni nadie de Demier.

—Taittinger entonces.

—Lo que dice es completamente ridículo —dijo Tivary.

—Porque todos ustedes son ciudadanos íntegros y refinados, aunque sus hombres fueran a buscarme armados, me golpearan y me encerraran.

Tivary se encogió de hombros.

—Es necesario tomar algunas precauciones —dijo—. No trabajamos en las calles, a la luz del día, donde patrulla la policía. Trabajamos en la tierra, en las profundidades de la tierra, en las sombras de la piedra subterránea. Las reglas son un poco diferentes ahí abajo. Tenemos que proteger nuestro trabajo. Es lo que nos gusta hacer y vivimos de ello. Pero eso no nos convierte en monstruos.

—Entiendo con ello, entonces, que puede demostrarlo.

—No —dijo Tivary—. Por lo que a mí respecta, usted encontró el cuerpo de un ciudadano estadounidense mientras estaba siendo legalmente perseguido por mis trabajadores. Su nombre era Gresham, Miles Gresham. La policía está al tanto de la desafortunada víctima, pero no de usted. Contarles que estábamos persiguiendo a otro estadounidense en el momento en que Gresham murió… desordena las cosas, ¿comprende?

—Estoy seguro de ello —dijo Thomas—. Pero averiguarán que yo estaba allí.

—Probablemente —coincidió Tivary—. Con el tiempo. Pero para entonces estarán siguiendo la pista al asesino y su implicación será irrelevante. Incluso así usted parece estar sugiriendo que yo, o la gente que trabaja para mí, maté a ese hombre y que usted también está en peligro. Nada más lejos de la realidad.

—Pero usted acaba de explicar por qué querría ver a Gresham muerto.

—No. He explicado por qué no querríamos que un vinicultor rival husmeara en nuestras bodegas. Pero ese tal Gresham no era un vinicultor.

—Me dijo que lo era —dijo Thomas, sorprendido.

—Sí —dijo Tivary—. Resulta interesante, ¿no cree? Fingió ser lo que atraería una mayor atención. Pero, según la policía, no era vinicultor. Ni siquiera era un comercial.

—¿Fue asesinado por error, entonces?

—No lo creo —dijo Tivary. Esbozó media sonrisa mientras pensaba, como si estuviera degustando una copa de un enigmático vino—. Creo que lo mataron por lo que era, no por lo que fingía ser.

—¿Qué era?

—La policía dice que Gresham sí era de California, pero no tenía relación alguna con la industria del vino. Se dedicaba a un negocio completamente distinto, uno en el que California ostenta el segundo lugar del ranking mundial.

—Cine —dijo Thomas, quedándose prácticamente inmóvil—. Era productor.

—Précisément —dijo Tivary.

Capítulo 55

Blackstone había hablado con alguna persona de un estudio para hacer la versión cinematográfica de Trabajos de amor ganados. Escolme se lo había dicho. Había estado buscando maneras de sacar el mayor provecho posible con la revelación de la obra, y con las películas lo habría conseguido: eso a pesar del relativo fracaso de la versión cinematográfica de Kenneth Branagh de Trabajos de amor perdidos, considerada por muchos el punto más bajo de su carrera. Pero una película nueva sobre una obra antigua era una cosa, y la primera película de una obra recientemente descubierta era algo completamente distinto. Podría llegar a figurar en los libros de récords.

Así que Blackstone había hablado con Gresham. Quizá le había revelado algo acerca de la procedencia del manuscrito original como una forma de atestiguar su autenticidad. Y él había ido allí a buscarlo. ¿Él solo? ¿Ya que alguien de su estudio quería pruebas de que el manuscrito era original antes de comprometerse a realizar otra película de una obra de Shakespeare? Quizá. Dudaba mucho que hubiera demasiados expertos en Hollywood que pudieran decir de manera fidedigna si era o no de Shakespeare basándose solamente en una copia escrita a mano. Lo que quiera que ella le hubiese mostrado no le había parecido suficiente. Estaba buscando el original.

—Por favor —dijo Tivary. Le ofreció a Thomas una copa aflautada de champán dorado.

—No soy muy bebedor de champán.

—Por favor —dijo Tivary de nuevo.

Thomas se encogió de hombros, la cogió y dio un sorbo. Era seco y embriagador, lleno de titileos de festividad y celebración.

—¿Sí? —dijo Tivary con una sonrisa de oreja a oreja y la mirada fija en Thomas.

Thomas tragó y no pudo evitar devolverle la sonrisa al anciano.

—Sí —dijo.

Tivary tosió un poco al romper a reír y lo señaló con el dedo índice de manera triunfal.

—Bien —dijo, como si Thomas hubiera cedido en algún aspecto de un importante debate—. Ese Gresham —dijo Tivary—, no es el primero en husmear en mis bodegas sin ningún buen motivo. Sí es el primero en morir. La mayoría de los espías vienen de otras casas que conocemos, y la mayoría de ellos no son tan groseros y torpes como para merodear por las cuevas de esa manera. Les he hablado de Gresham y de usted a mis colegas de Taittinger en Reims porque llevo un tiempo alerta. En los últimos meses ha habido unos cuantos. Así que no puedo más que preguntarme: ¿qué están buscando? Creo que usted lo sabe, señor Knight. Creo que usted lo sabe porque también está buscándolo, ¿verdad?

Thomas observó al hombre con gesto serio, pero no dijo nada.

—Venga por aquí, por favor.

La forma de andar del anciano francés era más bien rígida, de zancadas cortas, como un gallito. Aún así, avanzaba con bastante rapidez y Thomas, casi su contrario en muchos aspectos físicos, tuvo que apretar el paso para seguirlo, y sus pisadas resonaron por la exquisitamente amueblada habitación como si un elefante entrara en una cacharrería.

Salieron de la estancia y recorrieron el camino por el que Thomas había llegado, hasta alcanzar las puertas dobles cerradas situadas en el extremo más alejado del pasillo. Tivary las abrió con una diminuta llave de latón que sacó de su chaleco y entró. Esperó a que pasara Thomas y a continuación cerró la puerta con llave.

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