—¿Qué has leído? —insistió Mauricio, que no salía de su asombro.
—Tengo que confesar que, en las largas conversaciones epistolares que sostengo con mi tío Alfredo, hemos tocado muchas veces este tema. Además de recomendarme una infinidad de libros, me ha explicado toda esta cuestión del petróleo y también me ha dado su opinión al respecto.
—El tío de Francesca —explicó Dubois—, Alfredo Visconti, es un conocido periodista y escritor argentino. Dirige un periódico en Córdoba, una de las ciudades más importantes de la Argentina, y tiene columnas en dos de los diarios de mayor tirada de Buenos Aires.
—Hermano de su madre, supongo —se interesó Jacques Méchin.
—En realidad no existe lazo sanguíneo. Es mi padrino de bautismo, y para nosotros, los sicilianos, eso es muy importante.
—¿Pero usted no es argentina? —preguntó Le Bon.
—Yo sí, pero mis padres son sicilianos.
—En la antigüedad, mi pueblo ocupó la isla de Sicilia durante ocho siglos —acotó Ahmed.
—Y dejaron huellas imborrables —aseguró Le Bon—. En mi libro
La civilización de los árabes
dedico buena parte a esta cuestión.
Pues bien, de ahí le sonaba el nombre. Gustav Le Bon, autor de
La civilización de los árabes,
el libro que había leído en Ginebra.
—Es un libro excelente —aseguró Francesca—. Muy ameno, además.
—¿Lo leyó usted? —se envaneció el francés.
Prosiguió una disquisición acerca de libros, escritores y estilos que continuó en la sala mientras se servía el café. Valerie, hastiada de una conversación en la cual no participaba, se propuso cautivar al atractivo príncipe que, desde el fuego cruzado con la secretaria, no había abierto la boca. Se sentó a su lado en el sillón de tres cuerpos y cruzó las piernas sugerentemente. Francesca los miró de soslayo y se ubicó junto a Jacques Méchin que sostenía con tenacidad, pese al desacuerdo de Le Bon, la primacía de Marlowe sobre Shakespeare.
Con un movimiento rápido que desconcertó a Valerie, Kamal dejó el sillón y se aproximó a la contraventana, donde encendió un cigarrillo y fumó con la vista fija en el cielo estrellado. «Una niña», se dijo, y sonrió. Se volvió a mirarla: nada evidenciaba sus veintiún años, ni su cuerpo, ni sus maneras, ni su inteligencia; su carita, quizá, tan delicada y pequeña.
—¿Hace tiempo que vive en Arabia? —preguntó Francesca a Méchin.
—Tanto que ya no me siento francés. Llegué a Arabia cuando aún ni siquiera era Arabia, sino un grupo de tribus que erraban por el desierto y que, con frecuencia, se enfrentaban en cruentas batallas para delimitar los territorios.
La voz de Méchin la aletargó y los relatos de beduinos, guerras, caravanas y jeques le resultaron cautivadores e increíbles, tanto más cuando, acontecidos en ese mismo siglo, parecían historias extractadas de
Las mil y una noches.
Debía admitir que los árabes eran enigmáticos y fascinantes. Un poco brutales, un poco genios, pletóricos de vida y pasión, orgullosos como pocos, aunque no vanidosos; seguros de sí y aferrados a su tradición. Inconscientemente, se volvió hacia Kamal, que desde hacía rato la contemplaba con fijeza, y le sostuvo la mirada. «Es la primera vez que le veo el pelo», notó, y se detuvo en sus rizos castaños. «¿Cuántas mujeres tendrá en su harén?». Volvió a darle la espalda y simuló prestar atención a Méchin y a Le Bon.
—Señorita De Gecco —escuchó decir a Kamal, sigilosamente apostado detrás de ella—. Cuando habló de la pasión y el entusiasmo de mi pueblo, ¿a qué se refería exactamente?
Bien, ahora pagaría su cinismo e insolencia. Había jugado con fuego y se había quemado; un hombre mucho mayor que ella, a leguas se notaba, inteligente y sagaz, no dejaría pasar su impertinencia sin una justa y reconfortante venganza.
—Bueno... Yo... —balbuceó.
—No permitiré que retomen esa aburrida conversación acerca de petróleo, cárteles y esas cosas que una mujer no entiende.
Por primera vez en la noche, Francesca agradeció la intervención de la hija de Le Bon. Valerie se puso de pie, se acercó a Kamal y lo tomó del brazo, procurando que sus abultados pechos lo rozasen.
—Por favor, Kamal, no siga usted hablando de política. Mejor, cuénteme de sus caballos. Mi padre me ha dicho que son de los mejores del mundo.
Se apoltronaron en el sillón nuevamente y conversaron con afabilidad. La reunión prosiguió sin contratiempos: Francesca simulaba interés en las disquisiciones de Méchin y Le Bon, mientras Kamal interesaba a Valerie con los relatos de sus purasangres.
Pese a las quejas de su hija, Gustav Le Bon fue el primero en despedirse. De regreso en la sala, Francesca ofreció otra ronda de café y
baklava,
que Ahmed, Jacques y Mauricio aceptaron de buen grado. Kamal, en silencio, se apartó del grupo y curioseó los discos. Resultaba una buena oportunidad para acercársele y mostrar educación y cortesía.
—¿Desea otra taza de café, alteza? —preguntó Francesca.
—No, gracias —dijo Kamal secamente.
Francesca lanzó un suspiro, desanimada. Se disponía a marchar hacia la cocina cuando Kamal volteó con rapidez y la aferró por la muñeca. Francesca lanzó un vistazo desesperado al grupo en la sala, que seguía enfrascado en su charla, sin percatarse de la escena.
—Me marcho —dijo Kamal.
Su voz, tan baja como de costumbre, revelaba una excitación que Francesca interpretó como una amenaza. Además, había algo en sus ojos, un brillo que la dejó sin aliento. Le diría que era una boba sin educación, una malcriada sin conciencia que lo había ofendido y humillado frente a sus amigos y una dama. Le diría, por fin, que no merecía pisar suelo árabe.
Al-Saud, en cambio, le besó la muñeca sobre las venas. Si le hubiese propinado un golpe no la habría sorprendido tanto. Pero un beso, un beso en la muñeca, un beso dado con los ojos cerrados, prolongado hasta sentir su respiración caliente sobre la piel, jamás lo habría esperado. Kamal le soltó el brazo y pasó a su lado como si se tratara de un mueble. Lo escuchó decir que se marchaba, algo acerca de tíos y conciliábulos que no llegó a comprender y, antes de que su jefe la reclamara, se escabulló hacia la cocina.
Los días siguientes a la cena, Francesca vivió, a causa de una u otra razón, en absoluto desasosiego.
Por un lado, deseaba volver a ver a Kamal Al-Saud; la intensidad de su anhelo la avergonzaba y la enfurecía. No olvidaba las horas pasadas frente a él en la mesa, como tampoco su inexplicable actitud cuando los demás no los miraban: ese beso en la muñeca que le había tocado el alma. «Quiere jugar con vos», se decía. Pronto entendió que ese beso había constituido la mejor venganza a todas sus majaderías. Él sabía que ella no podría olvidarlo, que sentiría su respiración sobre la piel durante días. Se lo merecía: se había enfrentado con estúpida vanidad a un león y, si bien el león le permitió retozar a gusto, en el momento final asestó el zarpazo y la dejó en vilo, sin posibilidad de réplica. Con ese beso había delimitado su territorio y, sin palabras, le había dicho: «Aquí mando yo».
No obstante, resultaba evidente que no se encontraba tan enojado: los días pasaban y ella seguía en Arabia. La mañana siguiente a la cena, Francesca tembló en cada ocasión que su jefe la mandó a llamar; de pie frente a la puerta del despacho, con el puño a unos centímetros, pensaba: «Ahora me echa». Sin embargo, Mauricio le hablaba de trabajo y le consultaba la agenda; sólo en una oportunidad le mencionó la cena de la noche anterior y lo hizo para felicitarla. Francesca farfulló un gracias y se apresuró a cambiar de tema.
Eliminada la presunción de que la despedirían, no se explicaba, entonces, por qué el príncipe Kamal retornaba a su mente con una incómoda asiduidad.
Aldo y su idea de viajar a Arabia Saudí completaban sus preocupaciones. La habría tranquilizado saber quién se encargaba del trámite del visado. Debía de ser Malik. Pero la relación con Malik iba de mal en peor; inexplicablemente, el árabe le había tomado una animosidad que ella creía no merecer, pues el único error posible a los ojos de ese hombre lo constituía su condición de mujer. Prácticamente no le dirigía la palabra, apenas la saludaba y, cuando se cruzaban en el corredor, la miraba de soslayo, con displicencia.
Una semana más tarde, recibió carta de Aldo Martínez Olazábal, la primera de muchas. El nombre de Francesca, escrito con caligrafía clara y pareja, se correspondía con la imagen romántica y apasionada del Aldo que amaba tanto, opuesto a ese otro hombre medroso y alcohólico. Rasgó el sobre y, a un paso de tomar la carta, se dijo: «Si la leo, mandaré todo al demonio, regresaré a Córdoba y me entregaré a él, lo sé». La rompió y la arrojó al cesto. La tortura crecía a medida que las cartas se sucedían. Pese a su minada voluntad, Francesca se deshacía de ellas sin leerlas.
—Estás muy delgada —la reprendía Sara, y Yamile corría a traerle nueces, ricota y dátiles que sólo conseguían recrudecer su inapetencia.
A menudo recibía cartas de su madre y de su tío. En la última, Antonina parecía haber caído en la cuenta de que su hija vivía en la misma casa que el embajador, y se mostró disconforme y escandalizada. «Es inadmisible que una señorita habite bajo el mismo techo con un hombre solo», y, aunque Francesca le explicaba que en Arabia nadie habría alquilado un apartamento a una mujer y que no vivía sola sino con el resto del personal y los sirvientes, su madre no daba el brazo a torcer. Francesca le comentó que Marta, una argentina de aproximadamente cuarenta años, había comenzado a trabajar como secretaria del agregado militar y del encargado de asuntos financieros; entonces la mujer pareció tranquilizarse.
Fredo se interesaba por su bienestar y le repetía que, si no se hallaba a gusto en esa embajada, él podía hablar con su amigo el canciller y pedirle un traslado. «¿Irme de aquí?», la idea le parecía una locura. Se sentía cómoda en Riad: Mauricio la respetaba y valoraba, Sara y Kasem la cuidaban corno a una hija, mientras el resto del personal, a excepción de Malik, la apreciaba y trataba con cariño. También contaban Jacques Méchin y el profesor Le Bon, que, después de la velada, habían regresado asiduamente y le hacían notar que les agradaba conversar con ella. En una de esas visitas, Méchin le comentó que había sido visir del rey Abdul Aziz y que en la actualidad se desempeñaba como asesor de Kamal.
—¿Hace muchos años que conoce al príncipe Al-Saud? —preguntó.
—Desde el día de su nacimiento —respondió Méchin—. Su padre y yo ya éramos grandes amigos para ese entonces y, cuando Kamal cumplió seis años, Abdul Aziz me encomendó la educación de su hijo.
Le Bon interrumpió a Méchin con un comentario acerca de La Sorbona e hizo perder el hilo de la conversación, y, aunque por un momento Francesca pensó en retomarlo, calló, convencida de la imprudencia. Perdida esa ocasión, no tuvo otra para indagar acerca del enigmático árabe.
Le Bon, que preparaba el segundo tomo de
La civilización de los árabes,
acaparaba la atención de Mauricio, y lo entretenía con interrogatorios y anotaciones; le pedía descripciones detalladas de las ciudades, oasis y desiertos que había conocido; las costumbres de los beduinos eran de su mayor interés, y la relación casi espiritual con sus caballos lo entusiasmaba especialmente. Francesca ansiaba escuchar esos diálogos, segura de que el nombre Kamal Al-Saud se deslizaba varias veces.
Una noche, mientras despedían a Méchin y a Le Bon en el vestíbulo, Mauricio preguntó cuándo regresaría Kamal de Washington. «Washington», se repitió Francesca, inexplicablemente satisfecha de saber que se encontraba fuera de Riad. Cientos de veces se había preguntado por qué no acompañaba a sus amigos en las visitas a la embajada. Inclinada a pensar que Kamal no la recordaría en absoluto o apenas como a una chiquilla insolente, se propuso olvidarlo. «¿Y ese beso?», insistía, mientras se miraba la muñeca y recordaba aquellos labios gruesos y suaves sobre sus venas.
—¿Dónde está Kasem? —preguntó Francesca, desde la puerta de la cocina.
—Salió con el embajador; dijo que volverían tarde.
—¿Y Malik?
—Aquí estoy, señorita —respondió el árabe, y se personó en la cocina.
Francesca tenía la impresión de que Malik poseía el don de la ubicuidad; un momento lo veía en el despacho del embajador, empeñado en papeles y expedientes, y al instante siguiente lo encontraba en el corredor, siempre en actitud de acecho.
—Te necesito —dijo, y se mostró segura y parca—. Debes llevarme al zoco.
El hombre inclinó la cabeza en señal de asentimiento y salió.
—¿Puedo llevar tu
abaaya,
Sara? La mía aún no se seca.
—Tú eres mucho más alta que yo, no te cubrirá bien las piernas.
—¡Oh, Sara, sólo será un momento! En medio del desquicio del zoco nadie verá si tengo las piernas cubiertas o si llevo minifalda.
—¿Mini qué? —preguntaron a coro Sara y Yamile.
—Minifalda, una falda que llega hasta aquí. —Y señaló su muslo.
—¡Por Alá misericordioso! —exclamó la argelina—. ¿No prefieres enviar a Yamile, incluso a mí? ¿Qué tienes que comprar?
—Debo ir yo misma. Esta mañana el embajador me pidió que comprase un obsequio para la esposa del embajador de Italia, y fue muy minucioso y detallista en cuanto a lo que quería. Debo ir yo —insistió.
Francesca se envolvió en la túnica y marchó hacia el automóvil. Al salir del barrio diplomático, la ciudad se colocó su traje oriental, rústico y pintoresco. Las mujeres, cubiertas por completo, circulaban en grupos, con la cabeza baja y las manos a la altura del rostro para sujetar la túnica, seguidas por niños y perros.
Malik detuvo el coche y dio paso a un pastor y a sus cabras; a unos metros, otro hombre luchaba con un buey empacado. En el zaguán de una casa, divisó gallinas y pavos que picoteaban entre las juntas de los adoquines, y a dos bebés, sucios, sin más ropa que los pañales, que gateaban en medio. Apartó la vista, asqueada. Arriesgándose, se descubrió el rostro para observar más claramente, entre la filigrana de una ventana, el destello de unos ojos que la contemplaban con tristeza pues brillaban de lágrimas. Malik puso en marcha el automóvil y, rápidamente, siguió calle abajo. La tristeza de ese mirar la sobrecogió. Sin duda, se trataba de la mirada de una mujer, de una mujer sufrida que anhelaba gritar a los cuatro vientos su dolor, pero que sólo podía desahogarlo a través de la intrincada reja de una diminuta ventana. ¿Sería ésa la ventana de su harén? ¿Estaría en ese instante su esposo, adorado y temido, haciéndole el amor a otra de sus mujeres? «¿Por qué no se sublevan?», bramó Francesca en su interior.