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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (14 page)

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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Figliola, cuídate mucho y aprende a ser feliz en cualquier lugar donde Dios te haya puesto.

Tua mamma, che ti ama.

P.D. Aquí te envío una fotografía de Rex junto a Cívico que Sofía tomó para vos semanas atrás en Arroyo Seco.

Francesca acarició la foto y decidió comprar un marco para colocarla sobre la mesa de noche. «Ni una palabra de Aldo», pensó. Parecía que ambas, Sofía y Antonina, se habían confabulado para no mencionárselo. Ella tampoco preguntaba.

Se aproximó a la ventana, donde las cortinas de
voile
se agitaban al son de una suave y fresca brisa. En el cielo, la anonadaron las estrellas y la luna llena. Debía admitir la belleza de las noches en Riad, ni las de Arroyo Seco eran comparables. Volvió a recostarse, el cansancio la vencía.

«Aldo, ¿dónde estás? Vamos a la piscina». Aldo no aparecía y la negrura de la noche comenzaba a asustarla. Caminaba con el cuerpo en tensión para evitar cualquier ruido que despertase a la señora Celia. Se acercó a los arbustos que rodeaban la piscina y volvió a llamarlo, sin resultados. En la lejanía, bajo la luz de la luna, divisó a Rex y lo llamó desesperadamente; tenía la espantosa sensación de que ese caballo era lo único que le quedaba en el mundo. El purasangre dejó de ramonear y levantó la cabeza, la miró y se marchó a todo galope. Siguió el vacío, una completa y total desconexión con el mundo real, mientras flotaba en una oscuridad apabullante. Pese a que buscaba asirse a algo firme, pese a que trataba de apoyar los pies en el suelo, continuaba volando sin rumbo en medio de una negrura que no le permitía siquiera verse la mano. «¡Rex, no te vayas, no me dejes aquí sola!». Comenzó a sollozar al tiempo que recorría un paraje tenebroso, plagado de ramas espinosas que le laceraban brazos y piernas. El dolor la doblegaba, pero seguía, estimulada por la corazonada de que al final del bosque encontraría a Aldo. «Aldo, no estoy bromeando, quiero verte». A duras penas, reconoció el jardín del palacio Martínez Olazábal donde las cuidadas plantas de Ponce se habían convertido en maleza. «Vamos, Aldo, no me dejes, no me abandones, tengo miedo». A través de la espesura, lo divisó en el salón principal bailando con Dolores. Reían y se susurraban. La joven lucía muy hermosa y la satisfacción de su gesto añadía brillo a sus ojos azules. Francesca cayó de rodillas y se cubrió el rostro anegado de lágrimas. «¿Necesita ayuda, señorita?», preguntó alguien por detrás. Al volverse, aterida de miedo, una túnica gigantesca la envolvió y le quitó el aire.

Se despertó sobresaltada y no concilio el sueño nuevamente.

—Es poco ético. No haré lo que me pides. Mejor, quítatela de la cabeza —sugirió Mauricio—. No me mires así, ésa fue mi última palabra, y ni con tu paciencia de beduino ni tu diplomacia árabe lograrás que tuerza mi parecer.

Kamal encendió un cigarrillo y echó una espesa bocanada de humo, a través de la cual Mauricio vislumbró un par de ojos que lo escrutaban con frialdad.

—Es una niña, tiene apenas veintiún años —alegó Dubois—. No puedo ponerla a merced de un Don Juan como tú. No es como las mujeres a las que estás acostumbrado. ¿Qué pasó con la italiana que conociste en Saint-Tropez?

Kamal apenas sesgó los labios y Dubois bufó.

—¿Para qué quieres que te presente a Francesca?

—Eso es asunto mío —replicó Kamal—. ¿Me vas a poner en la incómoda situación de recordarte los favores que me debes en esta materia?

—No es necesario. Sin embargo, insisto: no veo la conveniencia de que te relaciones con mi secretaria. Ella es...

—Sí, ya sé. Es una niña, yo soy un Don Juan y debería volver con la italiana de Saint-Tropez. Pero ahora lo que quiero es conocer a tu secretaria. Si no me la presentas, buscaré la forma de acercarme a ella. Sabes que lo conseguiré.

Esa tarde, Mauricio convocó a Francesca en su despacho. Con naturalidad, mientras la cabellera le flotaba sobre los hombros y su silueta se movía con gracia, la muchacha entró en la oficina y le sonrió. Mauricio contuvo un suspiro y lamentó la promesa hecha a Kamal. Ciertamente, se había fijado en su secretaria, con su frescura juvenil y la indiscutible belleza de sus facciones. No obstante, pese a su vitalidad, algo en ella impulsaba a protegerla, a resguardarla del mundo, como si se tratase de una criatura frágil y vulnerable. ¿Qué estaba sucediéndole? Se puso de pie y disimuló la inquietud buscando un libro en la biblioteca.

—Francesca —dijo, sin volverse—, necesito que organices una cena aquí, en la embajada. Como vendrán algunos árabes, será dentro de dos jueves; ya sabes, el jueves equivale a nuestro sábado en Arabia.

—¿Cuántas personas, señor? —preguntó Francesca, que ya apuntaba en su libreta.

Mauricio no contestó de inmediato y se quedó mirándola. «Es un desatino», se dijo.

—¿Sucede algo, señor?

—No, en absoluto. ¿Qué habías preguntado? Cuántos invitados. Bien... Veamos…Seremos siete en total, incluyéndote a ti.

—¿A mí? —se sorprendió Francesca.

—Quisiera que te unieras a la cena, claro, si te agrada la idea. Se trata de una reunión fuera de protocolo, algunos amigos a los que he deseado invitar desde que llegué a Riad y que, por una u otra razón, no lo he hecho. ¿Vendrás?

—Sí, por supuesto que sí. Muchas gracias, señor. Será un honor.

—Bien.

A juicio de Francesca, Dubois se encontraba intranquilo, agitado. Revolvía los legajos y las carpetas como si no pudiese dejar quietas las manos, se ponía y se quitaba los lentes, aunque no leyese nada.

—¿Busca algo, señor?

—Sí, en realidad, sí. Un expediente que llegó hoy de Buenos Aires con un pedido de tramitación de visado para ingresar en Arabia. La carpeta es de color verde... Aquí está —y se la entregó a su secretaria.

—¿Este trámite no debería presentarse en la embajada árabe en Buenos Aires? —se intrigó Francesca.

—Sí, en caso de que la hubiera, pero los Al-Saud no han constituido sede en nuestro país. Supongo que lo harán pronto. En el ínterin, nosotros nos encargamos de los visados. Debes saber que las exigencias para ingresar en Arabia son muchas y severas. Hazte cargo, por favor. Ya te indicaré dónde presentar los papeles y con quién hablar.

Francesca abrió la carpeta. «Nombre y apellido del solicitante: Aldo Martínez Olazábal». El color se le borró de las mejillas y necesitó apoyarse en el escritorio.

—¡Francesca! —saltó Dubois—. ¿Qué te pasa? ¡Estás blanca como el papel! ¡Sara! ¿Qué sientes? ¡Sara! ¿No irás a desmayarte, verdad?

Tenía la mente en blanco y no reaccionaba ante las preguntas de su jefe. Sara se presentó en el despacho y corrió por sales y alcohol. Francesca, más repuesta, se excusaba y aseveraba que sólo se trataba de una lipotimia a causa del calor. «Si no hace tanto calor», pensó Mauricio, y siguió haciéndole aire con unos papeles.

Las sales y el algodón con perfume la ayudaron y minutos después se encontraba recostada en su cama, loca de amargura y ansiedad. «Aldo», se lamentaba, «¿por qué no me dejas en paz?». Aunque se mordió el labio y apretó los ojos, las lágrimas brotaron sin remedio y se largó a llorar. Sara entró en el dormitorio con un caldo y se asustó al verla en ese estado. Francesca se echó en sus brazos y se desahogó contándole la verdad.

—¿Quién pudo haberle dicho a ese muchacho dónde estás? —se interesó la argelina.

—Sofía, su hermana —aseguró Francesca—. Debe de haberla convencido. Ella siente debilidad por Aldo.

—Debe de amarte mucho ese hombre —concluyó Sara, y se mantuvo cavilosa luego—. Pero es casado —dijo— y no debes volver a verlo. La desgracia y la vergüenza se cernirían sobre ti. Altera los trámites y dile al señor embajador que los árabes rechazaron el pedido de visado. Es dificilísimo entrar en Arabia, te lo aseguro, no le resultará extraño al embajador.

Francesca se sintió incapaz de manipular los papeles. Si Mauricio se daba cuenta de la jugarreta, tendría que renunciar. Dejaría que el trámite siguiera su rumbo.

Horas más tarde, mientras la embajada dormía y Mauricio aún trabajaba en su despacho, el timbre del teléfono quebró la quietud.

—Ah, Kamal, eres tú.

—Me dijeron que me buscabas.

—Sí, se trata de... Bueno, de mi secretaria.

—¿Qué le sucede? —preguntó Kamal con un acento alterado que Dubois no le conocía.

—Nada grave, pero creo que no eres el único interesado en conquistarla.

—Explícate.

—Hoy le entregué un expediente con un pedido de visado de un tal... Sí, aquí lo apunté. Aldo Martínez Olazábal. Cuando Francesca abrió la carpeta sufrió una fuerte impresión. Se puso blanca y debimos reanimarla con sales y alcohol. Ella me aseguró que se trataba de una simple bajada de tensión, pero a mí me pareció que había algo en el expediente que la había intranquilizado. Leí atentamente los antecedentes del solicitante. Se trata de un tipo de veintinueve años, de Córdoba. Francesca también es de Córdoba, y estoy casi seguro de que lo conoce. Aquí hay gato encerrado. ¿Sabes qué? Apostaría a que ese hombre viene a buscarla.

Se hizo un silencio en la línea y Mauricio pensó que la comunicación se había cortado.

—Mañana a primera hora —habló Kamal, repentinamente— envíame ese expediente. Yo me haré cargo.

Capítulo Nueve

Francesca repasó con la mirada el comedor donde esa noche cenarían los amigos del embajador. La mesa de caoba, con manteles individuales de hilo blanco, candelabros de plata y un arreglo floral, descollaba en el centro. Lamentó la falta de flores, sólo una docena de rosas blancas sobre el trinchero del vestíbulo y jazmines en la mesa; le habría gustado colmar los floreros de la sala y del comedor, pero resultaba difícil conseguirlas en esa zona tan desértica.

Con el ánimo caído y la voluntad quebrada, subió los escalones lentamente, sin importarle que los invitados estuvieran a punto de llegar y que no se encontraba lista para recibirlos. Pensó en excusarse, dolor de cabeza o de estómago, cualquier cosa antes que soportar una velada con desconocidos, árabes algunos de ellos, cuando sólo deseaba echarse en la cama y dormir. Sí, dormir, cerrar los ojos y olvidar que su vida se había trastornado por completo. Sin embargo, al llegar a su dormitorio, se aprestó a tomar un baño y a cambiarse: no podía desairar tan descortésmente al embajador.

Se acercó a la mesa de noche y tomó por enésima vez la carta de Sofía recibida esa mañana.

«En su desesperación, Aldo violentó la cerradura de mi secreter y leyó tu correspondencia, las primeras cartas que me enviaste desde Ginebra hasta la última ya en Riad. Lo siento, lo siento mucho. Esto es un infierno, Francesca. Aldo deambula por la casa como loco, buscándote. Ha empezado a beber y llega tarde todas las noches, borracho como una cuba. Dolores se atrincheró en la habitación de huéspedes y casi no le dirige la palabra. A veces los escucho reñir duramente. ¿Qué será de mi pobre hermano? Ahora que sabe dónde te encuentras, ha dicho que te buscará así tenga que viajar al Polo Norte».

Pese a que era una suerte que su jefe no hubiese vuelto a mencionarle el expediente de Aldo, la carcomía la curiosidad. ¿Qué habría sido de esa carpeta? Por más que la buscó en el despacho del embajador no logró dar con ella. ¿Quién se haría cargo del trámite? Posiblemente Malik. Agotada de conjeturar, devolvió la carta de Sofía a la mesa de noche. ¿Emborracharse? ¿Eso era lo mejor que podía hacer Aldo? «¿Es que jamás tomará el toro por las astas?», se preguntó, y una mezcla de lástima y rabia le confundieron el corazón. La imagen de aquel muchacho romántico y dulce que la había colmado de besos y promesas a orillas de la piscina se desvanecía en el pasado y, como si hubiese muerto prematuramente, Francesca vivía con sumo dolor la pérdida. El relato descarnado de ese otro Aldo, lloroso y borracho, no pertenecía a aquellos recuerdos, es más, los manchaba y denigraba.

La convicción de que debía mostrarse alegre y a gusto en la reunión del embajador la ayudó a cambiar el gesto. El vestido de satén marfil que llevaba le recordó a Marina y a la tarde en que lo compraron en una liquidación. «Pareces una sirena», le había confesado la joven sin atisbo de envidia, admirada por la figura de Francesca. Se recogió el cabello en un rodete a la altura de la nuca para lucir el escote y, pese a que no le gustaban los adornos ni las alhajas, decidió llevar los aros de perlas que Fredo le había regalado cuando cumplió quince años. Apenas se maquilló: rimel, rubor y brillo en los labios, aunque se perfumó generosamente con su Diorissimo, pues le fascinaba la estela de jazmines que la envolvía. Se contempló en el espejo, satisfecha.

—¿Puedo pasar? —preguntó Sara, apenas asomada a la puerta.

Francesca se puso de pie y le hizo una seña. La mujer entró y, al verla, levantó desmesuradamente los párpados arrugados.

—Estás simplemente perfecta —dijo.

—Gracias, Sara.

—Pregunta el señor embajador si puedes bajar, los invitados están al llegar.

En el comedor, Kasem, elegante en su uniforme de gala, encendía las velas de los candelabros, mientras Yamile colocaba cestas de filigrana con pan de pita y bizcochos. Desde el tocadiscos de la sala principal, la alcanzó la magnífica voz de Edith Piaf, que la transportó al departamento de Fredo donde, gracias a un fonógrafo viejísimo, habían escuchado una y otra vez
La vie en rose
y
Non, je ne regrette rien.

Mauricio, apoyado en el quicio de la puertaventana, atrapado por el encantamiento de la noche, recordaba otras veladas en el desierto, cuando Kamal y él, dos mocosos de doce años, se escabullían del oasis donde acampaba la tribu del jeque Al-Kassib y recorrían un buen trecho hasta dominar el paisaje desde lo alto de una duna. El infinito manto dorado que los había cegado en sus cabalgatas diurnas ahora se revelaba como un mar oscuro de olas plateadas y estáticas. Se sentaban sobre un tapete y, mientras engullían dátiles y nueces hasta empacharse, se contaban historias de ánimas y caballos alados.

—¿Me llamaba, señor?

Mauricio quedó aturdido ante esa joven alta y delgada, en satén marfil, que lo observaba, expectante. «La querrá para él», se dijo con desánimo. «Lo sé, lo conozco».

—Sí —Dubois tosió, y se acercó—. Ya están al llegar. —En ese instante lo interrumpió el sonido de un motor.

Kasem salió de la mansión y aguardó en el pórtico a los primeros invitados. Ayudó a descender del automóvil a un cincuentón regordete y bajito, de espeso mostacho y nariz prominente, y a una muchacha muy atractiva en un espléndido traje de tafetán de seda roja con estola de plumas blancas y guantes largos. Francesca se miró el vestido de liquidación y le pareció un harapo.

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