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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (9 page)

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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—¡Esteban, por favor!

—Si Dolores aceptó acostarse con Aldo debió pensar en las consecuencias. Ya es hora de que las mujeres de este país se hagan cargo de sus actos. Quieren libertad y reconocimiento, ¡pues bien! Lo tendrán y, junto con eso, deberán asumir también las responsabilidades. Ya no serán más las pobrecillas del cuento. En realidad, vos, Celia, hace tiempo que dejaste de serlo. Ni Antonina ni su hija se irán de mi casa. ¡Aquí mando yo, carajo!

—No puedo permitir que esas mujeres sigan bajo mi techo. ¡Las quiero fuera esta misma tarde!

—Escúchame bien, Celia, y no me hagas perder la paciencia. Si contradecís la orden que te he dado respecto de Antonina y Francesca, detrás de ellas me iré yo. Te juro que no me costará mucho: estoy harto de vos. Y ya veremos —añadió desde la puerta— qué le dirás a tus amistades cuando el chisme de que te pedí la separación se esparza como reguero de pólvora. Ahí sí que tendrás que abandonar el país —la parafraseó con sorna.

Diez días más tarde, Fredo se sorprendió cuando Francesca aceptó su propuesta sin dudarlo. Los acontecimientos se habían confabulado para que la idea de Martínez Olazábal tomara forma en pocos días; así, la posibilidad de un empleo en una embajada o consulado dejó de ser una quimera y pasó a ser una realidad.

El cónsul argentino en Ginebra acababa de sufrir un accidente automovilístico cuando regresaba de una convención en Mónaco, y si bien sólo se había quebrado un brazo, su secretaria, en cambio, había fallecido. El consulado requería de inmediato una reemplazante.

—Supongo que te sorprende este repentino ofrecimiento —señaló Fredo— cuando mi plan era que trabajaras conmigo en el diario.

—Ya sabes lo que existió entre Aldo y yo —expresó Francesca, y lo miró fijamente—. Esta propuesta tiene que ver con eso, ¿verdad?

—No quiero que sufras —esgrimió Alfredo.

—Por eso acepto.

Para Francesca, el ofrecimiento del empleo en Ginebra representaba una salvación, la oportunidad para no sufrir. Se había preguntado frecuentemente cómo sería cuando Aldo y Dolores regresaran de Río. Terminaría por ceder, lo sabía; no pasaría mucho y se convertiría en su mujer. Lo deseaba con tanto fervor que, al primer roce de manos, al primer abrazo, caería rendida en su cama. ¿Y después, qué? ¿Qué futuro le aguardaba? No mucho mejor que el de Rosalía, con seguridad. Después de todo, si Aldo no había encontrado el valor para plantarse frente a su madre y a la sociedad, y prescindir de una vida de lujos y dinero, ¿por qué suponer que tendría valor para divorciarse?

No deseaba separarse de los que amaba, pero debía hacerlo, pues no soportaría que se avergonzaran de ella. Finalmente, vivió su traslado a Ginebra como un exilio merecido por haber puesto los ojos en alguien muy por encima de ella.

Pese a la mirada brillante y a la voz congestionada, Antonina aceptó la partida de su hija con resignación, con alivio incluso, pues antes de verla convertida en la amante de un cobarde, había pensado en renunciar a seguir en el palacio Martínez Olazábal, y a su edad, con sus escasos ahorros, una decisión de esa índole le quitaba el sueño.

Sofía, por el contrario, rompió a llorar como una magdalena. Se encerró en su dormitorio y no bajó a almorzar ni a cenar. Francesca se cansó de hablarle a través de la puerta y optó por esperar hasta el día siguiente. Esa noche, al preguntar por la menor de sus hijos, Martínez Olazábal supo de inmediato la causa de su aflicción. Ante la voz imperiosa del padre, la muchacha descorrió la traba y lo dejó pasar. Durante media hora, Esteban, con una paciencia rara en él, expuso una serie de argumentos para justificar la partida de Francesca, cuidándose de no mencionar el nombre de Aldo. La increíble oportunidad que la vida le brindaba a la «pobre Francesca» constituyó su mejor argumento. Una joven más despierta y madura habría sospechado de la preocupación que el señor de la casa mostraba por el destino de la hija de la cocinera, pero Sofía, que anidaba el espíritu de una niña, no pensó en ello y, reconfortada con la promesa de que en breve viajaría a Ginebra, bajó a cenar.

A medida que transcurrían los días y que la despedida se acercaba, Francesca añadía preocupaciones a su lista; en especial la abrumaba la soledad de su madre, llena de amigos que la adoraban, por cierto, pero sin un hombre que la protegiese. Descubrió un extraño brillo en los ojos de Fredo y una mueca desconocida en sus labios cuando le pidió que se ocupara de ella, que la visitara, que la reconfortara, que le diera ánimos.

—Aunque no me lo hubieses pedido, igual lo habría hecho —aseguró Alfredo, y Francesca se quedó mirándolo.

Con tanta alharaca, no había pensado en Cívico, en Jacinta y en Rex. Quizá nunca volvería a verlos. Recordó con enfado aquel mal agüero de principios de verano: «Siempre amaré este lugar, aunque pasen años, aunque nunca más vuelva a verlo». Resultaba increíble que, en tan poco tiempo, hubiese conocido el amor y también el desengaño. La vida se le había trastornado por completo y ahora debía escapar de la casa que sentía como propia.

Capítulo Seis

Francesca llegó a París a mediados de abril de 1961 y, desde allí, viajó a Ginebra en tren. Por momentos, la magnificencia del paisaje, con los Alpes como marco imponente, el verde de la gramilla y las flores al pie de las montañas, detenía la frenética actividad de su cerebro y la abstraía de los recuerdos; no obstante, volvía a ellos sin mayor dificultad. La imagen de su madre, de Sofía y de Fredo en la estación de trenes de Córdoba constituía el último de una seguidilla. Antonina lloraba, dando rienda suelta a las lágrimas que había reprimido durante los últimos días; en medio de la angustia, trataba de recomendar a su hija que no tomara frío, que se alimentara bien, que se cuidara. Se le enredaban las palabras. Fredo le pasó el brazo por la espalda y Antonina se apoyó sobre su pecho. Sofía, aferrada a la mano de Francesca, aparentaba una calma que se hizo trizas cuando el silbato del guarda anunció la partida del tren hacia Buenos Aires.

«Debo olvidar, tengo que olvidar», se dijo, y regresó la vista al paisaje suizo. En la estación de Ginebra, se desorientó hasta que, en medio del bullicio, escuchó su nombre. Columbró entre el gentío a una mujer de unos treinta y cinco años, baja y rolliza, que agitaba un papel sobre su cabeza y repetía: «Francesca De Gecco, Francesca De Gecco», mientras sus ojos bailoteaban de un lado a otro. Entorpecida por el equipaje, Francesca se acercó dificultosamente.

—¿Francesca De Gecco? —preguntó la mujer, casi sin aliento.

—Sí, soy yo. Mucho gusto.

—¡Ay, querida! ¿Creerás que el señor cónsul me envió a mí a buscarte? Con mi escaso metro sesenta, casi me aplasta esta multitud enloquecida y jamás me hubieses encontrado. En cambio... ¿Puedo hablarte en francés? Hace tantos años que vivo aquí que me resulta más fácil. En fin, ¿qué te decía? Ah, sí... —Se llevó la mano al mentón y estudió a Francesca de pies a cabezas, sin insolencia, aunque con minuciosidad—. En cambio, tú eres tan alta y hermosa. Me llamo Marina Sanguinetti —dijo, y le extendió la mano.

La charla sobre el andén terminó intempestivamente cuando un hombre casi arrolla con su baúl la pequeña figura de Marina, que, tras mascullar insultos en francés, propuso emprender la marcha. Tomaron un taxi en la puerta de la estación. Francesca, perdida en un lugar tan poco familiar, envidió la destreza de Marina cuando le indicó al conductor la dirección a tomar. «Ni en cien años podré adaptarme a este laberinto», pensó, al llegar a una zona vieja de calles estrechas y edificación antigua.

—Vivirás en mi apartamento por un tiempo —indicó Marina— hasta que consigas uno que te guste y que coincida con el presupuesto del consulado. Créeme, no será tarea fácil.

Marina se encargaba de los asuntos del personal; conocía los currículos, sueldos y actividades de cada empleado del consulado. Manejaba también información reservada que, con el tiempo y la confianza, fue revelando a Francesca.

El apartamento de Marina, aunque de grandes dimensiones y estilo antiguo, tenía mucho de la chispeante personalidad de su dueña. Lleno de plantas, cuadros modernos, adornos, retratos y algunas excentricidades —como cubrir con finas gasas de colores las lámparas—, el ambiente resultaba acogedor, sin lujos ni ostentación.

—Estoy contenta de que trabajes en el consulado —le confesó Marina, antes de cerrar la puerta del dormitorio—. Somos pocas mujeres y, si tengo que ser sincera, no me llevo bien con ninguna. En cambio, sé que tú y yo seremos buenas amigas. Ahora, descansa. Mañana te presentaré a tu jefe.

Se familiarizó con Ginebra en poco tiempo y aprendió el trabajo sin dificultad. Su jefe, un cincuentón con el brazo en cabestrillo y la mirada triste, aún lamentaba la pérdida de Anita, su secretaria. De buen carácter, de maneras afables y elegantes, tenía, según Francesca, un gran defecto: era terriblemente despistado. Olvidaba dónde dejaba las gafas cuando generalmente las llevaba colgadas del cuello; vociferaba que le habían robado su valiosa Mont Blanc y Francesca siempre la hallaba dentro de algún cajón; resultaba un misterio su agenda, pues, aunque la llenaba con minuciosidad, siempre faltaba a las citas o llegaba tarde a las reuniones; odiaba la caja chica: los arqueos jamás coincidían con el efectivo y la mayoría de las veces no encontraba boletas ni comprobantes; en ocasiones, rebatía sus propias órdenes y, cuando se le informaba que había sido dispuesto lo contrario, preguntaba a qué idiota se le había ocurrido tal cosa.

Francesca, que en pocas semanas comprendió el mecanismo de gran parte del consulado, tomó las riendas de la descontrolada oficina de su jefe y se convirtió en su mano derecha. Los encargados de sección y demás empleados preferían hablar con ella antes que con el cónsul, que no les solucionaba las dudas ni los problemas. Francesca conocía al dedillo las tramitaciones recientes y, en aquellas que se remontaban tiempo atrás, averiguaba e investigaba hasta estar al tanto. Los procedimientos se aceleraron y la bandeja de asuntos pendientes rara vez contenía documentación al fin de la jornada. El cónsul comenzó a llevar una vida ordenada, no faltaba a las citas, se preparaba para las reuniones y firmaba los documentos incluso antes de lo esperado. Dos meses más tarde, con una sonrisa, llamó a Francesca «el milagro cordobés».

Marina, que siempre postergaba la búsqueda del apartamento, a la segunda semana la invitó a establecerse definitivamente en el suyo.

—¿En serio? Gracias, muchas gracias —respondió Francesca sin vacilar, encariñada con el lugar amplio, cómodo y acogedor, y muy apegada a su nueva amiga.

Se veían poco durante las intensas jornadas en el consulado, salvo en la media hora del almuerzo. A la noche, tras la cena, se arreglaban el pelo, se pintaban las uñas o, simplemente, se repantigaban en el sota de la sala, comentaban los hechos del día y cotilleaban sobre este o aquel empleado. Los fines de semana recorrían la ciudad, que fascinaba a Francesca por los monumentos, los soberbios edificios y el imponente y silencioso entorno alpino. El lago Leman, con su
Jet d'Eau
que arrojaba agua a ciento veinte metros de altura, se convirtió en un paisaje tan familiar como el de la Plaza España en Córdoba, y gracias a unos económicos barquitos que lo surcaban en todas direcciones, ella y Marina visitaron ciudades y pueblos encantadores apostados sobre su orilla.

Aunque se sentía a gusto con su trabajo, enamorada de Ginebra y complacida de vivir en el apartamento de Marina, Francesca siempre evocaba a Aldo, y sin resignación se decía que, al alejarse de Córdoba, se había salvado del oprobio, no del dolor. El dolor siempre vivía en ella, lo llevaba adonde fuera como una carga de la cual no lograba desembarazarse. De tanto en tanto, Marina la encontraba pálida y callada y, culpando al desarraigo, organizaba salidas, visitas a lugares nuevos y conseguía sacarla del letargo.

La esposa del cónsul, de regreso de un viaje a Buenos Aires por cuestiones familiares, se dirigió a la oficina para conocer a la nueva secretaria, que su esposo había descrito como una muchachita común y corriente. Entró en la antesala sin llamar.

—Buenos días —saludó Francesca, y se puso de pie.

—Buenos días —respondió, y la estudió con impertinencia de arriba abajo, mientras se quitaba los guantes y los arrojaba sobre el escritorio.

—¿Eres la nueva secretaria? —preguntó.

—Sí. Francesca De Gecco, mucho gusto.

—Yo soy la esposa del señor cónsul —afirmó.

Francesca volvió a sus asuntos, mientras la señora hacía igual entrada triunfal en el despacho de su esposo.

—Desde la primera vez que te vi supe que habría problemas con la condesa —afirmó Marina, en el almuerzo.

—¿La condesa? —se extrañó Francesca.

—Así llamamos a la mujer del cónsul. ¿No ves que se cree la dueña del mundo? Anita, la anterior secretaria, la que murió en ese accidente que te conté, era la amante de tu jefe. ¡Sí, todos lo sabíamos! Pero la condesa lo descubrió con lo del accidente. El cónsul y Anita volvían de un fin de semana en Mónaco. Se debe de querer morir la señora con la nueva secretaria de su marido. Si Anita era linda, tú lo eres diez veces más.

Francesca no reparó en el halago; la confidencia que acababa de escuchar le revoloteaba en la cabeza y, persuadida de que la mujer celosa de un hombre infiel no se quedaría de brazos cruzados si creía que un peligro inminente acechaba la mellada voluntad de su marido, trató de calcular de qué manera la afectaría.

—¿No te comenté —prosiguió Marina— que me llegó una invitación para la fiesta del Día de la Independencia de Venezuela?

—¿Ah, sí?

—Nos vamos a divertir muchísimo.

—Como mi jefe no me necesita, había pensado no ir.

—Estás loca. La pasaremos muy bien. Los venezolanos festejan el 5 de julio a bombo y platillo.

Esa noche, mientras se aprestaban para la fiesta, Marina notó a Francesca sumida en la melancolía; se maquillaba como un autómata y no esbozaba palabra. Sin otro recurso, le comentó:

—A tu lado parezco un insecto. —Y Francesca se echó a reír—. Al menos logré que por un instante olvidaras eso que te tiene tan triste.

El edificio de la embajada venezolana, un
hotel particulier
del siglo XVIII, adornado con banderas y guirnaldas, resplandecía al fulgor de los colores patrios. La música folclórica y el bullicio de la fiesta se escuchaban desde la calle. Francesca y Marina entraron en el salón cuando el embajador venezolano dirigía unas palabras en inglés a los invitados, entre los cuales se destacaba en primera fila un grupo de árabes con largas chilabas y tocados con cordón.

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