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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (4 page)

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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Volvieron a encontrarse noche tras noche. La incomodidad del primer momento se diluía y una confianza de viejos amigos tomaba su lugar. Las charlas se prolongaban hasta muy entrada la madrugada y, si bien ninguno lo admitía abiertamente, les costaba una inmensidad despedirse. Habrían deseado perpetuar la noche, que el sol nunca volviese a salir, que no existiera nada, excepto ellos, la piscina y la oscuridad que los ocultaba de aquellos que jamás aprobarían su amistad.

Francesca notó que Aldo era un joven triste y, cuando se animó a mencionárselo, lo tomó por sorpresa, pues, según dijo, nunca se había detenido a pensar en ello. Admitió una personalidad melancólica y más bien solitaria, que justificó como herencia de familia.

—Pues yo estaría muy triste si mi madre fuera como la suya —aseguró Francesca, sin visos de insolencia.

Aldo se quedó atónito y, en vez de ofenderse, soltó una corta carcajada que Francesca interpretó como el desacuerdo a su afirmación. Sin embargo, el muchacho terminó por reconocer que su madre era frívola y desapegada.

—En cambio, tu madre —continuó— es una mujer maravillosa. Al menos, así lo cree Sofía, que la quiere muchísimo. Te envidio —concedió, finalmente.

—A pesar de ser estricta y poco complaciente, mi madre es lo que más quiero en este mundo. Cuando enviudó, yo tenía seis años. Estaba sola, en un país que no conocía, casi no hablaba castellano. No tuvo miedo y salió adelante. Claro que hubo amigos que la ayudaron. El padre Salvatore, al que mi madre conocía de Sicilia, la recomendó para el trabajo en su casa. Pero sobre todo mi tío Fredo, él fue quien más nos apoyó.

—¿Hermano de tu padre? —se interesó Aldo.

—No. En realidad, no hay lazo de sangre entre nosotros. Mis padres y tío Fredo se conocieron en el barco que los trajo de Italia. Se hicieron muy amigos, y cuando yo nací, lo nombraron mi padrino. Después de mi madre, es la persona que más quiero.

La mirada de Aldo se ensombreció con unos celos inexplicables.

Esa noche habían jugado como niños a las carreras en el agua. Más tarde, agitados y plenos de vida, sentían una felicidad novedosa que los hacía reír de tonterías, comentar nimiedades y desear ocultamente que el tiempo no pasara. Para ambos, las mañanas se habían vuelto insoportables, preludios de largas horas de espera que nunca morían.

—Estoy famélico —admitió Aldo, y se tendió al lado de Francesca—. Me contó Sofía que sabes cocinar tan bien como tu madre. Vamos a la cocina y me preparás algo, ¿qué te parece?

La idea la tomó por sorpresa. La piscina, apartada de la casa grande y oculta tras los setos, los protegía de la hostilidad externa; pensar en violar ese ámbito y adentrarse en zonas prohibidas le provocó un mal presagio.

—¿Qué te pasa? —preguntó Aldo, con ternura—. Si no tenés ganas, no vamos.

—No se trata de eso. Es que si alguien llega a vernos... Bueno, podría malinterpretarlo.

—Nadie va a vernos, todos duermen —aseguró Aldo, y le tendió la mano—. Vamos.

En la cocina, Francesca le sirvió un poco de la cena y preparó una ensalada de tomates y aceitunas que condimentó con aceite de oliva, orégano, pimienta negra y sal. Mientras lo disponía todo, la extrema atención de Aldo sobre ella la mantenía en vilo y, sin levantar la vista, prosiguió como un autómata su tarea, simulando empeño y concentración.

Aldo devoró la comida en silencio. Francesca, con un peso en el estómago, apenas se llevó dos trozos de carne a la boca; en cambio, se dedicó a contemplar al hombre que tenía enfrente, joven y hermoso, de maneras galantes, las de un caballero, se dijo. Tenía la mirada clara y los cabellos rubios, cortos y prolijos. ¿Qué estaba haciendo en la cocina con el hijo de los patrones? ¿Y cada noche en la piscina? ¿Qué esperaba? ¿Había enloquecido? Sí, se había vuelto loca, loca de amor por Aldo. «Aldo, amor mío», pensó, y dejó la mesa para que sus ojos no la delataran.

—Voy a lavar los platos. Mi madre podría sospechar —dijo, dándole la espalda.

—¿Por qué? ¿No le contaste de nuestros encuentros?

—Jamás lo aprobaría. ¿Acaso se lo contó usted a la suya?

Aldo rió por lo bajo. Apuró el último trago de vino, encendió un cigarrillo y se estiró en la silla. Fumó lentamente, saboreando el tabaco, complacido por la brisa fresca con olor a rocío que entraba por la ventana y por el simple hecho de encontrarse allí. Un impulso lo llevó a dejar la mesa y a aferrar la cintura de Francesca, que soltó lo que lavaba. Le apartó el cabello y le besó la nuca.

—Estoy loco por vos —susurró.

Francesca cerró los ojos y respiró profundamente, abrumada por el contacto íntimo, feliz por la confesión. Su cuerpo, lleno de sensaciones novedosas, la obligó a voltear, Aldo la apretó contra su pecho y la besó en los labios.

—Francesca, amor mío, decime que me amás —imploró, hundido en su cuello.

—Sí, sí, te amo —juró ella, y volvió a sentir esos labios anhelantes sobre los suyos.

Aldo esgrimía excusas inverosímiles para ausentarse gran parte de la tarde, y a la noche culpaba al cansancio para retirarse a dormir, aunque la ansiedad que revelaban su voz y sus movimientos no se condecía con el agotamiento en el que insistía.

Dolores sospechaba que había otra. ¿Quién, allí, en medio del campo? La hija de algún peón quizá. No se preocuparía entonces; pronto la dejaría y volvería a ella. Sin embargo, la traición la mortificaba y le arrancaba lágrimas por las noches. Después de todo y tras dejar a un lado principios y creencias, se había entregado a él para satisfacerlo incluso en sus instintos más bajos. ¿Por qué buscaba en otra lo que ella ya le había dado?

A la hora de la siesta, Francesca montaba a Rex y esperaba a Aldo cerca del tanque australiano, y juntos, él sobre su alazán, recorrían lugares fascinantes por los que ella no había incursionado en veranos anteriores. Las tardes les resultaban cortas y, en el consuelo de la noche en la piscina, se despedían con esfuerzo en una tormenta de besos febriles y promesas de amor eterno.

Aldo tenía la felicidad entre las manos por primera vez. No recordaba los años de desdicha inconsciente. El desapego de su madre, la indiferencia de su padre, el pupilaje en La Salle y los días de desarraigo en París, que le habían moldeado un espíritu resentido y triste, nada de eso contaba: ahora existía Francesca, tan real como esa desdicha que había acarreado por largo tiempo sin darse cuenta. Podía aspirar a la felicidad, la vida le había levantado la condena y le extendía la mano con una oportunidad.

Por su parte, Francesca se preguntaba cómo enfrentaría a los Martínez Olazábal si ni siquiera reunía el coraje para contárselo a su madre o a Sofía. «Jamás me aceptarán», se desalentaba, a pesar del entusiasmo de Aldo. Ella siempre sería la hija de la cocinera para la señora Celia. No contarían su educación, tan esmerada como la de Sofía o la de Enriqueta, ni su cultura, adquirida tras años de lectura incansable, ni su comportamiento y maneras elegantes; en fin, no contaría aquello que valorarían si su origen fuese otro. ¿Y Aldo? ¿Qué pensaba él? Le juraba de mil maneras que la amaba sobre cualquier cosa, que nada contaba excepto ella y, pese a que se aferraba a esas palabras encendidas, su naturaleza analítica no cejaba de alertarla, en especial, por la presencia tan cercana y real de Dolores Sánchez Azúa, la prometida oficial. Aldo no la mencionaba y Francesca se mordía la lengua antes de preguntar, porque, aunque sospechaba que él no la quería, al menos no como a ella, temía descubrir que finalmente Dolores sería la señora Martínez Olazábal y ella, la Rosalía Bazán del cuento.

Todas las noches, Enriqueta se llevaba la botella de whisky de su padre al dormitorio y, prácticamente ebria, lograba dormirse. Esa noche, más sobresaltada que de costumbre a causa de otra discusión con su madre, había optado por la sala a oscuras y, echada sobre el diván, bebía a ritmo regular.

Algo andaba mal, podía sentirlo; la vida le pesaba como plomo en las espaldas y no hallaba el sentido de empezar y terminar un día. «¿Qué mueve a la gente a levantarse por las mañanas?», se preguntaba. Por un tiempo, la idea de estudiar Bellas Artes la había entusiasmado. Sin embargo, la negativa rotunda de su madre se repitió con constancia, más allá de los ruegos pacientes y mesurados o de la furia que desató como último recurso para batallar por su vocación. Pensó en fugarse y desistió más tarde, acobardada. Abandonó la lucha y optó por la sumisión antes que quedar sola en un mundo que no conocía y para el cual nadie la había preparado.

Por eso envidiaba a Francesca, porque era libre. Desde pequeña, su desenfado y atrevimiento la habían hecho atractiva a los ojos de todos: Esteban Martínez Olazábal le dispensaba atenciones que no tenía con sus hijos; Miss Duffy, la institutriz, le enseñaba inglés y la protegía en sus travesuras; Sofía experimentaba un encandilamiento que los años no le habían quitado; y, entre todos los demás, destacaba Alfredo Visconti, el famoso tío Fredo, a quien Enriqueta amaba secretamente desde la adolescencia. Su aversión por la hija de la cocinera no la halagaba en absoluto pues resultaba estúpido engañarse: le habría gustado ser corno Francesca.

Inmersa en sus cavilaciones, escanciaba el whisky sin respiro y, a medida que se repetían las copas, una somnolencia la hundía en el diván y le embotaba los sentidos. La luz de la galería se escurría por una ventana y bañaba el retrato de su padre y de su madre el día de la boda; serios y enhiestos, no se tocaban, parecían desconocidos. Enriqueta sonrió lastimosamente.

Un ruido atrajo su atención. Dejó la botella a un lado y se incorporó con dificultad. ¿Aldo? ¿Aldo levantado a esas horas, paseando por la sala? ¿Qué llevaba en la mano? ¿Una toalla? Permaneció en silencio, mortificada ante la posibilidad de que su hermano la descubriese bebiendo, pues aunque la familia conocía su debilidad, nadie la mencionaba.

Aldo abrió la contraventana con sigilo y salió. ¿Por qué volvía al jardín si acababa de entrar después de un paseo con Dolores? Le resultó extraño y decidió seguirlo. Al incorporarse comprobó que la bebida había comenzado a surtir efecto; con todo, aún podía mantenerse en pie. Desde la galería vio a su hermano perderse entre los arbustos que bordeaban la piscina. ¿Por qué iría a la piscina en la madrugada? Jamás lo había atraído, ni siquiera de niño, cuando prefería leer en el dormitorio.

Enriqueta cruzó el parque y alcanzó la escalerilla que conducía a la alberca. Al alcanzar el último escalón, levantó la vista y debió sostenerse de la baranda para no sucumbir a la conmoción: Aldo besaba apasionadamente a Francesca, que respondía con igual vehemencia. El whisky le había alterado las facultades y ahora alucinaba. Se restregó los ojos y la escena se le presentó más nítida aún. La risa pícara de Francesca le crispó los oídos y la mirada encendida de Aldo chocó con la imagen timorata y silenciosa que desde pequeña se había formado de él. El último de los Martínez Olazábal había caído bajo el hechizo de Francesca De Gecco.

Un primer impulso casi la precipita a revelar su presencia, pero, ante la maliciosa idea de dejar el asunto en manos de su madre, calló y volvió a la casa.

Los ronquidos de Celia la amilanaron y pensó en no despertarla. Luego, animada por la noticia que le traía, tomó coraje y la llamó.

—¿Qué pasa, Enriqueta?—la voz de Celia sonó dura y la joven dio un paso atrás.— ¡Apestás a alcohol! ¡Estás borracha! ¡Salí de aquí!

La mirada de Enriqueta se nubló, pero prefería morir antes que llorar frente a su madre. No se lo había permitido de niña, menos aún a los veinticuatro años.

—Tengo algo importante para contarle —manifestó, y la seguridad de su propia voz le dio ínfulas—. No se va a arrepentir de escucharme.

—¿No puede esperar hasta mañana? ¡Las cuatro y media de la madrugada! —exclamó, y soltó el despertador,

—Es algo muy importante —insistió, y el tono de intriga atrapó la curiosidad de Celia.

—Bueno, contame de una vez y dejame dormir.

Enriqueta detalló cuanto había presenciado en la piscina entre Aldo y Francesca, con pormenores que la obligaban a ocultar la vista y bajar la voz para fingir vergüenza. Su madre la instaba a proseguir con un anhelo morboso.

—Y, mamá, ¿qué vamos a hacer? —preguntó, terminada la confesión.

—Vos, nada —espetó Celia—. Ahora te das un baño para quitarte el olor a whisky y te vas a la cama a dormir un rato. Pareces un cadáver.

—Pero, mamá…

—Y más vale que mantengas la boca cerrada sobre este asunto. Si alguien se entera, será por tu boca, y te las tendrás que ver conmigo.

Enriqueta abandonó la habitación de su madre con el rostro desencajado por el llanto reprimido; en la esperanza de una palabra amable, un «gracias, hija», el desprecio de Celia la había humillado profundamente. Llegó a su dormitorio y se echó a llorar.

Celia, ajena al tormento de Enriqueta, se concentró en la revelación, peligrosa ahora que sus planes tenían sólo un nombre: Dolores Sánchez Azúa. Si Aldo fuera mujeriego, sabría que el interés por la hija de la cocinera pasaría pronto; pero conociendo la naturaleza sensible de su primogénito, lo creía capaz de enamorarse de una cualquiera y olvidar los deberes para con el apellido que portaba.

—¡Muchacho estúpido! Caíste como un idiota en las redes de esa arpía.

Una furia ciega se apoderó de ella y habría golpeado a Francesca de tenerla enfrente.

—¡Francesca,
figlia,
levantate! —ordenó Antonina—. Vamos,
gioia mia
—probó, en un tono más dulce.

Antonina sabía que su hija se había acostado entrada la madrugada. Cada noche, las escapadas se prolongaban riesgosamente. De todas formas, ¿quién podía verla a esa hora? Parecía disfrutar tanto, con una vitalidad y energía envidiables: el campo, las cabalgatas sobre Rex, las noches en la piscina. La contempló serenamente, y la lozanía y la salud de Francesca volvieron a insuflarle ganas de vivir, como siempre desde la muerte de su esposo Vincenzo.

—Por fin, ¿vas a despertarte?


Cosa c'é, mamma?
—preguntó Francesca, con impaciencia, medio dormida—. ¡Qué temprano! —se quejó, al echar un vistazo al reloj.

—La señora Celia ha decidido que vos y yo volvamos a Córdoba, hoy mismo, ahora mismo. El chofer nos está esperando en el automóvil.

Francesca se sentó en el borde de la cama, confundida.

—¿Tenemos que volver a Córdoba? ¿Por que? El verano no ha terminado aún.

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