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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (2 page)

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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—¿En qué momento te fuiste, papá? —se preguntó.

El ruido de un motor la sacó del trance. Se secó las lágrimas y atinó a esconderse detrás de un álamo antes de que el automóvil deportivo levantara polvareda cerca de ella. Distinguió tres figuras en el interior: el señorito Aldo y dos mujeres. Sacudió los hombros con desinterés y continuó su camino. Era la primera vez en mucho tiempo que veía a Aldo Martínez Olazábal. Diez años atrás se había marchado a Francia para estudiar en La Sorbona. Rico, buen mozo, con un título bajo el brazo y el prestigio de quien vuelve del extranjero, Francesca pensó con sarcasmo que debía de tratarse del soltero más codiciado de Córdoba.

Apresuró el paso, sin dejar de lado el soliloquio. Se dijo que ahora que trabajaba en el periódico de su tío podría juntar algún dinero para independizarse y llevar a su madre lejos de la mansión de Martínez Olazábal; aunque debía ser realista, no la sacaría tan fácilmente de allí, en especial por la amistad que había trabado con otros miembros de la servidumbre, sobre todo con Rosalía; en verdad, parecía encantada de vivir en el palacete. Tal vez partiría sola, pero ni en un millón de años dejaría allí a Sofía, tan vulnerable e indefensa, y se prometió que lo haría con ella.

Al cruzar el portón que delimitaba los confines del casco, avistó a la familia Martínez Olazábal en la galería que circundaba la vieja casona: la señora Celia, como una reina dando audiencia, apoltronada en su sillón de mimbre de alto respaldo; Enriqueta, la hija del medio, con la vista clavada en su madre, que hablaba con elocuentes gestos; Sofía, alejada y ausente como de costumbre, con el gato persa sobre la falda; el hijo mayor, el joven Aldo, rubio y de piel clara como la señora Celia, apenas sesgaba los labios en una sonrisa forzada, Francesca se preguntó quiénes serían la muchacha sentada a su lado y la mujer que conversaba con la patrona Celia. Se ocultó en las sombras de la noche inminente; llevaba los pantalones de montar de Sofía y ya podía imaginar el interrogatorio de la patrona si la descubría.

Aldo se reclinó sobre su hermana Sofía, le tomó la mano y se la besó. El gato maulló enojado por la interrupción y volvió a acomodarse cuando la joven retomó los mimos.

Con los últimos destellos del día, Aldo contempló el parque que rodeaba la casa, asombrado por la prolijidad y la pulcritud; le llamó la atención el césped, una alfombra perfecta que cubría las lomas en un juego de subidas y bajadas que se perdían hacia los confines del campo. El patio español, un encantador sitio cerca de la galería, con fuente y bancos cubiertos por mayólicas, le recordó la frescura de las siestas de su niñez, cuando recostado bajo el nogal, leía hasta quedar dormido. Más allá, cerca de la piscina, el mirador, una elevación natural del terreno a la que su abuelo Mario había coronado con una balaustrada donde las damas solían sentarse a admirar el paisaje serrano.

—¡Qué lindo está el parque! —comentó, y Sofía se limitó a levantar la vista—. Nada que ver con el campo de Pergamino —aseguró—. Se nota que Cívico es eficiente y trabajador. Además de estar en orden —continuó—, este campo rinde más que el de Pergamino, aunque sus tierras son diez veces menos fértiles. Ya le dije a papá que el capataz de Pergamino, don Tarso, ¿te acordás? —Sofía no dio muestras de interesarse—. No es como Cívico. Don Tarso es un desastre. Hasta me llegaron cuentos de que nos roba ganado y que lo vende por su cuenta.

—Don Cívico es un gran hombre —susurró Sofía—. Así que estuviste en Pergamino —añadió.

—Sí, una semana. Desde que vivo en Buenos Aires, papá me pide que vaya de tanto en tanto a resolver algunos asuntos. Después de estar en la estancia, regresé a la ciudad, pasé a buscar a Dolores y a su madre, y nos vinimos para acá. ¿Qué opinas de Dolores? ¿Te gusta?

Dolores Sánchez Azúa, la prometida de Aldo Martínez Olazábal, era la única heredera de una de las más importantes fortunas de Buenos Aires. En ese mismo momento, Dolores conversaba en un aparte con su futura cuñada, Enriqueta, complacida por la atención que le dispensaba esa señorita. La madre de Dolores, Carmen Ferreira, una aristócrata cordobesa que, según se decía, había realizado el mejor matrimonio de su época al desposarse con el estanciero porteño Carlos Sánchez Azúa, no refrenaba la lengua para describir su mansión de la calle Cerrito a su amiga de la niñez, Celia Pizarra y Pinto.

—¿Te gusta, sí o no? —insistió Aldo.

—No me gusta el nombre. ¿Desde cuándo un hijo es un dolor? O muchos, como en este caso.

—No te conocía esa veta de ironía —repuso él, risueño—. ¿Quién te enseñó?

—La vida, supongo —respondió la muchacha con marcado cinismo.

Aldo bajó la mirada. Sofía, arrepentida de haberse mostrado sarcástica con una de las personas que más quería, concedió:

—Es hermosa, nadie puede negarlo, ¿Cómo la conociste?

—Una de las veces que mamá fue a visitarme a Buenos Aires, invitó a la señora Carmen y a Dolores a tomar el té. Así la conocí.

—Conque mamá... —farfulló Sofía, pero Aldo no la escuchó—. Lo único que tengo que reprocharte —prosiguió— es que no hayas elegido a una cordobesa. No me parece justo, Aldo, después de tantos años de ausencia ahora se te ocurre echar raíces en Buenos Aires porque una porteña te tiene loco. Seguro que, si se casan, los veré sólo para Pascuas y Navidad.

—¡Un momento, señorita! No me tiene tan loco. Y eso del matrimonio está por verse.

Sofía no dijo nada más, levantó la mano con evidente disimulo y sonrió hacia la lejanía. Aldo miró desconcertado y vislumbró entre la maraña de plantas a una joven que se dirigía al otro sector de la casa.

—¿Quién es?

—Francesca, la hija de Antonina, la cocinera, ¿No te acordás de ella?

—Vagamente.

—Francesca es mi mejor amiga —aseguró Sofía.

—Decile que se acerque, quiero saludarla.

—¡Estás loco! —reaccionó la joven—. Si mamá la ve a diez pasos de aquí le larga los perros. No, ni se te ocurra llamarla.

Ante la sorpresa de Aldo, Sofía le explicó:

—No quiere que seamos amigas. ¡Si supiera que lo somos desde hace quince años y que nunca dejaremos de serlo!

Celia interrumpió la conversación con doña Carmen y dirigió un cumplido a su futura nuera y una recomendación para Aldo, que se quedó con las ganas de averiguar algo más sobre la hija de la cocinera. Por iniciativa de la anfitriona, marcharon a sus dormitorios a prepararse para la cena que se serviría una hora más tarde. Aldo se demoró en la galería y siguió con la mirada la figura que se alejaba por el camino de la parra hacia el sector de la cocina. Tuvo suerte, pues alguien encendió las luces al final del recorrido, y pudo ver que se trataba de una muchacha alta, de buenas formas

«¡Qué hermoso pelo tiene!» , pensó.

Francesca se presentó en la cocina y encontró a su madre que, junto a tres criadas, se afanaba en los refinados platos que había exigido la señora Celia en vista de la importancia de las comensales. A pesar de los años, las penas y el trabajo duro, Antonina conservaba las líneas esbeltas de la juventud y la belleza de su rostro siciliano.

—¡Por fin te dignas! —le reprochó a su hija, al descubrirla bajo el dintel.

Antes de seguir con Francesca, ordenó a las criadas que se dirigieran al comedor y pusieran la mesa con la vajilla de loza inglesa, los candelabros de plata, las copas de cristal de Bohemia y el mantel de hilo blanco. Las muchachas salieron mientras seguían cotilleando acerca de la prometida del niño Aldo.

—Discúlpeme,
mamma,
me entretuve con Jacinta y Cívico y, después, estuve un rato con Rex.

La madre reprimió su intención de sermonearla por montar el caballo de la niña Enriqueta, convencida de que era en vano: Francesca siempre hacía lo que quería. Le echó un vistazo y sonrió con orgullo al descubrir en su mirada el carácter seguro e irreverente del padre.

—El señor Esteban se fue a la ciudad, pero antes me anduvo preguntando por el accidente de Onofrio —comentó Antonina—. ¿No te dijo Rosalía que mantuvieras la boca cerrada respecto de lo de Onofrio para no preocupar al señor?

Antonina echó un vistazo furioso a su hija, que la enfrentó sin atisbos de arrepentimiento. «Nunca tendría que haberle contado lo del señor Esteban y Rosalía», se dijo, aunque la tranquilizaba la certeza de que su hija jamás lo daría a conocer. Francesca husmeó las ollas, probó la ambrosía y metió el dedo en la crema pastelera antes de defenderse.

—Que se haga cargo —expresó—. Además, quería alejarlo de los corrales para charlar con don Cívico y montar a Rex. Si hubiera visto,
mamma,
la cara que puso cuando le dije que Onofrio casi se cae del tejado. Apuró al caballo y salió como loco.

Por un rato y mientras Francesca se cambiaba en el dormitorio, Antonina se remontó diez años atrás, y la cocina de la casa de los Martínez Olazábal se materializó frente a ella; en medio, Rosalía, su amiga del alma, y el patrón Esteban enredados en un beso que hubiese abrumado al más experimentado. Se escondió en el lavadero y aguardó a que el señor se marchara. Al regresar a la cocina, notó la sonrisa de satisfacción de Rosalía, que se acomodaba el delantal y se mesaba el cabello desordenado. La miró sin fingir ignorancia. Rosalía, avergonzada, se desplomó en una silla y se llevó las manos al rostro, mientras sollozaba al decir que debía de creerla una cualquiera. A Antonina le costó calmarla y, cuando lo consiguió, le pidió que le contara.

Rosalía Bazán, una atractiva mestiza de Traslasierra, con cautivadores ojos marrones, cabello pesado y oscuro y una figura de tentadoras curvas, abandonó el rancho familiar para huir de una vida que poco a poco acabaría con ella. En Córdoba se empleó como camarera en un bar de mala muerte, que por encontrarse cerca de la zona de los burdeles, atendía a quienes ya habían satisfecho otras sedes. Allí conoció a Esteban Martínez Olazábal, apuesto y simpático, que la cautivó con palabras dulces y maneras de señor. «Me enamoré perdidamente de él», admitió. Tiempo después, Esteban le confesó su compromiso con una dama de la alta sociedad cordobesa, Celia Pizarro y Pinto, a la cual no amaba, según juró. En su simpleza, Rosalía le preguntó por qué se uniría a una mujer que no quería; Esteban no contestó y escondió la mirada. Arrebatada por los celos y la furia de saber cobarde y frívolo a su amante, le espetó que era un mal hombre y que no volvería a verlo.

Meses después, Esteban supo que Rosalía esperaba un hijo suyo. Él ya se había casado con Celia, que también estaba embarazada. Su vida transcurría suspendida entre los recuerdos de su amor perdido y la esperanza del hijo que Rosalía iba a darle. Y pese a que luchó por enamorarse de Celia, la frialdad y superficialidad de su mujer le impidieron siquiera tomarle cariño. Desesperado, hizo acopio de valentía y fue a buscar a Rosalía, que, celosa y herida en su orgullo, lo rechazó. Durante días, Esteban la visitó en el bar sin lograr que cambiase su actitud, pero Rosalía continuaba amándolo, tanto que semanas más tarde le concedió el perdón. La muchacha, que llegó a casa de los Martínez Olazábal con una maleta vieja y un bebé en brazos llamado Onofrio, pasó a formar parte de la servidumbre de la mansión. Nadie supo nunca la verdad, ni siquiera el pequeño, hasta aquel día en que Antonina los sorprendió besándose en la cocina.

Francesca regresó cambiada y aseada. Ni ella ni su madre dijeron nada, cada una siguió inmersa en sus recuerdos y planes, mientras cortaban fruta para la macedonia, condimentaban salsas, glaseaban jamones, batían las claras del merengue italiano y maceraban frutillas.

Sofía entró en la cocina y sorprendió a su amiga por detrás. Hacía semanas que no se veían y, en medio de la emoción, las palabras se les agolpaban desordenadamente. Antonina recibió su porción de cariño sin sorpresas; sabía que Sofía la quería como a una madre, pues, ante el desamor de Celia, la joven se había aferrado casi con desesperación a ella, una mujer simple, más bien ignorante, aunque gentil y cariñosa, que siempre olía a vainilla y a pan recién horneado.

—Comería con ustedes —dijo Sofía—, pero mi madre está de un humor de mil demonios con esto de que mi padre se volvió intempestivamente a Córdoba. Está furiosa porque dice que es un papelón con la señora Carmen y con Dolores, la novia de Aldo. ¿Qué habrá hecho volver a mi padre a la ciudad?

Francesca acompañó a su amiga, pero no se aproximó a la casa: en su mayestática silla de la galería, la señora Celia, cambiada para la cena, hojeaba una revista. Se despidieron al final del camino de la parra y, mientras contemplaba cómo Sofía eludía a su madre y entraba por la puerta lateral, volvió a experimentar la culpa de su gran secreto como una carga pesada que la dejaba casi sin respiración. Hacía tiempo que no se sentía así, lo creía superado, pero esa tarde al ver a su amiga —deliberadamente apartada y absorta, en medio de la algarabía de su familia—, supo con certeza en quiénes pensaba.

Las monjas del colegio 25 de Mayo le habían enseñado a Sofía que debía mantener lejos a los muchachos; las sensaciones de efervescencia y el golpeteo desenfrenado del corazón, sin duda, eran artilugios del demonio. En esos casos, un trago de vinagre y el rosario de rodillas sobre sal gruesa constituían santo remedio para despejar la mente y alejar a Lucifer. Sofía, obnubilada por el atractivo de Nando y por la efervescencia y el golpeteo en el pecho, olvidó el vinagre, el rosario y la sal gruesa, y se entregó sin prudencia. Francesca, que nunca se había enamorado, vivió con excitación el frenesí de su amiga y, confidente de sus aventuras, cómplice de sus escapadas, sintió ansias de amar igual.

Tiempo después, su naturaleza racional la llevó a comprender que los patrones jamás aceptarían a Nando, un muchacho de Mina Clavero que había marchado como tantos otros a la capital en busca de fortuna. Empleado en la oficina de Martínez Olazábal como cadete, aspiraba a reunir dinero para comprar un campo en su pueblo natal y vivir allí con Sofía. «Vos te encargarás de la casa y de los hijos, y yo, de la tierra», le decía. Siempre atento, apuntaba en una libreta todo cuanto escuchaba acerca de vacas, cosechas, semillas, veterinarios, cría y engorde. En la Biblioteca Mayor, la del Rectorado, investigó sobre el suelo cordobés, poco apto para la siembra, excepto al sur, y más propicio para la cría de ganado. Sostenía largas conversaciones con don Cívico cuando éste visitaba la ciudad, «porque sabe más que los libros», le aseguraba a Sofía, y ella lo acallaba con un beso, deseosa de que le hiciera el amor.

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