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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (10 page)

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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—¿Árabes? —preguntó Francesca, por lo bajo.

—Es por la OPEP.

—¿La qué?

—Después te explico.

El corto discurso del embajador recibió un cálido aplauso. Alguien exclamó: «¡Viva la patria! ¡Viva Venezuela!», y el resto acompañó con hurras y bravos, a los que siguieron música y baile. Los mozos recorrían el salón con bandejas de bocaditos o copas. Los invitados comían y bebían mientras conversaban en grupos diseminados por el salón; otros, en cambio, preferían la danza.

Pese a que Marina disfrutaba, Francesca no lograba contagiarse de su entusiasmo. Admiraba a su amiga, habría deseado ser como ella, siempre dispuesta y optimista, con una sonrisa perenne en los labios, feliz en medio de su soledad, encariñada con la vida como si lo tuviese todo. «Alguna vez», se dijo Francesca, «yo fui así».

Tras saludarlas brevemente, el cónsul argentino se mantuvo alejado. Su esposa no le quitaba la vista de encima, lo atisbaba entre bocado y bocado, palabra y palabra. Si había alguna mujer en el grupo en el que él departía, se apostaba a su lado como si fuera una estaca. Francesca y Marina se divirtieron durante un buen rato contemplando a la extraña pareja.

—¿Por qué han invitado a los árabes? —insistió Francesca mientras observaba cómo se movían igual que una manada, entre tanta tela y tocados que resultaba difícil ver sus rostros.

—El año pasado —empezó Marina—, en Bagdad se reunieron los principales países productores de petróleo, entre ellos Arabia Saudí y Venezuela, y crearon la Organización de Países Exportadores de Petróleo, la OPEP. Establecieron su sede aquí, en Ginebra.

Gonzalo, un compañero del consulado que la había invitado a cenar varias veces, le pidió el próximo baile; alentada por Marina y por los ojos esperanzados del muchacho, Francesca aceptó.

Francesca acompañó al cónsul y a su esposa a un almuerzo organizado por el gobierno del Cantón de Ginebra, para oficiar de traductora en una mesa ocupada en su mayoría por una delegación de italianos. Desde temprano había notado extraño a su jefe, no era el mismo de siempre: no le agradeció el café ni le comentó los titulares de
La Nación
que recibía a diario, tampoco se quejó por la cantidad de documentación pendiente de firma ni bromeó con su tonada cordobesa y, aunque pensó preguntarle si se sentía mal o si tenía algún problema, decidió callar.

Durante el almuerzo, Francesca poco tradujo: algunos italianos balbuceaban el castellano y el cónsul, por su parte, casi no abrió la boca. Su esposa también se mantuvo silenciosa, disgustada por la presencia de la secretaria que había centrado la atención de un elegante milanés. Tras el postre, en el momento del café, varios miembros del gobierno ginebrino subieron al estrado con discursos en las manos, y los rostros se volvieron hacia ellos. El cónsul se acomodó en su silla y, seguro de que nadie lo veía, se dirigió a su secretaria por lo bajo.

—Tengo algo que comunicarle, Francesca.

—Lo escucho, señor.

—Esta mañana llegó un pedido de traslado a otra embajada. —Levantó la mirada: los enormes ojos de su secretaria lo contemplaban fijamente, sin pestañar—. Es a usted a la que trasladan, Francesca. —Y ante la expresión de azoro de la muchacha, se apresuró a añadir—: Apenas recibí la orden de Buenos Aires, hice algunas llamadas tratando de impedirlo, pero fue imposible. La orden viene de las altas esferas y es irrevocable. No sé qué decir.

—¿Por qué a mí? —quiso saber—. Hace apenas cuatro meses que trabajo en Ginebra, ¿por qué me trasladan? ¿Dice usted que la orden viene de las altas esferas? Si yo... No comprendo, señor. —Tras un momento de silencio, preguntó—: ¿Adonde me trasladan?

—A la embajada de Arabia Saudí.

—¡Arabia Saudí! —repitió, y los comensales se volvieron a mirarla—. Disculpen —murmuró; tomó su sobre y abandonó la mesa.

Casi corrió al tocador y cerró tras de sí. En torno a ella, se formó un vacío que ahogó los ruidos externos. Apoyada contra la puerta, se contempló en el espejo: le temblaba el mentón y le brillaban los ojos. Se echó a llorar desconsoladamente. Lloraba de rabia, de impotencia, de tristeza, de miedo. Heridas aún abiertas sangraron nuevamente, se le mezclaron las viejas penas con las presentes y le asolaron el alma. Ya ni sabía por qué lloraba. Aldo, su madre, Córdoba, Fredo, Ginebra. Palabras desordenadas afloraban en su mente y la llenaban de dolor e inseguridad.

El calor del mediodía terminó por agobiarla. Echó traba a la puerta y se quitó la chaqueta. Mojó el pañuelo y se lo pasó por el cuello y entre los pechos. Se refrescó el rostro y limpió el rimel bajo sus ojos. Más cómoda y calmada, y mientras se retocaba el peinado, pensó con mesura en la dichosa transferencia.

—¡Claro! —acertó—. ¿Cómo no lo pensé antes? La esposa del cónsul, ella pidió que me transfirieran.

El abatimiento del cónsul y las miradas airosas de su mujer durante el almuerzo terminaron por confirmar su hipótesis. «El reciente viaje a Buenos Aires», se dijo, «ahí debe de haber tramado todo con alguna conexión en la Cancillería». Ya no le quedaban dudas. Sintió alivio al conocer el meollo de la cuestión, que desapareció casi de inmediato cuando la rabia le coloreó el rostro. Apretó los dientes y cerró los puños: habría abofeteado a la esposa de su jefe de tenerla a mano. «¡Mujer del demonio! Me habría enviado a la embajada de la Isla de los Galápagos si existiera». Abandonó el tocador hecha una furia y, ciega de ira, se dio de bruces contra un hombre que la sostuvo antes de que terminara en el suelo. Apenas masculló un «gracias» cuando el sujeto le alcanzó el sobre y, a paso rápido, abandonó el lugar.

Al entrar en la oficina y encontrar a Marina con el gesto serio, Francesca comprendió que su amiga ya conocía la noticia del traslado. Lanzó un soplido y se dejó caer en la silla.

—Esto me llegó después de que te fuiste al almuerzo —dijo Marina, y levantó un expediente con una carátula que rezaba «Trámite urgente»—. Me lo envió tu jefe.

—Acabo de enterarme. El cónsul me dijo lo de mi traslado durante el almuerzo.

—Debe de estar desesperado. Perder a su «milagro cordobés» no le debe de hacer ninguna gracia.

—Que le agradezca a su mujer la pérdida —ironizó Francesca, y enseguida se deprimió—. Oh, Marina, ¿por qué todo me sucede a mí? Estoy cansada.

—¿Piensas que fue la mujer la que le pidió que te saque del consulado?

—En realidad, no creo que se lo haya pedido a él, sino que lo consiguió tocando algún resorte en la Cancillería. No olvides que acaba de regresar de Buenos Aires.

—Te conoció después de ese viaje. No podía saber que eras joven y hermosa. Igualmente, podrías haber sido vieja y fea.

—Quizá alguno de la Cancillería le mostró el legajo donde figura mi edad. Ya sé que son sólo presunciones. De todos modos, estarás de acuerdo conmigo en que es demasiada coincidencia la animosidad que me tiene y este repentino traslado.

—Sí, es cierto —aceptó Marina, no muy convencida.

—¡Y lo peor es el destino! —agregó Francesca.

—Sí, Arabia Saudí.

—¿Puedes decirme algo?

—Ahora no, pero puedo averiguar.

En 1919, acabada la Primera Guerra Mundial, Churchill expresó en la Cámara de los Comunes: «Es indudable que los aliados sólo han podido navegar hasta la victoria sobre la corriente ininterrumpida del petróleo de Oriente Medio». Su pensamiento fue refrendado tiempo después por Lord Curzon, un importante miembro del gobierno británico, que aseguró: «La verdad es que los aliados deben su victoria al petróleo». Por su parte, Georges Clemenceau, jefe del gobierno francés, pieza clave en la derrota del ejército alemán, pronunció, sin ambages, que «de ahora en adelante, para las naciones y para los pueblos, una gota de petróleo vale tanto como una gota de sangre».

El «oro negro», como empezó a llamarse al petróleo, posicionó en el ojo de la tormenta a la mayoría de la península Arábiga. La alianza de Occidente con los dueños del elemento que movía la economía moderna precipitó el establecimiento de sedes diplomáticas en el joven reino de Arabia, en el principado de Kuwait, en Qatar, en el principado de Abu Dabi (más tarde, Emiratos Árabes Unidos) y en el sultanato de Mascate y Omán. Sin embargo, Arabia, por su preponderancia en la península y la capacidad inigualable de sus pozos, no tenía competidores.

La Argentina, enredada en disputas domésticas, confiada en el potencial de sus propios yacimientos, no advirtió el desacierto de permanecer fuera de una realidad que había cambiado el mapa político mundial sino hasta mediados de 1960, cuando el gobierno de Frondizi, a través del Ministerio de Exterior y Culto, inició los trámites para establecer la sede en Riad, capital del reino saudí. En junio de 1961, tras arduas negociaciones —los árabes son prudentes ante la apertura— había quedado formalmente instituida la embajada en pleno barrio diplomático de la capital árabe.

—Dicen que el embajador es un hombre joven —informó Marina esa noche, mientras cenaban—, experto en asuntos de Medio Oriente —agregó, y le echó un vistazo con intención—. Es muy culto y maneja el árabe a la perfección. No pude averiguar mucho más, sólo que se trata de una sede pequeña, con escaso personal.

Francesca revolvía la comida en el plato sin probar bocado, con la vista fija en el mantel. Las palabras de Marina le llegaban como un eco lejano, mientras repasaba los hechos de un pasado cercano que aún la mortificaba, las dudas del presente y las posibilidades de un futuro cada vez más incierto. En Ginebra había hallado cierta paz que en los últimos tiempos la esperanzaba. Su viaje a Arabia, inopinado y extraño, ponía en jaque el endeble círculo protector que había trazado a su alrededor.

—Francesca, no te desanimes —se apresuró a agregar Marina—, si no estás de acuerdo con el traslado a la embajada de Arabia, renuncias y vuelves a Córdoba. ¿No dijiste que trabajabas en el periódico donde tu tío es el director? Estoy segura de que te daría nuevamente un empleo si se lo pidieras.

—No puedo regresar —dijo con voz insegura.

Experimentó gran alivio al contarle sus pesares a Marina, como si hubiese compartido la carga con ella. De todos modos, no durmió bien; por lapsos cortos la invadía una somnolencia liviana que desaparecía con un sobresalto; se agitaba entre las sábanas, acalorada y llena de fastidio. Antes de las seis, se dio un baño. Al salir de la ducha, una renovada energía había borrado el abatimiento de la noche anterior. Se dijo: «Estoy cansada de llevar esta tristeza a todas partes». Le pareció una insensatez sufrir tanto por algo que había quedado atrás; asimismo, le resultó poco inteligente angustiarse por circunstancias futuras que veía con malos ojos a causa del pesimismo y que en realidad encerraban una buena oportunidad para conocer otra cultura y otro país.

Antes de ir a la oficina, pasó por el correo donde despachó un telegrama para Fredo en el que le informaba escuetamente la novedad de su traslado. Su tío sabría aconsejarla, incluso podría averiguar el origen de tan repentina orden.

La hermosa mañana de verano, el aire fresco del lago y las flores que colmaban los canteros en las plazas le acentuaron el buen humor. Se dirigió a la oficina a paso rápido, por la costanera. Se preguntó cómo sería Arabia. No conocía nada acerca de ese país, excepto que una eterna y abrasadora alfombra de arena cubría gran parte de su territorio. «El desierto», pensó. La sola mención de la palabra le inspiró miedo.

Los días siguientes se convirtieron en una maratón: expedientes, informes y documentos se apilaban en su escritorio. El cónsul, cabizbajo y reticente, se limitaba a aumentar la pila de papeles con la cantinela: «Déjelo terminado antes de irse». En ocasiones, Francesca deseaba cogerlo por los hombros, sacudirlo y espetarle en la cara: «¡Oiga, hombre, si es su mujer la que me hizo botar de aquí!». Al final, terminaba por darle pena.

Recibió varias llamadas de la Cancillería de Buenos Aires que la mareaban con órdenes y recomendaciones. Insistían en la importancia de que estudiara con detenimiento el material que le habían enviado sobre ceremonial y protocolo en los países musulmanes. Le explicaron que, como asistente privada de un embajador, sus funciones excedían a las de una simple secretaria y que, en un amplio repertorio de obligaciones, debía conocer desde la forma de poner la mesa hasta las solemnidades para recibir a un miembro de la realeza saudí. «Es una embajada muy pequeña», le aseguraron, «con poco personal; en usted recaerán tareas de toda índole». No le asustaba el trabajo, ni la diversidad de responsabilidades en que tanto insistía el personal de la Cancillería, por el contrario, la hacían sentirse importante.

La respuesta de Alfredo llegó en un telegrama tres días más tarde: «Acepta. Magnífica oportunidad». Dos semanas después, lo completó con una extensa carta, que Francesca leyó hasta saberla de memoria. Se sorprendió, ignoraba los vastos conocimientos de su tío en materia de petróleo y Medio Oriente. Le hablaba de la importancia geopolítica de los países de la Península, en especial de Arabia; de cómo la modernidad, inexorablemente, llevaba al mundo capitalista a depender cada vez en mayor medida del petróleo oriental, de calidad superior y de fácil extracción. «En fin», remataba, «conocerás la zona del planeta que se disputan las grandes compañías petroleras y las potencias del globo». Agregó una corta lista de libros que, por pertenecer a autores europeos, Francesca consiguió fácilmente en la biblioteca cercana al consulado. Fredo terminaba su carta pidiéndole que no se preocupara por su madre, él sabría convencerla.

Ciertamente, Antonina desaprobaba la idea del traslado a un país del cual raramente había escuchado hablar.

—¡Arabia! —exclamaba—. ¡Tierra de herejes y salvajes!

—No exagere, Antonina, por favor —terciaba Fredo.

—¿Qué querés —la increpaba Rosalía—, que vuelva a Córdoba a sufrir?

Antonina terminó por ceder. Desde su regreso de la luna de miel, Aldo no había cesado de preguntar por su hija. Incluso, en ocasiones, desesperaba y a gritos les exigía a Sofía o a ella que le dieran la dirección donde se hallaba. Finalmente, Antonina se resignó a la idea y dio su consentimiento.

Francesca devoró los libros que su tío le recomendó, especialmente
La civilización de los árabes
de un tal Gustav Le Bon, y, pese a que buscó más bibliografía, poco encontró. No obstante, lo leído le sirvió para aprender someramente acerca de las costumbres y características de los árabes, que le resultaron retrógrados por el machismo de ellos y la sumisión de ellas.

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