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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (33 page)

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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—Antes de que llegaras, Kamal, Saud nos mostraba su plan programado de gastos hasta fin de año. —Y le pasó un informe, que Kamal hojeó.

—En la última parte —indicó Tariki— está la proyección de los ingresos con los que haremos frente a los gastos. Como verás, deberemos bajar las pensiones de la familia, pues las condiciones...

—Los recursos están sobrevalorados —interrumpió Kamal, y se produjo un silencio de muerte.

—¿Por qué lo dices? —se apresuró a intervenir Méchin.

Kamal disertó acerca de las condiciones de mercado: del
posted price,
de la tasa de interés del crédito internacional, que, por cierto, sería más alta que la prevista en el informe, de la superproducción petrolera rusa, que si bien no tenía la calidad del carburante árabe, muchas compañías lo tomarían por bueno, del nivel inflacionario, del sistema monetario y de la realidad política, nada favorable para los países integrantes del cártel. Por último, aseguró que los recursos serían un treinta por ciento menos que lo estimado y que el déficit ascendería a varios millones de dólares, sin contar el que arrastraban del año anterior, a duras penas cubierto con anticipos del pago del petróleo.

—Si es cierto lo que dices —habló Saud— volveremos a endeudarnos para cubrir el déficit, pues ya no se pueden bajar los gastos más de lo que lo hemos hecho.

—¿Y a quién le pedirás el dinero? —preguntó Kamal.

—A los bancos de siempre.

—No te lo prestarán —manifestó—. Con la creación de la OPEP te has echado encima a todo Occidente, y los bancos a los que piensas recurrir son su expresión más acendrada. Te pondrán mil excusas: que el precio del petróleo está bajo, que ya estás endeudado, que las garantías no son suficientes, y no te soltarán un dólar. Para ellos, la existencia del cártel representa una continua e inaceptable amenaza sobre el recurso energético más importante. Actuarán ahora que la OPEP es frágil y vulnerable.

—Terminarán por claudicar —se enfureció Saud—. Se arrastrarán para pedirme que les venda petróleo.

—Tú te arrastrarás —señaló Kamal, con tono tranquilo e impasible; el resto, en cambio, contuvo el aliento—. Ellos son los dueños del poder, debes entender eso, Saud.

—Pero necesitan nuestro petróleo —intentó Tariki.

—Necesitan petróleo —corrigió Kamal— y lo tienen asegurado con Irán y Libia.

—Tú no tienes ni idea —retomó Saud, presa del despecho— de los problemas que he tenido que soportar en estos años de reinado. Cuando nuestro padre murió, el reino estaba lejos de ser lo que creíamos.

—Nuestro padre —apuntó Kamal— murió en paz, pues alcanzó todo lo que se propuso y más. Recuperó las tierras que le habían arrebatado a su familia, unió las regiones de Hedjaz y de Nedjed, y fundó el reino. Consolidó su poder, y si hoy las grandes potencias del mundo nos respetan es gracias a él. Hasta los ingleses tuvieron que claudicar en sus intentos por dominarlo.

La conversación se caldeaba y los ánimos se inquietaban. Méchin decidió poner un coto al preguntar a Kamal si tenía alguna propuesta para capear la borrasca financiera en la que ya se encontraban al garete. En este punto, Ahmed Yamani sacó de su maletín varios informes y los distribuyó. Al ver el nivel bajísimo de gastos previstos, Saud y Tariki se opusieron.

—Tú eres el soberano de nuestro pueblo —aceptó Kamal—, la decisión está en tus manos. —Y con esto puso punto final a la polémica.

Fahd, que en silencio había parangonado el informe de Tariki con el de Yamani, se quitó las gafas, se puso de pie y, en un modo menos diplomático y conciliador que el de su hermano Abdullah, se dirigió a su sobrino el rey:

—La familia quiere que Kamal vuelva a ocuparse de los asuntos económicos y financieros como en el 58.

Las miradas escrutaron alternadamente el rostro del rey y el del inmutable príncipe.

—No es necesario —manifestó Saud—. La situación está bajo control. Este presupuesto de ingresos y gastos que preparó el ministro de Hacienda nos permitirá soportar la crisis de fondos hasta que el dinero por la venta del petróleo entre en nuestro poder. No quiero de vuelta la figura del primer ministro; sólo conseguiría poner en evidencia que tenemos problemas, y eso nos desprestigiaría en el extranjero.

—Ya estamos desprestigiados —soltó Kamal, y a Saud le tomó un momento comprender que su hermano había sido más directo de lo que pensaba.

—¿A qué te refieres? —espetó, de mal modo—. ¿Lo dices por la creación del cártel?

Tariki, verdadero mentor de la OPEP, intervino en la disputa entre los hermanos al exponer las razones que los habían abismado a la ingrata tarea de enfrentarse a las
majors,
es decir, a los monstruos petroleros ingleses y norteamericanos. Resultaba urgente aplacar los ánimos. Era plenamente consciente de que si Saud caía, lo arrastraría a él, y no tendría derecho a réplica, pues nadie en la familia dudaba quién era el cerebro que gobernaba Arabia desde hacía poco más de ocho años.

—En realidad —continuó Tariki—, la creación de la OPEP apunta a un objetivo mayor y supremo que es el de transformar los mercados de materias primas del mundo para evitar el pillaje al que nos someten los poderosos desde tiempos inmemoriales. No sólo se trata de agrupar a los países productores de carburante, sino a todos los países del Tercer Mundo que abastecen con sus
commodities
las industrias del Primer Mundo. Nos uniremos los más débiles para formar una sociedad invencible.

—¡Vaya socios que has elegido —ironizó Kamal—, los más pobres y endeudados del planeta! Cuando hablo de desprestigio me refiero a la actitud que estamos tomando frente a quien ostenta la hegemonía del mundo. Son ellos los que usan nuestro petróleo porque tienen industrias, son ellos los que nos pagan porque tienen dinero, y por estas dos razones, son ellos los que imponen las reglas. Nosotros deberíamos tirar a la basura el petróleo que con tanta facilidad encontramos en nuestras tierras si no fuera por las compañías que lo compran, pues no tenemos la tecnología siquiera para refinarlo, menos aún para usarlo; dependemos de ellos incluso para transportarlo en tubos hasta el puerto de Jeddah. Para el Primer Mundo, el hecho de que nosotros hayamos adquirido cierta notoriedad es simplemente a causa de un capricho de la Naturaleza. Nosotros sin Occidente no somos nada, y no podemos darnos el lujo de enfrentarnos a ellos.

—Pareces un secuaz de las compañías petroleras —expresó Saud, y se puso de pie—. Veo que la mujer cristiana con la que andas ha terminado por trastornarte de tal modo que eres capaz de traicionar a tu propia sangre.

El ambiente se tornó inmanejable, los gestos se tensaron y las miradas apuntaron al suelo. Kamal recogió sus papeles y los guardó en su portafolio con calma y sin apuro. Luego levantó la mirada imperturbable y la clavó en la de su hermano.

—No deberías haber dicho eso —manifestó.

Abandonó el despacho con la seguridad que le daba saber que Saud no lograría controlar los gastos y que los bancos no le prestarían un centavo para financiarlos. Se ahogaría, y él lo vería perecer sin tenderle la mano.

Fahd y Abdullah echaron un vistazo de reproche a su sobrino el rey antes de seguir a Kamal, escoltados por Yamani, Faisal y Méchin. La habitación se sumió en un mutismo que revelaba a gritos el desconcierto, el nerviosismo y la indecisión de los que permanecieron. Saud comenzó a tamborilear los dedos sobre el escritorio, mientras Tariki lo miraba con aire admonitorio.

—Lo mandaré matar —dijo por fin el rey.

—No harás nada de eso —ordenó Tariki—. Si lo mandas matar, terminarás por cavarte tu propia fosa, pues todo apuntará a ti. En este momento, en Medio Oriente, ningún grupo de poder ganaría nada asesinándolo y, por el lado de Occidente, ningún gobierno enviaría sus fuerzas secretas a eliminarlo cuando es su niño mimado y futuro aliado. Por ende, quedarías tú como su único y posible verdugo. ¿Por qué crees que pasó casi un mes entre Washington y Nueva York? Si quieres deshacerte de Kamal tendrás que pensar en otra cosa, deberás buscarle un punto débil, un talón de Aquiles, y golpear duro y sin piedad. ¿Qué hay de esa cristiana que mencionaste? ¿Qué se sabe en concreto respecto a ella?

Saud mandó a llamar a sus guardaespaldas, El-Haddar y Abdel, y les ordenó que se contactaran con Malik, su espía en la embajada argentina.

En la otra ala del palacio, el grupo que había abandonado el despacho del rey se congregaba en la oficina de Abdullah. Después del exabrupto de Saud, ninguno había vuelto a abrir la boca y, mientras cavilaban acerca de las circunstancias y sus consecuencias, bebían un café espeso y caliente, y sobaban cuentas multicolores.

—No hablaré aquí —dijo Kamal súbitamente—. Este lugar debe de estar infestado de micrófonos.

—Quédate tranquilo —pidió Abdullah—. Hago revisar la oficina cada mañana antes de comenzar a trabajar.

Faisal preguntó a Kamal acerca de su viaje a Norteamérica, y de inmediato se dedicaron a los temas de Estado. Ninguno mencionó la acotación zafia y extemporánea de Saud, pero a todos les rondaba en la cabeza la misma certera idea: que tenía los días contados como rey. Sus extravagancias y comportamiento licencioso, para nada de acuerdo con los dogmas islámicos acerca de la templanza del espíritu, habían acabado por hartar a la familia, que desde un principio había notado la escasa capacidad organizativa y la falta de carisma del sucesor de Abdul Aziz. Faisal, que sostenía el inmediato retorno al Corán como único medio para recuperar la antigua grandeza, era el más interesado en poner fin al escandaloso reinado de su hermano mayor, y presionó a Kamal una vez más para que tomase a su cargo el puesto de primer ministro sin pérdida de tiempo.

—No lo haré, Faisal —aseveró Kamal—. No aceptaré el puesto de primer ministro mientras no cuente con la garantía de que seré amo y señor en las cuestiones económicas y financieras. Quiero libre albedrío en los Ministerios de Economía y del Petróleo, y no toleraré a Saud metiendo sus narices y cuestionándolo todo. No viviré de nuevo lo del 58.

Se discutió durante más de una hora. Por último, Kamal resumió ideas y asignó encargos. Cuando cada uno supo lo que debía hacer y luego de fijar la fecha de la próxima reunión, se despidieron. Era casi mediodía.

—No te vayas aún —pidió Abdullah a Kamal—. Necesito hablar contigo.

Pensó interponer una excusa, pero desistió al ver en la mueca de su tío el rostro tan querido de su padre. Después de la muerte de Abdul Aziz nueve años atrás, Abdullah se había convertido en su guía y consejero. Sin duda, se había tratado de uno de los soldados más valientes con que había contado Abdul Aziz para llevar a cabo el proyecto de unificación de la península. Intrépido y arrogante en la guerra, mostraba, sin embargo, una faceta completamente distinta en tiempos de paz, y la mesura de su carácter se condecía con la sabiduría de sus razonamientos. Era muy consultado entre los miembros de la numerosa familia saudí. Se recurría a él para solucionar problemas de diversa índole, desde una designación en el gobierno hasta el nombre de un bebé.

—Tu madre ha venido a verme la semana pasada —empezó Abdullah—. Se trata del asunto con la muchacha argentina.

Kamal abandonó el sillón y se paseó por la habitación.

—Yo interpuse que seguro se trataba de otra de tus aventuras, pero ella dice que esta vez es distinto, que deseas casarte con ella. ¿Es cierto eso?

—Sí, es cierto.

—Kamal, se trata de una cristiana.

—Discúlpame, tío, no discutiré contigo ni con mi madre ni con nadie acerca de mi vida privada.

—Tu vida ya no es privada desde el momento en que la familia está pensando en ti como futuro rey.

Se miraron a los ojos, se midieron, trataron de esgrimir argumentos para convencerse mutuamente, y, por último, desistieron. Kamal tomó sus cosas, saludó con la típica venia oriental y se dispuso a abandonar el despacho.

—Aguarda un minuto —intentó Abdullah—. ¿Has pensado en el infierno que vivirá esa muchacha a tu lado en medio de una familia hostil, sujeta a costumbres para las que no está ni remotamente preparada?

—Lo único que sé —manifestó Kamal, luego de una reflexión— es que mi vida sería un infierno si ella no estuviese a mi lado.

—Eres un egoísta.

—Puede ser.

Abenabó y Káder condujeron a Francesca al apartamento de Kamal en el barrio Malaz, lugar que presentaba cierto riesgo, pues la familia Al-Saud en pleno habitaba allí; sin embargo, a la hora de la siesta no se encontraba un alma en la calle. Alrededor de las dos y media, el automóvil se detuvo frente a un pequeño pero elegante edificio, y Káder acompañó a Francesca, envuelta por completo en la
abaaya,
al segundo piso. Sin necesidad de llamar, Al-Saud le abrió.

—Hola —dijo Francesca.

—Hola —respondió él, y la hizo entrar.

Impartió órdenes a Káder, que permaneció de guardia en el palier de recepción de la planta baja. La guió a la sala principal en silencio, donde la desembarazó de la túnica, la chaqueta y el bolso. Se detuvo frente a ella y la acarició con la mirada, una mirada sin visos de lubricidad, mansa y sosegada, que sorprendió a Francesca. Kamal estiró el brazo y le pasó los dedos por la mejilla.

—Todos dicen que te hago daño atándote a mi suerte.

—Hazme daño, entonces —dijo ella, y le sonrió movida por la simple felicidad de tenerlo enfrente, y su sonrisa derritió la temperancia de Al-Saud, que la apretujó entre sus brazos y le besó la coronilla, la frente, los ojos húmedos, las mejillas, hasta que sus labios encontraron los de ella, cálidos y anhelantes.

—¡Pequeña! ¡Pequeña mía! —repetía Kamal, mientras la despojaba de la ropa.

Volvieron a amarse con la pasión de los días compartidos en Jeddah y en el oasis. Momentos después, se recuperaban dentro de la bañera, con el agua espumosa hasta el cuello, Francesca recostada sobre el pecho de Kamal. A veces se adormecían y, cuando se despertaban, hablaban en voz apenas susurrada. Kamal la besaba suavemente, jugueteaba con su pelo húmedo y la recorría desde el contorno de la cintura hasta la voluptuosidad de sus pechos.

—¿Cuántas mujeres tuvo tu padre? —quiso saber Francesca.

—Muchas.

—¿Más de cuatro como ordena el Corán?

—¿Has estado leyendo el Corán?

—No. Sara, el ama de llaves de la embajada, me recitó ese sura. También me dijo que a ustedes los circuncidan cuando tienen ocho años. ¿Puedo ver?

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