Lo que dicen tus ojos (37 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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—Por aquí —indicó el gigante, y se evadieron por una entrada donde no tardaron en cruzarse con otros hombres que ostentaban sus metralletas y cuchillos sin comedimientos. Allí abajo encontraron tanta vida y movimiento como soledad y silencio en el exterior.

A ese punto, cualquiera habría perdido el sentido de la orientación. Aquel laberinto, que se abría paso a través de la roca hasta adentrarse en el corazón de la montaña, resultaba un escondite infranqueable para el hombre más buscado por los gobiernos occidentales.

—Pasa —indicó el gigante, y señaló una de las puertas apostadas al costado del corredor—. El jefe te está esperando. Yo llevaré a la mujer a una celda.

La recámara tenía las paredes cubiertas con lienzos de coloridos admirables y el suelo, con alfombras de lana de cabra cachemira. Apoltronado en medio de cojines, con el tubo del narguile entre los labios, se hallaba Abu Bark, un hombre de aspecto inofensivo, cuyo rostro, cubierto por una lánguida y descuidada barba negra, acentuaba su aire de inocencia gracias a un par de lentes que le empequeñecían aún más los ojos.

—Señor —dijo el recién llegado, y se inclinó con respeto.

Hacía meses que no se veían. Después de la redada en El Cairo, habían decidido separarse para dificultar el rastreo.

—Llegas tarde, Bandar. ¿Dónde está Yaman?

—Fue a dejar a la mujer en una celda.

Abu Bark sonrió satisfecho y volvió a succionar el narguile. El más famoso Abu Bark de la historia islámica era el suegro y amigo íntimo de Mahoma, que a la muerte del Profeta en el año 632 se convirtió en el primer califa árabe al recibir la misión de continuar su obra. Por eso, aquel extraño hombre recostado entre finos almohadones, cuyo verdadero nombre nadie conocía a ciencia cierta, había adoptado por seudónimo Abu Bark, convencido de ser parte de la dinastía de Mahoma y responsable de un legado especial: preservar al Islam del mismo modo que lo había hecho aquel primer caudillo mahometano. Aseguraba que a la edad de veinte años Mahoma y el arcángel Gabriel se le habían presentado para encomendarle que resguardara al Islam del demonio que lo acechaba: Occidente. «¿Y quién es Occidente, mi Señor?», había preguntado el joven Abu Bark. «Los sionistas», había sido la respuesta del Profeta.

En 1948 había iniciado su Yihad, su Guerra Santa, en la que Israel, el joven estado creado por el
establishment
de Occidente, representaba el objetivo último en su sed de destrucción. Para ello, las armas se convertían en un tesoro preciado. Desde la bomba de Hiroshima, la tecnología avanzaba a pasos agigantados y podían conseguirse verdaderos prodigios de la armamentística. Pero eran necesarias toneladas de dinero y, si bien él contaba con el apoyo económico de algunas multinacionales del petróleo, interesadas en mantener distraídos y sojuzgados a los pueblos árabes con desgastantes luchas intestinas mientras ellos saqueaban el petróleo a dos dólares el barril, la celada que le habían tendido en El Cairo y por la cual había perdido un arsenal valorado en 20 millones de dólares, lo había dejado casi en la bancarrota. La posibilidad de pedir un suculento rescate por la amante de uno de los hombres más ricos del mundo era algo que Abu Bark no dejaría escapar. Además, siendo una occidental, él mismo se daría el gusto de estrangularla.

—Este lugar es perfecto —comentó Bandar—. Mucho mejor que el de El Cairo. —Abu Bark no hizo comentario alguno y Bandar prosiguió—: La mujer está muy drogada. Temo que muera de sobredosis antes de hacer la primera llamada a la embajada argentina.

—Manden despertarla un poco antes de la llamada. Tenemos métodos eficaces para ello. ¿Se confirmó la información del embarazo?

—Sí, Malik la confirmó. Fadhir estuvo con él en Riad.

—Está bien, mañana estableceremos el primer contacto con el príncipe Al-Saud.

—¿El príncipe Al-Saud? ¿Cuál de ellos?

—Kamal Al-Saud —replicó Abu Bark.

—¿Qué tiene que ver el príncipe Kamal en todo esto? ¿No deberíamos pedir rescate a la embajada?

—Bandar —dijo Abu Bark, con acento benevolente—, quien pague el rescate me tiene sin cuidado. El dinero puede salir de la fortuna incalculable del príncipe Al-Saud o del Estado argentino; a mí me sirven cualquiera de los dos. Lo único que debe quedar claro es que será el príncipe Kamal Al-Saud quien lo entregue en el lugar y en el momento en que nosotros indiquemos.

—La orden es matar al príncipe Kamal —dedujo Bandar, y Abu Bark asintió—. ¿Por qué?

—El rey Saud necesita hacerlo a un lado sin levantar sospechas.

—Entiendo. Un secuestro con pedido de rescate pudo haber sido planeado por delincuentes comunes, y no existirá razón para que se sospechen motivos políticos —añadió Bandar, y su jefe asintió.

—Durante el pago del rescate —retomó Abu Bark— algo no sale como lo previsto y la muerte del príncipe es la lamentable consecuencia. El rey Saud lo hace para conservar el trono. Yo, en cambio, lo hago por dinero y para liberar al mundo islámico de un traidor. Sí, un traidor —reiteró, y abandonó el gesto apacible—: El príncipe Kamal está en conversaciones con Estados Unidos para llevar adelante su proyecto de gobierno. Y, ¿quiénes son los Estados Unidos sino la cuna misma del sionismo? Debes saber, Bandar: la ciudad más densamente poblada de judíos en el mundo es Nueva York. No permitiré que esos bastardos penetren en la casa Al-Saud. Y lograré terminar con esa afición estúpida que el pueblo siente por ese traidor, pues para la Historia el príncipe Kamal se habrá inmolado inútilmente por su amante cristiana, sin pensar en Arabia ni en sus deberes para con el Islam. ¡Es la voluntad de Alá! Ahora vete, Bandar, y déjame solo.

Francesca despertó con dificultad, los párpados le pesaban y un sopor incontrolable le gobernaba el cuerpo, en especial la cabeza, que parecía hundirse en el colchón. Le entraron náuseas y comenzó a hacer arcadas. Tanteó en busca de la lámpara, pero, aunque se estiraba, no lograba alcanzar el interruptor. La cama solía ser mullida y fragrante; ahora, en cambio, le dolía la espalda y un olor hediondo la sofocaba. «Por suerte es una pesadilla», pensó, confortada con la idea de que vería a Kamal al día siguiente. «Es una pesadilla», repitió, aunque la sed que le volvía pastosa la boca resultaba tan real como irreal aquel mal sueño.

—Sara —susurró, pero el esfuerzo le arrancó lágrimas de dolor, tan seca y lastimada tenía la garganta—. Agua —insistió, con un hilo de voz.

«Esto no es una pesadilla», se dijo, y el pánico le golpeó el pecho. Se incorporó lentamente, cada movimiento acentuaba las náuseas y el dolor de cabeza. Se sentó en el borde de aquello que definitivamente no era su cama sino una especie de catre maloliente y duro. En la pared opuesta distinguió una abertura por donde filtraba luz. El deseo de respirar una bocanada de aire fresco la ayudó a ponerse de pie y guió sus pasos inseguros. Debía llegar hasta allí, debía pedir ayuda, necesitaba beber un vaso de agua.

La abertura, un ventanuco parte de una puerta de madera, le reveló, a través de sus barrotes de hierro, un sitio sórdido y lóbrego, cavernoso e increíble, un lugar quimérico, escenario ideal para cuentos de dragones, fantasmas y duendes. «Me estoy volviendo loca», aseguró, aferrada a las rejas del ventanuco para no caer.

—¡Auxilio! —gritó, y su voz se repitió como eco en los túneles del laberinto.

Apareció un árabe, alto y robusto, de labios gruesos y ojos saltones. Llevaba un alfanje en el cinto y una ametralladora corta en bandolera sobre el pecho. Acercó la cara al ventanuco y le habló de mal modo.

—Agua, por favor —pidió ella, pero sólo obtuvo gritos y amenazas en aquella lengua cacofónica y dura—. ¿Dónde estoy? ¡Por favor, dígame dónde estoy!

El árabe asestó un puntapié a la puerta y Francesca cayó al suelo, donde perdió el conocimiento segundos después.

Kamal se desesperaba ante el transcurso irremediable de las horas. Perdería la cordura si no hacía algo. No soportaba la idea de sentarse en el cómodo sofá cuando Francesca podía estar sufriendo todo tipo de maltratos y carencias. No comía ni bebía, seguro de que ella tampoco lo hacía. No fumaba, como castigo. Sí, castigo, porque él era el culpable de aquella desgracia, él que la había expuesto a los odios, celos e intereses de su familia, a la atávica incomprensión e intolerancia entre cristianos e islámicos, a prejuicios religiosos y raciales. Él, que no había escuchado a ninguno de sus amigos cuando le advirtieron el peligro que la acechaba. Él, que la había deseado con egoísmo, y que en su ansiedad por poseerla, quizá se convertiría en el principal culpable de su muerte. ¡Su pequeña y dulce Francesca no moriría! No ella, tan ajena a los intereses económicos, a los prejuicios, al odio. ¿Qué sabía ella del odio si era apenas una niña? No la había protegido suficientemente; debió haberla llevado consigo, jamás debió dejarla en Arabia. Pensó en su hijo, el hijo de él y de Francesca, el fruto de un amor inmenso. «Alá, que en tu inconmensurable omnipotencia todo lo puedes, no permitas que muera, no ella, la madre de mi primogénito. Tómame a mí a cambio. ¡Oh, gran Alá! Yo soy el verdadero culpable. Castígame a mí, no a ellos», rezó silenciosamente.

—¡Ya es de noche! —explotó, y asestó un golpe sobre el escritorio—. ¡Han pasado casi veinticuatro horas y todavía nada!

—Cálmate —le pidió Abdullah—. Hacemos todo lo posible. Están rastrillando el país de norte a sur, de este a oeste.

Alguien llamó a la puerta, un hombre de la Secretaría de Inteligencia que traía la noticia de la captura de Malik bin Kalem Mubarak.

—¿Y la muchacha? —saltó Kamal.

—De ella nada, su majestad. Kalem Mubarak se hallaba solo. Lo interceptaron en las afueras de Al Bir, en dirección al norte.

—Eso es casi en la frontera con Jordania —acotó Méchin.

—Así es —confirmó el agente especial—. Creemos que trataba de dejar el país.

—¿Dónde lo tienen?

—En dos horas aterrizará el avión que lo trae a Riad.

—Bien —dijo Abdullah—. Avise al comandante a cargo del traslado que quiero a Kalem Mubarak en el calabozo del viejo palacio en cuanto lleguen a Riad.

El agente especial abandonó el despacho de Dubois. Había una atmósfera extraña en el ambiente, mezcla de excitación por el hallazgo de Malik y desánimo por el hecho de que Francesca no se encontrara con él. Las dudas arreciaban el interior de cada uno de ellos y precipitaban respuestas que se negaban a aceptar.

—Debo ir al palacio —anunció Abdullah—. Quiero estar presente en el interrogatorio.

—Ese hombre no dirá nada si no lo torturas —avisó Kamal—. Llevarás contigo a Abenabó y a Káder, ellos sabrán cómo hacerlo hablar.

—Creo que hablará sin necesidad de emplear esos métodos.

—¡Tortúralo! —ordenó Kamal—. No hay tiempo que perder. Mi mujer y mi hijo están en manos de algún desquiciado y no trataré al que la entregó con las maneras de un diplomático. ¡Tortúralo hasta que le quede vida, hasta que confiese dónde la tienen!

Kamal recogía agua en un jarrón y la bañaba lentamente. Francesca, sedienta, intentaba atrapar el agua que le escurría por la cara. La garganta cesaba de arder y la frescura del agua descendía por su cuerpo desnudo. Había comenzado a llover y la lluvia repiqueteaba sobre la superficie de la laguna donde se hallaban sumergidos. Kamal volvía a llenar el jarrón y le arrojaba el agua sobre la cabeza. Una y otra vez, con una frecuencia que no le daba tiempo a respirar, con una violencia que la sofocaba, con una furia que la aterrorizaba.

—¡Basta!

Su propio grito la despertó en el instante que recibía el impacto de un chorro de agua sobre el rostro. Cuando el agua dejó de escurrir, distinguió al mismo hombre que le había gritado a través de los barrotes. Intentó moverse, pero un dolor lacerante que le surcó los brazos, la paralizó. Tenía las manos atadas, y al tratar de zafarse, se lastimó las muñecas. Levantó la vista: la soga que le sujetaba las manos, asida a un aparejo colgado del techo, la obligaba a mantener los brazos hacia arriba, mientras las puntas de sus pies desnudos apenas rozaban el suelo. Las axilas le ardían, a punto de descoyuntarse; las piernas y los dedos de los pies comenzaban a hormiguear. Tomó conciencia del contacto húmedo del camisón, que se le adhería al cuerpo.

Había un grupo de hombres apostado en semicírculo en torno a ella. La miraban con frialdad, y el odio que destellaba en sus ojos le provocó un pánico atroz. Aquello no era una pesadilla.

—¿Dónde estoy? —se animó a preguntar, y enseguida recordó a su bebé. La sangre le latió en la garganta y el corazón se le desbocó en el pecho. Comenzó a llorar.

Un hombre rompió el semicírculo y avanzó hacia ella. Las lágrimas le nublaban la vista y le costaba distinguir sus facciones. Se restregó los ojos sobre la manga del camisón y columbró un rostro apacible, de gesto amable. La barba desaliñada, un par de lentes redondos de cristal y una túnica blanca le conferían la apariencia de un ser hospitalario y generoso.

—Por favor, le suplico, déjeme ir. ¿Qué hago aquí? Debe... Debe de haber un error.

—Ningún error, señorita Francesca De Gecco —habló Abu Bark en francés.

—¿Cómo sabe mi nombre? ¿Quién es usted? ¿Por qué estoy aquí? —Las respuestas no llegaban y Francesca perdía la calma—. ¡Contésteme!

El hombre le asestó un golpe en la cara, y el estupor que le causó aquella reacción postergó el latido punzante que sintió después en la mandíbula. El sabor metálico de la sangre, que se le escapaba por la comisura, le provocó una arcada.

—No está en condiciones de exigir respuestas, señorita De Gecco. —La tomó por la barbilla y le acentuó el dolor—. El príncipe Kamal tiene muy buen gusto para elegir a sus mujeres. —Trató de besarla en los labios, y Francesca apartó el rostro y escupió saliva sanguinolenta a los pies de Abu Bark.

—Además de hermosa, valiente —aceptó el terrorista, y le acarició la mejilla.

—Por favor, déjeme ir, se lo suplico.

—¿Dejarla ir? —repitió Abu Bark, con una sonrisa que pronto desapareció; las cejas se le convirtieron en una sola línea y la mirada inocente se tornó escalofriante—. Ha engatusado a un príncipe de la Casa Al-Saud, lo ha embrujado con su comportamiento de puta, lo ha obligado a enemistarse con los suyos, con su propia religión y todavía me dice que la deje ir. ¡Por Alá, si lleva en su vientre un engendro demoníaco!

Le golpeó el estómago, y Francesca, impulsada por el instinto, recogió las piernas y gritó con desesperación cuando recuperó el aire.

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