—Así es —contestó Fredo, y lo escudriñó con extrañeza—. ¿Francesca le habló de ella?
—Sí, en varias ocasiones.
Francesca dejó unas carpetas sobre su escritorio y se quitó el abrigo. Enseguida notó que Nora la miraba de una manera peculiar.
—¿Qué pasa? —dijo, risueña—. ¿Tengo algo en la cara?
—Tu tío quiere verte. Le diré que llegaste. Señor —llamó Nora por el intercomunicador—, Francesca acaba de llegar. ¿La hago pasar ahora?
Kamal se puso de pie, pero no avanzó hacia la puerta; permaneció junto al sofá, ansioso y expectante como un niño. Francesca irrumpió en el despacho y su sonrisa y jovialidad parecieron iluminar el recinto. La respiración de Kamal se fatigó, y un latido feroz le hizo doler la garganta. Se preguntó si podría hablar.
—Tío —exclamó Francesca—, ¿adivina con quién...
Se calló al darse cuenta de que Fredo tenía compañía. Se volvió hacia el extraño y lo miró sin prudencia pues lo encontró muy parecido a Kamal. Increíblemente parecido.
—¿Kamal?
—Francesca —dijo él, y avanzó en dirección de ella.
—Los dejo solos —expresó Fredo, y se marchó.
En los últimos meses, Francesca había odiado a ese hombre con la misma intensidad que lo había amado en Arabia. Le reprochaba que su amor no hubiese sido suficientemente grande y fuerte para enfrentar a los Al-Saud cuando ella había estado dispuesta a renegar de su cultura y de su religión a causa de él. La había traicionado y marginado. Pero su presencia en ese lugar, tan inopinada e inverosímil, desvaneció cuanto sentimiento negro la había asolado durante los últimos tres meses.
Kamal la encontró adorable, con la nariz enrojecida a causa del frío y el cabello revuelto por el viento; llevaba el mismo traje sastre azul marino de la ocasión en que la asustó en el despacho de Mauricio, ése bien entallado que le marcaba la cadera, la cintura y los senos de un modo escandaloso que lo excitaba tanto.
—Te amo, mi amor —dijo él, y Francesca no pudo controlar un sollozo que le trepó por la garganta y se deslizó entre sus labios. Se cubrió el rostro y rompió a llorar.
Kamal estuvo sobre ella y la envolvió con sus brazos, pegándola a su pecho. Francesca se apretaba a él con desesperación.
—Kamal —gimoteó—, oh, Kamal.
—Alá me perdone por esto —exclamó Al-Saud—, pero no puedo vivir sin ti. No llores, amor mío, ya no volveremos a sufrir —musitó, mientras le bañaba el rostro con sus besos—. No llores; sabes que no soporto verte llorar.
Francesca se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Kamal le pasó un pañuelo y ella se sonó la nariz.
—Debo de estar muy fea —se quejó, mientras se mesaba los mechones que le caían sobre la frente.
—Sabes que eso es imposible.
—¿Ya no vas a separarme de tu lado? —preguntó, casi con miedo.
—¡Jamás! ¡Jamás!
—¿Por qué me hiciste sufrir tanto, entonces?
—Perdóname —suplicó él—. No tienes idea cuánto me costó alejarte, pero lo hice por ti, porque temía que volvieran a lastimarte, y no lo habría soportado otra vez. Mi vida, mi bella, mi pequeña Francesca. Di que me perdonas, te lo suplico.
—¿Vas a llevarme contigo?
—Sí, sí, claro —aseguró él, sin dejar de besarla.
—¿Estaré contigo para siempre?
—Si tú me aceptas.
—Sí, te acepto. Te acepto.
—Vamos a mi hotel —propuso él, y abandonaron el despacho.
En la antesala no había nadie. Al-Saud tomó el sobretodo y los guantes del perchero, mientras Francesca se ponía el abrigo. Salieron abrazados a la calle. Le agradó encontrarse con los guardaespaldas, que le conferían más verosimilitud a la situación.
—Es tan extraño verte aquí —le confesó a Kamal.
—¿Qué has sentido al verme? —se interesó él.
—Hubo un instante en que mi corazón se detuvo. Enseguida pensé que te confundía, pero eres tan único y especial que me dije que sólo podía tratarse de ti. De mi Kamal, mi adorado Kamal. ¿Qué has sentido tú?
Él llevó los ojos al cielo e hizo un aspaviento con las manos. Francesca se echó a reír; era tan poco expresivo que aquel gesto sirvió como respuesta.
—Te confieso que en mi vida experimenté lo que hoy en el despacho de tu tío al verte entrar. Temí que me rechazaras.
—Bien seguro estás de mí —replicó ella—. No habrías viajado hasta aquí si no lo estuvieras.
Kamal inclinó la cabeza y la besó en los labios. Nunca había experimentado la dicha inefable de ese instante. Sentía que la pureza y la bonanza de la infancia se apoderaban de su corazón con sólo rozar los labios de esa mujer.
Se detuvieron frente al Crillón, sobre la calle Rivadavia, y Francesca pensó que Kamal debía de encontrar el hotel similar a una pensión; no obstante, lo veía tan feliz que concluyó que el dudoso lujo de la suite del último piso lo tenía sin cuidado.
Antes de cerrar la puerta, Al-Saud indicó a Abenabó y a Káder que se retirasen a descansar, que no los necesitaría hasta la noche. Francesca escuchó el chasquido del cerrojo y vibró con un sentimiento de anticipación. Le vinieron ganas de jugar con Kamal y, de espaldas a él, simuló interesarse en unos folletos que encontró sobre la mesa de noche. No tardó en sentir sus brazos en la cintura y sus labios en la nuca. Se apartó y lo miró con fingida inocencia. Él trató de asirla nuevamente, pero ella se escabulló.
—Hablemos —dijo, sometiendo a duras penas la sonrisa ante el desconcierto de Al-Saud—. Quiero que me cuentes cómo están todos por allá. —Se quitó la chaqueta bajo la que sólo llevaba una sugerente combinación y la arrojó sobre la cama con actitud provocativa—. ¿Cómo está Mauricio? ¿Y Sara? —preguntó, manteniéndose fuera de su alcance—. Dime cómo está mi adorado Rex. Vamos, cuéntame.
Kamal completó de dos zancadas el espacio que los separaba y la tomó entre sus brazos.
—Calla —dijo, con fiereza—, me fastidias con tanta pregunta. No te contaré nada, no hablaremos de nada ni de nadie. Te haré el amor, eso es todo.
La prepotencia de Kamal era innegable; a ella, sin embargo, le importaba bien poco; siempre había sido claro entre ellos quién se sometería a quién.
—No, no, alteza —replicó—. Yo quiero hablar. Ha pasado mucho tiempo y muero por saber.
Lo condujo hasta una butaca donde lo obligó a sentarse. Ella permaneció de pie. Se miraron con ojos divertidos, conscientes de la tensión sexual que segundo a segundo, se tornaba ingobernable. Francesca se levantó la falda hasta la cadera y se acomodó a horcajadas sobre él. Enseguida sintió la erección de Kamal en la entrepierna.
—Vamos, cuéntame —insistió.
—¿Por qué me haces esto? —se quejó él—. ¿Por qué eres tan cruel conmigo?
—¿Cruel ha dicho? Usted fue cruel, alteza, la tarde que me despidió en Riad.
—¿Es que acaso no me has perdonado? —fingió entristecerse—. ¿Es esto una venganza?
—Sí, una venganza —admitió.
Kamal le bajó las tirillas de la combinación y le descubrió los pechos. Se inclinó y le acarició los pezones endurecidos con la lengua. Aferrada a sus hombros, Francesca echó la cabeza hacia atrás y jadeó.
—Te haré el amor-dijo, y ella se estremeció cuando su aliento cálido le golpeó la piel del escote—. Necesito estar dentro de ti. Tres meses de abstinencia han sido suficientes para mí.
—Para mí también —claudicó.
La obligó a ponerse de pie y le bajó la ropa interior con manos impacientes. Ella se ocupó de sus pantalones. Volvió a sentarla sobre él y la penetró con un movimiento rápido y fuerte. Cuando terminaron, aún agitados y temblorosos, Francesca musitó en su cuello:
—Siempre te sales con la tuya, Kamal Al-Saud.
—Siempre —manifestó él—. Tú eres la viva prueba de ello.
—Tengo sed —dijo Francesca, y se apartó en dirección a una mesa donde había una jarra con agua.
Aún llevaba la falda enroscada en la cintura, que apenas cubría sus glúteos pequeños y firmes; no se había quitado los zapatos de taco alto ni las medias con portaligas. Se sirvió un vaso de agua y lo bebió de espaldas a Kamal. Él, que seguía sus movimientos atentamente, pensó que pocas veces había presenciado un espectáculo tan erótico. Francesca se volvió y dijo:
—¿Quieres? —mientras le mostraba el vaso.
Kamal se puso de pie y caminó hacia ella. Le quitó el vaso y lo dejó sobre la mesa.
—Sólo te quiero a ti.
Terminaron en la cama, donde pasaron el resto del día. Cuando tuvieron hambre, Kamal ordenó una suculenta merienda. Como buen árabe, tenía debilidad por las tortas y los dulces, y Francesca encontraba muy divertido ese rasgo que lo humanizaba. Después de comer, permanecieron tumbados en silencio; Kamal la abrazaba posesivamente, mientras Francesca descansaba sobre su pecho.
—Decidí venir a buscarte casi de inmediato después de tu partida de Riad —pronunció él.
Francesca se mantuvo callada, pues no necesitaba explicaciones, aunque comprendía que Kamal quisiera darlas.
—Tu carta —prosiguió Al-Saud—. Ah, esa carta. La leí hasta saberla de memoria. Ese «¿Por qué me abandonaste, Kamal?» me perseguía sin respiro. —Le tomó el rostro por el mentón y la obligó a mirarlo—. Nunca te daré motivos para que vuelvas a preguntarme eso. —Francesca sonrió y lo besó delicadamente—. Júrame que tú tampoco me abandonarás, que jamás me dejarás, que nunca te arrepentirás de haber unido tu destino al de un hombre islámico mucho mayor. —Ella se incorporó a medias y lo miró con extrañeza—. Eres demasiado joven e inexperta para ponderar que soy más viejo que tú y que mi religión está en la antípoda de la tuya, pero te amo demasiado para no marcarte ahora estas desventajas que, en el futuro, pueden hacerte sufrir.
—¿Y tú, Kamal? ¿Tú estás dispuesto a unirte a una mujer como yo, tan poca cosa, sin dinero ni alcurnia, y peor aún, católica?
—Tú no eres poca cosa —dijo él, con acento severo—. Tú eres mi vida.
—Y tú la mía. Y cuando te arrugues como una nuez y te vuelvas viejo y achacoso, te seguiré amando como en este momento en que te considero el hombre más apuesto y atractivo. Es de lo único de lo que estoy segura. ¿Es que aún no te das cuenta de que me haces sentir orgullosa al elegirme como la compañera de tu vida?
—Francesca —musitó él, por primera vez desprovisto de palabras.
Cerca de las seis de la tarde, sonó el teléfono.
—¿Quién podrá ser? —se extrañó Francesca.
—Le dije a Visconti que me hospedo aquí —explicó Kamal, y levantó el auricular.
Era Fredo; los invitaba a cenar en su apartamento; Antonina ya había aceptado. Francesca creyó conveniente partir: necesitaba bañarse y cambiarse. Kamal ordenó a los guardaespaldas que aprestaran el coche y la acompañó.
—Estoy nerviosa —confesó ella—. Mi madre no mira con buenos ojos nuestra relación.
—Alá está de nuestra parte —replicó Kamal.
—Mejor será que dejes a Alá por esta noche; al menos mientras cenas con ella.
Al encontrar a Kamal en lo de Fredo, Antonina se llevó una gran sorpresa. «Después de todo, —se dijo—, se trata de un hombre bien parecido, alto, con espléndidos ojos verdes y maneras de caballero inglés». En nada se asemejaba al demonio que había imaginado. En un principio, Kamal la intimidó; no se trataba de su actitud aristocrática o de su mirada penetrante, a ella la incomodaba que él fuera tanto y ella, tan poco; como consecuencia, el sentimiento de inferioridad la llevó a actuar con más parquedad de la que habría deseado. No obstante, con el correr de la cena logró relajarse y disfrutar, pues su futuro yerno se mostraba muy complacido en su compañía y no cesaba de admirar su belleza y de felicitarla por su hija. El idioma, una barrera al principio, dejó de serlo cuando Al-Saud aseguró comprender el español a pesar de no hablarlo; como viajaba a menudo a Andalucía por cuestiones de caballos, había tomado algunas lecciones; por su parte, Fredo y Francesca traducían para Antonina cuando Kamal hablaba en francés.
Antonina se dedicó a estudiar al hombre que había cautivado el corazón de su hija. Sin duda, se trataba de un ser mundano, conocedor de la naturaleza humana; seguramente hábil y despiadado cuando de defender sus derechos se trataba. Sabría, pues, defender a Francesca, que parecía ser la luz de sus ojos. Le gustaba cómo la contemplaba, como el siervo que adora a su deidad; le recordaba al modo en que Vincenzo la había mirado a ella tantos años atrás; al modo en que Fredo la miraba en ese momento.
Se tocó el tema de la boda y Antonina se comprometió a hablar con el padre Salvatore, su confesor, para hacer los arreglos. La complació que Al-Saud se mostrara tan predispuesto a una boda por la Iglesia católica, pero se desilusionó cuando él, de modo diplomático aunque firme, le aseguró que no se convertiría al cristianismo.
—Entonces —expresó Antonina—, dudo mucho de que algún sacerdote quiera casarlos si usted mantiene su religión.
—En ese caso —terció Fredo, para alejar la sombra que comenzaba a opacar la sonrisa de Francesca— hablaré con el obispo, que es un gran amigo mío, y gestionaremos una dispensa.
—No es lo mismo —replicó Antonina, desganada.
Cerca de la medianoche, Al-Saud se despidió y marchó a su hotel. Fredo llevó a Antonina de regreso al palacio Martínez Olazábal, mientras Francesca se hacía cargo de lavar los platos.
—Jamás imaginé que mi hija, mi única hija —remarcó Antonina— fuera a convertirse en la mujer de un hereje.
—Antonina —dijo Fredo, con acento condescendiente—, el hombre ha renunciado a un reino por Francesca.
—Sí, lo sé. Nadie duda de que está enamorado de ella. Pero temo que, con los años, la pasión que siente por ella desaparezca y entonces llegue el día en que se arrepienta de haber rechazado ser el rey de Arabia. La pasión —prosiguió— tarde o temprano termina por morir.
—Eso no es cierto —replicó Fredo de manera tan precipitada, casi agresiva, que Antonina lo miró con sorpresa—. Durante veinte años he amado a una mujer y le aseguro a usted que la pasión que siento por ella es la misma que me inspiró el primer día en que la vi.
En la oscuridad del coche, Fredo no advirtió el arrebol en las mejillas de Antonina, pero se dio cuenta de que se había puesto nerviosa. Se arrepintió de haber expresado aquellas palabras y guardó silencio. Fue Antonina quien dijo:
—Esa mujer es afortunada al contar con el amor de un hombre como usted, Alfredo.
—Nunca le confesé que la amo —replicó él, casi de mal humor.
—¿Por qué?
—Porque ella ama a otro hombre.