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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (21 page)

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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Cambió impresiones con Fadhil, que sostenía las riendas del inquieto corcel, y luego lo despidió. Acarició la testuz de Pegasus y le habló en árabe mientras le quitaba la montura y las bridas para revisarlo. Le sobó el lomo, sin hallar escaldaduras o heridas; le estudió las patas y las herraduras; le revisó el hocico para descartar el muermo, y le separó los belfos para ver sus dientes, blancos y fuertes. Por fin, la vivacidad y energía del caballo lo convencieron de su perfecto estado físico. Volvió a ensillarlo y lo montó. Al sentir el peso de Kamal, el caballo levantó las patas delanteras, relinchó con bríos y salió a todo galope.

Pegasus se detuvo en la cima de una duna, y Kamal le permitió descansar después de haber galopado tres cuartos de hora. Aún sentado sobre el lomo de su caballo, se abstrajo en el paisaje con la mente a varios kilómetros de allí. Lo sacó de su ensimismamiento el chillido de un halcón que sobrevolaba en círculos.

Emprendió la marcha a paso tranquilo y regular. El desierto siempre operaba maravillas en él: le concedía un respiro, le sedaba el alma y lo llevaba a reflexionar. Al mismo tiempo, y en oposición, lo colmaba de un vigor que emergía de las arenas y que le fortalecía el carácter. De todos modos, aunque más sereno, no podía quitarse de la cabeza a Francesca De Gecco.

Desde aquella noche en la sede venezolana de Ginebra, donde lo encandiló su belleza latina y lo conmovió la tristeza de sus ojos, la obsesión por poseerla le turbó el entendimiento y, cerrándose a cuanto argumento esgrimía la racionalidad, satisfizo el capricho de tenerla en sus dominios.

Deseaba observarla de cerca, conocer el sonido de su voz, el aroma de su cabello, apreciar la suavidad de sus mejillas, rodear la parte más delgada de su cintura, morderle los labios, arrancarle gemidos, desnudarla lentamente, rozarle los pezones, besarle el vientre, hacerle el amor una y otra vez hasta saciarse, como el beduino sediento que bebe del
uadi
y luego se echa a dormir a la sombra de las palmeras. ¿Por qué se obstinaba en esa sed lacerante que estaba enloqueciéndolo? ¿Por qué no tomaba de ella lo que deseaba? Mil excusas lo justificaban: los asiduos viajes, los problemas del reino, sus negocios, las presiones familiares. Ahora que la tenía a su alcance, ¿qué le impedía hacerla suya? Jamás otorgaba concesiones a aquello que quería poseer, no solía ser piadoso con su presa, no se detenía a pensar en los sentimientos ajenos, no atendía a pretextos y poco le interesaban las súplicas. Pero con Francesca De Gecco le ocurría lo contrario. Existía algo novedoso en ella, algo que lo cautivaba sin saber aún de qué se trataba, algo que lo sumía en una especie de sopor que le impedía actuar como de costumbre.

«Es tan joven», se repitió por enésima vez, «¿qué puede darme que yo no conozca?». Quizá se trataba de la candidez y la dulzura de sus ojos. Estaba harto de especular, de convivir con la mentira y la deshonestidad, de jugar el mismo juego sucio de los otros, de mentir para ganar, de ver caer al enemigo y disfrutar con su derrota. En medio de tanta miseria, Francesca le parecía el oasis donde yacer tranquilo y seguro. ¿Por qué no la tomaba y saciaba su sed? Temía lastimarla, ésa era la verdad. De pronto se había llenado de escrúpulos. A ella no quería hacerle daño. Y sabía que, atándola a su suerte, la condenaba. Picó espuelas y el caballo galopó velozmente hasta la casa.

Semanas más tarde supo por Méchin, con quien mantenía contacto casi a diario, que Mauricio se aprestaba a visitar Jeddah interesado en los negocios de unos empresarios italianos. De inmediato le giró un telegrama comunicándole que los esperaba en la finca, a él y a su secretaria.

Capítulo Once

Mauricio dispuso la partida para el 2 de febrero. Los acompañaría el agregado militar, el teniente Barrenechea, interesado en un negocio de armas, y Malik, chófer de la comitiva. Francesca habría preferido a Kasem, pero Dubois se fiaba de él para dejarlo a cargo de la seguridad de la embajada.

Sara la impelió a permanecer en Riad; por ningún motivo debía encontrarse con Al-Saud, menos aún, convivir bajo su techo. La argelina se ofuscaba ante la sumisión de Francesca y le dirigía severas filípicas acerca de la naturaleza ladina y libidinosa de los árabes.

—Te tomará, te hará suya —insistía la mujer—. ¡Como que Alá es el único Dios y Mahoma su Profeta! Hablaré con el embajador, le confiaré mis sospechas, así te permitirá quedar en Riad.

—No harás nada de eso —ordenó Francesca—. Además, no sabernos si Al-Saud se encuentra en Jeddah. Estoy segura de que sólo nos presta su casa mientras él viaja por Europa. Estás ahogándote en un vaso de agua.

—Estará allí, esperándote —vaticinó Sara—. ¿Es que acaso no eres suficiente mujer para darte cuenta de que te desea?

Francesca hizo a un lado la maleta y se sentó en el borde de la cama. Presentía que Al-Saud se encontraba en Jeddah. Su cuerpo se estremecía de ansiedad al pensarlo. La envanecía imaginar que, en realidad, sólo la esperaba a ella. Los vaticinios de Sara no la molestaban, por el contrario, deseaba que fueran ciertos. De inmediato lamentaba semejante ligereza. «Soy una cualquiera», se reprochaba, pues nada de lo que experimentaba por el árabe se correspondía con el sentimiento puro que profesaba por Aldo; se trataba de una inclinación mundana y frívola, una atracción carnal, deseo de ser poseída, de pertenecerle.

—Supongamos que se encuentre allí-retomó Francesca— y supongamos también que es a mí a quien está esperando, ¿no crees que tengo principios morales y la voluntad que los sustenta para rechazar sus insinuaciones?

—No tienes idea con quién estás lidiando. Si ese hombre ha decidido que serás suya, ni tu voluntad ni tus principios podrán con eso. Te tomará y luego te abandonará. No confundas a este hombre con el jovenzuelo inexperto que dejaste en Argentina, Francesca.

El 2 de febrero, más temprano de lo previsto, iniciaron el viaje a Jeddah, una distancia de aproximadamente 800 kilómetros que Malik aseguró completar en un máximo de ocho horas; llegarían apenas comenzada la tarde. Al salir de Riad, el paisaje se tornó inhóspito, y la soledad y el silencio contagiaron a los ocupantes del vehículo. Kilómetros y kilómetros de arena ceñían el camino. A lo lejos, envueltas en una perenne nube de polvo, elevaciones de piedra rojiza irrumpían en la uniformidad amarillenta del contexto. De cuando en cuando se avistaban grupos de tiendas, camellos y beduinos, que pronto se perdían detrás del reflejo agobiante del sol sobre la arena. Barrenechea, el agregado militar, preguntó al embajador acerca de la condición actual de los beduinos y rompió el mutismo. Mauricio habló largo y tendido. Explicó también que el desierto que cruzaban se llamaba Hedjaz y que pronto ingresarían en la otra gran región de Arabia, el Nedjed, que se extiende a lo largo del mar Rojo y que constituye la zona más fértil del reino, en especial al sur, en el límite con Yemen. Mauricio también relató las batallas y peripecias que había afrontado el rey Abdul Aziz a fin de recuperar las tierras que su atávico enemigo, Ali bin Husein, le había quitado a su padre. Se remontó a la infancia de Abdul Aziz para referirse a la guerra civil que, en el siglo XIX, había dividido el reino de los
wahabitas
y obligado a los Al-Saud a exiliarse en Kuwait para no perecer a manos del clan de los Raschid. Detalló con minuciosidad la noche de la fuga, cuando, ocultos en bolsas de cuero sobre lomos de camello, los Al-Saud burlaron la persecución y alcanzaron el país vecino.

Casi al mediodía, en las cercanías de Zalim, una pequeña población de pastores y alfareros, se detuvieron en un parador misérrimo para cargar combustible y almorzar lo que Sara había preparado. Los hombres comían y conversaban. Francesca, inapetente a causa del calor y de la inquietud, se alejó a paso lento, haciéndose sombra con la mano mientras contemplaba los alrededores. Nada había cambiado desde la salida de Riad: arena, polvo, matorrales resecos y una ventisca irritante. Sin embargo, de pie frente a esa imponente vista, se sentía pequeña y abrumada.

Alrededor de las dos de la tarde, Mauricio informó que si tomaban el camino que doblaba a la derecha llegarían a La Meca.

—La Meca es la ciudad sagrada —habló Malik por primera vez—. Está prohibido el ingreso a todo aquel que no sea islámico.

Francesca miró a Dubois, que contemplaba la nuca del chófer con fijeza, molesto por la subrepticia advertencia.

—Lo sabernos, Malik —aseguró Mauricio un momento después—. Jamás osaríamos violar territorio sagrado.

El ambiente se tornó denso, y la incomodidad ganó el ánimo de todos, a excepción de Malik, que, impertérrito al volante, retornó a su silencio. Nuevamente Barrenechea, hombre de buen talante y risa fácil, se dirigió al embajador por cuestiones de trabajo, y pronto se disipó el fastidio y embarazo.

En las proximidades de Jeddah, la frescura del aire y el verdor desplazaban al desierto. La ruta de acceso, salpicada de barrios pobres y establecimientos industriales, ofrecía un espectáculo inusual de árboles, plantas floridas y extensiones de gramilla que hacían inconcebible la idea de que, a poca distancia, reinara el desierto tórrido.

—La finca del príncipe Kamal se encuentra en las afueras —explicó Dubois—. Ahora evitaremos la ciudad. No te desanimes, Francesca. Ya tendremos tiempo de recorrerla con motivo de las reuniones.

Ya en los dominios de la finca de Al-Saud, el automóvil recorrió un gran trecho sobre camino de pavimento, flanqueado de palmeras y de un entorno más bien agreste, antes de alcanzar la morada, que se erguía en medio de un cuidado jardín. La propiedad, completamente blanca, sobria y sin demasiada opulencia, era de tres plantas. Grandes ventanas de madera oscura, casi negra, sobresalían de la estructura como suspendidas en el aire, algunas de ellas cuadradas, otras de arco de medio punto, atiborradas de molduras e inscripciones cúficas. El techo plano, al estilo mediterráneo, coronado de almenas triangulares, le confería el aspecto de una fortaleza.

Se abrió la puerta principal que dio paso a un cincuentón de larga e impoluta chilaba blanca, con fez de colores vivaces. Mauricio le salió al encuentro, y se abrazaron fervorosamente. Francesca y el agregado militar se mantuvieron aparte. Tres muchachitos se hicieron cargo del equipaje y condujeron a Malik a la zona de las cocheras.

Dubois presentó a Sadún, el mayordomo de Kamal, a quien conocía desde hacía muchísimos años, según aclaró. El hombre se quitó el fez y balbuceó palabras de bienvenida. Luego, se dirigió a Mauricio en árabe.

—No los esperábamos hasta entrada la tarde. Esto no complacerá al amo Kamal.

—Salimos de Riad más temprano de lo previsto —se excusó Mauricio.

—Esta mañana tuvimos una grata sorpresa: la señora Fadila y las niñas llegaron de Taif. Pasarán unos días con nosotros.

—¿Están ahora en casa?

—Sí, y muy ansiosas por verte —agregó Sadún, y, con una seña, indicó que pasaran.

En el interior, la sobriedad de la fachada se convertía en exuberancia y lujo oriental. Una amplia y abovedada recepción, cuyas paredes de mármol rosa desplegaban tapices llenos de color y brillo, comunicaba con un gran recinto que simulaba una tienda beduina: del cielo raso colgaba una pieza de tela blanca prolijamente dispuesta que formaba largos pliegues desde el centro del techo hasta los cientos de puntos donde se tomaba en las paredes, adornadas éstas a su vez con cortinados de tafetán pesado y grueso. Alfombras persas cubrían por completo el piso. Una mesa de palisandro, baja y alargada, taraceada con marfil, descollaba en medio rodeada de almohadones, narguiles y sillones enanos. El aroma del sándalo, que se consumía en un pebetero de cobre, hacía muy placentera la estancia.

Un sirviente acompañó a Barrenechea, el agregado militar, a su habitación; Francesca y Mauricio siguieron a Sadún al harén. En el camino, Dubois le explicó que la palabra harén deviene del vocablo
harâm,
que significa prohibir; en ese lugar, apartado del resto de la casa, generalmente oculto detrás de un jardín, las mujeres permanecen sin la
abaaya
y, a causa de esta circunstancia, sólo puede ser visitado por otras mujeres o por
mahrans,
es decir, parientes varones con los cuales una musulmana no podría contraer matrimonio: padres, hermanos, tíos, abuelos.

—¿Y usted va a entrar, señor? —se extrañó Francesca.

—Abdul Aziz, el padre de Kamal, me consideraba su hijo, y como tal me anotó en el libro de la familia. Para los Al-Saud soy un
mahran.

—¿Y este señor —insistió Francesca, muy impresionada, y señaló al mayordomo—, él puede entrar?

—Sadún es el eunuco del harén.

Cruzaron el jardín y se adentraron en una casa silenciosa y en penumbra. El aire olía a vainilla, un aroma dulzón y embriagador que armonizaba con el decorado. Francesca y Mauricio marcharon callados tras Sadún a través de un laberinto de vestíbulos y corredores. Detrás de una puerta ricamente trabajada, se hallaba una habitación que arrancó una exclamación a Francesca. Era circular, de techo abovedado, surcada por decenas de columnatas de fuste liso y delgado, y tenía en el centro una enorme alberca revestida de mayólicas celestes. Francesca se aproximó y descubrió en el fondo, a modo de pintura bizantina, un caballo blanco alado.

Sadún dijo unas palabras en árabe y abandonó el lugar. Francesca paseó la mirada y la detuvo en la bóveda atiborrada de molduras y ornamentos que variaban entre los rojizos, los dorados y los azules. En el centro, la luz se filtraba a través de cristales de colores y bañaba el sitio con su iridiscencia. Divanes tapizados en damasco, cojines de seda, alfombras, pequeñas mesas y aparadores completaban la decoración. La admiraron la pulcritud y la prolijidad. El mármol del piso y las mayólicas de las paredes brillaban en la tenue claridad.

—Te ha impresionado, ¿verdad? —escuchó decir a Mauricio, y, al notar cierta inflexión triste en su voz, Francesca se limitó a asentir sin mostrar mayor entusiasmo.

Entró una mujer ataviada con una hopalanda de gasa verde Nilo, cubierta, en parte, por largos cabellos negros que llevaba sueltos hasta la cintura. Escoltada por Sadún, caminaba con el porte de una reina, y un aura de luz parecía circundarla. Mauricio se le acercó prestamente y la abrazó. La mujer lo besó en la frente y le sostuvo el rostro entre las manos. Francesca habría permanecido horas observándola; había tal serenidad y feminidad en sus movimientos, como firmeza y orgullo en su expresión.

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