Lo que dicen tus ojos (25 page)

Read Lo que dicen tus ojos Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

BOOK: Lo que dicen tus ojos
2.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Sí, una locura! —repitió él, y la obligó a volverse—. Yo me vuelvo loco cuando te veo, cuando escucho tu voz, cuando huelo tu perfume, cuando te toco, como ahora. Me vuelvo loco de pasión y de deseo. ¡Bésame! —ordenó y, sujetándola por el rostro, buscó sus labios y se internó en su boca.

La impetuosidad de Kamal la estremeció y, completamente vencida, se aferró a su espalda y le devolvió beso por beso, caricia por caricia, suspiro por suspiro, en libre entrega, con la misma excitación que manaba de él y que la perdía irremediablemente. Tratar de no desearlo le pareció insensato. Su cuerpo, su sonrisa, sus modos, sus ojos que la embrujaban, aquello que había llegado a convertirse en una tortura, ahora lo gozaba sin reservas ni remordimientos, y qué magnífica sensación de plenitud y dicha. La lucha entre lo que debía hacer y lo que su corazón le pedía a gritos terminó en aquel instante y se sintió suya.

—¿Qué será de mí ahora? —se preguntó.

—Serás mía —respondió Kamal.

—Somos distintos —interpuso ella—. Nuestros mundos se han despreciado desde siempre. Nos separan siglos de odio y guerras. ¡Oh, Kamal, tengo tanto miedo! ¡Estoy segura de que esto es un error!

—¡Olvídate del mundo, de la religión, del pasado! Deja que el deseo fluya dentro de ti, que te posea, como a mí. Seremos sólo tú y yo. No temas. Yo te protegeré y no permitiré que nada ni nadie te haga daño. Di que serás mía. ¡Dilo!

—¡Sí, tuya!

Esa noche, Valerie Le Bon, tras poner el pretexto de un dolor de cabeza, no bajó a cenar y, muy temprano por la mañana, su padre y ella dejaron la finca para volver a París. Los días que siguieron, Francesca los vivió sumida en la dicha. Se despertaba con ansias, saltaba de la cama y el día le resultaba escaso para gozar la plenitud que experimentaba cuando Kamal se encontraba cerca o cuando la besaba sin moderación.

No obstante, a veces se inquietaba, la asaltaban dudas e interrogantes. En especial se preguntaba qué dirían su madre y Fredo al enterarse, qué pensarían la señora Fadila y el resto de los Al-Saud, tan aferrados a las tradiciones y al Islam. Francesca quería disfrutar de aquellas vacaciones sin preocuparse por el futuro, y se conformaba al pensar que Kamal se haría cargo de todo. Existían noches en las que se desvelaba al intuir lo que debería enfrentar al unir su vida a la de un príncipe islámico; pero a la mañana siguiente, cuando Al-Saud la recibía en el comedor para desayunar y ella veía que sus ojos brillaban de amor al verla, nada de lo que había apesadumbrado sus sueños contaba. Le bastaba escuchar su voz o verlo entrar en la sala para que los temores se desvanecieran y la felicidad le devolviera la sonrisa. Recordaba su experiencia con Aldo y le parecía adolescente e inmadura. Sólo había servido para guiarla hasta Al-Saud y, aunque procuraba no hacerlo, los comparaba, y veía en Aldo a un niño medroso, incapaz de enfrentar los prejuicios de una sociedad y de una familia convencionales.

Las horas le parecían eternas cuando Kamal se encerraba en su estudio o viajaba a Jeddah para atender sus negocios. A veces hablaba por teléfono durante más de una hora y, aunque lo hacía en árabe y en su habitual tono de voz, el gesto que le oscurecía el rostro la convencía de que en la vida de Al-Saud no todo era color de rosa. Se mostraba reticente cuando le preguntaba y era poseedor de una habilidad extraordinaria para capear los interrogatorios y pasar a otro tema. Una tarde, mientras recorrían la propiedad a caballo, intentó inducirlo a que le contara.

—¿Qué te preocupa? —la interrogó Kamal.

—Nada; quiero conocer más sobre tu vida, ya que tú pareces saberlo todo acerca de la mía.

Kamal bajó de Pegasus y, cogiéndola por la cintura, la ayudó a desmontar de Nelly. La tomó de la mano y caminaron hacia el potrero, donde los empleados vareaban y cepillaban a los caballos. Francesca no sabía si le contestaría o si se encerraría en su habitual mutismo. Un momento más tarde, Kamal se movió para mirarla.

—Habrá temas en los que nunca te daré cabida —manifestó, con sinceridad—. No porque desconfíe de ti o porque crea que no eres capaz de comprenderlos. Me fío de ti más que de mí mismo y sé que eres una mujer muy inteligente. Sin embargo, te mantendré alejada de ciertas cuestiones para protegerte.

—¿Protegerme? ¿Quieres decir que corres peligro?

—¿Quién no corre peligro? ¿Existe alguien que pueda asegurar que tiene la vida comprada?

—No me enredes con tus sentencias —se exasperó Francesca—. Sabes a qué me refiero.

—Esto es lo único que necesitas saber de mí —dijo Kamal, y, sin importarle la presencia de los empleados, la aferró por la cintura y la besó con labios enardecidos.

Kamal le hacía los honores de señora de la casa, y los sirvientes la atendían y obedecían con sumisión ciega y respeto, a excepción de Sadún, que la eludía y apenas la saludaba. Kamal se mostraba caballeroso y atento en presencia de Dubois y Méchin, y evitaba incomodarla con muestras de pasión. Sus acciones tenían como único objetivo complacerla y Francesca fantaseaba con que sólo ella ocupaba sus pensamientos, tan importante y deseada se sentía. Visitaban el zoco de Jeddah, donde Kamal le daba muestra de su generosidad gastando el dinero a manos llenas; cuanto más se quejaba Francesca, más gastaba él. Almorzaban en algún restaurante tradicional, y luego recorrían la ciudad. Kamal sentía afición por la parte vieja de Jeddah, notoriamente distinta a la zona moderna que evidenciaba el influjo de la arquitectura occidental. El sector viejo, que Kamal había visitado a menudo junto a su padre, se caracterizaba por calles estrechas de adoquines, construcciones de dos o tres pisos y pequeños negocios de abarrotes. Le llamaron la atención los prominentes balcones de las casas, construidos en madera de colores vistosos y completamente cerrados. Kamal los llamó
moucharabiab.

—Están hechos de tal forma —explicó— que se puede ver desde el interior sin ser visto.

Esas palabras la remontaron a aquella mañana en Riad, cuando, conducida por Malik al zoco, había columbrado a través de las rejas de una ventana aquel par de ojos tristes y brillantes. ¿Sería ese su futuro al lado de un musulmán? ¿Debería mirar a través de una ventana sin ser vista? No quería pensar, se negaba a avizorar destino tan amargo cuando Kamal se mostraba liberal y flexible. Asimismo, prefería no preguntarle a causa de lo mucho que temía la respuesta; después de todo él pertenecía a ese mundo, lo respetaba y cumplía sus normas.

Una tarde, Francesca encontró a Mauricio leyendo en la sala. Lo contempló desde la puerta y se preguntó si sabría que Al-Saud había manejado su nombramiento en la embajada. Se acordó de su reacción al leer en el legajo que tenía veintiún años y las palabras que expresó a continuación: «En tu lugar iban a enviar a otra persona y, en el último momento, no sé por qué, te designaron». Todo indicaba que se hallaba al margen de las maniobras de su amigo.

Lo saludó y de inmediato Mauricio dejó el libro y se puso de pie. Su nerviosismo la sorprendió; ya no era el Mauricio Dubois de antes, el jefe aplomado a quien tanto admiraba. Conversaron de trabajo y, luego de hacer un balance de la visita a Jeddah, Dubois le confesó, en vistas de los contactos y acuerdos obtenidos, que había superado sus expectativas. Habló a continuación de que pronto deberían regresar. Habían transcurrido diez días desde la salida de Riad y los asuntos de la embajada demandaban su presencia; calculaba el retorno en un par de días.

—¿Regresar en un par de días? —dijo Kamal a modo de saludo, y palmeó a su amigo en la espalda—. Ni lo sueñes, Mauricio. Acabo de recibir noticias de mi abuelo; llegará al oasis Ramsis dentro de poco y estoy seguro de que desea verte. Después de tantos años, no puedes negarte; conoces al viejo, se sentirá defraudado si no lo visitas.

Dubois objetó y se excusó, pero Kamal rebatió cada uno de sus argumentos. Por fin, Mauricio se resignó a partir en dos días al oasis donde acamparía la tribu del jeque Al-Kassib.

—Mandé preparar los caballos —expresó Al-Saud, y miró a Francesca—. Quiero mostrarte un lugar.

Francesca, que había esperado el día entero por tener un momento a solas con él, salió deprisa a cambiarse y retornó a la sala en pocos minutos. Al-Saud, listo en su traje de montar, conversaba con Dubois y Méchin; lo hacían en voz baja y sus semblantes la preocuparon. De todos modos, de nada valía esforzarse para escuchar porque hablaban en árabe. ¿Aprendería alguna vez esa intrincable lengua de sonidos guturales y simbología confusa?

—Bien, ya estás lista —se complació Kamal—. Vamos, entonces.

Jacques y Mauricio cruzaron miradas cargadas de intención mientras Francesca y Kamal se alejaban.

—Están viviendo un sueño del que pronto deberán despertar —manifestó Méchin, y Dubois asintió.

—¿Adonde me llevas? —se inquietó Francesca, pues hacía más de una hora que la casa había quedado atrás.

—Ya verás. —Y, mirándola de soslayo, remató—: Eres impaciente como una buena occidental.

A medida que avanzaban, el dorado del desierto ganaba al verdor de las palmeras, y el terreno comenzaba a ondularse, primero en sutiles elevaciones, luego, en altas dunas. Cada tanto, un viento racheado y fresco soliviantaba el paso de los caballos, que comenzaban a trotar, y daba un respiro, pues el calor agobiaba.

Francesca miró en torno: el silencio era sobrecogedor, la soledad, absoluta, la imponencia del desierto, atemorizante. Sin embargo, al lado de Kamal no tenía miedo, estaba a salvo, su seguridad la reconfortaba. Él cabalgaba con la cabeza en alto y la mirada atenta, como al acecho; llevaba el gesto endurecido, las mandíbulas contraídas y los músculos del antebrazo se le remarcaban al sujetar las riendas. Se detuvieron en la cima de una duna y descubrieron el mar Rojo a sus pies.

—Es la primera vez que veo el mar —confesó Francesca.

—Vamos —dijo Kamal, e incitó a Pegasus, que bajó hasta la playa.

Galoparon cerca del rompiente. El agua los salpicaba y el viento les inflaba las camisas. Francesca reía de pura dicha y Kamal la contemplaba extasiado. Más tarde, dejaron descansar a Nelly y a Pegasus. Al-Saud extendió una estera donde se recostaron para secarse. Francesca se quitó las botas, se arremangó los pantalones y corrió nuevamente al mar. Retozó con el flujo y reflujo de las olas, se mojó los pies y, buscando caracolas, se empapó los brazos y el pecho.

Kamal se apoyó sobre los codos para observarla. Parecía una niña, reía y exclamaba ante lo novedoso; lucía radiante y más hermosa que nunca. Hacia el poniente, los riscos se difuminaban tras el resplandor mortecino del sol. Lo maravilló el cielo, extrañamente rosa, violeta y naranja. Cerró los ojos y sonrió, desconcertado por el júbilo, embargado de infinita y desconocida paz, pleno de la energía que le transmitía la risa cristalina de Francesca arrastrada por el viento.

—¡Mira, Kamal! —exclamó la joven, y se acercó corriendo—. ¡Mira qué hermosas caracolas! ¡Mira esta piedra, qué suave es! —Y se la pasó por la mejilla.

—Ven —dijo Kamal, y la recostó a su lado—. Estás empapada.

Se quitó el tocado y le secó la cara, los brazos y el cuello. La camisa blanca de Francesca se adhería a su pecho y revelaba la exuberancia de sus senos y la punta endurecida de sus pezones. Se miraron. Francesca le sonrió con timidez y Kamal advirtió que perdía el control. La besó ardorosamente, devorándole los labios, buscándola con la lengua. Su boca abandonó la de ella y le recorrió las mejillas y el cuello, mientras sus manos la exploraban con una insolencia que no habían mostrado anteriormente. Francesca, que gimoteaba aferrada a su espalda, se debatía entre el deseo que gobernaba su cuerpo y el temor que le provocaba el arrebato de Al-Saud, que revelaba un desafuero ignoto para ella. Cierto que ya la había besado con osadía; sin embargo, en ese momento, se trataba de un enardecimiento que la atemorizaba, de un poder arrollador que deseaba poseerla en lo más profundo de su ser.

—Basta, no sigas. Basta —suplicó, e intentó quitárselo de encima.

Al-Saud la soltó y se incorporó, jadeante y agitado.

—Me haces perder el control —dijo, y se llevó la mano a la frente.

Kamal despertó con el sexo erecto, turbado por las escenas de un sueño lujurioso. Cogió el Rolex de la mesa de noche: la una y media de la madrugada. Dejó la cama y salió al balcón. El aire del mar le acarició el torso desnudo, y los aromas del mirto y del romero que recorrían la galería, le provocaron una sensación placentera. Se acodó sobre la balaustrada para contemplar el cielo estrellado y la luna.

Pensó en Francesca, tan cerca, a sólo unos metros, y la imaginó dormida, con el camisón enroscado en torno a la cintura y sus piernas al descubierto. Sonrió cuando la memoria arrastró hasta sus oídos su risa fresca de esa tarde en la playa. Había disfrutado del mar y del simple hecho de recoger caracolas, expandiendo como un aura esa vitalidad y juventud que él había pretendido tomar en un arrebato. La había asustado, su torpeza no tenía perdón. Se desesperaba porque la quería toda para él. Poseería a ese ser simple que era Francesca, naturalmente inclinado al bien y al amor, esa muñequita frágil y preciosa; y poseería también a ese otro ser complejo, esa mujer fatal que se revelaba sin tapujos cuando él la tomaba entre sus brazos.

A veces lo desconcertaban los celos porque nunca los había experimentado con otras mujeres. Celos de quienes ella amaba, de los destinatarios de sus sonrisas y de sus pensamientos, de los hombres que la deseaban, principalmente del tal Aldo Martínez Olazábal, que habría cruzado el mundo para buscarla si él no se lo hubiese impedido.

Asestó un golpe a la columna. Martínez Olazábal jamás volvería a acercarse a Francesca, él se encargaría de eso.

Escuchó un ruido en el extremo opuesto del balcón corrido y divisó el perfil de Francesca, de pie cerca de la baranda. La brisa le pegaba el camisón al cuerpo y marcaba el contorno de sus curvas. El cabello negro y largo le bañaba los hombros. No quería asustarla de modo que carraspeó suavemente para llamar su atención. Francesca volteó y se quedó mirándolo. Kamal avanzó, y la luna iluminó sus facciones y su torso desnudo y musculoso.

—¿Qué pasa? ¿No puedes dormir? —preguntó.

Francesca negó con la cabeza y se ajustó la bata en torno al cuerpo como si tuviera frío.

—Yo tampoco —agregó él.

Se aproximó lentamente, como si temiera espantarla, y le pasó el dorso de la mano por la mejilla. Ella seguía mirándolo con los ojos muy abiertos y la actitud de quien espera ser atacada. Kamal percibió su miedo, y la ternura que sintió casi lo lleva a renunciar al objetivo que se había trazado al encontrarla allí. Pero su deseo por ella era mayor aún; en realidad, era lo único que contaba desde que la había visto por primera vez en Ginebra. Ya no seguiría esperando, había hecho tanto para tenerla que resultaba una necedad no fundirse en ella y convertirse en uno solo. Hacía tiempo que pensaba en Francesca como en su mujer, pero eso ya no resultaba suficiente; quería marcarla como propia, moldearla a su gusto en la intimidad de una cama, sentirse dentro de ella, enseñarle a amar.

Other books

Amazed (Tempted Book 3) by Heather Doltrice
A Brief Lunacy by Cynthia Thayer
In Uniform by Sophie Sin
Dance of the Years by Margery Allingham
Murder Most Fowl by Edith Maxwell
Here & There by Joshua V. Scher