La llama de deseo tornaba oscuro el verde de sus ojos. Le tuvo miedo y, sin caer en la cuenta, le apretó la carne de los hombros. Él la besó en la frente, en la nariz, en los ojos, en las mejillas, con una dulzura de la que Francesca no lo creía capaz. Cerca del oído, Al-Saud le susurró:
—¿Sabes lo bonita que eres? Creo que no tienes conciencia de tu poder —dijo, y, cogiéndole el rostro con ambas manos, volvió a besarla.
Francesca se relajó, y un impulso loco terminó por quebrantar su ya debilitada voluntad. Porque se trataba de una locura admitir que se sentía extraordinariamente bien entre los brazos de ese árabe. La voz de trueno de Le Bon y la risa de Méchin conjuraron el sortilegio. Kamal se apartó y, tras arreglarse la camisa, les salió al encuentro.
Francesca, aún confundida, saludó como un autómata y jamás supo lo que hablaron los hombres durante esos minutos interminables. Pidió excusas, regresó deprisa y se encerró en su dormitorio.
Francesca se llevó las manos al cuello, al mismo lugar donde hacía rato Al-Saud le había pasado los labios. «Aldo jamás me besó así», pensó con los ojos cerrados y la respiración fatigosa. Aquel contacto, entre rabioso y romántico, la había anonadado. Procuró enfurecerse y encontrar salvaje y de dudoso buen gusto esa muestra de machismo. Su enojo no duró mucho tiempo y, a medida que se relajaba, sentía un cosquilleo en la boca del estómago.
Dudó si ir a cenar, pero la idea de mostrarse indiferente y dueña de sí la instó a bajar. En la sala, pese a que ya se encontraban todos, sólo lo vio a él. Vestía pantalones beige, camisa celeste claro y llevaba la cabeza descubierta. Pocas veces le había visto el cabello, castaño oscuro y rizado. «¡Qué hermoso es!», se dijo.
Méchin le ofreció el brazo para pasar al comedor. Entre galanterías y comentarios banales, el francés consiguió distraerla y tranquilizarla. Mauricio la contemplaba con extrañeza y, cada tanto, lanzaba vistazos a Kamal, que los devolvía con flemático gesto. Valerie se mostraba más insinuante y provocativa que de costumbre, tanto que el profesor Le Bon carraspeó repetidas veces y retomó una y otra vez los detalles de su visita a Jordania. A Valerie parecían no afectarle las admoniciones de su padre y, sentada junto a Kamal, continuó rozándolo por casualidad, encontrando su mano con la de él en la fuente de los niños envueltos y subiendo y bajando las largas pestañas cuando sus miradas se cruzaban. Al-Saud, ajeno a los avances de Valerie Le Bon, comía y escuchaba. Cuando sus ojos tropezaban con los de Francesca, la contemplaba con seriedad hasta que ella desviaba la mirada.
—¡Qué bello país es Jordania! —aseguró por enésima vez el profesor Le Bon.
—Jordania es un invento de los ingleses —habló Kamal por primera vez en la noche—. Debería ser parte de Arabia. Es un país sin historia ni antepasados, un verdadero engendro.
—Sin embargo —objetó Gustav Le Bon—, el rey Hussein se muestra orgulloso de su estirpe y de su reino.
—Todo se lo debe a Lawrence, que le sacudió de encima a los otomanos —aseguró Méchin.
—¿Qué Lawrence? —preguntó Barrenechea, el agregado militar.
—Jacques se refiere a Thomas Edward Lawrence —intervino Dubois—, más conocido como Lawrence de Arabia.
—Siempre ha sido política de los ingleses desmembrar las zonas de su interés —opinó Francesca, y se asustó al ver que era la única que tenía la palabra y que todas las miradas se posaban en ella.
—¿A qué se refiere? —se interesó Kamal.
—Supongo que se trata del viejo aforismo «divide y reinarás».
—Oh, Francesca, siempre hablando de política —se quejó Valerie—. ¿Es que no tienes un tema más divertido?
—¿De qué debería hablar, entonces? —preguntó mordazmente—. ¿Del último grito de la moda en París o del peinado que la princesa Grace llevó en la última cena de la Cruz Roja?
Se hizo un silencio que el profesor Le Bon rompió segundos más tarde:
—Deberías ser una mujer más informada y culta, Valerie, tal y como lo es Francesca. Así podríamos conversar sobre temas interesantes durante nuestros largos viajes. Yo no me aburriría tanto de ese modo.
—Pero yo sí —se encaprichó Valerie.
Después de la cena, Méchin mantuvo con Kamal unas palabras en privado.
—Sabes que siempre voy al grano —le recordó, una vez cerrada la puerta del estudio.
Kamal tomó asiento y comenzó a juguetear con su rosario de cuentas.
—Habla, pues —concedió.
—¿Qué te has propuesto con la secretaria de Mauricio?
Kamal conocía a Méchin desde que tenía uso de razón. Había sido el mejor amigo de su padre y, por esto, Abdul Aziz lo había nombrado su tutor mientras duraban los estudios en el extranjero. Kamal lo respetaba porque, aunque lleno de los defectos de un típico parisino, demostraba inteligencia y mesura; lo quería además, pues sabía que, para Jacques Méchin, él era el hijo que nunca había tenido.
—¿Por qué me preguntas? —dijo con tono indolente, y encendió un cigarrillo.
—Kamal, te conozco como nadie; podrás engañar a cualquiera, pero no a mí.
—No es mi intención engañar a nadie.
—No emplees conmigo tus juegos de palabras ni apliques tus silencios desconcertantes. Vi ese cruce de miradas entre ella y tú durante la cena. Hasta Valerie Le Bon lo notó. Sé que la deseas y que te has propuesto hacerla tuya. —Kamal lo miraba y fumaba—. ¿Eres consciente de que Mauricio está enamorado de ella?
—¿Te lo ha dicho él?
—No, sabes que es muy reservado. Pero hasta un ciego lo vería. Es otro hombre desde que está con la muchacha. El reino de tu padre —retomó Méchin— está atravesando la peor crisis desde su fundación. Tu hermano Faisal ya maneja el monto del déficit de este año y asegura que se ha incrementado alarmantemente respecto a la misma medición del año pasado. Te esperan para que tomes las riendas. La situación interna de la familia es tensa, peligrosa, me atrevería a decir. Saud no permitirá que lo marginen. Tus tíos y Faisal, a pesar de todo, están dispuestos a hacerlo a un lado y ponerte al frente. Pues bien, ¿en medio de esta tormenta se te ocurre venir a Jeddah para seducir a la secretaria de Mauricio? Deja en paz a esa pobre criatura; es inocente y tierna como una gacela. La harás desdichada si, en estas circunstancias, la relacionas contigo.
Francesca pasó la mañana y las primeras horas de la tarde trabajando con su jefe, empeñado en el análisis de un acuerdo luego de la reunión con los italianos, y en el control de la documentación que enviaría a Riad con el agregado militar, que regresaba al día siguiente. Las horas junto Mauricio se hicieron eternas, inquieta y mal dormida como estaba. Además, lo encontró serio y distante, enojado quizá, lo que la angustió sobremanera y, segura de que el enfado se debía a la pequeña escena con Valerie Le Bon deseó no haber abierto la boca.
No era ella misma, una mezcla de sensaciones la confundía. Saldría a cabalgar. Cabalgar siempre la había apaciguado. Encargó a una sirvienta avisar a Khalid que montaría a Nelly, la yegua que Al-Saud había dispuesto para ella. Se vistió con el traje de amazona y se peinó con una cola. Miró el reloj: las cuatro y media de la tarde. A esa misma hora, el día anterior recorría las caballerizas junto a Kamal, arrullada por su voz, atraída por su personalidad, impresionada por su belleza física. Luego el beso, el beso que aún le ardía en los labios y en el cuello. Dejó la habitación. Entró campante en la sala y, al toparse con Al-Saud y Valerie que se besaban sobre los almohadones, sintió un golpe en el pecho.
—Disculpen —dijo, y se apresuró a salir.
El empleado de la cuadra que sujetaba a Nelly se desconcertó cuando Francesca le arrancó la fusta, montó la yegua de un salto y la azuzó de tal modo que el animal se encabritó antes de empezar a correr. Kamal encontró al muchacho que aún contemplaba atónito a Francesca y a la yegua, y le ordenó:
—¡Prepárame a Pegasus!
Francesca fustigaba a Nelly, que galopaba con las orejas bajas. Inclinada sobre el lomo, se dejaba aturdir por el viento, por el ruido de los cascos y la respiración acelerada del animal, desbocado para ese momento. Sabía que no podría detenerlo y lo dejó galopar. Francesca apretaba los ojos y la imagen de Valerie tomada al cuello de Al-Saud le arrancaba lágrimas de coraje que se le escurrían por las sienes. Azotó nuevamente a Nelly descargando sobre la yegua la furia y la frustración.
Pegasus era el caballo más veloz de la cuadra. No pasó mucho hasta que Kamal divisó a Francesca, que ya había abandonado los lindes de la finca y en medio de dunas se dirigía hacia el mar. Notó que las fuerzas de la yegua mermaban y que el trecho que los separaba se acortaba rápidamente.
—¡Francesca, detente! —gritó—. ¡Detente, maldita sea!
Francesca miró hacia atrás: Al-Saud se encontraba más cerca de lo que pensaba, hasta podía distinguir con claridad la rabia que lo dominaba. Golpeó con saña las ancas de Nelly y le gritó para soliviantarla, pero prevaleció la rapidez de Pegasus; poco después avistó por el rabillo del ojo el hocico del semental. El mutismo en el que se mantenía Al-Saud la atemorizó y no tuvo el valor de mirarlo nuevamente. Aunque consciente de que pronto la alcanzaría, siguió cabalgando para demostrarle que no le obedecería. Kamal colocó a Pegasus cerca de Nelly, se puso de pie sobre los estribos e, inclinándose hacia Francesca, la arrancó de la montura y la sentó delante de él. Francesca no tuvo noción de lo sucedido hasta segundos después cuando, al sentir los brazos de acero que la rodeaban, luchó con bríos e intentó tirarse del caballo, que, sacudido por los bruscos movimientos, se encabritó y comenzó a dar coces y resoplidos. Kamal logró sujetarla antes de que tocara el suelo y manejó al enfurecido Pegasus sólo con la presión de las rodillas.
—¡Quédate quieta o te doy una tunda! —amenazó.
Francesca giró dispuesta a golpearlo, pero la fuerza primitiva que destellaba en los ojos del árabe la obligó a estarse quieta. Ni siquiera se animó a pedirle que aflojara la presión de los brazos; callada e inmóvil, padeció el dolor punzante en las ijadas, masticando la rabia y soportando la humillación de saberse sojuzgada.
Kamal recogió las riendas de Nelly, que había terminado unos metros más allá, y emprendió la vuelta. Muy agitado en un principio, consiguió regularizar el pulso y calmarse. Con un movimiento torpe, acercó aún más a Francesca y se complació al notar que le obedecía y acomodaba la espalda contra su pecho. Cabalgaron en silencio hasta la casa, demasiado enojados para hablar; luego, los aletargó el trote acompasado de Pegasus y el contacto cálido de sus cuerpos.
Al llegar, Kamal aflojó su abrazo y la ayudó a descender.
—¡Mírame! —ordenó en un susurro e, inclinándose en la montura, le levantó el rostro por el mentón—. Estás loca si piensas que, después de todo lo que hice para tenerte, voy a dejar que te me escapes por el arrebato de una descocada. Hablaremos más tarde. Ahora ve y descansa.
Picó espuelas y llevó a Pegasus y a Nelly a las caballerizas.
Llamaron a la puerta de su dormitorio. La asaltó una agitación incontrolable. Abrió: era Sadún. El amo Kamal la mandaba llamar. Terminó de peinarse y bajó, dispuesta a acabar con aquella absurda situación.
El mayordomo le indicó que entrase en el estudio. Al-Saud, de pie frente al escritorio, contemplaba unas fotografías. No la miraba, no le hablaba, como si continuase solo, como si ella jamás hubiese entrado. Francesca, que había bajado para endilgarle una invectiva, se quedó quieta, observándolo, apaciguada por los movimientos lentos y la paz del árabe.
Se había bañado y afeitado; aún tenía los rizos húmedos y el aire olía a su loción almizcleña. «¡Qué hombre tan extraño!», pensó. Era inexpugnable y enigmático, pero, ¡qué abierto se había mostrado el día anterior mientras la estrechaba entre sus brazos y la besaba!
Kamal se movió hacia ella y Francesca se apartó.
—No muerdo —dijo Al-Saud, y le extendió las fotografías.
Fotografías de ella y de Marina haciendo compras en Ginebra, de ella camino al consulado, de ella sobre el barco que navegaba por el lago Leman, de ella junto a su jefe en algún cóctel o recepción, de ella a la entrada de su casa.
—¿Cómo las obtuvo? —preguntó, y la voz le salió en un hilo.
—Las mandé sacar. Te hice seguir durante algunas semanas.
Francesca lo miraba a él y a las fotos, a las fotos y a él, y no daba crédito de cuanto veía y escuchaba.
—Tu nombre completo es Francesca María De Gecco. Naciste el 19 de febrero de 1940, en Córdoba, Argentina. Tu padre, Vincenzo De Gecco, murió cuando eras apenas una niña de seis años y tu madre, Antonina D'Angelo, debió emplearse como sirvienta en la mansión de una familia acomodada, los Martínez Olazábal.
—¿Por qué? —susurró Francesca—. ¿Para qué?
—Porque una noche, en Ginebra, te vi y te deseé. Te quería aquí conmigo, en mi tierra, entre los míos, y aquí te traje.
Francesca negaba con la cabeza y balbuceaba en castellano. Había sido él. El extraño e inopinado traslado a Riad era obra suya. Pensó en la esposa del cónsul y soltó una risa que se mezcló con el llanto, el miedo y la furia. Al-Saud intentó tocarla y ella lo repelió con aversión.
—No se atreva-bramó—. ¿Quién demonios se cree que es? ¿Quién demonios se cree que es para decidir sobre mi destino, para sacarme de Ginebra y traerme a este condenado país de salvajes e incivilizados? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué daño le he hecho?
Kamal amagó acercársele nuevamente, y Francesca se le abalanzó y le asestó golpes en el pecho. Fue un forcejeo mudo hasta que Al-Saud la doblegó. Sin posibilidad de moverse, presa de la ira, Francesca terminó llorando en sus brazos. Se separó de él lentamente y lo miró con desconcierto.
—¿Por qué me trajo aquí? —insistió—. ¿Por qué me sacó de Ginebra?
—Porque te quiero para mí.
Francesca le dio la espalda y se llevó las manos al rostro, confundida, superada por la realidad que, de un golpe, le habían soltado en la cara. Pensaba rápido, en muchas cosas, y nada claro afloraba. Kamal la tomó por los hombros y volvió a sobresaltarse.
—No me temas —suplicó.
Sí, le temía. A su magnetismo, a su poder, a todo eso le temía. Él era un árabe, hombre duro, caprichoso y tiránico; y, a pesar de todo, ¡cómo lo deseaba! ¡Cómo anhelaba que volviera a besarla y que su ardor la hiciera sentir viva!
—Esto es una locura —pensó en voz alta.