—Tengo sed —susurró Francesca.
—No podemos darle agua, señorita —aclaró Al-Zaki—. Está recibiendo suero intravenoso. Enfermera, empape una gasa en agua fresca y humedézcale los labios.
—Lo haré yo —manifestó Kamal, y tomó la gasa de mano de la enfermera—. Hola, mi amor. ¿Cómo te sientes?
—Un poco mareada —musitó apenas.
Kamal le mojó los labios con la gasa y se los besó. Ella cerró los ojos e inspiró el perfume almizcleño que tanto amaba. Por fin, la pesadilla había terminado.
—¿Y el bebé? —preguntó repentinamente, y buscó al médico con la mirada.
Por la actitud de Kamal, que se puso rígido y se alejó un poco, supo que algo andaba mal.
—¿Y mi bebé? —insistió, vacilante.
El doctor se acercó a la cabecera y le explicó, sin demasiados preámbulos, que había abortado a causa de los golpes recibidos y de su mal estado general. Francesca giró la cara, se hizo un ovillo y comenzó a llorar. Fadila se aferró al brazo de Jacques, que no pudo reprimir las lágrimas. Mauricio abandonó la habitación a toda prisa.
Kamal la envolvió con sus brazos y hundió el rostro en su cabellera. Le susurraba palabras de consuelo, que ella no escuchaba. Repetía como ida que habían matado a su bebé, que, cuando la golpeaban, ella no había podido defenderlo, que lo habían asesinado. A una indicación musitada de Al-Zaki, la enfermera inyectó en el tubo de suero una fuerte dosis de Valium. Francesca comenzó a balbucear en castellano, hablaba de su madre y de Fredo, y cada incoherencia significaba un duro golpe al corazón de Al-Saud, que le tomaba la mano, se la besaba y le acariciaba la frente.
Se quedó dormida minutos más tarde, un sueño agitado en donde repetía el nombre de Kamal con la misma angustia que en las cavernas de Petra y, pese a que Kamal le decía «Aquí estoy, mi amor, aquí estoy», ella seguía llamándolo.
Una semana más tarde, el doctor Al-Zaki le dio el alta, aunque prescribió reposo absoluto, una alimentación cuidada y mucha tranquilidad. Durante su estancia en la clínica, Francesca había conseguido recuperar el ánimo. Nunca la dejaban sola y la distraían con charla banal. El encuentro con Sara, que se turnaba con Kasem para pasar las tardes en la clínica, le había resultado conmovedor.
Nadie mencionaba el secuestro, pero ella quería saber y preguntaba. Pese a que le aseguraban que no había quedado libre ni uno de sus raptores, la intranquilizaba que Abenabó y Káder siguiesen acechándola. Kamal refunfuñaba cuando se lo comentaba y se tornaba más hosco de lo habitual. Ostentaba una actitud desconcertante, que la atemorizaba. Había un brillo extraño en su mirar, un destello que no le conocía. ¿Tristeza, quizá? Sí, tristeza, dolor; después de todo, él también había perdido a su hijo. Una tarde, de las pocas que se encontraban solos, Francesca le preguntó por qué estaba tan callado y taciturno.
—Me está matando la culpa —confesó.
Jacques Méchin llamó a la puerta y anunció que Al-Zaki acababa de firmar el alta. Francesca dejó la clínica escoltada por dos automóviles con gigantes armados hasta los dientes. Abdullah había prometido a su sobrino la mejor custodia para la muchacha, con la condición de que, una vez respuesta por completo, abandonara el reino inmediatamente. Saud y su ministro Tariki continuarían tan sueltos e impunes como hasta el momento, y Kamal se juró que no descansaría hasta verlos en el exilio, despreciados y calumniados, mientras él recibía los honores de soberano. Una vez fuera de la órbita política, cualquier desgracia podría ocurrirles. Por el momento, esta promesa lo mantenía en pie.
A excepción de Sara y Kasem, los empleados de la embajada permanecieron ajenos a la verdadera índole de la desaparición de Francesca, convencidos de que había sufrido un ataque agudo de peritonitis. Más allá de los ánimos caídos —la situación política en la Argentina era incierta y nada halagüeña— la recibieron con un pequeño festejo.
Después de todo lo vivido, Francesca se reintegraba a la rutina y a la cotidianeidad de la embajada. Quería apabullarse de expedientes, reuniones, informes y cuanto pudiera alejarla del dolor que le provocaba saber que su vientre estaba vacío. No le permitían hacer mucho, debía reposar la mayor parte del día y, sola en cama, le parecía una tortura. Kamal la visitaba a diario y le llenaba la habitación de camelias blancas, pero ella lo encontraba lejano y frío. Rara vez estaban solos, y en esos escasos momentos, él insistía en que se trataba de cansancio.
—¿Por qué me dijiste en la clínica que la culpa te estaba matando? ¿Acaso te culpas por lo del secuestro?
Kamal repetía que no y cambiaba de tema, y Francesca no se animaba a insistir. Una tarde, Kamal llegó acompañado de su madre y de su hermana Fátima. Francesca sabía que Fadila había estado presente la mañana que volvió en sí, pero no lo recordaba. Ahora se enfrentaban después de tanto tiempo, conscientes de que las diferencias religiosas y raciales que las habían distanciado en Jeddah aún existían. Fadila se quitó la
abaaya
y la contempló largo y tendido; luego, presentó un ramo de olivo al besarla en la frente y regalarle un broche de oro y rubíes que había pertenecido a su abuela, la madre de su madre. Fátima, jovial y aniñada como de costumbre, la colmó de halagos y le aseguró que, si bien la encontraba un poco delgada, continuaba siendo la mujer más hermosa que había conocido. Aseguró que las demás muchachas le enviaban sus saludos y le entregó un pañuelo bordado por la pequeña Yashira. Tomaron el té y conversaron como viejas amigas. Fátima, haciendo caso omiso a las recomendaciones de su madre, la acribilló a preguntas acerca de las costumbres occidentales y se maravilló ante la idea de caminar por la calle sin túnica, sin escolta y con las pantorrillas al aire, de conducir un automóvil y de sentarse en un café sin más compañía que la de un libro. Que las mujeres trabajaran y ganaran un sueldo la condujo al paroxismo de la emoción. Después de tanto tiempo, Francesca veía sonreír a Kamal nuevamente.
El silencio de la noche la abrumaba, y volvía a experimentar la soledad y el pánico de la celda de Petra. Se dormía angustiada y despertaba súbitamente, con la respiración agitada y el cuerpo empapado en sudor. Ojalá Kamal durmiese a su lado, anhelaba acurrucarse en sus brazos y apoyar la cabeza sobre su torso fuerte, necesitaba la seguridad de su cuerpo, la paz y la alegría que sólo experimentaba junto a él. Se sentía sola, incluso cuando Kamal estaba a su lado. No había vuelto a mencionarle el casamiento, y ella no acertaba con el momento oportuno para preguntarle. En ocasiones, al cruzar su mirada con la de él, la apartaba incómoda. Y se enojaba consigo por incomodarse, pero se trataba de aquel destello extraño en sus ojos, que aún no había desaparecido y que se intensificaba a medida que transcurrían los días.
Los cuidados de Sara y el descanso resultaron suficientes para que Francesca recobrara el buen semblante y no se mareara al caminar. Una tarde soleada de fines de abril, el doctor Al-Zaki, que la visitaba a menudo en la embajada, la encontró en perfecto estado y se limitó a recomendarle una espera de dos años para quedar encinta. Francesca se sonrojó y buscó a Kamal con la mirada; él fumaba con la vista perdida en el paisaje exterior.
Al-Zaki se despidió y Sara lo acompañó a la puerta. Francesca se acercó a Kamal y le dijo que deseaba caminar por el parque. Una brisa fresca le acarició las mejillas y pensó que el dolor pronto se desvanecería. Kamal la tomaba de la mano y eso era lo único que contaba.
—Me alegro de que Al-Zaki te haya encontrado tan bien —habló Al-Saud y le indicó la banca a unos pasos—. Sentémonos, necesito decirte algo.
El color céreo del rostro de Francesca, que intensificaba el negro de sus ojos y del pelo, le pareció irresistible. Estaba adorable, y lo arrebató el deseo de besarla. «No debo», se dijo, y apartó la vista.
—Ahora que estás repuesta por completo quiero que dejes Arabia. Éste no es un lugar seguro para ti. Es mi deseo que lo hagas a más tardar en dos días. —Y como Francesca lo miraba y no decía nada, agregó—: Debes olvidarte de mí y de todo lo vivido por mi culpa. Algún día, quizá, me recuerdes con cariño y llegues a perdonar el mal que te he hecho.
—¿Qué dices, Kamal? Me asustas. ¿Te has vuelto loco?
—Sí, definitivamente loco. Así fue la noche en que te conocí y que tu belleza y fragilidad embrujaron mi entendimiento. Ese día, la locura se apoderó de mí, gobernó mis actos, y sólo he cometido errores desde entonces. Recuerdo la tarde en la finca de Jeddah cuando Sadún me dijo que Mauricio y tú habíais llegado. Era consciente de que contigo en mis dominios cruzaría una línea peligrosa de la cual no podría volver atrás. Y mientras te contemplaba dormir, mis sentimientos se entremezclaban con mis razonamientos, y una batalla feroz se desataba en mi interior. Abriste los ojos, murmuraste algo y seguiste durmiendo, y eso bastó para acallar las voces de la razón y caer rendido una vez más a causa de tu sortilegio, tanto dominio tienes sobre mí.
—Recuerdo vagamente, creí que se trataba de un sueño.
—Eres una mujer fuerte y estoy seguro de que olvidarás la pesadilla del secuestro y todo lo demás. Quiero que rehagas tu vida y que consigas sobreponerte —le dijo con el ímpetu de una orden.
Francesca lo contemplaba aturdida y, aunque entendía que Kamal estaba despidiéndola, se negaba a aceptarlo.
—Nos iremos juntos, ¿verdad?
—No. Te irás sola y nunca volveremos a vernos.
—¿Y nuestro casamiento? ¿Y nuestros planes?
—Eres joven, tienes todo el futuro por delante, no me necesitas para ser feliz. Por el contrario, conmigo serías desdichada, y eso sí que no podría soportarlo. Ya te he causado demasiado daño, debes alejarte de mí.
—¡Jamás! —reaccionó Francesca, y se puso de pie—. No quiero vivir si no es contigo. No me has causado daño, sólo me has hecho feliz. Hablas así porque te culpas por el secuestro y por lo del bebé. Eres injusto y duro contigo.
—¡Nunca seré demasiado duro conmigo! Nuestro hijo murió a causa de mi egoísmo, de mi testarudez y de mi ceguera, y por poco tú mueres también, sin contar la tortura que sufriste a manos de tus raptores. ¿Crees que me resulta fácil vivir con esta culpa que me está carcomiendo? Debo alejarte, debes partir. Nunca volveremos a vernos —repitió, y amagó con irse.
Francesca lo retuvo con un abrazo y lo miró con desesperación. Kamal la apretó con fervor y le besó la coronilla varias veces, con la voluntad hecha trizas y un dolor atroz en el alma.
—Vamos, Francesca —dijo, y la separó de sí—, verás que es lo mejor. Con el tiempo me agradecerás haberte alejado de mí y recordarás lo nuestro como una aventura loca, sin sentido.
—¿Cómo puedes hablar de lo nuestro como una aventura loca, sin sentido? Yo te amo más allá del entendimiento, eres lo único que cuenta para mí.
—Sólo Alá puede comprender la naturaleza de tu amor cuando has sufrido tanto a causa mía. ¿Cómo puedes decir que me amas cuando, impíamente, te arranqué de tu mundo y te expuse a las inclemencias del mío? Eres frágil y vulnerable, y no supe protegerte. ¡No, Francesca, no quiero vivir pensando que arriesgo tu vida cada segundo que te retengo!
—¡Y yo te digo que prefiero morir antes de separarme de ti! Voy a morir de cualquier modo, voy a morir de amor por ti.
—Nadie muere de amor —pronunció Al-Saud, con escepticismo.
—¿Cómo puedes decirme eso? ¡Eres cruel, cruel!
Francesca se cubrió el rostro y lloró amargamente. Kamal intentó partir, pero no encontró fuerzas para dejarla en ese estado. Volvió a apretujarla contra su pecho, consciente de que su decisión pendía de un hilo. Un solo beso habría bastado para hacerle cambiar de idea. Se apartó nuevamente y le extendió un pañuelo.
—¿Es que ya no me amas? —preguntó Francesca, y él guardó silencio—. Aunque negaras mil veces tu amor por mí, no te creería, Kamal Al-Saud. Tus ojos te delatan. Lo que hoy me dicen es lo contrario de aquello que expresan tus palabras.
—No cambiaré de parecer. Partirás en dos días.
—Eres desalmado e inflexible y, quizá, después de todo, sí exista algo que ames por sobre cualquier otra cosa: Arabia. Tu pueblo es la causa por la que me dejas. Sabes que tu familia jamás aceptará a un rey casado con una occidental, ¡una infiel!, que es lo único que soy para ellos, y tú estás dispuesto a sacrificarme si con eso salvas tu reino.
—¡Calla, no sabes lo que dices! Eres injusta, tus palabras me duelen en extremo. Te alejo de mí, sí, aunque sólo yo sé lo que me cuesta. No quiero hacerte más daño y deseo reparar de algún modo el que ya te he causado. No entiendo qué diabólico sortilegio se apoderó de mí la noche que decidí arrancarte de tu mundo y forzarte a entrar en el mío. ¿Cómo piensas que podrás vivir al lado de un árabe, con costumbres completamente distintas a las tuyas, sin la libertad a la que estás habituada, recluida, alejada del mundo? Yo no soy más que eso, Francesca, un árabe. Ahora hablas así, pero llegará el día en que me odies, y no podré soportarlo, acabará conmigo.
Kamal la dejó sola abismada en un vacío en el cual sólo retumbaba el crujido de sus pasos sobre el ripio. Se alejaba, se estaba yendo, lo perdía, no lograba retenerlo, y lo conocía demasiado para saber que aquella actitud era definitiva. Todo había terminado entre ellos, nada lo haría cambiar de parecer. ¿No se daba cuenta de que la mataba con aquella resolución? Se dejó caer en la banca. Estuvo allí sentada con la vista perdida en las copas de las palmeras hasta que la noche se apoderó del parque y un guardia le indicó la conveniencia de entrar. Arrastró los pies hasta su habitación, cerró la puerta tras de sí y se quedó mirando en torno sin saber qué hacer. La gargantilla de perlas que Kamal le había regalado aquella tarde tan feliz y tan lejana, asomaba en el cofre. La sostuvo entre los dedos y la contempló largamente. Tantos recuerdos hermosos la abrumaron y arremetió enfurecida contra la gargantilla, que terminó destrozada en el suelo. Las perlas rebotaron en el parqué y se desperdigaron por el dormitorio.
—¡Las perlas traen lágrimas! —gritó.
Sara la encontró sentada en el suelo, la espalda contra la pared. Esquivó las perlas y la ayudó a levantarse. Francesca se dejó desvestir y poner el camisón, y aquella mansedumbre de Sara y la gentileza de sus manos le recordaron a Zobeida y a los días vividos en el oasis del jeque Al-Kassib. Se acostó en la cama y Sara la arropó. Pensó en su madre. Deseaba estar con ella, la necesitaba tanto. Sería bueno regresar a la Argentina. No, se dijo, mejor seria cerrar los ojos y no volver a despertar.