Lo que dicen tus ojos (15 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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—¡Mauricio! —exclamó el hombre, y se precipitó en el vestíbulo—. ¡Tanto tiempo!

Se confundieron en un abrazo al tiempo que expresaban la mutua satisfacción del reencuentro y lo bien que les había sentado el tiempo. Francesca, retirada detrás de su jefe, se aproximó a la muchacha y la invitó a pasar. Mauricio tomó conciencia de su falta de cortesía y se excusó en la emoción de ver nuevamente después de tantos años a su profesor dilecto de La Sorbona, Gustav Le Bon. El nombre le resultó conocido a Francesca, que, de inmediato, fue introducida por el embajador.

—Doctor Le Bon, le presento a mi asistente, la señorita Francesca De Gecco.

—Encantado, señorita De Gecco. Estoy seguro de que usted debe de ser una joven muy inteligente y capaz si se encuentra trabajando junto a mi discípulo. Y muy paciente —agregó con una sonrisa—. Ésta es mi hija, Valerie. —Y rodeó a la muchacha por la cintura—. ¿Te acuerdas, Mauricio, de la pequeña Valerie? Pues bien, hela aquí, toda una mujer.

—El profesor no miente —convino Dubois—. Aquella adolescente que entraba corriendo en el estudio de su padre, con los cabellos alborotados y las manos llenas de dulces, es ahora una mujer con todas las letras. Bienvenida —añadió.

Valerie hizo un gesto de complacencia y le tendió la mano, que Dubois apretó ligeramente. Saludó a Francesca, sin ahorrarse un vistazo al vestido. Kasem recibió la estola, la cartera y las chaquetas de los recién llegados, y Mauricio les pidió que se acomodaran en la sala, a la espera del resto. Yamile ofreció jugos, aperitivos sin alcohol y canapés. El doctor Le Bon comía sin solemnidades y se relamía con el jugo de naranjas. A Francesca le resultó una persona tan encantadora como engreída y antipática su hija Valerie.

Al sonido de otro coche, Mauricio se dirigió al vestíbulo. Francesca, que respondía a una pregunta de Le Bon, lo siguió momentos después para encontrarlo rodeado por tres hombres, dos de elegante esmoquin y uno con el tradicional tocado y la chilaba. Uno de los invitados de esmoquin, el más alto, reparó en ella y se le acercó. Francesca lo observó con detenimiento y descubrió que se trataba del tal Kamal. Sin el atuendo típico, no lo había reconocido.

—Francesca —empezó Mauricio—, quiero presentarte a mi mejor amigo, Kamal Al-Saud, príncipe de Arabia, hijo del gran rey Abdul Aziz.

A medida que el embajador agregaba títulos y talentos a ese hombre, Francesca se desazonaba. Pues bien, un príncipe de la dinastía reinante. «Tierra, trágame», suplicó. En tanto que las maneras impropias y las impertinencias dirigidas al «hijo del gran rey Abdul Aziz» le volvían a la mente, presentía el final de su corta carrera diplomática. La Cancillería había sido especialmente insistente en conferir el trato adecuado a los miembros de la familia Al-Saud siguiendo a pie juntillas el complicado protocolo del país. «Ahora sí que me bota de Arabia; presentará una queja por la forma en que lo traté. Fui una maleducada. ¡Le dije que se callara! ¡Oh, Dios bendito, no puede estar sucediéndome esto», concluyó, con el ánimo descompuesto.

Como si no le sucediera a ella, se miró la mano mientras el árabe se la tomaba y apenas la rozaba con los labios. Luego, la dejó in albis al decirle:

—Es un placer conocerla... Apropiadamente.

Superado ese confuso lapso inicial, Francesca se encontró frente a los otros dos invitados. Dubois se los presentó y ella no hizo ningún esfuerzo por retener los nombres. Kamal Al-Saud, ése era el único nombre que le retumbaba en la mente.

Se armó un jaleo de saludos y abrazos en la sala. El profesor Le Bon bromeó con Kamal y con el otro hombre de esmoquin a quien llamó Jacques. El de atuendo árabe, un muchacho de unos treinta años, esmirriado y tímido, con anteojitos que le conferían una marcada veta intelectual, saludó con respeto a Le Bon y le confesó que desde hacía tiempo deseaba conocerlo, Kamal le había hablado mucho acerca de él. Valerie conocía a Kamal y al tal Jacques; los saludó con familiaridad y recibió encantada los cumplidos por su belleza y elegancia. A Francesca, su comportamiento le resultó chocante.

Kasem le consultó sobre las ubicaciones en la mesa y Francesca se apartó con gusto a darle instrucciones; necesitaba un instante para acomodar las ideas y aplacar la alteración. Confundida en medio de tantos desconocidos, intimidada por la altanería de Valerie y especialmente avergonzada por su comportamiento con el príncipe Kamal, permaneció apartada aun cuando Kasem ya había recibido sus indicaciones y regresado a la cocina.

Mauricio Dubois invitó a pasar al comedor. Jacques apoyó una mano sobre el hombro de Le Bon y marcharon riendo a carcajadas. Valerie aceptó de mala gana el brazo del muchacho árabe, al tiempo que lanzaba vistazos desesperados a Kamal, que aún conversaba en la sala con Dubois.

—Francesca, vamos a la mesa —indicó Mauricio, y no le quedó otra opción que unirse a su jefe y al príncipe.

—Te dije que se trataba de una cena fuera de protocolo —comentó Mauricio a Kamal—. No era necesario que vinieras de esmoquin.

—Pensé que este atuendo tan occidental quitaría lo salvaje de mi apariencia y no provocaría infartos a nadie —adujo el árabe, y Francesca experimentó un calor que le arrebató las mejillas. Bajó la vista y pensó que no podría volver a levantarla durante el resto de la velada.

—De ninguna manera-se opuso Valerie, que había escuchado el comentario—. Creo que el atuendo de los árabes es mucho más sugerente y seductor que los aburridos trajes occidentales.

Kamal le sonrió e inclinó la cabeza. La furia unida a un incompresible sentimiento de rivalidad abrumaron a Francesca. Contrariada, se sentó a la izquierda de Mauricio, frente a Kamal, que charlaba muy a gusto con Valerie. La joven comentó que estaba aprendiendo el árabe, y Kamal prosiguió la conversación en su lengua madre. Valerie intentaba responderle y él la ayudaba y corregía.

Francesca hizo sonar la campanilla, y Sara y Yamile se personaron con bandejas y fuentes. Kasem servía bebidas sin alcohol, en respeto a las estrictas normas del Corán. Comían y bebían a gusto; Yamile había resultado una excelente cocinera, experta en los platos autóctonos. Más tranquila al ver que la cena marchaba según sus planes, Francesca trató de relajarse y de unirse a la conversación, pero la rotunda presencia de Al-Saud frente a ella la mantenía en vilo y la obligaba a desviar la vista para no enfrentarlo.

Kamal escuchaba, comía y observaba. Le gustaba el perfume de Francesca que llegaba como oleadas hasta él; le gustaba su cabello y la forma en que lo había peinado; le gustaban sus enormes ojos negros y sus pequeños labios carnosos y brillantes; su carita redonda, sus manos delicadas y la blancura incandescente de su piel que reverberaba en contraste con sus cejas y su pelo. «Es una niña, tiene apenas veintiún años». ¡Ah, pero cómo le gustaba esa niña de apenas veintiún años! Quizá Mauricio tenía razón y debía dejarla en paz. ¿O Mauricio la quería para él? Lo miró de soslayo y comprobó que la contemplaba con embeleso. ¿Reñiría con Mauricio después de tantos años y por una mujer, por una niña en realidad?

La deseaba y siempre tomaba lo que deseaba, sin miramientos, sin juzgar sus veleidades: lo conseguía y basta. Seguro que él para ella era un viejo, pero tampoco le importaba. Valerie, sin duda, con sus casi treinta años y su palmaria frivolidad, encarnaba el tipo de mujer perfecta para una conquista fácil y pasajera; además, se mostraba dispuesta y no había cesado de provocarlo. No obstante, era a
la niña
a quien quería.

—¿Hace mucho que no visita París, señor Méchin? —preguntó Valerie al que llamaban Jacques.

—Visité a mi hermana y a mis sobrinos en julio, pero no por mucho tiempo. Kamal y yo debíamos viajar a otras ciudades y sólo permanecimos dos semanas. Le aseguro que, después de tantos años de ausencia, la encontré más linda que nunca. ¿Usted conoce París, señorita? —preguntó a Francesca, y la tomó por sorpresa.

—Sólo de pasada hacia Ginebra —respondió, con bastante aplomo—. Pero quienes tuvieron la suerte de conocerla me han dicho que es de las ciudades más hermosas del mundo.

—Justamente —comentó Valerie—, la que está de moda es Ginebra.

—¡Ah —exclamó Dubois—, Francesca la conoce bien!

Kamal endureció el gesto y frunció el entrecejo: sólo él, que conocía tanto a Mauricio, advirtió, en contraste con su habitual ánimo apocado y tranquilo, el comportamiento de un adolescente enamorado.

—¿Es así? —se interesó Jacques Méchin.

—Antes de venir a Riad, trabajé cinco meses en el consulado argentino de esa ciudad. Sí, podría decir que la conozco bastante bien. Incluso...

—Usted debe de conocerla también —interrumpió Valerie, para dirigirse a Kamal—. Por lo de la OPEP, digo.

—¡No hablemos de la OPEP! —pidió Le Bon—. Estoy muy disgustado con esa idea de tu hermano, Kamal.

—El ministro Tariki tiene más que ver en esto que el propio Saud —habló Ahmed, el joven de aspecto intelectual.

—Pero Tariki jamás lo habría logrado sin el acuerdo de Saud —replicó Le Bon—. A pesar de su preponderancia en el gobierno, es un ministro, y Saud, el rey. Venezuela también se muestra muy complacida con esta idea del cártel. —Y sacudió la cabeza en manifiesta reprobación al añadir—: Pérez Alfonso dijo que la OPEP será el instrumento más poderoso que se haya puesto jamás al servicio del Tercer Mundo. Con arrojo de suicida, declaró a la prensa unos meses atrás que con la OPEP plantarán cara a Occidente hasta el fin. ¿Está loco? ¿Qué se propone, que las compañías lo destrocen?

—La idea del embargo también es un desatino —comentó Jacques Méchin—. El mundo occidental puede prescindir de los pozos de Arabia y de Venezuela porque sabe que cuenta con dos aliados que le seguirán enviando barcos repletos de petróleo: Irán y Libia.

—¿Libia? —se sorprendió Le Bon.

—El año pasado —tomó la palabra Ahmed— los prospectores de la British Petroleum descubrieron campos petrolíferos de un hidrocarburo de la más alta calidad, comparable al nuestro. El rey Idris, ancestral aliado inglés, no se uniría al embargo así traicionase a todos sus hermanos árabes.

—¿Cuáles serán las consecuencias si la OPEP sigue presionando? —quiso saber Dubois.

—Las compañías, aunque no oficialmente, también actúan como un cártel —explicó Ahmed—. Y si tenemos en cuenta lo dicho anteriormente, corremos el riesgo de encontrarnos, de un día para el otro, sin compañía alguna en nuestro territorio. Nos exponemos al cierre de los pozos, al paro de las instalaciones de bombeo y refinamiento, al cierre de las redes de distribución y transporte. En fin, nos quedaríamos con una estructura silenciosa y vacía, y, lo que es peor aún, sin el dinero, que, poco o mucho, recibimos actualmente en concepto de canon. Y nosotros no contamos ni con la tecnología ni con los procedimientos para poner nuevamente en marcha las refinerías.

—Si bien en la actualidad no se cuenta con las condiciones adecuadas —habló Francesca, y los hombres giraron sus cabezas—, la creación de la OPEP, tarde o temprano, habría tenido que producirse. Basta con observar las estadísticas para darse cuenta de ello.

Se hizo el silencio en el comedor, y Francesca pensó que los invitados se le echarían encima, tan fijamente la observaban. Enfrentó a Kamal, serio e inmutable; ella interpretó que lo había fastidiado y prosiguió.

—En 1914 la cantidad de carburante consumido era de 6 millones de toneladas. El año pasado se estimó en 300 millones y la perspectiva para 1975 es de 500 millones. Y si se tiene en cuenta que el petróleo es un bien escaso y limitado, sin la creación de la OPEP, más allá de toda la conmoción política que ha provocado, se seguiría derrochando a dos dólares el barril hasta la catástrofe, hasta que no quedase una gota en todo el planeta. Por supuesto que para los países productores la creación de este cártel persigue un interés económico más que de otro tipo; no obstante, no deja de ser beneficioso para la humanidad, que cada día depende en mayor medida del petróleo.

El silencio volvió a reinar. Francesca tomó su copa y, como si todo dependiera de la actitud del príncipe saudí, lo contempló sobre el borde mientras sorbía un trago de champán. Íntimamente, deseaba haberlo importunado con lo que, de seguro, juzgaría una insolencia de su parte. Después de todo, ella no era más que una mujer, un ser inferior, útil para procrear y satisfacer sexualmente al hombre, que debía mantener la boca cerrada y hablar sólo si se le dirigía la palabra.

—No sabía que estuvieras tan informada —atinó a comentar Mauricio, y quebró la incómoda pausa.

—Lo que la señorita De Gecco dice —habló Kamal por primera vez— es tan cierto como que Alá existe. Sin embargo, y como ella también señaló, aún no se han dado las condiciones para actuar.

—Algún día —retomó Francesca, y buscó los ojos de Kamal— llegará ese momento, y los pueblos árabes deberán discernirlo para no perder su única oportunidad.

—Lo haremos —afirmó Kamal—, no tenga duda.

—Me pregunto —insistió Francesca— si la pasión y el entusiasmo de su pueblo, que en la antigüedad lo catapultaron a la gloria, producirán el mismo efecto en este mundo actual, frío y racional. Temo que los centros de poder conocen esta característica de los árabes y hacen uso de ella para mantenerlos, subrepticiamente, bajo control.

—Oriente lucha con armas completamente distintas a las de Occidente, pero lucha al fin, y es de temer, pues vence o muere en el intento. Los occidentales no comprenden esto y están inadvertidos; eso juega a nuestro favor.

El resto seguía con atención el intercambio sutilmente áspero entre el príncipe y la secretaria, que se medía de igual a igual en un combate que ninguno en la mesa se habría atrevido a entablar con Kamal Al-Saud.

—Resulta evidente que has leído mucho sobre estas cuestiones —terció Dubois—. Si hubiera sabido que manejas tan bien los problemas de Medio Oriente te habría consultado más de una de mis decisiones.

Los demás rieron, a excepción de Kamal, que continuó comiendo. Al verlo serio y callado, Francesca se arrepintió de su insolencia. Aún no terminaba de comprender por qué se había mostrado dura, hasta maleducada; lo había agraviado con elegancia al tratar a su pueblo de apasionado y entusiasta cuando, en realidad, sólo un idiota habría ignorado que quería significar exaltado y fanático. Ciertamente, no había podido controlarse, las palabras brotaron con facilidad y, alentada por la animosidad que le provocaban los árabes, descargó su furia en él.

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