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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (31 page)

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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Kamal entró en la alcoba y le rodeó la cintura por detrás. Se besaron, se acariciaron, se olieron, se desearon y, en el instante en que estaba por arrastrarla al catre, Al-Saud recordó para qué la buscaba.

—Vamos, quiero mostrarte algo.

—Deja que me cambie.

—No, ven así; estaremos solos.

Se tomaron de la mano y salieron de la tienda. Corrieron sorteando palmeras, bordeando el
uadi,
sintiendo el agua fresca en los pies desnudos. Los guiaba la luz de la luna, que iluminaba una franja de tierra. Se detuvieron en la cima de un médano, y Francesca se admiró ante la grandiosidad de aquel valle de arena platinada que se extendía a sus pies en una eternidad maravillosa e imponente, que suscitaba miedo y gozo, ganas de recorrerla y pánico de adentrarse en sus misterios, que le fatigaba la respiración y la obligaba a asirse con firmeza a la mano de Kamal. Permanecieron en silencio, con la vista perdida en la negrura del horizonte. Atrás había quedado el campamento envuelto en un halo de luz rojiza y sonidos melancólicos. Adelante se proyectaba la inmensidad del desierto, que ya la había cautivado. Miró a su amante para hablarle y lo encontró absorto en el paisaje nocturno.

—De veras amas esta tierra, Kamal. Lo veo en tus ojos.

—Aquí nací, aquí nacieron mis padres, esto fue lo que conocí desde que vi la luz y esto fue lo que me enseñaron a querer y a respetar. Durante los años de pupilaje en Inglaterra no existió día en que no despertara soñando con volver al desierto. Añoraba tanto a mis caballos, deseaba sentir sus cascos hundirse en la arena, montarlos hasta extenuarlos. Extrañaba mi hogar, a mi madre, a mi padre. Todo lo que había dejado aquí era lo mejor que tenía, y no deseaba más que volver.

Francesca amó ese momento y lo guardó entre sus recuerdos más preciados pues, por primera vez, sentía que Kamal le abría el corazón y le mostraba su interior con desprendimiento y confianza.

—Cuando ingresé en La Sorbona —prosiguió él— me deslumbre. La magnificencia del lugar, la sabiduría de los profesores, la majestuosa biblioteca, gente de todos los rincones del mundo... En fin, pensé en no volver a Arabia. —Sonrió tristemente, y añadió—: Ni Maurice ni Jacques lo creyeron. Pero tardé cinco años en regresar. Volví en ocasión del atentado contra mi padre. Saud, mi hermano, lo protegió y fue él quien salió herido.

Después de ese comentario, Kamal se encerró en su habitual mutismo y mantuvo la vista fija en el horizonte. Segundos después, Francesca le presionó el antebrazo. Él se volvió y la miró largamente.

—¡Qué hermosa eres! —dijo por fin, y le besó los labios, el cuello, el escote.

Cayeron de rodillas al suelo, donde continuaron las caricias febriles y los gemidos contenidos. La tomó allí, sobre la arena tibia, a cielo abierto, con las estrellas y la luna llena como únicos testigos de sus jadeos y palabras de amor. Quedaron exhaustos, mudos, un poco desconcertados.

—Jamás me sentí igual —confesó él, y apoyó la cabeza sobre el pecho sibilante de ella.

Había refrescado, y Francesca tenía frío. Kamal la envolvió en su capa y la acurrucó contra su pecho. Miraron el cielo, tachonado de estrellas. Francesca no recordaba tantas, ni siquiera en Arroyo Seco. Se sintió más viva que nunca, llena de paz, y se dijo que eso era ser feliz.

—Francesca —pronunció Kamal, como arrojando la palabra al viento—. Tienes un hermoso nombre —dijo, recordando el efecto que había causado en él cuando el investigador privado que contrató en Ginebra lo mencionó por primera vez.

—Mi padre se llamaba Vincenzo Francesco. Me llamaron así por él.

—Háblame de tu padre.

Se incomodó, rara vez hablaba de Vincenzo. Con su madre habían sellado un pacto tácito y no tocaban el tema; Antonina lloriqueaba a la sola mención de su esposo y Francesca no soportaba verla sufrir. A Sofía no tenía mucho que contarle, pues poco recordaba, y Fredo parecía evitar la cuestión.

—Murió cuando yo tenía seis años —dijo, después de un rato—. Pero eso tú ya lo sabes. Recuerdo pocas cosas de él: el día del velatorio, el entierro después. Mi madre lloraba tanto. Yo me tapaba los ojos y rezaba para que las lágrimas se le acabaran, pero nunca se acababan. Hubo momentos en que odie a mi padre por hacerla llorar tanto. Lo odié también por dejarnos solas. —Tenía un nudo en la garganta, que le dolía de aguantar; tragó saliva y continuó—: Mi madre raramente habla de él; cada vez que comienza a contarme algo, llora, y yo odio que lo haga. Tengo un recuerdo de mi padre, muy lejano, casi parece un sueño, pero intuyo que fue verdad. Yo estaba en mi cuna, dormida y, al abrir los ojos, vi su rostro entre los barrotes de madera. Me contemplaba con mucha dulzura y, al ver que yo había despertado, me sonrió y me acarició la cabeza. Me pregunto cuánto tiempo habrá estado mirándome. Quizá fue un sueño y mi padre nunca me miró entre los barrotes de la cuna. Jamás lo sabré. Me quería mucho, lo sé, lo siento. Todavía recuerdo —continuó, con voz congestionada— el sonido de sus llaves cuando regresaba de trabajar. Al entrar en casa, preguntaba:
«Dov'é la mia principessa?»
Y yo corría hacia él. Siempre hacía lo mismo: me levantaba en brazos, me daba vueltas en el aire y me llevaba a la cocina para saludar a mi madre. ¡Oh, Kamal, cómo me gustaría que estuviera vivo y que te conociera!

Sus lágrimas mojaban el brazo desnudo del árabe, que la rodeaba y trataba de consolarla.

—¡No llores, pequeña, te lo suplico! Soy capaz de soportar cualquier cosa excepto que llores. Perdóname, no pensé que el recuerdo de tu padre te entristecería tanto. De ahora en adelante serás feliz. Nada enturbiará tus días y yo estaré siempre a tu lado para asegurarme de que sea así. ¡Oh, amor mío! No sé que decirte para que el dolor te abandone y vuelvas a sonreír.

Francesca se calmó y Al-Saud le secó las mejillas con su camisa.

—Me emocioné hablándote de mi padre, pero no creas que he sido infeliz toda mi vida a causa de su muerte —aseguró Francesca, más dueña de sí—. Tío Fredo tomó su lugar y ha sido el mejor de los padres.

—Presiento que tu tío es un gran hombre —comentó Kamal.

—Sí. Ha sufrido mucho él también. Abandonó Italia después de que su padre se suicidara al perderlo todo a causa del juego. Los Visconti pertenecían a la nobleza, ¿sabes? Eran propietarios de un castillo que les había pertenecido por siglos. Villa Visconti lo llamaban. Mi tío tiene un óleo en su oficina y nunca se cansa de contemplarlo. Se pone muy triste recordando su patria y su adorada villa. Algún día me gustaría conocerla; en realidad, me gustaría conocerla junto a él.

—¿Por qué te fuiste de Córdoba? —quiso saber Kamal tras un silencio.

—Por cobarde. Me fui para no volver a ver a Aldo Martínez Olazábal. Había prometido que nos casaríamos, pero me engañó. Su familia es de las más ricas de Córdoba, pertenece a la clase alta, lo consideran una persona muy respetable. Yo, en cambio, soy la hija de la cocinera.

La fluidez y segundad de su confesión la tomaron por sorpresa y, complacida de referirse a su pasado sin que esto le causara pena alguna, prosiguió:

—Me dejó para casarse con una de su clase. Sé que no la ama pero, en fin, ésa fue su decisión. La vida es un continuo optar. Algunas veces acertamos, otras veces nos equivocamos. Yo creo que sea cual sea la decisión, errada o acertada, debe salir del corazón, del propio convencimiento y no como consecuencia del miedo. En realidad, ahí está la verdadera valentía, ¿no te parece?

—Me parece que eres la mujer más valiente que conocí. Eres pura, transparente y estás llena de valor. Eso es lo que me lo dicen tus ojos. Jamás podrás ocultarme lo que ellos dicen, te delatan, mi vida. Tú eres la valiente, porque decidiste alejarte de ese hombre para dejar de sufrir. Huir para dejar de sufrir no es de cobardes sino de valientes. Abandonar todo lo que nos resulta familiar y conocido en busca de la paz y la armonía es una sabia decisión.

—Los días vividos junto a ti, Kamal Al-Saud, están siendo los más felices de mi existencia.

Capítulo Quince

Al enterarse del compromiso de Francesca con Al-Saud, Sara se enojó con ella.

—¡Caerán rayos del cielo! —prorrumpió.

—Ya sé que será difícil —aceptó la joven—. Para ellos soy una infiel y no me aceptarán fácilmente, pero tendrán que acostumbrarse porque voy a casarme con él.

Sara tomó asiento en el borde de la cama y la contempló serenamente; la mirada se le había dulcificado y ya no fruncía el entrecejo.

—¿Tienes idea de con quién vas a casarte? —preguntó finalmente, y ante el silencio desconcertado de Francesca, continuó—: Eres tan inocente y estás tan al margen de las cosas que por eso no temes tanto como yo a Kamal Al-Saud. Él será el próximo rey de los árabes —expresó Sara con solemnidad.

—¿El próximo rey?

—En estos días, Arabia vive una de sus crisis más graves, y todo a causa de los malos manejos del rey Saud. En el 58 se vivió algo similar. Hay quienes dicen que la familia Al-Saud estuvo a punto de quebrar, y si no lo hizo fue por la intervención del príncipe Kamal que, nombrado primer ministro, tomó el control del reino y lo sacó a flote. En el 60, y pese a los ruegos de tíos y demás hermanos, el príncipe Kamal renunció a su cargo de primer ministro por graves diferencias con el rey, y desde ese momento los problemas regresaron y se agravaron.

—¿Cómo sabes tú todo esto? —preguntó, abismada a la realidad de lo poco que conocía a Kamal.

—En su momento —explicó Sara— se lo escuché decir a mi anterior patrón, muy relacionado con la familia real.

Se había entregado por completo a él ignorando prácticamente su pasado. No se arrepentía, pero admitía que la inquietaba no saber; habría preferido que fuera el propio Kamal quien la informara de sus problemas y no una empleada de la embajada. En definitiva, lo único que conocía era su actividad en la finca de Jeddah. La historia de intrigas palaciegas que Sara le contaba le resultaba ajena e increíble; no obstante, coincidía con detalles anteriormente pasados por alto. Recordó la lacónica confesión de Kamal acerca de su hermano Saud, y los dichos de Sara cobraron valor: «No estamos muy de acuerdo en algunas cuestiones de política y administración del reino; eso nos ha distanciado un poco».

—Kasem dice que este viaje a Washington del príncipe Kamal es para hacerse con el apoyo de los norteamericanos en caso de convertirse en rey. Y seguro lo conseguirá —manifestó Sara— pues cuenta con el apoyo de toda la familia, que ya no soporta el comportamiento del rey Saud. Esta ciudad se convertirá en un polvorín a punto de estallar, porque no creo que el rey se haga a un lado sin presentar batalla. ¿Tienes idea del dinero que está en juego? Miles de millones de dólares, querida. Y por miles de millones de dólares hasta se puede llegar a matar.

—¡Qué dices, Sara! —se escandalizó Francesca—. ¿Quieres decir que la vida de Kamal está en juego?

Habían pasado tres semanas desde el regreso de Jeddah, y Al-Saud aún continuaba en el extranjero. La llamaba a menudo y le enviaba costosos arreglos florales, pero a ella no le resultaba suficiente: lo quería a él. Cada mañana se levantaba con la esperanza de verlo aparecer, pero los días se sucedían con una lentitud exasperante, y Kamal no se presentaba. Por teléfono, lo notaba preocupado y distante; perdía la mitad de la llamada insistiendo en que sólo debía dejar la embajada si era absolutamente indispensable y que no lo hiciera sin la compañía de Abenabó y Káder. Francesca, que esperaba su llamado para decirle que lo amaba, que lo necesitaba, se limitaba a preguntarle si le sucedía algo, si se sentía bien, si tenía algún problema; él se excusaba en el cansancio.

La tensión de las reuniones, donde arreglos y entendimientos con autoridades del gobierno norteamericano ponían en juego, quizá, el futuro del reino árabe, lo había devuelto a la pesadilla de la realidad; el contraste con los días vividos junto a Francesca en la finca de Jeddah y en el oasis aumentaba sus pocas ganas de estar en Washington. Pero ése era su destino: salvar de la destrucción lo que su padre había levantado con voluntad y denuedo, arriesgando su vida en tantas batallas libradas, algunas contra ejércitos armados, otras en mesas de negociación donde las primeras potencias del mundo siempre habían presidido hierática e inflexiblemente. Ahora, en medio del caos financiero, debía apelar a ellas nuevamente, consciente de sus múltiples debilidades y de su única fortaleza, el petróleo. De todos modos, la capacidad de negociación que le otorgaba se volvía nula si no manejaba con sagacidad las circunstancias adversas y potenciaba los puntos a favor. Arabia necesitaba a Estados Unidos, pero Estados Unidos no necesitaba a Arabia en la misma medida.

Estados Unidos, que después de la Segunda Guerra Mundial ostentaba la hegemonía del planeta, se presentaba como su principal socio, inexorablemente poderoso e indiscutiblemente relacionado con los asuntos de Medio Oriente, en especial con Irán, tras haber sofocado en 1953 la primera revolución socialista con Mossadegh a la cabeza y de haber restituido a Reza Pahlevi con todos los honores de un sha de la antigua Persia. También tenía en el bolsillo a la Libia del rey Idris, seguro proveedor de petróleo de la más alta calidad. Por lo tanto, Estados Unidos tenía dos fuentes de hidrocarburos aseguradas. Kamal debía negociar con cautela.

Con el recuerdo de la histórica entrevista del rey Abdul Aziz con el presidente Roosevelt a bordo del
Quincy
en el mar Rojo, Kamal reintentaría la alianza con los americanos, que le supondría abrir las puertas estratégicas cerradas tiempo atrás a Saud, fundamentalmente a causa de la creación de la OPEP. Bien sabía él que la creación del cártel del petróleo había constituido la respuesta justa a la arbitraria baja del precio fijado, más conocido como
posted price
, en 1960 por parte de la Esso, comportamiento que sin esperar imitaron las demás compañías, violando así un trato que los regía desde principios de siglo y que regulaba los cánones para los países productores, ya miserables, por cierto. La injusta situación, sin embargo, debía medirse con calma, pues el poder que da el manejo de los recursos financieros, de la tecnología y de la información continuaban en manos de ellos, los occidentales: esto era lo que Kamal entendía y que Saud se negaba a ver.

El petróleo, abundante en el desierto árabe, de excelente calidad y fácil obtención, sangre vital que surca las venas de la industria y que le da vida, se volvería inútil como la arena si se optaba por la actitud errada, es decir, aquella que los enfrentara con el verdadero amo del mundo. Necesitaba a los yanquis para asegurarse el crédito y las inversiones que sacarían a Arabia del atolladero. Sin recursos financieros ni industrias, el reino continuaría siendo un país de pacotilla, con automóviles importados y
jets
ultramodernos hasta que el petróleo se acabara, el dinero desapareciera y volviera a ser el páramo desierto e incivilizado que había sido por siglos. La tecnología de occidente, ése era el objetivo de Kamal.

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