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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (30 page)

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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Si bien se mantuvo entretenida junto a la señora D'Albigny, no dejaba de añorarlo con una intensidad que la desconcertaba. Su ausencia se volvía insoportable por momentos, y la necesidad de su cuerpo, de su voz, de su desenfreno en la cama, de su dulzura después, la desvelaban y conciliaba el sueño con dificultad. La mañana del cuarto día, cuando Zobeida entró en la tienda para ayudarla con el baño y le informó que el jeque y su caravana aún no habían llegado, Francesca se desanimó ostensiblemente, tanto que Juliette, al verla macilenta y alicaída, le aconsejó una siesta después del almuerzo y de un fuerte té muy azucarado.

Kamal la encontró dormida. Acercó un taburete a la cabecera del catre y se quedó mirándola. Dormía profundamente, sin hacer ruido, ni la respiración se le escuchaba. Lo asustó la palidez de sus mejillas y lo estático de la posición; acercó el rostro para cerciorarse que respiraba y, al rozarle los labios con el tocado, Francesca comenzó a rebullirse.

—Despierta con calma —le dijo Kamal al oído, y le besó la mejilla cálida de sueño.

—¿Eres tú realmente o estoy soñando?

—Acabo de llegar.

Francesca se aferró a su cuello y le besó las mejillas, los ojos, la boca, la frente, mientras le repetía que lo había echado de menos, que no volviera a dejarla sola, que lo necesitaba.

—¿Por qué tanta desesperación? —atinó a preguntar Kamal—. Mi abuela me dijo que lo pasaron muy bien juntas.

—Sí, sí, tu abuela es muy buena, pero yo no puedo vivir sin ti.

Al-Saud la separó un poco y le tomó el rostro con las manos; la miró fijamente, ostentando ese gesto inextricable que Francesca nunca acertaba a descifrar.

—¿Es cierto eso que dices? ¿Que no puedes vivir sin mí?

—Sí, es cierto. Eres todo para mí. Te has convertido en la razón de mi vida. —Y como Kamal siguiera mirándola con extrañeza, preguntó—: ¿Dudas de lo que estoy diciéndote?

—No, jamás. Es que he deseado tanto que lo dijeras. Temí... Después de todo, fui yo quien te arrancó de los tuyos y te trajo hasta aquí. No, no dudo de ti. Me perteneces, en cuerpo y alma; puedo sentir tu entrega cada vez que te poseo. No, jamás dudaría de ti —aseguró, y preguntó deprisa—: ¿Cómo te sientes? Mi abuela me ha dicho que hoy no estuviste bien.

—Ahora que estás de nuevo junto a mí, me siento magníficamente.

Kamal le sonrió y la besó en los labios. Con cierta urgencia, le ordenó:

—Ponte el traje para montar y acompáñame fuera que tengo una sorpresa para ti.

En un corral más pequeño colindante con el redil principal, un palafrenero cepillaba las ancas de Rex, mientras otro le colocaba una montura nueva de reluciente cuero negro con el nombre Francesca Al-Saud grabado en oro.

—¿Dónde está mi sorpresa? —preguntó, y Kamal le señaló el caballo.

A la visión del animal, Francesca detuvo la marcha.

—Se parece a Rex.

—Es Rex. Se lo compré a Martínez Olazábal para ti.

Francesca alternó sus ojos desorbitados entre Al-Saud y el caballo hasta que corrió al potrero y se le abrazó al cuello. Los palafreneros se alejaron a una señal de Kamal. Francesca le besó la testuz y le dijo que lo quería, que lo había extrañado, que le había hecho falta. La presencia de Rex en esa tierra tan lejana significaba recuperar parte de aquello que había dejado atrás y que ya no volvería a tener; se aferraba al semental como si, con ese abrazo, abrazara también a su madre, a Fredo, a Sofía, y como si, en su olor penetrante, revivieran los olores del campo, de la ciudad, de la cocina de la mansión, del jardín de Ponce, del departamento de su tío; porque Rex pertenecía a aquel mundo y en él había un poquito de cada cosa. Sintió añoranza, nostalgia, y, cuando comenzaba a dolerle el corazón a causa de tantos recuerdos dichosos, volvió la mirada hacia Kamal y lo encontró apostado en la cerca. Él se acercó a paso tranquilo. Le sonreía con dulzura.

—Feliz cumpleaños, amor mío.

—Te acordaste —apenas musitó ella, emocionada.

Se internaron en el oasis que recorrían juntos por primera vez, y detuvieron los caballos al notar el silencio cómplice del desierto que ya había ahogado los sonidos del campamento. Hicieron el amor contra el tronco áspero de una palmera: Kamal la levantó rápidamente y Francesca le atenazó la cintura. Solos, en medio del oasis, lejos de todo y de todos, no se reprimieron y, mientras el orgasmo les anegaba los sentidos y les entumecía el cuerpo, bramaron sin templanza, consumidos por ese fuego voraz que sólo apagaban en el otro. Kamal se mantuvo quieto, disfrutando las últimas corrientes de aquel río de sensualidad que fluía desde Francesca y que lo trastornaba. Aún la sostenía en el aire, la espalda contra la palmera y las piernas a horcajadas alrededor de él, cuando le confesó, jadeante:

—Alá me ampare porque estoy perdido a causa de ti. Me he vuelto loco por tu culpa y ya nada me importa excepto tenerte.

La bajó con cuidado y apoyó la frente sobre el tronco, por encima de la cabeza de ella, en un intento por normalizar la respiración. Se subieron los pantalones y se acomodaron las camisas en silencio.

—Aún no te he dado las gracias por Rex —dijo Francesca, y lo retuvo por la muñeca—. Para mí, es como si, con un toque de magia, hubieras hecho aparecer uno de los recuerdos más hermosos que dejé en la Argentina.

—Habría otros —objetó Kamal— que, con un toque de magia, me gustaría hacer desaparecer de tu mente.

—Ya lo has hecho hace tiempo.

Cabalgaron un trecho sin hablar, cada uno abstraído en sus propias cuestiones.

—¿Cómo compraste a Rex? —preguntó Francesca finalmente—. ¿No me dirás que viajaste a la Argentina?

—Sabes que mi negocio principal es la compra y venta de caballos; estoy habituado a adquirir y vender ejemplares en cualquier parte del mundo. Al ver la fotografía de Rex sobre tu mesa de noche, de inmediato hablé con mi agente en París y le ordené que lo comprara. Él viajó a Córdoba y cerró el trato con Martínez Olazábal. En un principio, encontró algo de resistencia por parte del capataz del campo.

—¡Don Cívico! —recordó Francesca—. Debe de estar muriéndose de la angustia. Apenas llegue a Riad le escribiré para explicarle. ¡No podrá creerlo! Kamal, no tienes idea lo feliz que me has hecho. Por fin, Rex es mío y no tendré que ocultarme para montarlo.

Hasta el campamento, Francesca le recontó las peripecias vividas junto a su caballo, y Kamal llegó de muy buen talante.

Esa noche, después del viaje desde Jeddah, el jeque y los miembros de su comitiva cenaron con frugalidad e intercambiaron pocas palabras. Se marcharon a dormir sin hacer sobremesa ni fumar bucólicamente el narguile. Al-Saud acompañó a Francesca hasta su tienda. Se quedaron sentados bajo el toldo de la entrada contemplando el cielo estrellado. Francesca se aletargó entre los brazos de Kamal, arrullada por su voz; él le contaba de leyendas de caballos alados, alfombras voladoras y genios embotellados. Cuando se quedó profundamente dormida, Al-Saud la cargó en brazos y la llevó al catre, donde Zobeida la esperaba para desnudarla y arroparla entre las fragantes sábanas.

Al día siguiente, Kamal pasó la mañana y las primeras horas de la tarde practicando cetrería con su abuelo, arte que dominaba con destreza desde la adolescencia. Esa noche, recuperados por completo del viaje a Jeddah, la tribu quería festejar, eufórica por el éxito de la venta de la lana y de los afamados caballos Al-Kassib. También rendirían homenaje al nieto del jeque y príncipe heredero, que pronto desposaría a la mujer blanca que había llegado con él; también creían que, como de costumbre, Kamal les había traído buena fortuna en los negocios de Jeddah.

Durante la cabalgata a esa ciudad, Kamal había hallado el momento para comunicar a su abuelo y a sus tíos la noticia de su compromiso con Francesca. Jacques y Mauricio escucharon en silencio y no hicieron comentarios, a pesar de que con ellos jamás había compartido sus serias intenciones.

El jeque y sus hijos se sorprendieron sinceramente y después se preocuparon, en especial por tratarse de una joven occidental y cristiana, una compañera tan poco propicia para el futuro rey de Arabia Saudí. De todos modos, no mencionaron sus recelos y lo felicitaron con efusividad, asegurándole que ni las huríes en el Paraíso eran tan bellas como Francesca. De regreso en el oasis, la noticia de la boda corrió como reguero de pólvora entre los miembros de la tribu, y una alegría general se apoderó de todas las tiendas.

Terminada la cena, el jeque, su familia e invitados salieron de la tienda para recibir los honores. En el centro del campamento ardía una enorme fogata, y los beduinos, junto a sus mujeres e hijos, se acomodaban alrededor, en medio de una algazara que se acalló súbitamente a la vista del amo. Un hombre dio un paso al frente e indicó al jeque y a Kamal las ubicaciones principales, y pidió a Juliette, Mauricio, Jacques y los hijos del jeque que se acomodaran cerca. Luego, dirigiéndose al público, presentó el espectáculo.

Francesca, que era a quien desposaría el venerado príncipe, no suscitaba mayores pasiones entre los del pueblo, y quedó relegada detrás de un grupo de ancianas que zascandileaban todas al mismo tiempo y gesticulaban de tal modo que le tapaban la escasa visión del espectáculo, una típica danza beduina. Diez hombres, ataviados con coloridas prendas de satén, formaron una hilera en el centro del improvisado escenario. Al sonido de la música, resonancias acompasadas y lamentosas, monocordes y disonantes, que resultaron desagradables a Francesca, los bailarines giraron sobre sí coordinadamente, quedando hombro con hombro, y comenzaron a blandir sus cimitarras en varias direcciones con extrema precisión. Francesca contenía el aliento a la idea de que alguno le arrancase de cuajo la cabeza a su compañero. Mientras el resto continuaba con las riesgosas maromas y los sonidos lánguidos se repetían, un bailarín abandonó la fila y recitó versos en honor del jeque y del príncipe saudí.

—Ésta es una de las danzas más antiguas de Arabia; se llama
Ardha
—susurró Jacques Méchin a Francesca.

—Es muy interesante —mintió la joven.

—Supongo que te habrás llevado una gran sorpresa al ver a tu caballo aquí.

—¡Oh, Jacques! Usted no podría imaginarlo.

Méchin rió, estimulado por la alegría de Francesca y el brillo de sus ojos negros. La encontró más hermosa que nunca, con el cabello espeso y oscuro que le llegaba hasta la cintura y el rosado del vestido que le sentaba de maravilla. «Quién tuviera treinta años menos», se lamentó, y al mirarla con más detenimiento, como tratando de descubrir el sortilegio que había embrujado al intelectual y parco Mauricio y que había conquistado el infranqueable corazón de Kamal, concluyó que todo se reducía a esa extraña mezcla de inocencia y voluptuosidad, a la absoluta inconsciencia de sí misma, a la sencillez de su espíritu cuando, en realidad, se esperaba hallar, dentro de ese cuerpo mundano y apetecible, una mujer voraz y avezada. La deseó como hacía tiempo no deseaba a una mujer, y de inmediato se sintió vil y traidor.

—Kamal no podría haber elegido mejor —expresó, para alejar la tentación.

Francesca lo miró complacida y le agradeció. Por primera vez desde el inicio de su relación con Al-Saud, el gesto de Méchin volvía a ser aquel sincero y amistoso, desprovisto de los subterfugios en los que había caído últimamente.

—Son jóvenes y están llenos de valor —continuó el francés, hablando más para sí—. Salvarán los obstáculos, lo sé.

—¿Qué obstáculos, Jacques?

El tono aniñado de la joven lo llenó de piedad y pensó que Francesca era como una oveja entre lobos. También pensó en Kamal que, siendo un lobo, debería proteger a su oveja para que no la despedazaran. «La despedazarán», vaticinó, y un escalofrío le erizó la piel.

—Francesca, eres una joven inteligente y perspicaz, y decirte que todo será fácil entre tú y Kamal sería como insultar tu inteligencia. —Hizo una pausa para encender la pipa en busca de una excusa para ordenar sus pensamientos—. Los árabes son personas maravillosas; gentiles, generosos, confiables, son los buenos y leales amigos que cualquiera podría desear, pero también son impulsivos, aguerridos e inflexibles. Sus creencias religiosas son más importantes para ellos que su propia vida y, créeme, Francesca, están dispuestos a morir por defenderlas. Protegen a los suyos como fieras y rara vez permiten a alguien inmiscuirse en sus asuntos. Kamal es uno de ellos. Eso sí, uno especial. Él ha tenido la posibilidad de conocer el mundo y otras formas de pensamiento. Por sus venas corre sangre occidental, lo que le significó una ventana por la cual asomarse para conocer otra parte de sus ancestros. Está lleno de un aire renovador que podría llevar a Arabia a ocupar el lugar de los países más potentes del mundo. Sé que él puede lograrlo. Tiene el valor y la sabiduría para hacerlo. Pero en su camino encontrará enemigos que tratarán de socavar todo lo que él consiga. —Calló por un instante, y su mirada se enterneció—. Y tú, sin duda, eres de sus logros más grandes y valiosos. Eres la que eligió como mujer.

Francesca quedó sin habla, un tanto embarullada. Por un lado, el discurso había sonado alarmante, por otro, le había resultado un panegírico al amor. Se limitó a agradecer, y no deseó ahondar algunos de los conceptos por temor a la realidad que encerraban. De todos modos, bien sabía ella que en Riad nadie la quería.

Los aplausos llegaron a sus oídos indicando que el
Ardba
había finalizado. El presentador despidió a los bailarines y anunció el próximo número. Kamal y el resto de los homenajeados parecían disfrutarlo, especialmente Dubois que, con una excitación inusual, conversaba con Juliette y el jeque, aplaudía y reía de cualquier cosa. Francesca no encontraba estimulante el espectáculo en absoluto y decidió, en vistas de que regresaban a la ciudad a primera hora de la mañana siguiente, retirarse e intentar dormir pese al bullicio.

En la soledad de la tienda, halló la quietud que ansiaba. Estaba rendida y debía de tener la presión baja de nuevo. Se puso el camisón y la bata. Resignada a la ausencia de Zobeida, que participaba del festejo, volvió a cepillarse el pelo después de tantos días que, con extremo cuidado y delicadeza, lo había hecho la beduina. La extrañaría, sin dudas; la echaría de menos, a ella y a su silencio tranquilizador, a sus manos pletóricas de habilidad, al perfume de su piel cobriza; le faltarían también los desayunos con Juliette, las cabalgatas al corazón del oasis, las conversaciones acerca de Kamal mientras remojaban los pies en el
uadi.
Pensó en los días vividos en Jeddah, y la inminencia del regreso al trabajo y a la vida normal la devastó. Se había aficionado al mundo de Al-Saud y no deseaba volver a Riad, como si el regreso significara la ruptura del encanto, el despertar de un sueño placentero. Comprendió que ahora pertenecía a ese lugar.

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