Cuando se quedó embarazada, Sofía no supo qué hacer. Temía decírselo a Nando, segura de que la rechazaría, pues un hijo complicaría sus planes de fortuna. Jamás pensó en sus padres, pero al confesarle la verdad a Francesca, juntas concluyeron que no existía otra salida: los señores debían saberlo. «Tu padre te protegerá, Sofi, no te preocupes», la animó Francesca inocentemente y aún pagaba el estúpido consejo con el tormento de la culpa.
La tarde que su amiga entró en el dormitorio de su madre con el gesto de un condenado a muerte, Francesca esperó con la oreja pegada en la puerta. Pronto llegaron los «¡Ramera! ¡Desfachatada! ¡Desvergonzada!» de la señora Celia y los gritos de Sofía. Francesca intervino para evitar que la golpeara y, fuera de sí, le echó en cara a doña Celia mil rencores que se le habían atragantado a lo largo de los años. Estupefacta, la señora Celia reaccionó nuevamente a la voz de su esposo, que, recién llegado, mandó callar a Francesca y le pidió que se retirara. Al salir, fueron los ojos aterrorizados de su amiga lo último que vio.
Sofía permaneció en su dormitorio, del cual sólo la señora Celia tenía llave. Por consejo de Rosalía, que había hablado con Martínez Olazábal, Antonina envió a su hija a pasar una temporada con su tío Fredo. Para Nando fue una sorpresa que el señor Esteban le pusiera un sobre con dinero en la mano y le dijera que no lo necesitaba más. Seguro de que había hecho el trabajo a la perfección, vivió el despido como un cachetazo. Esa misma tarde esperó a Sofía en el portón trasero de la mansión y se asombró cuando Antonina, con la vista llorosa, se aproximó y le dijo que la niña se había ido de viaje por mucho tiempo, que a lo mejor no volvía más. Destrozado, sin trabajo y sin amor, Nando regresó a la pensión de Alto Alberdi, tomó sus misérrimos petates y se marchó a probar suerte en otro sitio.
Nunca volveré a Córdoba —aseguró—, todo me recuerda a ella.
Sofía partió en un viaje del cual nadie sabía el destino ni la duración. Pasaron días antes de que Esteban autorizara a Francesca a regresar del
exilio,
con el claro mensaje que se mantuviera lejos de la señora Celia y que, por el bien de Sofía, no hablara del «asunto» ni hiciera preguntas. Fue un año duro para Francesca, sola y aturdida por los remordimientos. «Debimos escapar, irnos lejos para tener el bebé. Tío Fredo nos habría ayudado», se reprochaba. Perdió peso, interés en el colegio, no leía —síntoma que alarmó a su madre más que los otros— y pasaba horas en el parque de la mansión caminando y discurriendo en monólogos silenciosos. Nunca recibió cartas de Sofía ni se atrevió a averiguar la dirección para escribirle. Un silencio de muerte ahogó el recuerdo de la menor de los Martínez Olazábal, no se la mencionaba en absoluto y, si a alguien se le deslizaba el nombre, la mirada filosa de Celia destruía el conato de evocación.
Sofía reapareció en Córdoba un año más tarde, y, en el primer abrazo, Francesca supo que tenía el alma quebrada. Sin pronunciar palabra, lloraron en la vieja buhardilla que les había servido de escondite en la infancia. Lo hicieron por el amor perdido, por las culpas que las atormentaban, por el hijo que nunca sería, por el egoísmo y la hipocresía.
—Mi bebé nació muerto, Francesca. Nadie lo quería y é1 no quiso vivir.
Francesca habría preferido no enterarse de que, en realidad, el bebé, convertido en un paquete, había salido con vida de la casa cercana a París donde Sofía había transcurrido su embarazo, para ser entregado al hospicio en el cual, según arreglos previos, se lo esperaba desde hacía días, pues, según le confesó Esteban a Rosalía, jamás habría admitido un aborto. «No era cuestión de arreglar un pecado con otro», remató el hombre.
A Francesca la verdad le pesaba más que la culpa por el mal consejo, y durante días meditó si debía revelársela a su amiga, pero la mirada ausente de Sofía, su voz insegura y el temblor permanente de sus manos la ayudaron a comprender que, si lo hacía, le asestaría el golpe de gracia a su debilitada cordura. Calló, aunque ignorando si obraba correctamente.
Francesca regresó por el camino de la parra y entró en la cocina, donde su madre le indicó que se pusiera el uniforme; como no quería servir la mesa, lo hizo refunfuñando.
—¿Por qué no le pidió a Paloma que se quedase a ayudarla? No estoy de humor para las impertinencias de Enriqueta; le advierto que a la primera le pongo el plato de sombrero.
Antonina trató de esconder una sonrisa y mostrarse contrariada; le aseguró que no tendría que presentarse en el comedor ni soportar a la niña Enriqueta, se quedaría preparando los platos en la antesala.
Aldo saludó educadamente a Antonina y, más avanzada la cena, la elogió al asegurarle que no había probado tales manjares ni en los mejores restaurantes de París. La mujer, consciente del fastidio que la cortesía del joven provocaba en la patrona, se limitó a asentir con la cabeza, sin levantar la vista.
—¿Qué le decía el señor Aldo? —se interesó Francesca.
—Que le gusta la comida. Es muy amable.
Se asomó al comedor y, por un instante, su mirada se cruzó con la del patrón joven. Se ocultó tras el marco, entre avergonzada y ansiosa. Ese instante, ese cruce fugaz de miradas sin importancia, inexplicablemente, la había afectado sobremanera.
Más tarde, en la galería, la familia y sus invitadas compartieron el tradicional capuchino con pastas. Ya ni Celia hablaba tanto; el cansancio y la noche serena del campo los habían tornado silenciosos; incluso a algunos, melancólicos. Sofía fue la primera en desear las buenas noches y marchar hacia la zona de la servidumbre, sin reparar en la mirada condenatoria de su madre. Luego Celia, que conminó a Enriqueta y a la señora Carmen a imitarla.
Aldo y Dolores quedaron solos. Ella acercó la silla, tomó la mano de su prometido y le susurró que lo veía muy apuesto. Aldo se esforzó por sonreírle y dedicarle a su vez un cumplido. Ciertamente, Dolores, con sus cabellos de oro y esa palidez satinada en las mejillas, poseía una belleza que dejaba sin aliento a más de uno. Sin embargo, eran los ojos negros que acababa de cruzar durante la cena los que mantenían a Aldo más caviloso y parco que de costumbre. Dolores se dio por vencida con claras muestras de hastío de las que su prometido no acusó recibo, pues prosiguió con la vista perdida en la inmensidad del jardín.
—Vamos a dormir, querida —sugirió Aldo—. Estoy cansado. No te importa, ¿verdad?
—Si es eso lo que quieres...
Aferrada al deseo de avivar en su prometido el mismo amor apasionado de ella, Dolores había esperado un acercamiento en el campo, ilusionada con las noches estrelladas, las cabalgatas a lugares vírgenes y con algunas costumbres agrestes que, secretamente, la excitaban. No obstante, resultaba evidente que a Aldo nada lo conmovía. Se puso de pie y marchó al interior de la casa sin aguardarlo.
Ya en el dormitorio, Aldo no pudo conciliar el sueño. El calor, los mosquitos a pesar de los espirales, y el colchón demasiado blando lo obligaron a dejar la cama. Se hallaba inquieto, su cabeza saltaba de un tema a otro. Encendió un cigarrillo y fumó cerca de la ventana. ¿Cómo había llegado a enredarse tanto con Dolores? Encandilado por su belleza, también lo habían cautivado su educación y maneras delicadas; ahora, disipado el fulgor del primer momento, su cercanía llegaba a provocarle auténtico fastidio.
Un ruido en el parque, un sonido a ramas secas que se quiebran, desentonó con el concierto al que se había acostumbrado. Se asomó por la ventana. En medio de la negrura, la figura de blanco que volaba hacia el mirador lo dejó estupefacto. Regresaron a su cabeza las historias de ánimas y espectros que don Cívico le relataba en su niñez. La fantasmal aparición se detuvo cerca de la balaustrada del mirador para luego perderse entre las matas que rodeaban la piscina. Apagó el cigarrillo, se echó la bata encima y abandonó el dormitorio. Cruzó el parque casi corriendo y subió de dos en dos los escalones que conducían a la piscina. El fantasma se había convertido en una hermosa mujer que tentaba el agua con el pie y cantaba a media voz un aria en italiano. Se acomodó tras los arbustos y la observó el tiempo que duró su baño de luna. Esa criatura, entre sobrenatural y terrena, que se movía con gracia dentro del agua, lo hechizó, le hizo olvidar sus problemas y le quitó el aliento cuando se despojó del traje de baño y se envolvió en la bata blanca. Y al cubrirse con la capucha, volvió a ser el ánima que lo había guiado hasta allí y que ahora se perdía en la oscuridad del camino de la parra.
La noche siguiente —a pesar de las quejas de su madre—, Francesca volvió a la piscina. Aquélla era una aventura que repetía año tras año desde su niñez, que había comenzado como un desafío a la autoridad de la señora Celia y que ahora la atraía por el encanto de las noches y la paz que hallaba. Antes de tomar su baño, dispensó unos minutos para admirar el reflejo de la luna sobre el agua, que la teñía de un gris plateado. Miríadas de luciérnagas se encendían entre los setos, algo a lo que estaba acostumbrada, pero que siempre le resultaba mágico. El croar lejano de las ranas se confundía con el gorjeo de las lechuzas; también los sapos revelaban su presencia y se atrevían a acercase a la piscina y, aunque Francesca les tenía aprensión, no los molestaba; don Cívico le había explicado lo útiles que eran para el control de plagas.
El agua se había templado durante la jornada calurosa, y la encontró agradable. Caminó desde la parte baja hasta sumergirse por completo en la profunda, donde permaneció quieta y con los ojos cerrados; emergió agitada, la cabeza le retumbaba y necesitó segundos para volver a percibir los sonidos nocturnos. Nadó de un extremo al otro, a veces de espaldas para admirar el cielo que se le presentaba como una cúpula gigante y oscura. Cruzó la piscina bajo el agua una vez más y, al emerger cerca de las escalerillas, dos pies la aguardaban. Recorrió la figura que se proyectaba frente ella, y sus ojos se toparon con los del señor Aldo. La respiración fatigosa por el esfuerzo y el corazón palpitante jugaron en su contra y no pudo hablar.
—Hola —saludó Aldo, y Francesca no discernió si lo hacía con sarcasmo o con amabilidad.
—¿Qué hace aquí? —inquirió ella, y la pregunta sonó más impertinente de lo que habría deseado.
—¿No te parece que soy yo quien debería preguntarte eso?
—Permiso —dijo Francesca, y salió de la piscina.
Aldo la siguió con la mirada mientras ella caminaba en busca de la bata. De cerca, le pareció más hermosa aún. Francesca se cubrió, se calzó a medias las zapatillas y se dirigió hacia el parque. Aldo le salió al cruce antes de que alcanzara las escaleras.
—¿Adonde vas? —dijo.
—Mire, señor —empezó Francesca—, quizá esto sirva para que, de una vez y por todas, su madre despida a la mía y yo pueda llevármela lejos de su familia.
—¿De qué estás hablando?
Francesca relajó el ceño y Aldo le sonrió con evidente simpatía.
—¿Pensabas que iba a decírselo a mi madre? Te equivocás... ¿Francesca, verdad? Así te llamás, ¿no es cierto?
—Francesca De Gecco, señor.
—Yo soy Aldo, el hermano de Sofía.
—Lo sé.
—Sí, claro.
—Buenas noches —saludó Francesca, e intentó sortearlo.
—¡Esperá! —prorrumpió él, y la tomó por el brazo—. ¿Por qué te vas?
—Esto ha sido una imprudencia, señor. Prometo que no volverá a repetirse. En realidad, es usted muy amable al no delatarme con la señora Celia. No volveré a usar la piscina, se lo aseguro. Buenas noches. —Intentó zafarse, pero Aldo la retuvo con tozudez.
—Podés usar la piscina todas las noches, es más, me gustaría que siguieras viniendo. Parecés disfrutarla mucho, te estuve observando.
—¿Se burla de mí, señor?
—¡No! ¿Cómo se te ocurre? —Luego, con menos bríos, Aldo añadió—: Me pregunto cómo deben de haberte tratado en mi casa para que tomes una muestra de cortesía como un insulto.
—Soy la hija de la cocinera, señor. He recibido el trato que corresponde. Ahora, le suplico, déjeme ir, mi madre debe de estar preocupada.
—¿Volverás mañana?
—Ya le dije que no.
—Te lo ordeno —bromeó Aldo, y sonrió ante el gesto de Francesca—. Regresá mañana, nadie lo sabrá y podrás usar la piscina el tiempo que desees, te lo aseguro.
Francesca sintió que la presión en su brazo cedía, mientras Aldo le indicaba con un gesto galante el camino hacia el parque. Al llegar al dormitorio, su madre la recibió preocupada y volvió a sermonearla por su temeridad.
—¿Por qué tardaste tanto? —quiso saber, a punto de perder los estribos.
—El agua estaba deliciosa, y nadé un poco más, eso es todo —mintió.
Al día siguiente el anhelo por regresar a la piscina no tenía nada que ver con el agua cálida ni con el encanto de la noche y, pese a que trataba de combatir el deseo, rogaba que el señor Aldo apareciera nuevamente.
Ayudó a su madre a servir la cena en la antesala sin atreverse a espiar el comedor, aunque, atenta a las voces, descubrió que Aldo apenas si lanzaba monosílabos. Luego, en la galería, la familia jugó a la canasta y tardó más de lo usual en retirarse a dormir. La última luz de la casa grande se apagó y Francesca emprendió su carrera hacia la piscina.
Aldo ya se encontraba allí, incluso había tomado un baño y, recostado sobre la laja, con las manos bajo la cabeza, contemplaba el firmamento. Se puso de pie de un brinco al escucharla y salió a recibirla con una sonrisa.
—La idea de los baños de luna me sedujo —comentó, para romper el hielo—. ¿No te importa que haya venido?
—Pero, señor, ¿qué dice? Si la piscina es suya.
—No me llamés señor, me hacés sentir viejo. Llamame Aldo.
—De seguro sólo puedo llamarlo por su nombre de pila si estamos solos —espetó Francesca, con una ironía que lamentó de inmediato.
—Me apena el rencor que sentís por los míos; sé que mi madre puede ser muy dura si se lo propone.
No volvieron a hablar por un buen rato. Cada uno se mantuvo aparte, como si se hallaran en absoluta soledad, aunque la presencia del otro, rotunda como la de la luna llena en el cielo, los puso nerviosos e incómodos. Aldo habló primero, comentó algo sobre la belleza de los árboles, y Francesca asintió con la cabeza. La cortedad de su respuesta la obligó a pensar en un comentario; explicó, entonces, que esos eucaliptos habían sido plantados hacía casi cien años por el primer dueño de Arroyo Seco, un tal Pedro de Ávila. Aldo le confesó que poco sabía de la historia de su propia estancia; entonces, Francesca le refirió lo que don Cívico le había contado.