Scarlett no se proponía tener mal genio y quería realmente ser una buena esposa para Frank, porque le había tomado afecto y le estaba agradecida por su auxilio para salvar a Tara. Pero ponía muy a prueba su paciencia y de diversas maneras.
Scarlett no podía respetar a un hombre que se dejaba dominar por ella, y la tímida y vacilante actitud que Frank desplegaba en cualquier situación desagradable, con ella o con los demás, la irritaba extremadamente. Pero hubiera podido perdonar esto e incluso ser feliz, ahora que algunos de sus problemas monetarios se iban resolviendo, si no hubiese sido por la constantemente renovada exasperación nacida de múltiples incidentes que revelaban que Frank no era un hombre de negocios ni quería que ella lo fuese.
Como se figuraba, Frank rehusó cobrar las cuentas atrasadas hasta que ella le azuzó, y lo hizo luego de manera poco firme y de mala gana. Esta experiencia fue la prueba final que Scarlett necesitaba para convencerse de que la familia Kennedy jamás pasaría de cubrir sus necesidades, a menos que ella personalmente ganase el dinero que estaba resuelta a tener. Sabía ahora que Frank se contentaría con ir tirando el resto de su vida con la sucia tiendecilla. No parecía hacerse cargo de cuan tenue era la cuerda que sujetaba el ancla de la seguridad y de lo importante que era ganar más dinero en aquellos revueltos tiempos en que el dinero era la única protección contra nuevas calamidades.
Frank podía haber sido un buen comerciante en los días fáciles de la anteguerra, pero estaba chapado muy a la antigua, según le parecía a ella, y se emperraba en hacer las cosas a la antigua, cuando los días de antes y los métodos de antes ya se habían acabado. Carecía en absoluto de la agresividad indispensable en estos enconados tiempos. Pues bien, ella poseía tal agresividad y habría de emplearla, tanto si a Frank le gustaba como si no. Necesitaba dinero y ella lo estaba ganando, pero con un trabajo duro. En su opinión, lo menos que Frank podía hacer era no estorbar los planes de su mujer, ya que conseguían buenos resultados.
Dada su inexperiencia, la dirección del nuevo taller no era cosa fácil, y la competencia era más reñida que al principio, y de ahí que muchas noches, al regresar a su casa, se sintiese rendida, preocupada y malhumorada. Y cuando Frank tosía tímidamente y le decía: «Nena, yo no haría eso», o: «Nena, si estuviese en tu lugar...», tenía que hacer un gran esfuerzo para no estallar en furia, y a veces no sabía contenerse. Si él no tenía agallas para hacer más dinero, ¿por qué había de criticarla siempre? ¡Y las cosas por las que se atormentaba eran tan nimias! ¿Qué más daba, en tiempos como los actuales, que ella no fuese muy femenina? Especialmente cuando el poco femenino aserradero producía el dinero que se necesitaba tanto para ella como para la familia y para el mismo Frank.
Frank deseaba reposo y tranquilidad. La guerra, en la que había participado tan concienzudamente, le había estropeado la salud, le había costado su fortuna y había hecho de él un viejo. No deploraba nada de esto y, después de cuatro años de guerra, lo único que pedía a la vida era paz y amabilidad, caras sonrientes en derredor suyo y la aprobación de sus amigos. Pronto averiguó que la paz doméstica tenía su precio y que este precio era dejar que Scarlett hiciese lo que se le antojase, fuere lo que fuere. De ahí que, sintiéndose tan cansado de luchar, comprase la deseada paz aun a ese precio. A veces, pensaba que valía la pena hacerlo al ver la sonrisa de su mujer cuando ella le iba a abrir la puerta principal en el frío crepúsculo y le besaba en la oreja, en la nariz o en cualquier sitio impropio, o al sentir su cabecita anidar lánguidamente bajo su brazo por la noche, entre las abrigadas mantas de la cama. ¡El hogar era tan agradable cuando se dejaba a Scarlett hacer lo que le viniese en gana! Pero la paz que Frank lograba era falsa, solamente externa, porque la había comprado a costa de todo lo que él creía sagrado en la vida conyugal.
«La mujer tiene que prestar más atención a su casa y a su familia y no andar corriendo por ahí como un hombre —pensaba—. Acaso si tuviese un nene...»
Sonreía al pensar en un nene, y se acordaba de ello con frecuencia. Scarlett había dicho abiertamente que no quería más hijos, pero éstos rara vez aguardaban a recibir una invitación especial. Frank sabía que muchas mujeres decían que no querían tener hijos, pero todo esto eran temores y tonterías. Si a Scarlett le naciese otro nene, le querría mucho y sería feliz quedándose en casa a cuidarlo. Se vería entonces obligada a vender el taller de aserrar, y así se terminarían sus problemas. Una mujer necesita hijos para ser completamente feliz, y Frank comprendía que Scarlett no lo era. Por ignorante que él fuese en todo lo que respectaba a las mujeres, no estaba tan ciego que no viese que ella, en ocasiones, era desgraciada.
A veces, él despertaba por la noche y percibía el suave ruido de un llanto ahogado en la almohada. La primera vez que se despertó al sentir que la cama se movía a compás de las sacudidas de los sollozos, Frank se alarmó y preguntó: «¿Qué te pasa, cariño mío?»; pero ella no le dio más respuesta que un grito vehemente: «¡Oh, déjame, por favor!»
Sí, un hijo la haría feliz y apartaría su mente de cosas en las que no tenía por qué interesarse. Más de una vez, Frank suspiraba y le parecía haber logrado capturar un ave tropical resplandeciente con su plumaje de gemas y llamas, cuando él se hubiera contentado simplemente con un vulgar reyezuelo desprovisto de tan brillantes colores. Sí, un pajarillo le hubiera valido más, mucho más.
Una húmeda y tormentosa noche de abril, Tony Fontaine, que había llegado de Jonesboro en un caballo blanco cubierto de espuma y medio muerto de fatiga, se presentó a llamar a la puerta, despertando sobresaltadamente a Frank y a su mujer. Entonces, por segunda vez en cuatro meses, Scarlett hubo de medir todas las consecuencias de la Reconstrucción y comprender exactamente aquello a que Will había hecho alusión al decir: «Nuestras fatigas no han hecho más que empezar», reconociendo la exactitud de las sombrías palabras pronunciadas por Ashley, en la puerta de Tara barrida por el viento: «Lo que nos espera es peor que la guerra, peor que la prisión, peor que la muerte».
Su primer contacto con la Reconstrucción databa del día en que ella se había dado cuenta de que Jonnas Wilkerson podía echarla de Tara con ayuda de los yanquis. Pero esta vez la llegada de Tony vino a abrirle los ojos de un modo más tremendo aún. Estaba oscuro y llovía fuerte. Llamó Tony y minutos más tarde, se hundía para siempre en la noche. Sin embargo, en el curso de aquel breve intervalo, tuvo tiempo de alzar el telón sobre una nueva escena de horror, sobre una de las terribles escenas que Scarlett creía disipadas para siempre.
Aquella noche tormentosa en que el aldabón golpeaba violentamente la puerta, Scarlett, echándose por encima su peinador, se inclinó sobre el vano de la escalera, entreviendo el rostro descompuesto de Tony antes de que éste hubiese apagado la luz que Frank tenía en la mano. Bajó a tientas los escalones para ir apretarle la mano y le oyó murmurar en voz baja: «Me persiguen... Me he escapado de Jonesboro... Mi caballo no puede más y me muero de hambre... Ashley me ha dicho... No encienda la luz... No despierte a los negros. .. No quiero atraer peligros sobre ustedes...»
Una vez bien cerradas las maderas de la cocina y echadas todas las cortinas, consintió al fin en que se encendiese un poco de luz y se puso a hablar a Frank con frases nerviosas, entrecortadas, en tanto Scarlett se afanaba en prepararle una improvisada comida.
No tenía abrigo y estaba calado hasta los huesos. Tampoco traía sombrero y sus cabellos negros se le pegaban a la frente estrecha. Sin embargo, en sus vivos ojos, los ojos de los mozos Fontaine, brillaba una llamita alegre que, esta noche, le daba a uno frío. Scarlett le miró tragar a grandes sorbos el whisky que le había traído y dio gracias al Cielo por el hecho de que tía Pittypat roncara pacíficamente en su cuarto: se habría desvanecido ante una aparición semejante. —Un cerdo..., un
scallawag
menos —dijo, tendiendo su vaso, para que se lo llenasen de nuevo—. He hecho una escapada de todos los diablos; pero es el caso que peligra mi cabeza si no me largo de nuevo inmediatamente. Y merece la pena, ¡qué caramba! Voy a ver si puedo pasar la frontera de Texas y hacer que no vuelvan a acordarse de mí. Ashley estaba conmigo en Jonesboro y ha sido él quien me ha aconsejado que venga a casa de ustedes. Mire a ver, Frank, si le es posible procurarme un caballo de refresco y algo de dinero. El caballo que traigo no puede más... He hecho todo el camino a marchas forzadas y..., como un imbécil, me salí de casa sin capa, sin sombrero y sin un centavo. Y no es que nos sobrase el oro, allá abajo...
Se echó a reír, lanzándose vorazmente sobre una mazorca de maíz frío y un plato de nabos recubiertos por una capa de grasa helada.
—Puede usted llevarse mi caballo —dijo Frank con calma—. Tengo en el bolsillo diez dólares, pero si quiere esperar a mañana por la mañana...
—¡Que si quiero esperar!... —exclamó Tony, enfáticamente, pero sin abandonar su buen humor—. Deben de venir pisándome los talones; no crea que les saco tanta ventaja. De no haber sido por Ashley, que me ha cogido del cuello haciéndome salir a toda prisa, me hubiera quedado quieto como un imbécil y a estas horas estaría balanceándome de una cuerda. Es un buen muchacho ese Ashley.
De modo que Ashley se encontraba implicado en aquel peligroso enigma. Scarlett sintió que la sangre se le helaba en el corazón. Sin darse cuenta, se llevó la mano a la garganta. ¿Se habrían apoderado de Ashley los yanquis? Pero ¿por qué Frank no pedía explicaciones? ¿Por qué tomaba todo esto con tanta flema?
—¿Qué?... ¿Qué... —consiguió tartamudear.
—El antiguo administrador de su padre..., ese condenado Jonnas Wílkerson.
—¿Qué pasa? ¿Es que ha muerto?
—Caramba, Scarlett O'Hara —exclamó Tony, malhumorado—. ¿Es que iba a contentarme con hacerle un pequeño arañazo con mi cuchillo, habiéndoseme metido en la cabeza arreglar mis cuentas con él? No, por Dios. Eso está liquidado.
—Tiene usted razón —dijo Frank con desgana—. Nunca me ha sido simpático ese individuo.
Scarlett miró a su marido. No se trataba ya de aquel Frank timorato que ella conocía, el ser nervioso que pasaba las horas mordisqueándose los bigotes y se dejaba conducir tan fácilmente por malos caminos.
Había en Frank algo firme y resuelto, y no se mostraba dispuesto a perder el tiempo con palabras inútiles. Era un hombre. Y Tony era un hombre también, y en esta circunstancia en que mediaba la violencia, una mujer no tenía ni voz ni voto.
—Pero ¿es que... Ashley...?
—No. Él quería matarlo, pero yo le he dicho que éste era asunto mío, porque Sally es mi cuñada. Y terminó por comprender que tenía razón. Me ha acompañado a Jonesboro para estar allí si Wilkerson me hubiera cogido primero. Pero no me parece que el buen Ashley esté inquieto. Espero que no. ¿Es que no tienen compota para ponerle a esta mazorca? ¿No podrían darme algo más para llevarme?
—¡Me va a dar un ataque si no me lo cuenta usted todo!
—Espere, para el ataque, a que yo me haya ido, si es que tiene empeño en ello. Todo se lo contaré en tanto que Frank ensilla el caballo. Ese... Wilkerson ha fastidiado ya bastante. No tengo que decirle las tonterías que ha hecho. Lo cual no es sino una muestra de su inclinación por la crápula. Pero lo peor de todo era el modo que tenía de excitar a los negros. Si alguien me hubiera dicho que un día yo iba a odiar a los negros, no lo hubiera creído. ¡El diablo cargue con sus negras almas! Toman por evangelio todo lo que les dicen esos canallas y olvidan lo que por ellos hemos hecho aquí abajo. Hoy los yanquis hablan de concederles el derecho de voto y, en cambio, a nosotros nos lo niegan. Mire, en el Condado apenas hay un puñado de demócratas que no se vean tachados de las listas electorales, ahora que los yanquis han puesto de lado a todos los que combatieron en las filas del Ejército confederado. Si dejan votar a los negros, estamos listos. ¡Pero, en fin, Dios mío, nuestro Estado es nuestro y no de los yanquis! Esto no se puede tolerar. Y no lo toleraremos. Nos pondremos enfrente, aunque ello signifique empezar de nuevo la guerra. Pronto tendremos jueces negros, legisladores negros..., gorilas negros salidos de la jungla...
—De prisa..., por favor. ¿Qué ha hecho?
—Déme un poco más de eso antes de envolverlo. Pues bien, empezó a esparcirse el rumor de que Wilkerson iba un poco demasiado lejos con sus principios de igualdad. ¿Qué quiere usted? Conferenciaba horas y horas con esos cretinos... En resumidas cuentas, tuvo el descoco de... —Tony se detuvo a tiempo—. Sí, el descoco de pretender que los negros tenían derecho a... a... unirse con mujeres blancas.
—Por Dios, Tony, no...
—Pues sí ¡caramba! No me extraña que ponga usted esa cara aterrorizada. Pero es necesario, con todo, que esté al corriente. Los yanquis les han contado esto a los negros de Atlanta.
—No sabía tal cosa.
—Entonces, es que Frank no ha querido hablar de ello. En todo caso, a consecuencia de esto, quedamos todos convenidos en hacer una visita... nocturna al señor Wilkerson y despacharlo de una vez; pero antes de haber podido ejecutar nuestro proyecto... ¿Se acuerda usted de aquel mocetón negro, Eustis, el que fue nuestro capataz?
—Sí.
—Pues bien, hoy mismo ha entrado en la cocina mientras Sally preparaba la cena y... no sé lo que le ha dicho. Tengo, por otra parte, la impresión de que no he de saberlo nunca; pero de todos modos algo le ha dicho y yo mismo he oído a Sally lanzar un grito. Entonces me he precipitado a la cocina y he encontrado a Eustis, borracho como un cerdo... Perdón, Scarlett...
—Continúe.
—Entonces he acabado con él de un pistoletazo y, cuando ha llegado corriendo la madre para atender a Sally, he saltado a la silla y he partido para Jonesboro a la busca de Wilkerson. Él era el culpable. De no ser él, jamás al pobre bruto se le hubiera ocurrido... Junto a Tara, me encontré a Ashley, el cual me acompañó, naturalmente. Me dijo que, después de lo que Wilkerson había tratado de hacer en Tara, quería arreglarle él mismo las cuentas. Por mi parte le repliqué que ello era a mí a quien me incumbía, porque Sally era la mujer de mi hermano muerto en la guerra. Todo el camino hemos ido discutiendo. Al llegar a la ciudad, he aquí que me doy cuenta de que no había cogido mi pistola. Me la había dejado en la cuadra. Estaba tan lleno de ira, que se me había olvidado.