Junto a las casas bombardeadas y reparadas de cualquier modo con ayuda de viejas tablas y de ladrillos ennegrecidos por el humo, se elevaban las suntuosas residencias de los
carpetbaggers
y de los especuladores de la guerra, que no habían ahorrado cornisas en los techados, torrecillas y amplios campos de césped en el jardín. Noche tras noche veíanse llamear las vidrieras de estas casas brillantemente iluminadas con gas y bailar al son de músicas que se esparcían por el aire. Las mujeres, acicaladas con magníficos vestidos de seda, paseaban ante las ventanas en compañía de hombres de etiqueta. Los tapones del champaña saltaban; sobre los manteles de encaje se servían cenas de siete platos; los convidados se hartaban de jamón, pato en su salsa, bocadillos de «foie gras» y frutas exóticas.
En el interior de las viejas casas reinaban la miseria y las privaciones. La existencia era tanto más amarga y más dolorosa por el hecho de que cada uno luchaba heroicamente para conservar su dignidad y afectar una orgullosa indiferencia por las cuestiones de orden material. El doctor Meade sabía demasiado de estas familias que, echadas de sus casas, se habían tenido que refugiar en pensiones y más tarde habían ido a parar a una buhardilla. Abundaban los clientes que sufrían «debilidad cardíaca» o «languidez». Ni él ni sus pacientes ignoraban que las privaciones eran la única causa de todos sus males. Hubiera podido citar el caso de familias enteras atacadas de consunción. La pelagra que antes de la guerra sólo se encontraba entre los blancos más pobres, hacía ahora su aparición en las mejores familias de Atlanta. Y luego había los bebés raquíticos y las madres que no podían darles el pecho. En otro tiempo el viejo doctor tenía costumbre de dar gracias a Dios devotamente cada vez que asistía a un parto. Ahora, ya no consideraba la vida como un beneficio tan grande. Se hacía mal en traer niños al mundo. ¡Morían tantos en los primeros meses de su existencia!
En las grandes casas de postín derrochábase el vino y la luz; allí el baile y las orquestas, los encajes y los brocados; del otro lado de la calle, el frío, la lenta inanición. La arrogancia y la dureza para los vencedores; los punzantes sufrimientos y el odio para los vencidos.
Scarlett asistía a todo esto, lo vivía, siempre pensando con terror en el día siguiente. Sabía que ella y su marido figuraban en las listas negras de los yanquis a causa de Tony y que corrían el peligro de que el desastre se abatiera sobre sus cabezas de un momento a otro. Y, sin embargo, ahora menos que nunca podía dejar que la despojasen del fruto de sus esfuerzos. Esperaba un hijo, la serrería comenzaba precisamente a dar rendimiento, aún tenía que preocuparse del mantenimiento de Tara hasta el otoño, hasta la próxima cosecha del algodón. ¿Y si lo perdía todo? ¿Si tenía que volver a empezar con las pobres armas de que disponía para defenderse contra un mundo que se había vuelto loco? ¿Si había que entablar nuevo combate contra los yanquis y contra todo lo que representaban, poniendo en juego sus ojos verdes, sus labios rojos, toda la energía de su cerebro? Devorada por la angustia, creía preferible matarse antes que pasar otra vez por lo que había pasado.
En medio de las ruinas y del caos reinante en aquella primavera de 1866, Scarlett consagró toda su energía a aumentar el rendimiento de la serrería. Había dinero en Atlanta. La ola de reconstrucción le proporcionaba la ocasión con que tanto había soñado y sabía que podría ganar dinero, si no la metían en la cárcel. Para conservar su libertad no tenía más remedio que poner punto en boca, doblar el espinazo bajo los insultos, soportar las injusticias y evitar disgustar a cualquiera, blanco o negro, que pudiera perjudicarla. Por mucho que detestara a los libertos, por más que sintiera un escalofrío de cólera cada vez que, al cruzarse con alguno de esos negros insolentes, le oía bromear o reír, nunca le dirigiría una mirada despreciativa. Por más que odiara a los
carpetbaggers
y a los
scallawags,
que tan rápidamente hacían fortuna, mientras le costaba tanto a ella, jamás dejaría escapar la menor observación descortés sobre ellos. Nadie en Atlanta sentía más repulsión que ella por los yanquis, ya que la sola vista de un uniforme azul la enloquecía de rabia, pero hasta en la intimidad se guardaba bien de hablar nada sobre ellos.
«Yo no seré tan tonta como los otros —se decía con aire sombrío—. Que los demás pierdan el tiempo lamentándose sobre el buen tiempo pasado y sobre los hombres que ya no han de volver. Que los demás despotriquen a sus anchas contra el dominio de los yanquis, que lloren porque se les aleja de las urnas, que vayan a la cárcel por haber hablado a tontas y a locas, que se ks ahorque por formar parte del Ku Klux Klan (este nombre inspiraba casi tanto terror a Scarlett como a los negros), que las demás mujeres estén orgullosas de ver a sus maridos inscritos en sus filas (gracias a Dios, Frank no se ha mezclado nunca en estas historias); sí, que los demás se acaloren, fulminen y tramen conspiraciones a su gusto... No por ello se puede cambiar el estado de cosas y, además, ¿para qué sirve todo este apego al pasado, cuando el presente es tan angustiador y el porvenir tan incierto? ¿A qué vienen esos cuentos del voto, cuando lo primero es conseguir el pan, y tener un techo, y no ir a la cárcel? ¡Oh, Dios mío, que no me ocurra ninguna complicación de aquí a junio!»
¡Sólo hasta junio! Scarlett sabía que entonces tendría que encerrarse en casa de tía Pittypat hasta el nacimiento de su hijo. Se le reprochaba ya que se presentara en público en el estado en que se encontraba. Ninguna mujer distinguida salía cuando estaba embarazada. Frank y Pittypat le suplicaban que les ahorrara esta nueva vergüenza y ella les había prometido que dejaría de trabajar en junio.
¡Sólo hasta junio! En junio, la serrería iría ya lo bastante bien para no requerir su presencia. En junio, ya tendría el dinero suficiente para contemplar los acontecimientos con más confianza. Pero ¡tenía todavía tantas cosas que hacer y disponía de tan poco tiempo! Hubiera querido que los días fueran más largos y se pasaba contando febrilmente los minutos. Hacía falta a toda costa ganar dinero, aún más dinero.
A fuerza de acosar a Frank había acabado por hacerle salir un poco de su timidez. Había obtenido el pago de algunas facturas y el almacén producía algo más. Sin embargo, Scarlett contaba con la serrería fundamentalmente. En aquel tiempo Atlanta era como un árbol gigante al que se hubiera cortado el tronco a ras del suelo, pero que hubiera vuelto a crecer con más vigor. Los contratistas de obras no daban abasto a su clientela. Los precios de la madera, del ladrillo y de la piedra de sillería subían y la serrería funcionaba de la mañana a la tarde sin descanso.
Scarlett pasaba en la serrería parte de la jornada. Lo vigilaba todo y, persuadida de que la robaban, se esforzaba en poner coto a este estado de cosas. Pero de todos modos pasaba la mayor parte del tiempo en la ciudad visitando a los contratistas y a los carpinteros. A cada uno le dirigía una palabra amable y no se despedía de ellos hasta haber obtenido un encargo o la promesa de comprarle a ella la madera.
No tardó en hacerse una figura célebre en las calles de Atlanta. Arropada en su capa, con sus delicadas manos enguantadas cruzadas sobre las rodillas, pasaba en su carruaje, al lado del viejo Peter, muy digno y muy poco a gusto con su papel. Tía Pittypat había confeccionado a su sobrina una linda manteleta verde, para disimular su embarazo, y un sombrero del mismo color, para recordar el de sus ojos. Este atuendo le sentaba a las mil maravillas y se lo ponía siempre que iba a ver a sus clientes. Con una ligera capa de rojo en las mejillas y un sutil perfume de agua de colonia a su alrededor, ofrecía ella una imagen deliciosa mientras no se veía obligada a descender del coche pie a tierra. La mayor parte de las veces le bastaba con una sonrisa o un pequeño gesto amistoso para que los hombres se acercaran a su coche y a veces se veía incluso a algunos que permanecían bajo la lluvia discutiendo con ella de negocios.
No era ella la única que había entrevisto la posibilidad de ganar dinero con los materiales de construcción, pero no temía a sus contrincantes. Se daba cuenta, con legítimo orgullo, que valía más que cualquiera de ellos. Era digna hija de Gerald y las circunstancias no hacían más que agudizar el sentido comercial que había heredado de su padre.
Al principio, los otros comerciantes en madera se habían reído de buena gana pensando que una mujer pudiera meterse en negocios, pero ahora ya no les hacía tanta gracia. Cada vez que veían a Scarlett renegaban entre dientes. El hecho de que fuera una mujer era frecuentemente un tanto a su favor, y, además, ella sabía aparentar que se encontraba desamparada, ponía tal aire implorante, que todos le tenían algo de lástima. Acertaba sin la menor dificultad a engañar a las personas sobre su verdadero carácter. Se la tomaba sin esfuerzo por una mujer valerosa, pero tímida, obligada por las circunstancias a ejercer un desagradable oficio, por una pobre mujer indefensa, que se moriría probablemente de hambre si sus clientes no le comprasen la madera. Sin embargo, cuando el género mujer de mundo no daba los resultados previstos, se convertía rápidamente en mujer de negocios y no dudaba en vender hasta perdiendo, con tal de procurarse un nuevo cliente. Tampoco le repugnaba vender una partida de madera de mala calidad al mismo precio que otra de calidad superior, cuando estaba segura de que no se le descubriría la trampa, y no tenía el menor escrúpulo en poner por los suelos a sus competidores. Fingiendo una gran repugnancia en revelar la triste verdad, suspiraba y declaraba a sus futuros clientes que la madera de los otros comerciantes no solamente era mucho más cara, sino que estaba húmeda, llena de nudos, de una calidad deplorable en fin.
La primera vez que Scarlett dijo una mentira de tal especie se sintió a un tiempo desconcertada y culpable. Desconcertada por la espontaneidad y naturalidad con que había mentido, culpable al pensar de repente: «¿Qué hubiera dicho mamá de esto?»
Lo que hubiera dicho Ellen de su hija que recurría a sistemas poco leales no era difícil averiguarlo. Acongojada e incrédula, le habría dicho unas cuantas cosas que le hubieran llegado a lo hondo, bajo una apariencia afectuosa; le habría hablado del honor, de la honradez, de la lealtad y de los deberes para con el prójimo. De momento, Scarlett tembló evocando el rostro de su madre; después la imagen se difumino, se borró bajo el efecto de esa brutalidad sin escrúpulos y de esa avidez que se habían desarrollado en ella como una segunda naturaleza en la trágica época de Tara. Así, Scarlett franqueó la nueva etapa como había franqueado las otras, suspirando de un modo que no hubiera aprobado Ellen, encogiéndose de hombros y repitiéndose su infalible fórmula: " ¡Ya pensaré más tarde en esto!"
Ya nunca volvió a asociar el recuerdo de Ellen a sus operaciones comerciales; nunca volvió a sentir remordimientos al emplear medios desleales para quitar clientes a los otros comerciantes en maderas. Por lo demás, sabía que no tenía nada que temer de estas mentiras. El caballeroso carácter de los sudistas le servía de garantía. En el Sur, una mujer de mundo podía decir lo que le venía en gana de un hombre, mientras que un hombre que se respetase no podía decir nada de una mujer y mucho menos llamarla mentirosa. No les quedaba, pues, a los otros comerciantes más que echar pestes interiormente contra Scarlett y declarar en voz bien alta, en su casa, que pagarían cualquier cosa porque la señora Kennedy fuera un hombre nada más que cinco minutos.
Un blanco de origen humilde que poseía una serrería junto a la carretera de Decatur trató de combatir a Scarlett con sus propias armas y declaró abiertamente que la joven era una mentirosa y una sinvergüenza. Pero le salió mal la jugada. Todo el mundo quedó horrorizado viendo que un blanco se atrevía a decir tales monstruosidades de una señora de buena familia, aunque se comportara de modo tan poco femenino. Scarlett no respondió a aquellas acusaciones, permaneció muy digna y, porquito a poco, desplegó todos sus esfuerzos para quitarle a aquel hombre la clientela. Ofreció mejores precios que los suyos y, doliéndole en su fuero interno, entregó madera de tan buena calidad para probar su probidad comercial, que no tardó en arruinar al desgraciado. Entonces, con gran escándalo de Frank, le impuso una serie de condiciones y le compró la serrería.
Una vez en posesión de esta segunda serrería tuvo que resolver el delicado problema de encontrar un hombre de confianza que la dirigiera. No quería oír hablar de otro señor Johnson. Sabía bien que, a despecho de toda vigilancia, seguía vendiéndole su madera a escondidas; pero pensó que, no obstante, no le sería muy dificultoso encontrar a la persona que deseaba. ¿No era todo el mundo pobre como Job? ¿No estaban llenas las calles de parados, algunos de los cuales habían nadado antaño en la abundancia? No pasaba día sin que Frank diera limosna a algún ex soldado muerto de hambre o que Pitty y Cookie no dieran de comer a algún mendigo andrajoso.
Sin embargo, Scarlett, por alguna razón que no acertaba a comprender, no pensaba dirigirse a esta clase de gente: «No quiero hombres que lleven un año parados y aún no han encontrado nada —se decía—. Si no han sabido arreglárselas solos, es mal síntoma.
Y, además, ¡tienen un aire tan famélico! No me gusta esta gente. Lo que me hace falta es alguien inteligente y enérgico como Rene, o Tommy Wellbum, o Kefis Whiting, o hasta uno de esos muchachos Simmons... En una palabra, cualquiera de este temple. No tienen ese ai ce de no importarles ya nada que tenían los soldados al día siguiente de la rendición. Ellos, al menos, tienen aspecto de tener algo en el estómago».
Pero una sorpresa aguardaba a Scarlett. Los Simmons, que acababan de montar una fábrica de ladrillos, y Kells Whiting, que se dedicaba a vender una loción capilar preparada por su madre, sonrieron cortésmente, le dieron las gracias y no aceptaron su ofrecimiento. Lo mismo le ocurrió con una docena de hombres. Ya desesperada, aumentó el salario que pensaba ofrecer, pero tampoco tuvo éxito. Uno de los sobrinos de la señora Merriwether le indicó con cierta impertinencia que si había de guiar una carreta prefería guiar la suya y depender de sí mismo mejor que de Scarlett.
Una tarde, Scarlett mandó parar el coche junto a la carretilla de Rene Picard y se dirigió a este último, que conducía a casa a su amigo Tommy Wellbum:
—¡Eh, oiga, Rene! ¿Por qué no viene a trabajar conmigo? Reconozca que es más digno dirigir una serrería que dedicarse a vender pasteles por las calles. Yo en su lugar me moriría de vergüenza.