Todo el tramo de ferrocarril de Atlanta a Tennessee se hallaba en manos de Sherman. Su ejército interceptaba el ferrocarril del este y había cortado el quef por el sudoeste, corría hacia Alabama. La única línea libre aún era la del sur, que conducía a Macón y a Savannah.
La ciudad estaba llena de soldados, pululante de heridos, obstruida por los refugiados, y aquella única vía era insuficiente para las urgentes necesidades de la población. No obstante, mientras se conservase una línea férrea, Atlanta podría resistir.
Scarlett quedo aterrada cuando advirtió la importancia adquirida por aquella línea, la dureza con que Sherman atacaría para cortarla y lo desesperadamente que Hood batallaría para defenderla. Y se aterró porque aquel ferrocarril conducía al condado, pasando por Jonesboro. ¡Y Jonesboro estaba sólo a ocho kilómetros de Tara! Y Tara, ahora, le parecía un apacible puerto de refugio en comparación con el ardiente infierno de Atlanta; pero Tara estaba sólo a ocho kilómetros de Jonesboro.
Scarlett y otras muchas señoras se instalaron en las azoteas, a la sombra de sus quitasoles, para presenciar la lucha, el día de la batalla de Atlanta. Pero, cuando empezaron a caer granadas en las calles por primera vez, todas se precipitaron a los sótanos. Aquella noche empezó el éxodo de mujeres, viejos y niños que huían de la ciudad y se dirigían a Macón. Muchos de los que huían lo hacían ya por quinta o sexta vez desde que Johnston inició su retirada desde Dalton. Viajaban, por supuesto, con menos equipaje que cuando llegaran a Atlanta. La mayoría no llevaba más que un saquito de viaje y una frugal merienda en un paquete. Aquí y allá, asustados sirvientes transportaban cubiertos y vasijas de plata y uno o dos retratos de familia que se habían quedado en las primeras fugas.
Las señoras Elsing y Merriwether rehusaron partir. Eran necesarias en el hospital y además, según afirmaban orgullosamente, no tenían miedo y ningún yanqui podría hacerlas salir de sus casas. No obstante, Maybelle y su hijo, así como Fanny Elsing, se fueron a Macón. La señora Meade, desobedeciendo a su marido por primera vez en su vida, se negó abiertamente a cumplir su orden de que tomase el tren y se pusiera a salvo. El doctor la necesitaba, según ella... Además, Phil estaba en las trincheras, y ella quería hallarse cerca de él, en el caso... En cambio, se fueron la señora Whiting y muchas otras mujeres del círculo de Scarlett. Tía Pitty, la primera en acusar a Johnston por su sistema de retiradas, fue la primera en hacer el equipaje para retirarse a su vez. Afirmaba que tenía los nervios delicados y que no podía soportar fragores. Temía desmayarse al oír una explosión y no poder luego alcanzar el sótano. No era que tuviese miedo, decía tratando de dar inútilmente a su boca infantil una expresión marcial. Iría a Macón, con su prima, la anciana señora Burr. Y las muchachas debían acompañarla.
Scarlett no tenía ganas de ir a Macón. Por mucho que le espantasen las granadas, prefería quedarse en Atlanta antes que ir a Macón con la anciana Burr, a quien detestaba. Años antes, la Burr había dicho de Scarlett que era una desvergonzada al sorprenderla besándose con su hijo Willie en una reunión en casa de Wilkes. De modo que la joven contestó a tía Pitty que ella se iría a Tara y que Melanie podía acompañar a la tía.
Entonces Melanie comenzó a llorar desgarradoramente. Mientras Pittypat, asustada, corría a llamar al doctor Meade, Melanie cogió las manos de Scarlett, rogándole:
—¡No, querida; no puedes irte a Tara y dejarme! ¡Estaría tan sola sin ti! ¡Me moriría si no estuvieses conmigo cuando nazca el niño! Ya... ya sé que tengo a tía Pitty y que es muy buena... Pero nunca ha visto nacer a un niño y además a veces me hace poner tan nerviosa que me falta poco para llorar... No me abandones, querida. Has sido siempre una hermana para mí, y además —y sonrió débilmente— has prometido a Ashley atenderme. Me dijo que iba a pedírtelo...
Scarlett miraba a Melanie con asombro. ¿Cómo podía aquella mujer quererla tanto cuando a ella le costaba tanto trabajo disimular la aversión que le producía? ¿Cómo podía Melanie ser tan estúpida que no adivinase el secreto de su amor por Ashley? Scarlett se había traicionado más de cien veces en aquellos meses de tormento en que esperaban noticias de él. Pero Melanie no veía nada, ni podía ver nada sino bondad en aquellos a quienes quería... Sí; Scarlett había prometido a Ashley atender a Melanie. ¡Oh, Ashley, Ashley! ¡Ashley, que debía de haber muerto hacía muchos meses! Y, ahora, lo que le había prometido surgía y la ligaba.
—Está bien —dijo secamente—. Le he prometido eso, en efecto, y yo no me vuelvo atrás de lo que prometo. Pero no quiero ir a Macón con esa vieja bruja de la Burr. ¡Tendría que sacarle los ojos a los cinco minutos! Iré a Tara y tú puedes venir conmigo. Mamá se alegrará de que me acompañes.
—Sí; eso me agrada. ¡Tu madre es tan buena! Pero la tía se moriría si no estuviese a mi lado al nacer el niño y sé que no quiere ir a Tara, que está demasiado cerca del campo de batalla. Y la tía quiere hallarse en terreno seguro.
El doctor Meade, que llegó jadeante, esperando encontrarse en presencia de un parto prematuro, a juzgar por la alarmante llamada de tía Pitty, se indignó y no se molestó en ocultarlo. Y, al enterarse de la causa del sobresalto, se expresó en términos que sentenciaban el asunto sin dejar lugar a dudas.
—Está absolutamente fuera de lo posible el que vaya usted a Macón, Melanie. No respondo de usted si se mueve. Los trenes van cargados y no tienen horario fijo, y los pasajeros corren el riesgo de que les hagan apearse en pleno camino si hacen falta los convoyes para trasladar tropas, heridos o pertrechos. Y en las condiciones de usted... —¡Pero sí podría ir a Tara, con Scarlett!
—Ya le he dicho que no puede moverse. El tren de Tara es el tren de Macón, y las condiciones, las mismas. Además, nadie sabe dónde están los yanquis ahora, y pueden estar en todas partes. El tren puede ser capturado. Y, aun suponiendo que llegase bien a Jonesboro, quedan ocho kilómetros de mal camino a Tara. No es viaje para una mujer en circunstancias tan delicadas. Finalmente, en todo el condado no hay un médico desde que el doctor Fontaine se unió al ejército... —Pero hay comadronas.
—Hablo de un doctor —repuso él bruscamente, mientras sus ojos examinaban la débil figurita—. No debe usted moverse. Sería peligroso. No le gustaría dar a luz en el tren o en un coche, ¿verdad?
Aquella franqueza profesional redujo a las mujeres a un ruborizado silencio.
—Debe usted quedarse aquí, para que yo pueda atenderla. Y además debe meterse en cama. No ande corriendo escaleras arriba y abajo para ir a los sótanos. No lo haga aunque entren los proyectiles por la ventana. Al fin y al cabo, el peligro no es mucho. Haremos retroceder muy pronto a los yanquis. ¡Los derrotaremos! Ahora, señorita Pitty, hará usted bien en marchar a Macón y dejar aquí a las jóvenes.
—¿Sin una mujer de edad que las acompañe? —exclamó Pitty, espantada.
—Son casadas... y una, viuda —respondió rudamente el doctor—. Y mi mujer está dos casas más allá. Además, no van a recibir hombres, ahora que Melanie está en ese estado. ¡Dios mío, señorita Pitty! Estamos en tiempo de guerra y no podemos pensar tanto en las apariencias. Lo importante es pensar en Melanie.
Salió del cuarto y esperó en la terraza que Scarlett se le reuniese.
—Le hablaré francamente, Scarlett —empezó, acariciándose la barba gris—. Usted me parece una muchacha de sentido común, así que evíteme rubores tontos. No quisiera volver a oír hablar de que IVÍelanie pretende irse de Atlanta. Dudo de que pudiera resistir el viaje. Aun en el caso mejor, va a pasar un mal rato. Es muy estrecha de caderas y probablemente se necesitará emplear fórceps. No quiero, por lo tanto, que caiga en manos de cualquier ignorante comadrona negra. Mujeres como ella no debieran tener hijos nunca; pero... De todos modos, haga el equipaje de su tía y envíela a Macón. Está tan asustada, que no hará más que sobresaltar a Melanie, y esto no puede convenir a la pobre muchacha. Y ahora —agregó, dirigiéndole una mirada penetrante— tampoco quiero oír hablar de que se va usted a su casa. Tiene usted que estar con Melanie hasta que nazca el niño. No siente usted miedo, ¿verdad?
—¡Oh, no! —mintió Scarlett, valerosamente.
—Es usted una chica valiente. Mi mujer las acompañará siempre que lo necesiten y además les enviará nuestra vieja Betsy para que les cocine, si su tía quiere llevarse consigo a los sirvientes. Esto no durará mucho. El niño debe nacer dentro de cinco semanas; pero con los primeros partos nunca se puede decir nada seguro, y más con todo este cañoneo alrededor. Puede llegar cualquier día.
En consecuencia, tía Pittypat partió para Macón hecha un mar de lágrimas, llevándose a tío Peter y a Cookie. Donó al hospital, antes de irse, el coche y el caballo, en un arranque de patriotismo del que se arrepintió inmediatamente y que le costó más lágrimas aún. Scarlett y Melanie quedaron solas con Wade y Prissy en una casa ahora mucho más tranquila, pese a que el cañoneo continuaba.
En aquellos primeros días del sitio, cuando los yanquis intentaban forzar, aquí y allá, las defensas de la ciudad, Scarlett experimentaba un terror tan grande de las granadas que estallaban por doquier que no sabía hacer otra cosa sino cubrirse los oídos con las manos, esperando de un momento a otro verse precipitada en la eternidad. Cuando oía el silbido que anunciaba la aproximación de los proyectiles, corría hacia el cuarto de Melanie y se refugiaba en el lecho, a su lado. Ambas exclamaban, aterradas: «¡Oh, oh!», y hundían el rostro en las almohadas. Prissy y Wade huían al sótano, oscuro y lleno de telarañas, y mientras la negra gritaba a pleno pulmón, el niño sollozaba e hipaba.
Mientras la muerte aullaba sobre sus cabezas, Scarlett, sofocándose entre las almohadas de pluma, maldecía silenciosamente a Melanie, que le impedía refugiarse en las zonas del sótano más seguras. Pero el doctor había prohibido a Melanie que anduviese y Scarlett debía hallarse a su lado. Al terror de volar hecha pedazos en cualquier instante, se añadía el no menor, de que el niño de Melanie naciese en una de esas ocasiones. ¿Qué debía hacer entonces? Sabía que antes dejaría morir a Melanie que salir a la calle en busca del doctor mientras las granadas caían como la lluvia de abril. Y le constaba que también Prissy preferiría que la matase a golpes que salir en un caso de aquéllos. ¿Qué hacer, pues, si el niño llegaba?
Trató del asunto con Prissy, una noche, mientras ponía en una bandeja la cena de Melanie. La muchacha, inesperadamente, calmó sus temores.
—No se preocupe, señorita Scarlett. No hará falta llamar al doctor cuando llegue el momento. Yo me arreglaré. Sé bien cómo se hace todo eso. ¿No sabe que mamá es comadrona? ¿No sabe que también quería que yo lo fuese? Usted déjeme a mí.
Scarlett respiró, un tanto aliviada, al saber que tenía en la casa dos manos expertas; pero, con todo, anhelaba que la prueba pasase pronto. La enloquecía el ansia de huir de las granadas que estallaban sin cesar, se desesperaba por estar en casa, en la quietud de Tara, y cada noche oraba para que el niño naciese al día siguiente y ella pudiera, cumplida su promesa, abandonar Atlanta. Tara se le aparecía como la salvación. ¡Estaba tan lejos de toda aquella miseria!
Pensaba en su casa y en su madre como no había pensado en nada durante toda su vida. Si estuviese al lado de Ellen, no temería nada que pudiera ocurrir. Todas las noches, tras un día de escuchar continuas explosiones, se iba al lecho con los oídos desgarrados por el fragor de las granadas y con la firme intención de decir a Melanie, a la mañana siguiente, que ella no podía seguir ni un solo día más en Atlanta, que se iría a su casa y que Melanie debía instalarse en la de la señora Meade. Pero, al apoyar el rostro en la almohada, surgía ante ella el recuerdo de la expresión que viera en la faz de Ashley el día en que se separaron: una expresión de dolor interno que contradecía la débil sonrisa de sus labios: «Cuidarás de Melanie, ¿verdad? Tú eres fuerte... Prométemelo...» Y ella había prometido. Cierto que Ashley había muerto. Pero, dondequiera que estuviese, él la observaba, velaba por el cumplimiento de su promesa. Estuviera él vivo o muerto, ella no podía dejar de cumplir, por mucho que le costara. Y así transcurría un día tras otro.
En respuesta a las cartas de Ellen, que le insistía para que volviese a casa, ella escribía minimizando los riesgos del sitio, explicando las circunstancias de Melanie y prometiendo ir en cuanto naciera el niño. Ellen, que daba mucha importancia a los lazos de parentesco, ya fuesen de alianza o de sangre, accedió de mala gana a que Scarlett se quedase; pero le recomendó que enviase en seguida a casa a Wade y a Prissy. Tal sugerencia mereció consenso pleno de Prissy, quien ahora permanecía en un estado de constante semiestupidez, rechinando los dientes al menor ruido. Pasaba tanto tiempo acurrucada en el sótano, que las jóvenes no hubieran comido un bocado de no ser por la vieja Betsy, la sirvienta de la señora Meade, que solía prepararles algún alimento.
Scarlett estaba tan anhelosa como Ellen de ver a Wade fuera de Atlanta, no sólo por la seguridad del niño, sino también porque su constante temor la colmaba de enojo. El cañoneo tenía tan aterrorizado a Wade que no podía ni pronunciar palabra, y aun en los momentos de tranquilidad se asía desesperadamente a las faldas de Scarlett. Tenía miedo de ir a acostarse, miedo de la oscuridad, de que los yanquis llegasen cuando estuviera dormido y se lo llevasen. El débil estremecimiento nervioso que invadía al niño por las noches crispaba insoportablemente los nervios de su madre. En el fondo, ella estaba tan asustada como él; pero le irritaba que aquella faz tensa y desencajada se lo recordase a cada momento. Sí; Tara era el sitio apropiado para Wade. Prissy debía llevárselo y volver en seguida para estar presente cuando naciera el niño de Melanie.
Pero antes de que pudiese enviar a ambos camino de casa, llegaron noticias de que los yanquis se habían infiltrado hacia el sur y que se luchaba entre Atlanta y Jonesboro. Si el tren en que viajaran Wade y Prissy fuese capturado... Scarlett y Melanie palidecieron al pensarlo, porque nadie ignoraba que las atrocidades que los yanquis cometían con los niños eran más terribles aún que las que cometían con las mujeres. Temerosas, pues, de enviarlo a casa, Scarlett dejó a Wade en Atlanta. Y él, asustado, silencioso como un diminuto fantasma, seguía constantemente a su madre, asiéndose a sus faldas y temiendo soltarlas ni por un minuto siquiera.