Esa noche, en la quietud de Atlanta, cerraba los ojos e imaginaba hallarse en la rural serenidad de Tara. La vida parecía no haber cambiado ni poder cambiar. Pero sabía que la vida en el condado no volvería a ser la misma de siempre. Pensó en los cuatro Tarleton, en los dos gemelos de cabellos rojos y en Tom y Boyd, y una infinita tristeza le oprimió el pecho. ¡Pensar que Stuart o Brent podían haberse casado con ella! Cuando, terminada la guerra, retornase a Tara, no volvería a oír jamás sus fieros clamores mientras subían la avenida de cedros. Y Raiford Calvert, que bailaba tan divinamente, no volvería a elegirla como pareja. Y los muchachos de los Munroe, y el menudo Joe Fontaine, y...
«¡Oh, Ashley! —sollozó, hundiendo la cabeza entre las manos—. Nunca me acostumbraré a la idea de que me faltes...»
Sintió crujir la cancela y, alzando la cabeza, se apresuró a pasarse la mano por los ojos húmedos. Se levantó y vio a Butler que subía por el jardín con su ancho sombrero panamá en la mano. No le había visto desde el día en que ella se arrojara tan precipitadamente de su coche en Five Points. En aquella ocasión, ella había expresado el deseo de no volver a verle jamás. Pero se sintió tan contenta de poder hablar con alguien y de apartar sus pensamientos de Ashley que se apresuró a eliminar de su mente aquel recuerdo. Evidentemente, él había olvidado el percance o fingía olvidarlo, porque se acomodó a sus pies en el escalón más alto de la terraza, sin mencionar su última discusión.
—¿Conque no se ha refugiado en Macón? He oído decir que la tía Pitty se había marchado, y creí que la acompañaba usted. Así que cuando he visto la luz he entrado para averiguarlo. ¿Por qué está usted aquí?
—Para acompañar a Melanie. Ella ahora... no puede viajar.
—¡Rayos! —dijo él. Y Scarlett vio, a la luz de la lámpara, que su entrecejo se fruncía—. ¿Quiere usted decir que está aquí su cuñada? ¡En mi vida he oído barbaridad semejante! Es peligrosísimo para ella en su condición...
Scarlett, turbada, guardó silencio, porque el estado de Melanie no era como para discutirlo con un hombre. Y la turbaba más aún que Rhett supiera que ello era peligroso para Melanie. Semejante conocimiento no estaba bien en un soltero.
—Es usted muy poco galante al no pensar que también para mí puede ser peligroso —dijo con acritud.
Los ojos de él se entornaron y volvieron a abrirse.
—Yo la defenderé de los yanquis si es necesario.
—No estoy muy segura de que eso sea una galantería —dijo ella, indecisa.
—No lo es —repuso él—. ¿Cuándo dejará usted de buscar galanterías hasta en las más insignificantes frases de los hombres?
—Cuando esté en mi lecho de muerte —contestó ella, sonriendo y pensando que siempre habría hombres que le dirigiesen cumplidos aunque Rhett no lo hiciera.
—Vanidad, pura vanidad —dijo él—. Pero al menos tiene usted la franqueza de confesarlo.
Sacó su cigarrera, extrajo un cigarro negro y lo aplicó a su nariz por un momento. Luego encendió una cerilla, apoyó la espalda en una pilastra, cruzó las manos sobre las rodillas y fumó un rato en silencio. El ruiseñor que anidaba entre las madreselvas despertó de su sueño y emitió una nota tímida y fluida. Y luego, como si se lo hubiera pensado mejor, volvió a guardar silencio.
Rhett, en la sombra del pórtico, rió de improviso con acento bajo y suave.
—¿De modo que se ha quedado con la esposa de Wilkes? Ésa es la más extraña situación en que la he encontrado jamás.
—No veo en ello nada de extraño —repuso Scarlett, sintiéndose inquieta y poniéndose en guardia.
—¿No? En ese caso se sitúa usted en un punto de vista muy impersonal. Mi impresión hasta ahora era que usted no podía soportar a la señora Wilkes. La juzgaba usted una estúpida y sus patrióticas opiniones la enojaban. Rara vez desaprovechaba la oportunidad de deslizar algún comentario molesto para ella. Y por eso me parece extraño que haya optado usted por una actitud tan altruista y se haya quedado aquí durante el bombardeo. ¿Por qué ha obrado así?
—Porque es la hermana de Charles y una verdadera hermana para mí —contestó Scarlett con tanta gravedad como pudo, aunque sintió que se le coloreaban las mejillas.
—Quiere usted decir, más bien, que porque es la viuda de Ashley Wilkes.
Scarlett se incorporó rápidamente, esforzándose en reprimir su enojo.
—Casi estaba a punto de perdonarle su grosero comportamiento anterior, pero ya veo que es imposible. No debí permitirle quedarse en la terraza, y si no fuera por lo abatida que me sentía...
—Vamos, siéntese otra vez y alísese el cabello —dijo él, cambiando de tono. Se acercó a ella y tomándola de la mano la hizo sentar—. ¿Por qué ese abatimiento?
—Hoy he tenido carta de Tara. Los yanquis andan cerca de casa y mi hermana pequeña está enferma de tifus... y ahora, aunque yo pudiera volver a casa, mamá no me dejaría, por temor a que me contagiase. ¡Y con las ganas que tengo de volver a casa, Dios mío!
—Ea, no llore —dijo él, con voz más cariñosa todavía—. Está mucho más segura en Atlanta, aun suponiendo que los yanquis la ocuparan, que en Tara. Los yanquis no le harán nada y el tifus sí.
—¡Que no me harán nada los yanquis! ¿Cómo puede usted mentir de ese modo?
—Los yanquis, hija mía, no son demonios. No tienen cuernos ni rabo, como usted parece pensar. Son tan buenos como los meridionales... aunque con peores modales, desde luego, y con un acento espantoso.
—¿Pero los yanquis no...?
—¿No abusarían de usted? No lo creo. Aunque supongo que no les faltarían ganas.
—Si sigue hablando tan groseramente, me meto en casa —exclamó ella, agradeciendo a Dios que la sombra ocultase el rubor de su faz.
—Séame franca. ¿No era eso lo que estaba pensando?
—¡Por supuesto que no!
—¡Ya lo creo que sí! Es inútil que intente ocultarme sus pensamientos, ya que eso es lo que piensan ahora todas nuestras bien educadas y puras mujeres del Sur. Esa idea no sale jamás de su mente. Apuesto a que hasta las graves matronas como la señora Merriwether...
Scarlett guardó silencio, recordando que en aquellos días dondequiera que se reunieran dos o más mujeres casadas cuchicheaban a propósito de tales sucesos, que siempre se daban por acontecidos en Virginia, Luisiana o Tennessee, nunca cerca de Atlanta. Los yanquis abusaban de las mujeres, atravesaban a bayonetazos el vientre de los niños y prendían fuego a las casas para que se desplomasen sobre las cabezas de los viejos. Todos sabían que tales cosas eran ciertas aunque nadie andará gritándolo por las esquinas. Si Rhett tuviese algo de decencia, debía saber que ello era cierto y no mencionarlo. No era cosa para tomarla a risa.
Le sintió ahogar una carcajada. A veces aquel hombre era abominable. En realidad, lo era casi siempre. Resultaba intolerable que un nombre supiese lo que las mujeres pensaban y hablase de ello. Eso ponía a las jóvenes en una situación tan violenta como si se hallasen desnudas a la vista de los demás. Ningún hombre podía saber tales cosas de mujeres honradas. Le indignaba que él leyera sus pensamientos. Le agradaba considerarse un ser misterioso para los hombres, y era obvio que para Rhett resultaba tan transparente como el cristal.
—A propósito de esto —continuó él—, ¿tiene usted alguna acompañante en casa? ¿La inefable señora Merriwether o la señora Meade? Ambas me miran siempre como si supiesen que no vengo con buenos propósitos.
—La señora Meade suele venir todas las noches —repuso Scarlett, contenta de cambiar de conversación—. Pero hoy no viene porque tiene en casa a su hijo Phil.
—Es una suerte —dijo él suavemente— encontrarla sola. En su voz había algo que aceleró agradablemente los latidos del corazón de Scarlett, Sintió que su rostro enrojecía. Había oído un acento semejante en los hombres lo bastante a menudo para saber que presagiaba una declaración de amor. ¡Qué divertido! Si él le decía que la amaba, ¡cuánto le atormentaría ella y cómo se vengaría de todas las sarcásticas observaciones que él le había dirigido en los últimos tres años! Le daría una lección tal que borraría para siempre la humillación de aquel día en que él fue testigo de su querella con Ashley. Y luego le diría dulcemente que sólo podía ser una hermana para él y se retiraría con todos los honores de la guerra. Rió nerviosamente saboreando de antemano aquella victoria. —No se ría —dijo él.
Y cogiendo su mano la volvió y depositó un beso en su palma. Al contacto de sus labios cálidos, algo vital, eléctrico, se transmitió de él a ella, algo que acariciaba y estremecía todo su cuerpo. Los labios de Rhett buscaron la muñeca de la joven y ella comprendió que él notaría el aceleramiento de los latidos de su corazón, y procuró retirar la mano. No había contado con esto, con el traidor impulso que al contacto de la boca de Rhett le hacía desear sentirla sobre la suya y acariciar con la mano los cabellos de él.
No lo amaba, se dijo confusamente. Amaba a Ashley. Pero ¿cómo explicar aquella sensación que hacía temblar sus manos y ponía un nudo en su estómago? El rió quedamente. —No se retire. ¿Le hago daño?
—¿Daño? ¡No le temo a usted, Rehtt Butler, ni a ninguno como usted! —gritó ella, furiosa al notar que su voz temblaba tanto como sus manos.
—¡Admirables sentimientos! Pero baje la voz. Podría oírla su cuñada. Y tranquilícese. —El tono de su voz parecía delatar cuánto le complacía la ira de Scarlett—. Dígame, ¿no es verdad que le gusto?
Esto se asemejaba más a lo que ella esperaba.
—Algunas veces —repuso, prudente—. Cuando no se comporta como un sinvergüenza.
Él rió de nuevo y apoyó la palma de la mano de la joven en su recia mejilla.
—Creo que si le gusto es precisamente por ser como soy. Ha conocido usted tan pocos hombres desvergonzados en su apacible vida que el hecho de que yo lo sea, y me diferencie de los demás, es lo que le hace encontrarme agradable.
No era ésa la conversación que ella esperaba. Se esforzó en liberar su mano sin conseguirlo.
—¡No es verdad! Me gustan los hombres amables..., los hombres en cuya caballerosidad se puede confiar siempre.
—Quiere usted decir que le gustan aquellos a quienes puede meter en un puño. Pero no importa. Es cuestión de definiciones.
Volvió a besarle la palma de la mano y ella sintió de nuevo escalofríos a lo largo de la espina dorsal, hasta el cuello.
—El caso es que le gusto. ¿No llegaría usted a amarme, Scarlett? «¡Ah! —pensó ella, triunfante—. ¡Al fin se entrega!» Y contestó con estudiada frialdad:
—Desde luego, no. Es decir..., a menos que rectificase su modo de ser.
—No tengo la menor intención de rectificar. ¿De modo que no llegaría usted a amarme? Es lo que yo esperaba. Porque mientras me guste usted inmensamente no la amaré. Y vale más, porque sería trágico para usted sufrir dos veces de un amor mal correspondido. ¿No es así, querida? ¿Puedo llamarla querida, señora Hamilton? Por supuesto, la llamaré querida, acceda usted o no; pero no está de más guardar las apariencias.
—¿De modo que no me ama?
—No. ¿Creía usted que sí?
—¡Podía ser un poco menos presuntuoso!
—¡Lo creía usted! ¡Pobres esperanzas disipadas! Debía amarla, porque es usted encantadora e inteligente, con todas las demás cualidades inútiles que quiera usted agregar. Pero hay muchas mujeres encantadoras y con cualidades tan inútiles como las suyas. No, no la amo. Pero me gusta usted inmensamente, por la elasticidad de su conciencia, por el egoísmo que rara vez se molesta en ocultar y por el astuto positivismo que ha heredado usted, según me figuro, de algún labriego irlandés, cercano antecesor suyo...
¡Labriego! ¡La estaba insultando! Trató de decir algo, pero apenas Pudo emitir un balbuceo.
—No me interrumpa —continuó él, acariciándole la mano—. Me gusta usted porque yo tengo las mismas características y es natural que busque a quien se me parezca. Ya veo que usted conserva en su memoria el recuerdo del bendito y testarudo Wilkes, que probablemente duerme hace seis meses en su tumba. Pero en su corazón debe quedar lugar también para mí. ¡No se agite tanto! Estoy declarándome a usted. La he deseado desde que fijé por primera vez la vista en usted, en la casa de Doce Robles, mientras se ocupaba usted en fascinar al pobre Charlie Hamilton. La deseo más que he deseado jamás a una mujer. Y he esperado más por usted que por ninguna otra.
Aquellas últimas palabras causaron tal sorpresa a Scarlett que incluso le cortaron la respiración. Pese a sus insultos, él la amaba; pero tenía un espíritu tan contradictorio que no declaraba abiertamente su sentimiento, dejándolo adivinar entre sus palabras por temor a que ella se burlase de él. ¡Ella le enseñaría y sin pérdida de tiempo!
—¿Me está haciendo una proposición matrimonial?
Rhett soltó la mano de Scarlett y rió tan estruendosamente que ella, desasosegada, se echó hacia atrás en su asiento.
—¡Dios mío, no! ¿No le he dicho ya que no soy de los que se casan?
—Pero..., pero entonces...
El se puso en pie, se llevó la mano al corazón e hizo una burlesca reverencia.
—Querida —repuso con tranquilo acento—, hago un elogio a su inteligencia al rogarle que sea mi amante sin haberla seducido previamente.
—¡Su amante!
La mente de Scarlett repitió la palabra, la repitió diciéndose que había sido vilmente insultada. Pero en la primera impresión del momento no se sintió ofendida. Sólo la invadió una furiosa indignación contra el hecho de que él pudiese juzgarla tan estúpida. Sin duda la consideraba una estúpida cuando le hacía semejante proposición en vez de solicitar su mano, como ella esperaba. La rabia, la vanidad herida, el disgusto, produjeron una viva confusión en su mente. Y, antes de que hubiese podido pensar siquiera en las razones de elevada moral con que hubiera podido reconvenirle, se encontró lanzándole las primeras palabras que le acudieron a los labios:
—¡Su amante! ¿Y qué sacaría de ello aparte de un montón de crios?
Y, apenas comprendió lo que acababa de decir, abrió la boca, horrorizada. El rió hasta desternillarse, tratando a la vez de contemplarla en las sombras, anonadada, con el pañuelo sobre la boca...
—¡Por eso me agrada usted! Es usted la única mujer franca que conozco, la única que mira el lado práctico de las cosas sin andarse con rodeos sobre la moralidad y el pecado. Otra mujer se habría desmayado primero, para ponerme, después, en la puerta de la calle.