Ella retrocedió y se llevó la mano a la boca, sintiendo ganas de vomitar. Era horrible. Había visto heridos en los hospitales, así como en el jardín de tía Pitty después del combate de Peachtree Creek, pero nada como esto. Nada como aquellos cuerpos hediondos y ensangrentados expuestos al sol abrasador. ¡Aquello era un infierno de ruidos, hedores, dolor y prisa! ¡Sobre todo prisa! ¡Los yanquis llegaban...!
Con enérgica resolución avanzó entre los heridos, tratando de distinguir entre las figuras en pie la del doctor Meade. Pero no podía buscarlo con la vista, porque, de no andar muy cuidadosamente, se exponía a pisotear a algún pobre soldado. Se recogió las faldas y procuró caminar, entre ellos, hacia un grupo de hombres que daban órdenes a los enfermeros.
Mientras andaba, febriles manos asían su vestido y voces angustiadas suplicaban.
—¡Agua, señora! ¡Agua, señora! ¡Por amor de Dios, agua!
El sudor le corría a torrentes por el rostro mientras procuraba desasir su falda de aquellas manos convulsas. Temía desmayarse si pisaba a alguno de aquellos hombres. Anduvo entre muertos, entre hombres que crispaban sus manos sobre sus cuerpos lleno de sangre coagulada, hombres con los uniformes acribillados y por entre cuyas barbas, rígidas por la sangre seca, surgían de sus mandíbulas rotas sonidos inarticulados que sin duda significaban:
—¡Agua, agua!
Sí no encontraba pronto al doctor Meade, acabaría sufriendo un ataque de nervios. Miró hacia el grupo de hombres que estaban bajo la marquesina, y gritó, tan fuerte como pudo:
—¡Doctor Meade! ¿Está ahí el doctor Meade?
Un hombre se separó del grupo y la miró. Era el doctor. Iba en chaqueta y arremangado. Tenía el pantalón y la camisa enrojecidos como los de un carnicero, y hasta en la punta de su barba gris de tonos metálicos había sangre. Su rostro parecía el de un hombre borracho de ira impotente, de fatiga y de ardiente compasión. Sobre su rostro, sucio y cubierto de polvo, el sudor describía largos surcos. Pero su voz sonaba tranquila y resuelta cuando habló a Scarlett.
—¡Gracias a Dios que llega usted! Todas las manos nos son útiles. Ella, por un instante, lo miró turbada, soltando las faldas, que fueron a caer sobre el rostro de un herido, quien se esforzó débilmente en librar su cara de aquel torbellino de tela. ¿Qué quería decir el doctor? El polvo de las ambulancias cubría su faz, abrasándola, y el hedor colmaba sus narices como un líquido asqueroso. —¡De prisa, niña! ¡Venga!
Volvió a recogerse las faldas y se acercó a él, tan de prisa como pudo, entre los montones de heridos. Puso una mano en el brazo del doctor y lo sintió tembloroso de cansancio, aunque su rostro no mostrase signos de debilidad.
—¡Tiene que acompañarme, doctor! —exclamó—. Melanie va a tener el niño.
Él la miró como si no pudiese comprender aquellas palabras. Un hombre que yacía a los pies de Scarlett, con la cabeza apoyada en la mochila, rió, bonachón, al escucharla.
—¡Al menos nacen algunos! —comentó, jocoso. Ella, sin mirarlo, sacudió el brazo del doctor. —¡El niño de Melanie, doctor! ¡Tiene usted que venir! Los... los... No era ocasión de andar con rodeos, pero resultaba duro hablar así ante cientos de extraños que la oían.
—Los dolores son intensos ya. Haga el favor de venir. —¡Un niño! ¡Dios mío! —tronó el doctor, mientras en su faz se pintaba súbitamente un odio y una ira no dirigidos a Scarlett ni a nadie, sino a un mundo en el que cabía que ocurriesen semejantes cosas—. ¿Está usted loca? ¿Cómo voy a abandonar a estos hombres que están muriendo a centenares? No voy a dejarlos por un condenado niño. Busque a alguna mujer que la ayude. Llame a la mía.
Scarlett abrió la boca para explicar la razón de que la señora Meade no acudiese, y volvió a cerrarla en el acto. El doctor ignoraba que su propio hijo estaba herido. Se preguntó si Meade habría continuado allí de saberlo, y algo en su interior le dijo que, aunque Phil se hallase moribundo, su padre habría seguido en aquel lugar, prestando sus auxilios a aquella masa de heridos, en vez de a uno solo.
—Tiene usted que venir, doctor. Recuerde que dijo que iba a pasar un mal rato.
Pero ¿era realmente ella quien pronunciaba aquellas indelicadas palabras en semejante infierno de calor y gemidos? —¡Se morirá si usted no acude!
El separó rudamente de su brazo la mano de Scarlett y le habló como si apenas hubiese oído ni comprendido lo que decía. —¿Morir? Sí: van a morir todos estos hombres. No hay vendas, ni quinina, ni cloroformo, ni pomadas... ¡Oh, Dios mío, si tuviésemos algo de morfina! ¡Algo de morfina para los más graves! ¡Un poco de cloroformo! ¡Malditos sean los yanquis, malditos!
—¡Al infierno con ellos, doctor! —dijo el hombre tendido, con los dientes brillantes entre la barba.
Scarlett comenzó a temblar. Lágrimas de horror llenaron sus ojos. El doctor no iba a acompañarla, Melanie moriría y ella lo había deseado. ¡El doctor no la acompañaba!
—¡En nombre de Dios, doctor, venga!
El doctor Meade se mordió los labios, su mandíbula se endureció y su rostro se tornó insensible.
—Procuraré ir, hija, pero no puedo asegurarlo. Lo procuraré en cuanto despache a todos estos hombres. Los yanquis llegan y las tropas están evacuando la ciudad. No sé qué se va a hacer con los heridos. No hay trenes, porque la línea de Macón ha sido cortada... Procuraré ir. Márchese ahora y no me mortifique. Recibir un niño no es cosa del otro mundo. Corte el cordón...
Se volvió, porque alguien acababa de tocarle el brazo, y comenzó a dar instrucciones, señalando a uno u otro de los heridos. El hombre que yacía a sus pies miró, compasivo, a Scarlett. Ella se volvió; el doctor la había olvidado.
Se abrió camino velozmente entre los heridos y tornó a la calle Peachtree. El doctor no iría. ¡Tendría que arreglárselas sola! ¡Menos mal que Prissy sabía todo lo referente al parto! Le dolía la cabeza del calor y sentía que el corpino, húmedo de sudor, se le pegaba al cuerpo. Notaba el cerebro y los pies embotados, como en una pesadilla de ésas en que se quiere correr y no se consigue. Pensó en el largo camino hasta casa y le pareció interminable.
De nuevo las palabras «los yanquis llegan» comenzaron a sonar, monótonas, en su mente. Su corazón latió más rápido y sus músculos reaccionaron. Caminó a toda prisa entre la multitud, que ahora llenaba de tal modo Five Points que no había un solo hueco en las estrechas aceras, y hubo de caminar por la calzada. Pasaban largas hileras de soldados cubiertos de polvo y rendidos de fatiga. Eran millares de hombres sucios y barbudos, con los fusiles colgados al hombro, que marchaban a paso rápido por la calle. Desfilaron cañones cuyos conductores fustigaban con tiras de cuero a las esqueléticas muías. Furgones de intendencia con los toldos desgarrados recorrían las calles. Pasaban interminables líneas de jinetes levantando nubes de polvo. Jamás había visto tantos soldados juntos. ¡Retirada, retirada! El Ejército abandonaba la ciudad. Lo veía completamente claro.
Las apresuradas filas la obligaron a apartarse a la atestada acera. Sintió un fuerte vaho de whisky barato. Cerca de la calle Decatur se veían entre la multitud mujeres llamativamente vestidas, cuyos adornos chillones y caras pintadas ponían entre el gentío una discordante nota festiva. La mayoría iban ebrias, y los soldados de cuyos brazos se colgaban estaban más ebrios aún. Scarlett distinguió, en un vistazo, una cabeza de rojos rizos, vio a Belle Watling y oyó su estridente risa aguardentosa. Belle iba del brazo de un soldado manco que avanzaba dando tumbos.
Después de abrirse camino entre la multitud con dificultad y rebasada la manzana siguiente a Five Points, notó que el gentío disminuía eri parte. Entonces se recogió las faldas y echó a correr. Ante Wesley Chapel se sintió sin aliento, mareada y con el pecho oprimido. El corsé le cortaba literalmente las costillas. Se dejó caer en la escalinata de la iglesia y sepultó la cabeza en sus manos, en espera de poder respirar más fácilmente. Necesitaba respirar hondo, necesitaba que su corazón dejase de saltar, de latir impetuoso, de sonar como un redoble de tambor. ¡Oh, si hubiese tenido alguien a quien recurrir en aquel enloquecido lugar!
Jamás había afrontado sola cosa alguna en toda su vida. Siempre había tenido alguien que hiciese las cosas por ella, que se preocupase por ella, que la protegiera y la mimara. Era increíble que ahora estuviera en tal situación. Ni un amigo ni un vecino para ayudarla. Antes siempre había tenido amigos, vecinos, hábiles manos de voluntariosos esclavos a su disposición. Y ahora, en este momento de tanta necesidad, no tenía a nadie. Le resultaba increíble que pudiese estar completamente sola, tan asustada y al mismo tiempo tan lejos de su hogar.
¡Su hogar! ¡Oh, quién estuviese en él, con o sin yanquis! ¡En él, aun con Ellen enferma! Añoró la dulce faz de Ellen, los fuertes brazos de Mamita en torno a su cuello.
Mareada aún, se incorporó y reanudó la marcha. Cuando estuvo ante su casa vio a Wade columpiándose en la puerta del jardín. Cuando el niño distinguió a Scarlett, arrugó el semblante y comenzó a llorar, mostrándole un dedo desollado. —¡Pupa! —sollozó—. ¡Pupa!
—¡Calla, calla, calla! ¡Calla o te pego! Vete al patio para hacer bollos con tierra mojada y no te muevas de allí.
—¡Wade tiene hambre! —sollozó el niño, metiéndose en la boca el dedo lastimado.
—No me importa. Vete al patio.
Miró hacia arriba y vio a Prissy en la ventana, con el disgusto y el terror pintados en el semblante. Aquella expresión se mudó en otra de alivio al divisar a su señora. Scarlett le indicó que bajase y entró en la casa. ¡Qué fresco estaba el vestíbulo! Se desanudó el sombrero y lo lanzó sobre la mesa, mientras se pasaba el antebrazo por la frente sudorosa. Oyó abrirse la puerta de arriba y un quejido bajo y lloroso, como de agonía, hirió sus oídos. Prissy bajó las escaleras de tres en tres.
—¿Ha venido el doctor? —El doctor no puede venir.
—¡Dios mío, señora! La señora Melanie está mal, muy mal. —El doctor no puede venir. Nadie puede venir. Tú recibirás al niño y yo te ayudaré.
Prissy abrió la boca y agitó la lengua, pero no dijo una palabra. Miró a Scarlett de reojo, agitó los pies y todo su menudo cuerpo pareció convulsionarse.
—¡No hagas estupideces! —gritó Scarlett, enfurecida al ver su necia expresión—. ¿Qué pasa?
Prissy retrocedió hacia las escaleras. —¡Por Dios, señora!
Y en sus ojos muy abiertos se pintaban el terror y la vergüenza. —¿Qué hay?
—¡Por Dios, señora Scarlett! Necesitamos al médico. Yo... yo, señora, no sé nada sobre eso de recibir niños. Mamá no me permitió nunca que viera cómo se hacía.
El aire escapó de los pulmones de Scarlett en un impulso de horror que sintió antes de que la rabia la invadiera. Prissy, a su vez, respiró profundamente y trató de huir; pero Scarlett la sujetó.
—¿Qué dices, negra embustera? Me has asegurado que sabías todo lo necesario acerca de un parto. ¡Dime la verdad!
Y la sacudió con tal furia que la rizada cabeza se bamboleó como ebria.
—¡Era mentira, señora Scarlett! ¡No sé cómo se me ocurrió una mentira así! Una vez quise ver cómo nacía un niño, y mamá me echó de la habitación.
Scarlett la miró fijamente y Prissy retrocedió, esforzándose en soltarse. Por un momento, su mente se negó a aceptar la verdad; pero cuando al fin comprendió que Prissy no entendía más de aquello que ella misma, la cólera la inflamó. No había maltratado a un esclavo en toda su vida, pero ahora abofeteó la negra mejilla con toda la fuerza de su fatigado brazo. Prissy lanzó un grito penetrante, más de terror que de sufrimiento, y empezó a retorcerse y agitarse para librarse de la garra de Scarlett.
Mientras gritaba, cesó el gemido que sonaba en el segundo piso y, un momento después, la voz débil y temblorosa de Melanie llamó: —¿Eres tú, Scarlett? ¡Ven, por favor! Scarlett soltó el brazo de Prissy y ésta se dejó caer en los escalones, lloriqueando. Scarlett permaneció inmóvil por un momento, mirando hacia arriba, escuchando el apagado gemido que había comenzado de nuevo. Y mientras se hallaba en tal posición le pareció que un yugo ceñía su cuello, que una pesada carga oprimía su nuca y que aquella carga aumentaría apenas pisara el primer peldaño.
Se esforzó en recordar cuanto habían hecho Mamita y Ellen con ocasión del nacimiento de Wade, pero el recuerdo de los dolores de aquel momento oscurecía todo lo demás, en una niebla confusa. Pudo, al fin recordar algo y habló a Prissy rápidamente, con acento autoritario:
—Enciende el fogón y pon a hervir agua en una olla. Trae todas las toallas que puedas encontrar y la bala de algodón. Y las tijeras. Y no me vengas con el cuento de que no lo encuentras. Tráelo todo, y pronto. ¡Corre!
Hizo incorporarse a Prissy y la envió a la cocina de un empujón. Luego, con aire sombrío, comenzó a subir las escaleras. Resultaba difícil decir a Melanie que ella y Prissy iban a encargarse de todo.
Jamás en la vida habría otra tarde tan larga como aquélla. Ni tan calurosa. Ni tan llena de pegajosas moscas. Las moscas no cesaban de concentrarse sobre Melanie, a pesar del empeño de Scarlett en espantarlas. Le dolían ya los brazos de tanto agitar el abanico de palma. Todos sus esfuerzos resultaban vanos, porque apenas expulsaba los insectos del húmedo rostro de Melanie, se trasladaban a sus sudorosos pies y piernas y le arrancaban este débil quejido:
—¡En los pies! ¡Por favor!
El cuarto estaba en penumbra/porque Scarlett había corrido las persianas para impedir que entraran el calor y el sol. A través de las persianas y entre sus intersticios se filtraban algunos puntos luminosos. La habitación era un horno. Los vestidos de Scarlett, empapados en sudor, lejos de secarse, se humedecían más a medida que pasaban las horas. Prissy estaba acurrucada en un rincón, sudando también, y hedía de tal modo que Scarlett la hubiera hecho salir del aposento, de no ser por el temor de que, una vez fuera, pusiera los pies en polvorosa. Melanie yacía en el lecho bajo una sábana empapada de sudor y se retorcía y agitaba sin cesar, cambiando del lado izquierdo al derecho, del derecho al izquierdo, colocándose luego de espaldas...
A veces se esforzaba en sentarse y caía hacia atrás, volviendo a retorcerse de nuevo. Al principio trató de contener los gritos, mordiéndose los labios hasta desollárselos; pero Scarlett, cuyos nervios estaban tan en carne viva como los labios de su cuñada, exclamó con rudeza: