Lo que el viento se llevó (60 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Lo que el viento se llevó
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Cuando lo hubo terminado, recuperó parte de sus fuerzas, y con ellas sintió también una nueva punzada de temor. Oía un lejano rumor calle abajo, pero ignoraba en absoluto su significado. Nada lograba percibir en concreto, salvo un murmullo confuso que se elevaba y decaía. Se esforzó en oír, poniendo en ello tal tensión física que a poco tuvo todos los músculos doloridos. Ansiaba, más que nada en el mundo, oír un ruido de cascos de caballo, y ver los indolentes ojos de Rhett, siempre tan seguro de sí mismo, burlándose de los temores de ella. Rhett los llevaría a alguna parte, no sabía adonde. Ni le importaba.

Mientras aguzaba los oídos en dirección a la ciudad, un débil resplandor brilló sobre los árboles, asombrándola. Lo miró y lo vio aumentar. El oscuro color del cielo se convirtió en rosado y luego en rojo. Súbitamente, una inmensa lengua de fuego se elevó hacia el firmamento por encima de los árboles. Scarlett dio un salto. Su corazón volvía a latir desordenadamente.

¡Habían llegado los yanquis, sin duda! Seguro que ya estaban allí y habían incendiado la ciudad. Las llamas parecían proceder de la zona este del centro de Atlanta. Se elevaban más cada vez, ensanchándose sin cesar ante los aterrados ojos de la joven. Debía de estar ardiendo toda una manzana. Una débil y cálida brisa que acababa de empezar a soplar llevaba a su olfato el olor del humo.

Subió las escaleras y se asomó a las ventanas de su cuarto para ver mejor. El cielo tenía un ominoso color cárdeno y grandes espirales de humo negro se elevaban sobre las llamas y pendían sobre ellas como pesadas nubes. Ahora el olor del humo era más acusado. La mente de Scarlett vagaba incoherentemente ora calculando cuánto tardarían las llamas en llegar a la calle Peachtree y quemar su casa, ora cuánto tardarían los yanquis en descubrirla, ora adonde debía ir o qué debía hacer. Todos los demonios del infierno parecían aullar en sus oídos. Y en su cerebro se mezclaban tal pánico y confusión que hubo de apoyarse en el alféizar para sostenerse.

«Tengo que pensar —se repetía—. Tengo que pensar.» Pero los pensamientos no acudían a su mente, antes bien huían de ella como pájaros asustados. Mientras se apoyaba en el alféizar, una ensordecedora explosión atronó sus oídos, más fuerte que cualquier cañón que hubiese oído nunca. Una gigantesca llama cubrió el cielo. Siguieron otras explosiones. La tierra tembló y los cristales de la ventana retumbaron y cayeron despedazados en torno a ella.

El mundo parecía un infierno de ruido, llamas y temblores de tierra. Las explosiones continuaban, atronando los oídos. Torrentes de chispas se alzaban al cielo y descendían lentamente, perezosas, entre nubes de humo coloreadas de un matiz sangriento. Creyó oír una débil llamada en el cuarto contiguo; pero no se movió. Ahora no tenía tiempo para pensar en Melanie. Ni para reparar en nada, salvo en el temor que sentía infiltrarse en sus venas tan rápido como las llamas que contemplaba. Era como una niña loca de miedo y hubiera deseado poder ocultar la cabeza en el regazo de su madre para eludir aquel espectáculo. ¡Si al menos estuviese en casa! En casa, con mamá...

Distinguió, en medio de aquellos ruidos que quebrantaban sus nervios, un sonido distinto: el de pasos apresurados que trepaban los escalones de tres en tres. Después oyó una voz que aullaba como un perro perdido. Prissy irrumpió en el cuarto, corrió hacia Scarlett y le asió el brazo en un apretón con el que parecía arrancarle trozos de carne. —¡Los yanquis! —gritó Scarlett.

—No; son los nuestros —repuso Prissy jadeante, hundiendo profundamente las uñas en el brazo de Scarlett—. Están incendiando la fundición, el depósito de material del Ejército y los almacenes. ¡Dios mío, señorita Scarlett! ¡Hay setenta carros de balas de cañón y pólvora! ¡Por Dios! ¡Vamos a volar todos!

Y rompió en agudos chillidos, oprimiendo tanto el brazo de Scarlett que ésta gritó de dolor y de ira, mientras se quitaba de encima la mano.

¡Los yanquis no habían llegado todavía! Aún había tiempo de huir. Procuró, aunque atemorizada, reunir todas sus fuerzas.

«Si no me domino —pensó—, me pondré a gritar como un gato escaldado.» Y el ver el abyecto terror de Prissy la reanimó. La sujetó por los hombros y la sacudió con violencia.

—Déjate de sandeces y habla con sentido común. ¿No ves que no vienen los yanquis, necia? ¿Has visto al capitán Butler? ¿Qué dice? ¿Viene?

Prissy dejó de gritar, pero sus dientes seguían castañeando. —Sí, señora. Lo encontré, por fin, en un bar, como usted me dijo. Y él...

—No importa dónde le encontraras. ¿Viene? ¿Le has dicho que traiga su caballo?

—Dice que los nuestros le han requisado el caballo y el coche para las ambulancias.

—¡Dios mío! —Pero va a venir. —¿Y qué te ha dicho?

Prissy había recuperado el aliento y parte del dominio de sí misma, pero sus ojos continuaban girando sin cesar.

—Déjeme explicarlo, señora. Lo encontré en un bar. Lo llamé y salió. Y cuando me vio y le empecé a hablar, llegaron los soldados y prendieron fuego a un almacén de la calle Decatur, y entonces me cogió de la mano y me llevó corriendo hasta Five Points y me dijo: «¿Qué pasa? Habla pronto.» Y yo le dije que usted decía que el capitán Butler viniera pronto con el caballo y el coche. Y que la señora Melanie había tenido un niño y que usted quería irse a otra ciudad. Y él dijo: «¿Adonde?» Y yo le dije: «No lo sé; pero quiere huir de los yanquis y quiere irse con usted.» Y él rió y dijo que los soldados se habían llevado su caballo.

Scarlett sintió que la abandonaban las tuerzas. La postrera esperanza se desvanecía. ¿Cómo era tan tonta que no había pensado en que el Ejército, al retirarse, se llevaría todos los animales y vehículos de la ciudad? Por un momento se sintió tan abrumada que no entendió lo que le decía Prissy; pero luego procuró recuperar la presencia de ánimo para oír el resto de la explicación.

—Luego dijo: «Di a la señorita Scarlett que esté tranquila. Yo procuraré robar un caballo del Ejército, aunque tenga que ser el último que quede en Atlanta. Y eso que hasta hoy no he robado ninguno.» Y dijo también: «Dile que robaré un caballo aunque me peguen un tiro.» Y luego se rió otra vez y dijo: «Vete a casa corriendo.» Pero antes de que me moviera hubo un ruido horroroso: ¡Booom! Y yo entonces me asusté muchísimo y él me dijo que no era nada, y que los soldados hacían estallar las municiones para que los yanquis no las cogieran. —¿Va a venir? ¿Va a traer un caballo? —Eso ha dicho.

Scarlett emitió un profundo suspiro de alivio. Si había algún modo de procurarse un caballo, Rhett Butler lo encontraría. Rhett era un hombre espabilado. Bien podía perdonárselo todo si los sacaba de aquel apuro. ¡SaCharles de aquello! Y con Rhett no había nada que temer. El los protegería. Había que agradecer a Dios la ayuda de Rhett. La perspectiva de la salvación le devolvió su sentido práctico.

—Despierta a Wade, vístele y mete algo de ropa de cada una de nosotras en el baúl pequeño. No digas a la señora Melanie que nos vamos. Aún no. Envuelve al pequeño en un par de toallas resistentes y no te olvides de coger también su ropa.

Prissy seguía cogida a sus faldas y en sus ojos apenas se veía más que lo blanco de las órbitas. Scarlett le dio un empujón y se soltó.

—¡De prisa! —gritó. Y Prissy huyó como un conejo asustado.

Scarlett comprendió que debía subir para tranquilizar a Melanie, que debía estar aterrada y fuera de sí por los atronadores ruidos que se sucedían sin cesar y por el rojo resplandor que iluminaba el cielo. El fragor y el aspecto de todas las cosas parecían presagiar el fin del mundo.

Pero aún se sentía incapaz de volver a aquella habitación. Se precipitó escaleras abajo, con la vaga intención de empaquetar las porcelanas de tía Pittypat y la poca plata que ésta había dejado allí al irse a Macón. Pero al llegar al comedor sus manos estaban tan temblorosas que dejó caer tres platos, que se destrozaron. Salió al porche, escuchó, regresó al comedor y ahora dejó caer al suelo la plata, con vivo tintineo. Se le deslizaba de las manos cuanto cogía. En su prisa, resbaló en la alfombra y cayó al suelo; pero se levantó tan rápidamente que ni siquiera notó el dolor del golpe. Arriba se oía a Prissy corriendo como un animal salvaje y el sonido la enloqueció, pensando que corría sin objeto.

Salió por duodécima vez a la terraza, pero ya no reanudó su inútil empeño. Se sentó. Le era imposible empaquetar nada. Imposible hacer nada mientras le latiese el corazón de aquel modo, esperando a Rhett. Parecía que pasaban horas y él no llegaba. Al fin oyó, lejano en el camino, el chirriar de unos ejes desengrasados y un lento e inseguro pisar de cascos. ¿Por qué no se apresuraba Rhett? ¿Por qué no hacía trotar el caballo?

Los sonidos se aproximaban. Se incorporó y llamó a Rhett por su nombre. Luego lo vio, en las sombras, saltar del pescante de un pequeño vehículo. Oyó el rechinar de la verja y vio que él se aproximaba. Cuando estuvo cerca, la luz de la lámpara le mostró claramente. Vestía tan elegante como si fuera a un baile: chaqueta y pantalón de hilo blanco de excelente hechura, chaleco gris de seda, con bordados, y camisa finamente plisada. Llevaba el ancho sombrero panamá muy ladeado y en el cinturón ostentaba dos pistolas de duelo, de largo cañón y puño de marfil. Los bolsillos de su chaqueta iban pesadamente cargados de municiones.

Avanzó por el sendero con el paso elástico de un salvaje, erguida la hermosa cabeza como la de un príncipe pagano. Los peligros de la noche, que colmaran de pánico a Scarlett, obraban en él como un estímulo. En su rostro moreno se transparentaba una ferocidad reprimida a duras penas, una crueldad que habría atemorizado a Scarlett si en aquellos momentos hubiese tenido serenidad bastante para notarla.

Sus negros ojos bailaban como si le divirtiera todo aquello, como si aquel ruido que perforaba los oídos y aquel horrible resplandor fueran meras ficciones para asustar niños. Ella se precipitó a su encuentro, con el rostro muy pálido y los ojos verdes llameantes cuando Rhett subió la escalera.

—Buenas noches —dijo él con su voz acariciadora, mientras se quitaba el sombrero con gallardo ademán—. Magnífica temperatura, ¿eh? He oído decir que tiene usted interés en hacer una excursión.

—Si empieza usted a bromear, no volveré a hablarle en mi vida —repuso ella con voz temblorosa.

—¡No querrá decir que tiene miedo!

Rhett fingió sorpresa y sonrió de un modo que despertó en Scarlett el deseo de arrojarle por las escaleras.

—¡Sí lo tengo! Estoy muerta de miedo, y si tuviese usted siquiera el seso de un pájaro estaría asustado también. Pero no nos queda tiempo para hablar. Tenemos que irnos de aquí.

—A sus órdenes... Pero ¿adonde cree que podemos ir? Me he llegado hasta aquí por simple curiosidad, para saber adonde se proponía dirigirse. No cabe encaminarse al norte ni al sur, ni al este ni al oeste. Los yanquis lo rodean todo. Sólo hay un camino que los yanquis no hayan cortado todavía y por él se retira nuestro Ejército. Además, no permanecerá mucho tiempo libre. La caballería del general Steve Lee está librando una acción de apoyo de retaguardia en Rough and Ready, a fin de dejar libre esa ruta el tiempo suficiente para que las tropas se retiren. Si seguimos el camino de MacDonough, que es al que me refiero, detrás de las tropas, éstas nos quitarán el caballo, y eso que no vale gran cosa. Me ha costado mucho trabajo robarlo... Así, pues, ¿adonde quiere ir?

Ella escuchaba sus palabras casi sin oírlas y temblando. Pero al escuchar aquella pregunta comprendió en el acto adonde deseaba ir, adonde había deseado ir todo aquel día. ¡No existía más que un lugar para ella!

—Quiero ir a casa —dijo. —¿A casa? ¿Se refiere a Tara? —Sí, sí: a Tara. ¡Démonos prisa, Rhett! Él la miró como si la tomara por loca.

—¿A Tara? ¡Dios mío, Scarlett! ¿No sabe que se ha luchado todo el día en Jonesboro? Se ha luchado dieciséis kilómetros arriba y otros tantos abajo del camino de Rough and Ready, y hasta en las calles de Jonesboro... Puede que ahora los yanquis estén en Tara y en todo el condado. ¡Cualquiera sabe en qué lugar del contorno se encuentran! ¡No puede usted ir a su casa! ¡No puede usted cruzar las líneas del ejército yanqui!

—¡Me iré a casa! —gritó ella—. ¡Lo conseguiré! —No sea tonta —dijo Rhett, con voz rápida y recia—. No puede ir. Aun sin caer en poder de los yanquis, tenga en cuenta que los bosques están llenos de rezagados y desertores de ambos ejércitos. Y muchos de nuestros soldados todavía se están retirando de Jonesboro. Nos quitarían el caballo tan pronto como los mismos yanquis. No hay más que una probabilidad: seguir a las tropas camino de MacDonough abajo y rogar a Dios que no nos vean en la oscuridad. Pero no ir a Tara. Incluso si llega allí, no encontrará usted más que ruinas quemadas. No la dejaré irse a su casa. Es una locura.

—¡Quiero ir a casa! —insistió ella, con voz desgarrada que concluyó en un grito—: ¡Me iré! ¡No puede usted impedírmelo! ¡Quiero ir a casa! ¡Quiero ver a mamá! ¡Le mataré si trata de impedírmelo! ¡Me iré a casa!

La prolongada tensión la hizo estallar al fin en lágrimas de terror e histerismo. Golpeó con los puños el pecho de Rhett y volvió a gritar:

—¡Me iré! ¡Me iré! ¡Aunque tenga que andar a pie todo el camino!

De pronto se encontró en los brazos de Rhett, con la húmeda mejilla reclinada en su plisada camisa, con sus nerviosas manos entre las de él. Las manos de Rhett acariciaron entonces suavemente su revuelto cabello y su voz sonó, también suave y amable. Tan amable y suave, tan exenta de mofa, que no parecía la voz de Rhett Butler, sino la de algún desconocido, de un hombre que olía a coñac, a tabaco y a caballos, olores agradables a Scarlett porque le recordaban a Gerald.

—Ea, ea, querida, no llore —dijo él, dulcemente—. Irá a su casa, mi niña valiente. No llore. Irá a su casa.

Scarlett sintió un contacto en sus cabellos y pensó vagamente, en su confusión, que acaso fueran los labios de Rhett. Él se mostraba tan tierno, tan infinitamente afectuoso, que Scarlett hubiera permanecido, gustosa, toda la vida entre sus brazos. Con tan fuertes brazos en torno a ella no podía ocurrirle mal alguno.

Él sacó un pañuelo del bolsillo y le secó las lágrimas.

—Ahora suénese como una niña obediente —dijo, con una insinuación de sonrisa en los ojos— y dígame qué quiere hacer. Tenemos que apresurarnos.

Ella, sumisa, se sonó, temblorosa aún, pero no supo qué decirle. Rhett, viendo cómo temblaban los labios de la joven y la expresión de súplica de sus ojos, tomó la iniciativa.

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