Will se detuvo y, mirando a la señora Tarleton, le dijo, bajando la voz:
—¿Sería usted tan amable que acompañara a Scarlett a su casa? No tiene objeto que permanezca tanto tiempo de pie, bajo el sol. Ni tampoco la abuela Fontaine parece encontrarse muy bien, con todos los respetos debidos.
Turbada por la brusquedad de Will, que abandonaba sin transición el elogio fúnebre de su padre para ocuparse de ella, Scarlett se puso roja como una amapola y su confusión aumentó al notar que todo el mundo se fijaba en ella. ¿A qué venía que Will hiciera observar a todo el mundo que se encontraba encinta? Le miró indignada de reojo, pero Will no perdió la tranquilidad por ello y la obligó incluso a bajar los ojos.
«No me diga nada —parecía querer darle a entender—; sé bien lo que hago.»
Él era ya el hombre, el cabeza de familia, y Scarlett deseosa de evitar una escena, se volvió hacia la señora Tarleton. Tal como Will había esperado, ésta se olvidó de repente de Suellen y de su ira y, cogiendo a Scarlett del brazo, le dijo, en un tono lleno de dulzura:
—Anda, vámonos, querida.
Su rostro había tomado una expresión bondadosa. Scarlett se dejó conducir por entre la concurrencia, que les abría paso, mientras se elevaba un murmullo de simpatía, y diferentes personas trataban de estrecharle la mano, al pasar. Cuando llegó al sitio donde estaba la abuela Fontaine, la anciana murmuró:
—Dame el brazo, hija mía. —Y añadió, con una mirada orgullosa, dirigiéndose a Sally y a la
Señoritita
—: No, no se molesten, no las necesito.
Las tres mujeres caminaron con lentitud entre la gente que volvía a cerrar el grupo tras ellas, y penetraron en la umbrosa alameda que ponducía a la casa. La señora Tarleton sostenía a Scarlett con una mano tan firme, que ésta tenía la impresión a cada paso de que la levantaban del suelo.
—Pero ¿por qué habrá hecho eso Will? —exclamó Scarlett, Cuando estuvo segura de que nadie podía oírla. Era como si hubiera dicho: «Mírenla ustedes, va a tener un hijo».
—Vamos, ¿estás muy fatigada? —preguntó la señora Tarleton—. Tenía razón Will. Era una locura permanecer más tiempo a pleno sol. ¡Podría haberte dado un desmayo y provocarte un aborto.
—No era esto lo que temía Will —contestó la abuela, un poco acalorada por la marcha—. Will no es tonto. No quería que usted o que yo, Beatriz, nos acercáramos a la tumba. Temía que habláramos y ha encontrado el único medio de librarse de nosotras... Y hay más aún. No quería que Scarlett oyese caer las paletadas de tierra sobre el féretro. Ha hecho bien. Acuérdate siempre de esto, Scarlett: mientras no ha oído una ese ruido, no parece que nadie esté muerto. Pero una vez que se ha escuchado... No hay ruido más horroroso en el mundo. Ya hemos llegado. Ayúdame a subir la escalera, hija mía. Dame la mano, Beatriz. A Scarlett no le hace falta tu brazo para nada y, como ha observado Will con tanto acierto, no estoy muy rozagante. .. Will sabe que eras la preferida de tu padre y no ha querido añadirte este nuevo sinsabor. Ha pensado que para tus hermanas no sería tan doloroso. A Suellen la sostiene su vergüenza y a Carreen su Dios. Pero tú no tienes nada, ¿verdad?
—No —respondió Scarlett, ayudando al mismo tiempo a la anciana a subir los escalones—. No, yo no he tenido nunca a nadie que me sostuviera, excepto mi madre.
—Pero cuando la perdiste te diste cuenta de que eras bastante fuerte para poder prescindir de ese apoyo, ¿verdad? Pues bien, hay personas que no podrían. Tu padre era una de ellas. Will tiene razón. No te apenes. No podía estar sin Ellen y es más feliz en donde se encuentra ahora, como lo seré yo cuando pueda unirme con el viejo doctor.
Hablaba sin el menor deseo de despertar compasión, y Scarlett y la señora Tarleton se abstuvieron de hacer comentario alguno. Se expresaba en un tono suelto y natural, como si su marido hubiera ido a Jonesboro y le bastara un corto paseo en coche para salir a su encuentro. Era demasiado anciana y había visto demasiadas cosas para temer a la muerte.
—Pero usted también sabe prescindir de un apoyo —dijo Scarlett.
La anciana le dirigió una mirada fulgurante de ave de presa.
—Sí, pero a veces eso es muy desagradable.
—Escuche, abuela —interrumpió la señora Tarleton—, no debiera decir esas cosas a Scarlett. Ya está bastante angustiada. Entre el viaje, este vestido que la oprime, el disgusto y este calor, tiene bastante para abortar. Conque, si encima viene usted a meterle esas ideas negras en la cabeza, ¿adonde iremos a parar?
—¡Por Dios! —exclamó Scarlett algo irritada—. No estoy tan mal como para eso, ni soy tampoco una mujer que aborte por cualquier cosa.
—Eso nunca puede decirse —profetizó la señora Tarleton, con aire doctoral—. La primera vez que estuve embarazada, aborté viendo a un toro cornear a uno de nuestros esclavos y... ¿Se acuerda usted también de mi yegua pinta, «Nellie»? No había animal de mejor carácter, pero era de una nerviosidad tan acusada que, si no hubiera yo tenido mucho cuidado, habría...
—Cállate, Beatriz —dijo la abuela—. Scarlett no va a abortar sólo por darte la razón. Sentémonos aquí, en el vestíbulo, que nos dé el aire. Corre un viento muy agradable. Bueno, ¿querrías traerme un vaso de leche de la cocina, Beatriz? No, mira a ver si en la alacena hay vino. Me tomaría un vasito muy a gusto. Nos quedaremos aquí hasta que la gente venga a despedirse.
—Scarlett haría mejor en acostarse —insistió la señora Tarleton, después de haberle dirigido una mirada disimulada, como persona capaz de darse cuenta del momento exacto del parto.
—Anda, anda —dijo la abuela, y le dio un golpecito con el bastón a la señora Tarleton, que se dirigió hacia la cocina, echando con negligencia su sombrero sobre la consola y pasándose la mano por los cabellos rojos.
Scarlett se arrellanó en su sillón y desabrochó los dos primeros botones de su corpino. Se estaba bien en el amplio vestíbulo, donde imperaba la penumbra; y el viento que porría atravesaba la casa de una punta a otra ocasionando un grato frescor después de la lumbre del sol. Scarlett echó una ojeada al salón, donde había reposado el cadáver de Gerald, pero se propuso no pensar más en su padre y se dedicó a contemplar el retrato de la abuela Robillard, al que las bayonetas yanquis no habían respetado, a pesar de estar colgado muy alto, sobre la chimenea. La contemplación de su abuela, con su moño tan alto, su amplio escote y su aire casi insolente, producía siempre en Scarlett un efecto tonificante.
—No sé qué es lo que ha afectado más a Beatriz Tarleton, si la pérdida de sus hijos o la de sus caballos —dijo la abuela Fontaine—. Ya sabes que Jim y sus hijas nunca han contado mucho para ella. Pertenece a esa clase de personas a que se refería Will. Su resorte no funciona. Muchas veces me pregunto si no va a seguir los pasos de tu padre. Su único placer consistía en ver crecer y multiplicarse caballos y hombres a su alrededor. Y, mientras tanto, ninguna de sus hijas está casada ni parece tener probabilidades de pescar marido por estos contornos. No tienen el menor arte. Si no fuera una mujer de mundo, de cuerpo entero, sería de lo más vulgar... ¿Es cierto lo que ha dicho Will sobre su matrimonio con Suellen?
—Sí —respondió Scarlett, mirando a la anciana cara a cara. ¡Santo Dios! Bien se acordaba, sin embargo, de la época en que tenía un miedo cerval a la abuela Fontaine. ¡Claro! Se había hecho ya una mujer y se sentía con fuerzas para no permitirle ninguna intromisión en los asuntos de Tara.
—Podría haber hecho mejor elección —dijo la abuela candidamente.
—¿Sí? —observó Scarlett en tono altanero.
—No te pongas así, pequeña —le aconsejó la anciana agriamente—. No voy a atacar a tu preciosa hermana, aunque me haya quedado con las ganas de hacerlo en el cementerio. No; lo que quiero decir es que, dada la falta de hombres en el Condado, podría él haberse casado con la que hubiera querido. Ahí están los cuatro diablos de Beatriz, las pequeñas Munroe, las Mac Rae...
—Pues ya sabe que va a casarse con Suellen.
—Tiene suerte Suellen.
—Y Tara también.
—Sientes cariño por Tara, ¿no?
—Sí.
—Tanto, que te tiene por lo visto sin cuidado que Suellen se case mal, con tal de conservar un hombre aquí para ocuparse de las cosas.
—¿Casarse mal? —preguntó Scarlett, extrañada por esta idea—. ¿Casarse mal? ¿A qué viene la cuestión de las categorías sociales ahora? Lo que es menester es que una muchacha encuentre un marido que vele por ella.
—No está mal —dijo la anciana—. Algunos te darían la razón, pero no te faltarían los que te dijeran que hacías mal suprimiendo las barreras que no deberían haber sido rebajadas ni un dedo. Will no es un hijo de familia, mientras que tú perteneces a una familia distinguida.
La anciana lanzó una mirada al retrato de la abuela Robillard.
—Scarlett pensó en Will, en aquel muchacho flaco, suave e inexpresivo, que mordisqueaba eternamente una pajita y que, semejante a la mayoría de los campesinos de Georgia, tenía un aire tan poco enérgico. No poseía un linaje de antepasados ricos, nobles y habituados siempre a figurar. El primer Will que había venido a fijarse en Georgia fue tal vez un colono de Oglethorpe
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o un «rescatado»
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. Will no había ido nunca al colegio. En realidad, había seguido, simplemente, durante cuatro años, los cursos de una escuela rural. Esto constituía toda su educación. Era honrado y recto, paciente y muy laborioso, pero no era indudablemente hijo de una buena familia, y los Robillard no hubieran dejado de decir que Suellen hacía un mal matrimonio.
—¿Así que estás contenta de que entre Will a formar parte de la familia?
—Sí —respondió Scarlett brutalmente, dispuesta a saltar sobre la anciana a la primera palabra de reproche.
—Abrázame —dijo al anciana, sonriendo de la manera más inesperada—. Hasta hoy, Scarlett, no me eras muy simpática. ¡Has sido siempre tan dura! Hasta cuando eras niña eras dura, y no me agrada la dureza en las mujeres, excepto en mí. Pero me gusta la manera con que has afrontado los acontecimientos. No te sofocas demasiado por las cosas imposibles de remediar. Sabes arreglártelas bien; sí, vales mucho.
Scarlett no sabía si debía sonreír también. De todos modos la obedeció y abrazándola rozó con sus labios la mejilla apergaminada que la anciana le ofrecía.
—Por mucho que la gente aprecie a Will —siguió la anciana—, habrá más de uno que no deje de decir que no deberías haber consentido que Suellen se casase con un campesino. Al mismo tiempo que le prodiguen elogios, dirán que es una cosa terrible para una O'Hara casarse mal. Pero déjales que hablen y no te ocupes de lo que digan.
—Nunca me ha preocupado lo que pudiera decir la gente.
—Es lo que he oído decir —observó la anciana, no sin un toque de malicia—. ¡Bah! A lo mejor son muy felices. Claro está que Will tendrá siempre su aire rústico y que no será el matrimonio lo que le impida seguir cometiendo faltas de ortografía. Y luego, aunque gane dinero, no volverá a dar a Tara el lustre que le había dado el señor O'Hara. Sin embargo, Will tiene un verdadero fondo de nobleza, con el instinto de un hombre de mundo. Mira, solamente un hombre de mundo hubiera podido señalar nuestros defectos como lo ha hecho él en el entierro. Nada puede abatirnos, pero, a fuerza de llorar y de evocar el pasado, acabamos por labrar nuestra propia ruina. Sí, será un buen matrimonio para Suellen y para Tara.
—Entonces, ¿aprueba usted que no me haya opuesto?
—¡Eso no, por Dios! —exclamó la anciana con voz cascada, pero aún vigorosa—. ¡Aprobar que un campesino entre en una familia de alcurnia! Claro que no. ¿Te parece que vería con buenos ojos el cruce de un pura sangre con un caballo de tiro? ¡Oh!, sé muy bien que los campesinos de Georgia son buena gente, gente honrada a carta cabal, pero...
—¿Pero no acaba usted de decirme que será un matrimonio dichoso? —exclamó Scarlett completamente desconcertada.
—Sí, creo que será muy buena cosa para Suellen casarse con Will... Con alguien tenía que casarse. ¡Necesita de tal modo un marido! ¿Y dónde podría haberlo encontrado? ¿Dónde hubiera encontrado a otro que pudiera dirigir mejor Tara? Pero no vayas a creer por esto que me gusta más que a ti.
—¡Pero si a mí me gusta mucho! —dijo Scarlett, esforzándose en comprender lo que quería decir la anciana—. Estoy encantada de que Suellen se case con Will. ¿Por qué ha de creer usted que me disgusta? ¿Por qué se formó usted esa idea?
Scarlett estaba intrigada y se sentía un poco avergonzada, como siempre que cualquiera se imaginase por error que compartía sus reacciones y su manera de ver las cosas.
La anciana se dio aire con su abanico de hoja de palmera.
—Yo no apruebo este matrimonio, como tampoco lo apruebas tú, pero tanto tú como yo somos personas de sentido práctico. Ante un acontecimiento desagradable contra el que nada puede hacerse, no me pongo a lanzar gemidos y a levantar los brazos al cielo para implorar auxilio. No es manera ésta de tomar las alternativas que nos reserva la vida. Te hablo con conocimiento de causa, porque mi familia y la de mi marido han visto cosas de todos los colores. Si teníamos una divisa, podía resumirse así: «No hacer mucho caso, sonreír y esperar nuestra hora». Por este medio hemos podido atravesar una serie de pruebas con la sonrisa en los labios, llegando a convertirnos en expertos en el arte de arreglárnoslas por nuestros propios medios. Por otra parte, nos hemos visto obligados a ello, pues en mi familia hemos tenido con frecuencia muy mala suerte. Hemos sido expulsados de Francia con los Hugonotes, arrojados de Inglaterra con los Caballeros
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, arrojados de Escocia con el príncipe Charlie, arrojados de Haití por los negros, y ¡mira ahora el estado en que nos encontramos a causa de los yanquis! Pero siempre hemos acabado por desquitarnos al cabo de algún tiempo. ¿Y sabes por qué?
La abuela irguió la cabeza y Scarlett encontró que se parecía más que nunca a un viejo papagayo sabio.
—No, no lo sé —respondió cortésmente, mientras pensaba que se estaba aburriendo como una ostra con aquella conversación.
—Pues, hela aquí: Sabemos plegarnos a las circunstancias. No somos espigas de trigo, sino de alforfón. Cuando sobreviene una tormenta, derriba las espigas de trigo maduras porque están secas y no ceden al viento. Pero las espigas de alforfón están llenas de savia y saben doblar la cabeza. Cuando el viento ha cesado vuelven a levantarse y están tan derechas casi como antes. No hay que ser testarudo. Cuando el viento sopla fuerte, hay que ser flexible; es mejor ceder que mantenerse rígido. Cuando se presenta un enemigo lo aceptamos sin quejarnos y nos ponemos al trabajo y sonreímos y esperamos nuestro hora. Nos servimos de gente de peor temple que nosotros y sacamos de ella el mayor provecho posible. Cuando hemos vuelto a ser otra vez lo bastante fuertes, apartamos de nuestro camino a los que nos han ayudado a salir del pozo. Éste es, hija mía, el secreto de las personas que no quieren sucumbir. —Y después de una pausa, añadió—: No vacilo en confiártelo.