La anciana pareció satisfecha confesando su profesión de fe, a pesar de todo el veneno que contenía. Parecía asimismo esperar una respuesta, pero Scarlett, que apenas comprendía el sentido de sus metáforas, no encontró qué decirle.
—Mira, pequeña —continuó entonces la anciana—, en mi familia cedemos ante la borrasca, pero levantamos en seguida la cabeza. No diría lo mismo de un montón de gente que no están lejos de aquí. Fíjate en Cathleen Calvert, por ejemplo. ¿Qué se ha hecho de ella? Una pobre harapienta. Ha caído más bajo todavía que el que se ha casado con ella. ¿Y los Mac Rae? Por el suelo están y sin poder levantarse. No saben ni qué hacer. Ni siquiera intentan un esfuerzo. Pasan el tiempo quejándose del pasado. Mira, fíjate... fíjate, por así decir, en toda la gente del Condado, quitando a mi Alex y a mi pequeña Sally, quitando a ti, a Jim Tarleton y sus hijas y a algún otro. El resto andan dando tumbos. ¿Qué quieres? No tienen savia, no tienen.
—Se olvida usted de los Wilkes.
—No, no me olvido. Si no he hablado de ellos es por cortesía, pues Ashley y los suyos viven bajo tu techo. Pero, ya que los has sacado a colación, escucha esto: según he oído decir, India se ha vuelto una solterona endurecida. No se harta de lamentarse porque Stu Tarleton ha sido muerto, no hace nada por olvidarlo y ni siquiera procura,,pescar a otro hombre. Verdad es que ya no es una chiquilla; pero, si quisiera molestarse un poco, acabaría por encontrar algún viudo cargado de familia. Y la pobre Honey, ¡Dios sabe cómo deseaba casarse! Pero con su cabeza de chorlito va a costarle trabajo. Y, en cuanto a Ashley, mira a Ashley...
—Ashley es un hombre superior... —comenzó Scarlett con efusión.
—No he dicho nunca lo contrarío, pero tiene el aspecto de estar más perdido que una rata. Lo que es si la familia Wilkes sale de ésta, será gracias a Melanie más que a Ashley.
—¿A Melanie? Vamos, señora, ¿qué está usted diciendo? He vivido con Melanie bastante tiempo para darme cuenta de que no sabe ni tenerse derecha de miedo que tiene a todo. Es incapaz hasta de oxear a una gallina.
—Tal vez tenga miedo de todo y no sepa ni oxear a una gallina; pero puedes estar segura de que si el menor peligro amenazara a su Ashley o a su hijo, todos los gobiernos yanquis del mundo no bastarían a detenerla. No procede del mismo modo que tú o que yo, Scarlett. Melanie se conduce como se hubiera conducido tu madre de haber vivido. Sí, Melanie me recuerda a tu madre cuando era joven... Y ella será, no lo dudes, la que saque a los Wilkes del atolladero.
—¡Pero, por Dios, si Melanie no es más que una pobre tonta llena de buenas intenciones! ¡Y qué injusta es usted con Ashley! Si él...
—A otro perro con ese hueso, querida. Fuera de los libros, Ashley no sirve para nada. Y no son los libros los que permiten a nadie salir de una situación como ésta en que estamos todos metidos hasta las cejas. Más de una vez me han dicho que no había nadie más incapaz que él para manejar el arado. Ahí tienes, sin más, qué diferencia con mi Alex. Antes de la guerra, Alex era un perfecto inútil. A señorito elegante no había quien le ganara. No pensaba en otra cosa que en elegirse las mejores corbatas, en embriagarse, en batirse o en ir detrás de chicas que no valían más que él. Pero míralo ahora. Ha aprendido la agricultura, porque era necesario. Sin esto, se habría muerto él de hambre y nosotros también. Y hoy hace producir el mejor algodón del Condado, querida. Su algodón es bien superior al de Tara, desde luego. Y ha aprendido igualmente a cuidar los puercos y los pollos. ¡Ah, ah, es un muchacho admirable a pesar de su mal genio! Sabe esperar su hora. Sabe adaptarse a las circunstancias, y así, cuando hayamos acabado con esta desdichada reconstrucción, ya verás, será tan rico como su padre o su abuelo. Pero Ashley...
—Todo eso no me importa —dijo Scarlett con aire glacial, ofendida por aquella falta de miramiento hacia Ashley.
—Pues es lástima —contestó la abuela, lanzándole una mirada fulminante—. Sí, es lástima y hasta sorprendente, porque, en suma, tú has adoptado la misma forma de proceder desde tu marcha a Atlanta. ¡Oh, sí, sí! No creas que porque estamos metidos en este agujero no hemos oído hablar de ti. También tú te has adaptado a las circunstancias. Hemos oído contar cómo has sabido componértelas para arrancarles el dinero a los yanquis, a los nuevos ricos y a los
carpetbaggers.
No, no has dado la impresión de ser una mosquita muerta. Me parece muy bien. Sácales lo que puedas. Y, cuando tengas bastante dinero, entonces rompe con ellos. Relaciones de ese tipo no podrían más que ocasionarte disgustos a la larga. Puedes estar segura.
Scarlett miró a la anciana, frunciendo las cejas. Nunca acababa de comprender el sentido de sus peroratas y, además, le había tomado ojeriza por haber dicho que Ashley estaba más perdido que una tortuga volcada en un camino.
—Me parece que se equivoca usted con respecto a Ashley —dijo de pronto bruscamente.
—Veo que no tienes suficiente buen juicio, pequeña.
—Eso lo dirá usted —le lanzó Scarlett, lamentando no poder abofetear a la anciana.
—Ya sé que cuando se trata de dólares rayas a gran altura. Tienes una manera de conducirte propia de un hombre avezado, pero estás desprovista de sutileza femenina. Cuando se trata de formular un juicio sobre alguien, no aciertas una.
Los ojos de Scarlett llamearon y sus manos apretáronse convulsivamente.
—Ya estás loca de rabia —contestó la abuela con una sonrisa—. Vamos, ya he logrado lo que estaba buscando.
—¿Áh, sí? ¿Y por qué? ¿Se puede saber?
—Por mil razones, excelentes todas.
La abuela se reclinó sobre el respaldo de su silla y Scarlett se dio de pronto cuenta de que parecía estar muy fatigada y de lo avejentada que se encontraba. Tenía cogido su abanico con su pequeña mano descarnada y amarillenta como de cera, igual que la de una muerta.
Scarlett se apaciguó. Incorporóse hacia delante y tomó en su mano una de las de la anciana.
—Da gusto verla mentir —le dijo—. No cree usted una sola palabra de todo lo que me ha dicho. Es para que no piense en papá por lo que lo ha hecho, ¿no es cierto?
—No trates de dártelas de aguda conmigo —le aconsejó la anciana, retirando su mano—. Sí, desde luego, en parte ha sido por eso; pero también en parte porque quería decirte algunas verdades, aunque seas poco inteligente para comprenderme.
Sin embargo, sonrió y pronunció estas últimas palabras sin ninguna acrimonia. Scarlett no le guardó rencor por haber hablado mal de Ashley, puesto que ella misma reconocía que no creía todo lo que le había dicho.
—De todos modos, muchas gracias. Es muy amable queriendo cambiarme las ideas... y estoy contenta sabiendo que es usted de mi opinión sobre el caso de Will y de Suellen, aunque... aunque otras personas no me aprueben.
La señora Tarleton regresó trayendo dos vasos de leche. No tenía la menor aptitud para los trabajos domésticos y los dos vasos estaban rebosando.
—He tenido que ir hasta el invernadero —declaró—. Anden, beban deprisa. La gente ya vuelve del cementerio. Dígame, Scarlett: ¿va a consentir usted que Suellen se case con Will? No es que ella esté demasiado bien para él, no, no; pero, en fin, Will no es más que un campesino y...
Las miradas de Scarlett y de la abuela Fontaine se encontraron. La misma llamita maliciosa brillaba en el fondo de sus ojos.
Cuando la última persona se hubo despedido de la familia, cuando no se oyó más ruido de coches ni de caballos, Scarlett se dirigió al pequeño buró de Ellen y sacó de un cajón un objeto brillante que había escondido la víspera en medio de un fajo de papeles amarillentos. En el comedor, Pork, que ponía la mesa para comer, iba y venía resoplando. Scarlett lo llamó. Acudió, con el rostro descompuesto, con el aire de un perro que hubiera perdido a su dueño.
—Pork —le dijo su dueña—, si sigues llorando, yo... yo voy a ponerme a llorar también. Ya está bien.
—Sí, amita. Ya lo procuro, pero cada vez que pienso en el señor Geraldy...
—Bueno, pues no pienses más. Puedo aguantar las lágrimas de cualquiera, pero no las tuyas. Vamos —le dijo en un tono más dulce—, ¿no lo comprendes? Si no puedo aguantarlas es porque sé lo mucho que le querías. Suénate, Pork; tengo un regalo para ti.
Pork se sonó ruidosamente y manifestó un simple interés de cortesía.
—¿Te acuerdas de aquella noche en que dispararon sobre ti, mientras saqueabas un gallinero?
—¡Señor santo, señorita Scarlett! Yo nunca...
—Tú recibiste un buen trozo de plomo en la pierna; conque no vengas diciéndome que no es verdad. ¿Recuerdas también lo que te dije? Te prometí regalarte un reloj para recompensar su fidelidad.
—Sí, amita, me acuerdo; pero creía que usted se habría olvidado.
—No, no me he olvidado; mira, ahí lo tienes.
Scarlett le mostró un macizo reloj de oro labrado, con su cadena, a la que iban suspendidos diversos dijes.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Pork—. ¡Si es el reloj del señor Gerald! Le he visto mirar este reloj más de mil veces.
—Sí, es el reloj de papá. Te lo doy, tómalo.
—¡Oh, no, amita! —Pork retrocedió, horrorizado—. No; es un reloj del señor blanco, del señor Gerald... ¿Cómo habla usted de dármelo, señorita Scarlett? Este reloj pertenece en derecho al pequeño Wade Hampton.
—No, te pertenece a ti. ¿El pequeño Wade Hampton ha hecho algo nunca por papá? ¿Es él quien le ha cuidado cuando estaba enfermo y sin conocimiento? ¿Es él el que le ha bañado y vestido y afeitado? ¿Acaso no le abandonó cuando los yanquis vinieron? ¿Es él el que ha robado para que no muriera de hambre? No seas tonto, Pork. Si alguien se ha merecido el reloj eres tú, y estoy segura de que papá me aprobaría. Anda, tómalo, vamos. Scarlett le cogió la negra mano y le puso en ella el reloj. Pork lo contempló con veneración y la alegría se pintó poco a poco en su rostro.
—¿Para mí de verdad, señorita Scarlett?
—Sí, para ti.
—Muchas gracias, señorita, muchas gracias.
—¿Quieres que lo lleve a Atlanta para que graben en él alguna cosa?
—¿Qué quiere decir grabar? —preguntó Pork, con aire desconfiado.
—Quiere decir que haré que escriban en la tapa del reloj alguna cosa como... como: «A Pork, la familia O'Hara, en agradecimiento a sus buenos y leales servicios».
—No, no, gracias, señorita. No quiero.
Pork dio un paso atrás reteniendo con fuerza el reloj en la mano. Scarlett se sonrió.
—¿Por qué, Pork? ¿Es que tienes miedo a que no te lo devuelva?
—No, señorita. Tengo confianza en usted; pero podría usted cambiar de parecer y...
—No, hombre, no, por Dios.
—Podría venderlo, señorita. Esto debe valer mucho dinero.
—¿Te parece que iba yo a vender el reloj de papá?
—Sí señorita, si tuviera necesidad de dinero.
—Te mereces una paliza, Pork. Me están entrando ganas de quitarte el reloj.
—¡No, amita, no lo hará usted! —por primera vez en todo el día, una ligera sonrisa se dibujó en la desolada cara de Pork—. La conozco, señorita.
—¿Es verdad, Pork?
—Si fuera usted la mitad de amable con los blancos que con los negros, creo que la gente sería más amable con usted.
—Todos son muy amables conmigo —dijo Scarlett—. Anda, ahora ve a buscar al señor Ashley y dile que quiero hablar con él en seguida.
Sentado en la sillita de Ellen, Ashley escuchaba a Scarlett proponerle que se repartiera con ella los beneficios de la serrería. Por única vez sus ojos no encontraron los suyos, por única vez no la interrumpió. Con la cabeza gacha, se miraba las manos, las volvía lentamente, examinando primero las palmas, después el reverso, como si no las hubiera visto nunca antes. A pesar de los rudos trabajos habían conservado su finura y aparecían harto delicadas para ser las manos de un granjero. Su cabeza, baja, y su silencio turbaban a Scarlett, que redoblaba sus esfuerzos para hacer su proposición más tentadora. Pero, por más que sonriera y desplegara todas sus artes, era trabajo perdido, pues él seguía obstinadamente con la mirada en el suelo. ¡Si al menos quisiera mirarla! Scarlett no hizo la menor alusión a lo que Will le había contado, a su proyecto de ir a fijarse en el Norte, y se esforzó en hablar en el tono seguro de quien sabe que no existe ningún obstáculo que pueda contrariar sus planes. Sin embargo, el mutismo de Ashley la desarmaba y acabó por no saber qué decir. ¿Iría a negarse? ¿Qué razón podría invocar para declinar su ofrecimiento?
—Ashley... —comenzó para detenerse en seguida.
No tenía la intención de alegar su embarazo, pero viendo que los otros argumentos no hacían mella en él decidió servirse de éste como de una última carta.
—Es menester que vengas a Atlanta. ¡Tengo tal necesidad de ayuda! Yo ya no puedo ocuparme por mí misma en las serrerías. En muchos meses no podré ocuparme, porque... porque, ya lo ves, ya me comprendes...
—¡Scarlett, por favor! —replicó Ashley en tono brutal.
Levantándose bruscamente, se acercó a la ventana y se puso a seguir las evoluciones de los patos que andaban por el corral.
—¿Es... es por eso por lo que no quieres mirarme? —le interrogó Scarlett, desolada—. Ya sé que mi aspecto...
Ashley se volvió de golpe y sus ojos grises se clavaron un instante en la joven con tal intensidad que ella se llevó las manos a la garganta.
—¡Al diablo con si tienes un aspecto u otro! —exclamó con violencia—. De sobra sabes que siempre te encontré bella.
Una ola de felicidad invadió a Scarlett. Sus ojos se empañaron de lágrimas.
—¡Qué alegría oírte decir eso! Tenía tal vergüenza de mostrarme...
—¿Vergüenza? ¿Y por qué habrías de tener vergüenza? Yo soy quien debería tener vergüenza y quien la tiene. Sin mi estupidez no estaríamos así, y nunca te habrías casado con Frank. No debería haberte dejado que abandonaras Tara el invierno pasado. ¡Qué necio he sido! Debería haberte conocido mejor. Debería haber sabido que te encontrabas dispuesta a todo. Debería... debería...
Y marcó un gesto huraño.
El corazón de Scarlett latía violentamente. ¡Ashley lamentaba no haber huido con ella!
—Sí, yo era el que debía haber encontrado el dinero para los impuestos, y no tú, que nos has recogido a todos como a unos mendigos. Debería haber intentado cualquier cosa: saltear caminos, asesinar, ¡qué sé yo! ¡Lo he echado todo a perder! No eran éstas las palabras que Scarlett había esperado; su corazón se contrajo, su alegría se alteró.