Milagrosamente, Melanie consiguió deslizarse en medio de la gresca y, milagrosamente también, acertó a hacerse escuchar. Turbada por su audacia y con la voz ahogada por la emoción se puso a gritar: «¡Señoras, por favor!», hasta que la efervescencia se calmó y pudo por fin hablar.
—Quiero decir..., en fin..., he pensado desde hace largo tiempo que... que no solamente deberíamos quitarles a las tumbas yanquis las malas hierbas, sino que deberíamos también plantar flores... Yo..., yo..., ustedes pensarán lo que quieran, pero cuando yo voy a llevar flores a la tumba de mi querido Charles siempre dejo algunas en la de un yanqui desconocido que se encuentra a su lado. ¡Tiene... tiene un aire tan abandonado!
El tumulto arreció, pero esta vez las dos organizaciones estuvieron de acuerdo para protestar.
—¿En las tumbas yanquis? ¡Oh, Melanie! ¿Pero cómo puede usted...? ¡Y son ellos los que han matado a Charles! ¡Y a poco más la matan a usted! ¡Los yanquis, que hubieran podido matar a Beau cuando nació! ¡Que han tratado de incendiar Tara para echarla de allí!
Melanie, apoyada en el respaldo de su silla, se sentía casi abrumada bajo el peso de aquella desesperación. Nunca había encontrado semejante hostilidad.
—¡Por favor, señoras! —exclamó en tono suplicante—. Les ruego que me dejen terminar. Sé que no tengo vela en este entierro, pues, fuera de Charles, ninguno de mis parientes cercanos ha sido muerto y, gracias a Dios, sé donde reposa mi hermano. Pero ¡hay tantas de nosotras hoy día que ignoran dónde están enterrados sus hijos, sus maridos, sus hermanos o sus...!
Se ahogaba y tuvo que pararse. Un silencio de muerte pesaba sobre la reunión.
La resplandeciente mirada de la señora Meade se ensombreció. Había hecho el largo viaje a Gettysburg, después de la batalla, para recoger el cuerpo de Darcy; pero nadie le había podido decir dónde pstaba enterrado. Probablemente yacía en alguna fosa precipitadamente cavada, en cualquier parte del territorio enemigo. Los labios de la señora Alan comenzaron a temblar. Su marido y su hermano habían acompañado a Morgan en su desdichada incursión a Ohio y lo Último que había sabido de ellos es que habían caído al borde de un río en el momento en que la caballería yanqui había dado una carga contra los confederados. También ella ignoraba dónde reposaban. El hijo de la señora Alison había muerto en un campo de concentración del Norte y, por ser más pobre que una rata, no había podido hacer traer su cuerpo. Otras muchas señoras habían leído en las listas transmitidas por el Estado Mayor: «Desaparecido..., probablemente muerto», y esas únicas palabras eran las que debían saber para siempre de los hombres que habían visto marchar al frente.
Se volvieron hacia Melanie con una mirada en la que podía leerse:
«¿Por qué ha vuelto a abrir estas heridas? Estas heridas ya no se curarán nunca...»
El silencio y la calma reinantes dieron ánimos a Melanie.
—Sus tumbas se encuentran en algún lado, en país yanqui, del mismo modo que hay aquí tumbas de soldados de la Unión. ¿No sería horrible oír hablar a una mujer yanqui de desenterrar a nuestros muertos y...?
La señora Meade ahogó un sollozo.
—¡Y qué consuelo, en cambio, enterarnos de que alguna buena mujer yanqui...! Y debe de haberlas; poco me importa lo que la gente diga, pero no todas las mujeres yanquis han de ser malas. ¡Qué consuelo saber que ellas arrancan las malas hierbas de las tumbas en que reposan los que amamos y que les ponen flores! Si Charles hubiera muerto en el Norte, sería para mí un gran consuelo saber que alguien... Y me tiene sin cuidado lo que ustedes piensen de mí, señoras.
La voz de Melanie se alteró.
—Yo presento mi dimisión en los dos clubs y yo... yo arrancaré todas las malas hierbas de todas las tumbas yanquis que encuentre y plantaré flores en ellas y... ¡y que nadie trate de impedírmelo!
Después de haber lanzado este desafío, Melanie prorrumpió en llanto y, con paso vacilante, trató de ganar la puerta.
Una hora más tarde, bien resguardados en un rincón del café de «La Hermosa de Hoy», el abuelo Merriwether refirió al tío Henry Hamilton que, tan pronto hubo terminado su arenga, todo el mundo se lanzó sobre Melanie para abrazarla, que todo terminó en fiesta y que Melanie fue nombrada secretaria de las dos organizaciones.
—¡Y van a arrancarles las malas hierbas! Lo más triste es que Dolly quiere engancharme, con el pretexto de que no tengo grandes cosas que hacer. Personalmente, yo no tengo nada contra los yanquis y creo que la señora Melanie tiene razón; pero, ¡ponerme a arrancar hierbas a mi edad y con mi lumbago!
Melanie formaba parte del Comité de dirección del Hogar de Huérfanos y ayudó a reunir los libros necesarios para constituir un fondo con destino a la Asociación para la Biblioteca Juvenil. «Los Amigos de Tespis», que daban una función de aficionados una vez al mes, reclamaron su concurso. Ella era demasiado tímida para aparecer en público, detrás de las candilejas iluminadas por las lámparas de aceite; pero era capaz de hacer cualquier cosa por ser agradable. Ella fue quien se llevó el voto final del Círculo de lecturas shakespearianas, dividido acerca de la cuestión de saber si había que alternar la lectura de las obras del gran trágico con la de las obras de Dickens y de Bulwer-Lytton, o la de los poemas de Lord Byron, como lo había sugerido un joven de quien Melanie sospechaba en secreto que era un soltero juerguista.
En las noches de aquel fin de verano, su casita mal iluminada estaba siempre llena de invitados. Nunca había bastantes sillas y las señoras se sentaban frecuentemente en la
tenaza,
mientras los hombres se instalaban en la balaustrada, sobre cajones o sobre el césped. A veces, cuando Scarlett veía a alguien disponiéndose a tomar el té sobre la hierba, el único convite que los Wilkes hacían, se preguntaba cómo Melanie podía resolverse a mostrar tan descaradamente su indigencia. Hasta que hubiese logrado amueblar de nuevo la casa de la tía Pitty como antes de la guerra y pudiera permitirse el lujo de ofrecer a sus invitados copas de buen vino, refrescos, lonjas de jamón o fiambres selectos, Scarlett no sentía el menor deseo de recibir en casa a nadie y menos a gente distinguida como era la que frecuentaba Melanie.
El general John B. Gordon, el gran héroe de Georgia, iba con frecuencia con su familia a casa de su cuñada. El padre Ryan, el sacerdote poeta de la Confederación, no dejaba nunca de visitarla cuando estaba de paso en Atlanta. Solía encantar a la asistencia con su ingenio y no había que insistir demasiado para hacerle recitar su «Espada de Lee» o su inmortal «Bandera vencida», que las señoras escuchaban siempre llorando. Alex Stephens, el ex vicepresidente de la Confederación, solía visitar al matrimonio cada vez que se encontraba en Atlanta, y cuando se sabía que iba a ir a casa de Melanie la casa rebosaba de gente que permanecía en ella durante horas absorta ante el encanto del débil inválido de voz vibrante. De ordinario, diez o doce niños asistían a estas reuniones cabeceando en los brazos de sus padres. Deberían haber estado acostados hacía largo rato, pero su padre o su madre deseaban a toda costa poder decir más tarde que el gran vicepresidente los había abrazado o que habían estrechado la mano del que había hecho tanto en defensa de la Causa. Todas las personas distinguidas que pasaban una temporada en Atlanta conocían el camino de la casa de los Wilkes y, frecuentemente, había quienes pasaban la noche en ella. En tales ocasiones, la casa se llenaba pronto. India se acostaba en un jergón en el cuartito en que Solía jugar Beau, y Dilcey corría a pedir prestados unos huevos a la cocinera de tía Pitty. Todo lo cual no impedía a Melanie recibir a Sus huéspedes con la misma distinción que si hubiera poseído un palacio.
Melanie no sospechaba en lo más mínimo que la gente se agrupaba en torno suyo como en torno a una bandera. Así que quedó estupefacta y molesta al mismo tiempo cuando el doctor Meade, al fanal de una agradable velada en su casa, en la que él había representado con todo decoro el papel de Macbeth, le besó la mano y le dirigió un breve discurso, en el tono en que solía expresarse en otro tiempo para hablar de la gloriosa Causa.
—Mi querida señora Wilkes: es siempre un privilegio y un placer encontrarse bajo su techo, pues usted y las señoras como usted son nuestra fuerza común, todo lo que de nosotros queda. Nuestra juventud ha sido segada en flor y nuestras muchachas han perdido la risa. Han arruinado nuestra salud. Hemos sido desarraigados, nuestras costumbres han sido trastornadas. Han arruinado nuestra prosperidad, se nos ha hecho retroceder cincuenta años y se ha colocado una carga demasiado pesada sobre los hombros de nuestros muchachos, que deberían estar en la escuela, y de nuestros ancianos, que deberían calentarse al sol. Pero reconstruiremos el edificio, porque aún nos quedan corazones como el suyo sobre los que apoyar nuestros cimientos. Y mientras los tengamos, que los yanquis tengan todo lo demás.
Hasta que el embarazo de Scarlett estuvo tan avanzado que ya no podía disimular su estado bajo el gran chal negro de tía Pitty, ella y Frank solían pasearse por el seto del jardín y unirse a los invitados de Melanie en la terraza. Scarlett se preocupaba siempre de sentarse a la sombra, donde no solamente permanecía menos expuesta a las miradas, sino que podía observar a su gusto a Ashley.
Solamente Ashley la atraía, pues las conversaciones la aburrían y la disgustaban. Siempre eran las mismas: primero, la dureza de los tiempos; luego, la situación política y, en fin, la guerra. Las señoras se lamentaban muy alto de lo cara que estaba la vida y preguntaban a los caballeros si les parecía que volverían los buenos tiempos. Éstos, que lo sabían todo, respondían que sí, que era una simple cuestión de paciencia. Las señoras sabían muy bien que ellos les mentían y éstos no ignoraban que ellas no se dejaban engañar. Pero no por ello dejaban de mentir de buena fe los unos, ni las otras de fingir que lo creían. Todo el mundo sabía que los malos tiempos no habían terminado.
Una vez agotado este tema de conversación, las señoras hablaban de la creciente arrogancia de los negros, de los crímenes de los
carpetbaggers
y de la humillación que les causaba la vista de un uniforme azul en cada esquina. ¿Pensaban los señores que los yanquis acabarían algún día con la reconstrucción de Georgia? Y ellos afirmaban en tono tranquilo que esto no duraría ya mucho. Es decir, que llegaría el día en que los demócratas pudieran votar de nuevo. Las señoras eran bastante prudentes para no preguntar cuándo se produciría ese feliz acontecimiento. Y, agotado el tema, se iniciaba el de la guerra.
Cada vez que dos ex confederados se encontraban, no había otro tema de conversación; pero, cuando se hallaban reunidos diez o más, el resultado podía predecirse a ciencia cierta: las hostilidades comenzaban de nuevo con mayor energía que nunca y la palabra «si» jugaba el primer papel en la discusión.
—Si Inglaterra nos hubiera reconocido...
—Si Jeff Davis hubiera requisado todo el algodón y lo hubiera trasladado a Inglaterra antes de empezar el bloqueo...
—Si Longstreet hubiera ejecutado las órdenes que le habían dado en Gettysburg...
—Si Jeb Stuart no hubiera estado en aquella incursión, cuando Marse Bob tenía necesidad de él...
—Si hubiéramos podido resistir solamente un año más...
—Si no hubiera caído Vicksburg...
Y siempre: Si no hubieran sustituido a Johnston por Hood..., o: Si hubieran dado a Hood el mando de las tropas en Dalton, en lugar de dárselo a Johnston...
¡Si, si...! Las voces, suaves y gangosas, se encendían. Los de infantería, los de caballería y los de artillería evocaban sus recuerdos de la época en que sus vidas se hallaban en pleamar, rememorando aquellos cálidos mediodías de sus vidas ahora que se iniciaba el crepúsculo de sus inviernos.
«No se les ocurre nada más. Siempre la guerra, no hacen otra cosa que hablar de guerra. Y seguirán así hasta que se mueran», pensaba Scarlett.
Paseaba la mirada a su alrededor y veía a los niños acurrucados en los brazos de sus padres. Su pecho íatía más de prisa, sus ojos brillaban. Ponían toda su atención en esos relatos de salidas en plena noche, de cargas de caballería y de banderas plantadas en los bastiones del enemigo. Escuchaban redoblar los tambores, sonar las trompetas y gritar a los rebeldes. Veían marchar a los hombres con los pies deshechos, bajo la lluvia y las banderas enarboladas.
«Y esos niños no oirán hablar de otra cosa. Se imaginarán que era magnífico y glorioso batirse con los yanquis y volver a casa ciego o lisiado... o no volver siquiera. A todos les gusta evocar la guerra y hablar de ella. Pero no a mí. Me da horror sólo recordarla. ¡De qué buena gana me olvidaría de ella, si pudiera! ¡ Ah, si pudiera!»
La carne se le ponía de gallina oyendo contar a Melanie las historias de Tara. Su cuñada la pintaba bajo los rasgos de una heroína, explicaba cómo ella había resistido a los invasores, salvado el sable de Charles y apagado el incendio. Pero a Scarlett no le proporcionaba ninguna satisfacción, ningún orgullo todo esto. No quería ni pensar en ello.
«¿Por qué no querrán olvidar? ¿Por qué no se dedican a mirar hacia delante en vez de hacerlo hacia atrás? Hemos sido unos locos haciendo esa guerra. Y cuanto antes nos olvidemos de ella, mejor.»
Sin embargo, nadie quería olvidar, nadie, salvo ella. Así es que Scarlett fue feliz pudiendo decir de buena fe a Melanie que se sentía molesta presentándose en público, ni siquiera en la oscuridad. Melanie comprendió que era una cosa muy natural. A ella, todo lo que se refería al nacimiento la emocionaba profundamente. Sentía los mayores deseos de tener un segundo hijo, pero el doctor Meade y el doctor Fontaine le habían prevenido que un segundo parto la mataría. Medio resignada con su suerte, pasaba la mayor parte del día con Scarlett y experimentaba placer siguiendo la evolución de un embarazo que no era el suyo. A los ojos de Scarlett, que no había querido este hijo y que se irritaba sólo de pensar que se encontraba encinta en momento tan poco oportuno, tal actitud le parecía el colmo de la sensiblería mentecata. Sin embargo, experimentaba una malsana alegría, diciéndose que el veredicto de los doctores hacía imposible toda intimidad verdadera entre Ashley y su mujer.
Scarlett veía con mucha frecuencia a Ashley, pero nunca solo. Cada tarde, al regreso de la serrería, pasaba por su casa para darle cuenta de las novedades de la jornada, pero Frank y Pittypat se encontraban allí generalmente o, lo que era peor, Melanie e India. La entrevista se limitaba a un cambio de impresiones de orden comercial, tras los cuales Scarlett daba a Ashley algunos consejos y le decía: «Muchas gracias por haber venido a verme. Buenas tardes».